XV

El extraño efecto de este incidente fue que, cuando se encontraron esa noche en la cena, tanto Mrs. Fisher como Lady Caroline tenían la singular sensación de tener un entendimiento secreto con Mr. Wilkins. No podían considerarle como a otros hombres. No podían considerarle como lo habrían hecho si le hubiera conocido con ropa. Había una sensación de hielo roto; tenían un sentimiento de intimidad e indulgencia a la vez; sentían hacia él casi lo mismo que si fueran enfermeras, como se sienten aquellos que han ayudado a bañarse a pacientes o a niños pequeños. Conocían las piernas de Mr. Wilkins.

No se sabrá nunca lo que Mrs. Fisher le dijo esa mañana en la primera impresión, pero lo que en respuesta le dijo Mr. Wilkins, cuando las palabras de Mrs. Fisher le recordaron su estado, fue de una disculpa tan hermosa, de una confusión tan apropiada, que ella acabó por compadecerle y sentirse completamente aplacada. Después de todo, era un accidente, y nadie podía evitar los accidentes. Y cuando le vio después en la cena, vestido, bruñido, inmaculado de ropa e impecable de pelo, tuvo esta sensación peculiar de que tenía un entendimiento secreto con él y, añadido a esto, una especie de orgullo casi personal por su aspecto, ahora que estaba vestido, que pronto se extendió de una manera sutil a un orgullo casi personal por todo lo que decía.

No había ni la más mínima duda en la mente de Mrs. Fisher respecto al hecho de que la compañía de un hombre era infinitamente preferible a la de una mujer. La presencia y conversación de Mr. Wilkins elevaron inmediatamente el nivel de la mesa del comedor desde el de una osera —sí, una osera— hasta el de una reunión social civilizada. Hablaba como hablan los hombres, sobre temas interesantes, y, aunque se mostraba muy cortés hacia Lady Caroline, no presentaba ningún indicio de ir a deshacerse en sonrisas bobas y majaderías cada vez que se dirigía a ella. De hecho, era exactamente igual de cortés con Mrs. Fisher; y cuando se abordó por primera vez en esa mesa la política, la escuchó con la debida seriedad al manifestar ella deseos de hablar y trató sus opiniones con la atención que se merecían. Sus pensamientos parecían coincidir prácticamente con los suyos en lo relativo a Lloyd George y con respecto a la literatura era igualmente fiable. De hecho, había una conversación de verdad, y le gustaban las nueces. Era un misterio cómo podía haberse casado con Mrs. Wilkins.

Lotty, por su parte, observaba con los ojos muy abiertos. Había contado con que Mellersh tardaría por los menos dos días en llegar a esta fase, pero el hechizo de San Salvatore había funcionado inmediatamente. No era sólo que fuera agradable durante la cena, ya que ella le había visto siempre agradable en las cenas con otras personas, sino que había sido agradable todo el día en privado; tan agradable, que le había hecho un cumplido sobre su aspecto mientras se cepillaba el pelo y le había dado un beso. ¡Un beso! Y no era ni de buenos días ni de buenas noches.

Bueno, así las cosas, esperaría hasta el día siguiente para contarle la verdad sobre sus ahorros y lo relativo a que, después de todo, Rose no era su anfitriona. Era una pena estropear las cosas. Había estado a punto de contárselo todo tan pronto como hubiera descansado un poco, pero parecía una auténtica pena alterar un estado de ánimo tan hermoso como el de Mellersh este primer día. Había que dejarle que se afianzara más en el paraíso. Una vez afianzado no le importaría nada.

Su rostro resplandecía de placer ante el efecto instantáneo de San Salvatore. Ni siquiera la catástrofe del baño, de la cual había sido informada al volver del jardín, le había agitado. Claramente lo único que necesitaba eran unas vacaciones. Se había portado como una bestia cuando él había querido llevarla a Italia. Pero daba la casualidad de que este arreglo era mucho mejor, aunque no por ningún mérito suyo. Habló y rio con alegría, una vez desaparecida toda traza del miedo que le tenía, e incluso cuando dijo, impresionada por su impecabilidad, que tenía un aspecto tan limpio que se podría comer la cena sobre él, y Scrap se rio, Mellersh también se rio. En casa eso le habría molestado, suponiendo que en casa ella hubiera tenido el valor de decirlo.

La velada fue un éxito. Scrap, cada vez que miraba a Mr. Wilkins, le veía con su toalla, chorreando agua, y se sentía indulgente. Mrs. Fisher estaba encantada con él. Rose era, a los ojos de Mr. Wilkins, una anfitriona digna, tranquila y digna, y admiraba el modo en que renunciaba a su derecho a presidir la mesa sentándose a la cabecera; sin duda, como un delicado cumplido a la edad de Mrs. Fisher. Mrs. Arbuthnot era, opinaba Mr. Wilkins, de naturaleza reservada. Era la más reservada de las tres damas. Se había encontrado un momento a solas con ella en el salón, antes de la cena, y le había expresado con lenguaje apropiado lo mucho que apreciaba su amabilidad al desear que se uniera al grupo, y ella se había mostrado reservada. ¿Sería tímida? Probablemente. Se había sonrojado y murmurado como si desaprobara, y entonces habían entrado las otras. Durante la cena fue la que menos habló. Desde luego, llegaría a conocerla mejor durante los próximos días y sería un placer, estaba seguro.

Mientras tanto Lady Caroline era todo lo que Mr. Wilkins había imaginado y más, y había acogido con cortesía sus discursos hábilmente introducidos entre los platos; Mrs. Fisher era exactamente la dama anciana con la que había esperado tropezarse toda su vida profesional; Lotty no sólo había mejorado inmensamente, sino que, evidentemente, estaba au mieux —Mr. Wilkins sabía el francés que había que saber— con Lady Caroline. Durante el día le había atormentado sobremanera la imagen de su conversación con Lady Caroline olvidando que no iba vestido, y finalmente le había escrito una nota ofreciéndole sus más sentidas disculpas y suplicándole que pasara por alto su sorprendente, su incomprensible descuido, a la cual ella había respondido a lápiz en la parte de atrás del sobre: «No se preocupe». Y él había obedecido sus órdenes y lo había alejado de sí. El resultado era que ahora se sentía realmente complacido. Esa noche, antes de dormirse, había pellizcado la oreja de su mujer. Ella se había quedado asombrada. Semejantes caricias…

Lo que es más, la mañana no provocó ninguna recaída en Mr. Wilkins y mantuvo ese elevado nivel durante todo el día, a pesar de ser el primer día de la segunda semana y, por tanto, día de pago.

El hecho de que fuera día de pago precipitó la confesión de Lotty, que, llegado el momento, se había sentido inclinada a aplazarla un poco más. No estaba asustada, se atrevía a todo, pero Mellersh estaba de un humor tan admirable… ¿Por qué arriesgarse a enturbiarlo tan pronto? Sin embargo, cuando poco después del desayuno apareció Costanza con una pila de pequeños trozos de papel muy sucios cubiertos de sumas a lápiz, y tras haber llamado a la puerta de Mrs. Fisher y haber sido despedida, y a la puerta de Lady Caroline y haber sido despedida, y a la puerta de Rose y no obtener respuesta porque Rose había salido, emboscó a Lotty, que estaba enseñando la casa a Mellersh, y señaló los trozos de papel y habló muy deprisa y muy alto, encogió mucho los hombros y continuó señalando los trozos de papel; Lotty recordó que había pasado una semana sin que nadie pagara nada a nadie y que había llegado el momento de ajustar cuentas.

—¿Quiere algo esta buena señora? —preguntó Mellersh melifluo.

—Dinero —dijo Lotty.

—¿Dinero?

—Son las cuentas de los gastos de la casa.

—Bueno, tú no tienes nada que ver con eso —dijo sereno Mr. Wilkins.

—Oh, sí, sí que tengo que ver…

Y la confesión se precipitó.

Fue maravilloso cómo se lo tomó Mellersh. Uno habría imaginado que su único fin al hacerla ahorrar había sido siempre que lo derrochara exactamente en esto. No la interrogó, como habría hecho en casa; lo aceptó todo a medida que salía a borbotones, lo de sus mentirijillas y todo lo demás, y cuando ella hubo terminado y dijo:

—Tienes todo el derecho a enfadarte, creo yo, pero espero que no lo hagas y que, en lugar de eso, me perdones —él se limitó a preguntar:

—¿Qué puede haber más beneficioso que unas vacaciones?

Tras lo cual ella pasó su brazo por el de Mellersh y lo agarró con fuerza y dijo:

—¡Oh, Mellersh, eres realmente un encanto! —tan orgullosa de él que se sonrojó.

Su rápida asimilación de la atmósfera, su inmediata transformación en la amabilidad personificada, demostraba sin duda su auténtica afinidad por las cosas buenas y hermosas. Se encontraba en su ambiente en este lugar de calma celestial. Era —resultaba extraordinario lo mal que le había juzgado— por naturaleza un hijo de la luz. No le importaron las horribles mentirijillas de las que se había valido antes de marcharse; había pasado incluso esas por alto sin un comentario. Maravilloso. Y, sin embargo, no era maravilloso, puesto que se encontraba en el paraíso. En el paraíso a nadie le importaba ninguna de esas cosas pasadas, uno ni siquiera se preocupaba de perdonar y olvidar, uno era demasiado feliz. Apretó con fuerza su brazo para demostrarle su gratitud y aprecio; aunque él no retiró el suyo, tampoco respondió a su apretón. Mr. Wilkins era de costumbres frías y raramente sentía auténticamente deseos de apretar.

Mientras tanto Costanza, percatándose de que había perdido la atención de los Wilkins, había regresado a Mrs. Fisher, que por lo menos entendía italiano, además de ser claramente a los ojos de los criados el miembro del grupo al que por edad y aspecto le correspondía pagar las cuentas; y a ella, mientras Mrs. Fisher daba los toques finales a su aseo, ya que estaba preparándose, mediante el añadido a su vestimenta de un sombrero y un velo y una boa de plumas y unos guantes, para dar su primer paseo en el jardín inferior —sin lugar a dudas el primero desde su llegada— le explicó que, a menos que le dieran dinero para pagar las cuentas de la semana anterior, las tiendas de Castagneto se negarían a darle crédito para la comida de la semana en curso. No darían ni siquiera crédito, afirmó Costanza, que había estado gastando mucho, y estaba ansiosa por pagar lo que les debía a todos sus parientes y también por descubrir cómo iban a reaccionar sus señoras, para las comidas de ese día. Pronto sería la hora de la colazione, y cómo iba a haber colazione sin carne, sin pescado, sin huevos, sin…

Mrs. Fisher cogió las cuentas de su mano y miró el total; y se quedó tan asombrada por su tamaño, le horrorizó de tal manera la extravagancia que este revelaba, que se sentó en su escritorio para examinar a fondo el asunto.

Costanza pasó una media hora muy mala. No había imaginado que los ingleses fueran capaces de ser tan mercenarios. Y además la Vecchia, como la llamaba en la cocina, sabía mucho italiano, y con una obstinación que llenó a Costanza de vergüenza ajena, ya que una conducta semejante era lo último que uno se esperaba de los magnánimos ingleses, examinó artículo tras artículo, exigiendo una explicación y persistiendo hasta obtenerla.

No había ninguna explicación, excepto que Costanza había tenido una semana gloriosa durante la que había hecho exactamente lo que había querido, una semana de espléndida y desenfrenada libertad, y que este era el resultado.

Costanza, al no tener ninguna explicación que ofrecer, lloró. Era lamentable pensar que a partir de ahora tendría que cocinar bajo vigilancia, bajo sospecha; y ¿qué dirían sus parientes cuando descubrieran que los encargos que recibían se habían reducido? Dirían que no tenía influencia; la despreciarían.

Costanza lloró, pero Mrs. Fisher permaneció impasible. En un italiano lento y espléndido, con la cadencia de los cantos del Inferno, la informó de que no pagaría ninguna cuenta hasta la semana siguiente, y de que mientras tanto la comida tenía que ser exactamente igual de buena que siempre, y a un cuarto de su coste.

Costanza levantó las manos al cielo.

La siguiente semana, prosiguió Mrs. Fisher impasible, si comprobaba que se había hecho así, pagaría el total. De lo contrario… hizo una pausa; ya que ni ella misma sabía lo que haría de lo contrario. Pero se detuvo y adoptó una apariencia impenetrable, majestuosa y amenazadora, y Costanza se acobardó.

A continuación Mrs. Fisher, tras despacharla con un gesto, fue en busca de Lady Caroline para quejarse. Había tenido la impresión de que Lady Caroline encargaba las comidas, y era por lo tanto responsable de los precios, pero ahora parecía que se había dejado a la cocinera hacer exactamente lo que quisiera desde que habían llegado, lo cual era por supuesto sencillamente vergonzoso.

Scrap no estaba en su dormitorio, pero el cuarto, al abrir Mrs. Fisher la puerta, ya que sospechaba que estaba dentro y sólo hacía como que no oía la llamada, conservaba todavía la fragancia de su presencia.

—Perfume —olfateó Mrs. Fisher, cerrándola de nuevo; y deseó que Carlyle hubiera podido hablar seriamente durante cinco minutos con esta joven. Y, sin embargo, quizá él también…

Bajó para salir al jardín en su busca, y en el vestíbulo se encontró con Mr. Wilkins. Llevaba puesto el sombrero, y estaba encendiendo un cigarro.

A pesar de lo indulgente que Mrs. Fisher se sentía hacia Mr. Wilkins, y lo relacionada con él de una forma peculiar e incluso mística tras el encuentro de la mañana anterior, no podía, sin embargo, aceptar un cigarro en la casa. En el exterior lo soportaba, pero no era necesario, cuando el exterior era un lugar tan amplio, entregarse al hábito en el interior. Incluso Mr. Fisher, que había sido originariamente, debía decirlo, un hombre de costumbres firmes, se había librado de esta poco después del matrimonio.

Sin embargo, Mr. Wilkins, quitándose presuroso el sombrero al verla, tiró inmediatamente el cigarro. Lo tiró al agua que con toda probabilidad contenía un gran jarrón de calas, y Mrs. Fisher, consciente del valor que los hombres conceden a sus cigarros recién encendidos, no pudo evitar quedar impresionada por este inmediato y magnífico amende honorable.

Pero el cigarro no alcanzó el agua. Se quedó enganchado en las calas y, aislado, continuó echando humo entre ellas, como un objeto extraño y de aspecto depravado.

—A dónde vas, mi bell… —comenzó Mr. Wilkins, avanzando hacia Mrs. Fisher; pero se interrumpió justo a tiempo.

¿Era la vitalidad matutina la que le impulsaba a dirigirse a Mrs. Fisher en los términos de una poesía infantil? No era ni siquiera consciente de conocerla. Realmente extraño. ¿A qué podía deberse su aparición, en un momento semejante, en su mente en pleno uso de sus facultades? Sentía un gran respeto por Mrs. Fisher, y por nada del mundo la habría insultado dirigiéndose a ella como una doncella, fuera o no bella. Deseaba estar en buenas relaciones con ella. Era una mujer de talento, y también, sospechaba, de propiedades. Habían desayunado juntos muy agradablemente, y le había llamado la atención su aparente intimidad con personas conocidas. Victorianos, desde luego; pero hablar de ellos suponía un descanso después del esfuerzo de las fiestas georgianas de su cuñado en Hampstead Head. Tenía la sensación de que se estaban entendiendo a las mil maravillas. Empezaba a mostrar todos los síntomas de querer convertirse pronto en cliente suya. Por nada del mundo la ofendería. Un ligero escalofrío le recorría ante lo apurado de su escapatoria.

Sin embargo, ella no se había dado cuenta.

—¿Va usted a salir? —dijo muy cortés, totalmente dispuesto en caso de que ella confirmara su aspiración de acompañarla.

—Quiero encontrar a Lady Caroline —dijo Mrs. Fisher, dirigiéndose hacia la puerta de cristal que conducía al jardín superior.

—Una empresa agradable —señaló Mr. Wilkins—. ¿Puedo colaborar en la búsqueda? Permítame… —añadió, al tiempo que le abría la puerta.

—Suele sentarse allí en aquella esquina detrás de los arbustos —dijo Mrs. Fisher—. Y no creo que se trate de una empresa agradable. Ha estado dejando que se acumularan las facturas de una forma terrible, y necesita una buena reprimenda.

—¿Lady Caroline? —dijo Mr. Wilkins, incapaz de seguir una actitud semejante—. ¿Qué tiene que ver aquí Lady Caroline, si se me permite preguntar, con las facturas?

—Se dejaron los gastos de la casa en sus manos, y como todas compartimos de igual manera debería haber sido una cuestión de honor para ella…

—Pero… ¿Lady Caroline llevando aquí los gastos de la casa para todo el grupo? ¿Un grupo en el que está incluida mi mujer? Querida señora, me deja usted sin habla. ¿No sabe usted que es la hija de los Droitwich?

—Oh, así que es esa —dijo Mrs. Fisher, haciendo crujir pesadamente los guijarros mientras se dirigía hacia el rincón oculto—. Bueno, eso lo explica todo. El lío que organizó ese Droitwich en su departamento durante la guerra fue un escándalo nacional. Fue prácticamente un caso de malversación de los fondos públicos.

—Pero le aseguro que es imposible suponer que la hija de los Droitwich… —comenzó vehementemente Mr. Wilkins.

—Los Droitwich —le interrumpió Mrs. Fisher— no vienen al caso. Los deberes a los que uno se compromete deben cumplirse. No tengo la intención de que mi dinero sea derrochado por culpa de ningún Droitwich.

Una anciana obstinada. Quizá no tan fácil de tratar como había esperado. Pero qué rica. Sólo la conciencia de una gran riqueza le permitiría despachar así a los Droitwich. Lotty, al ser preguntada, había sido imprecisa con respecto a su posición, y había descrito su casa como un mausoleo con peces de colores nadando en él; pero ahora tenía la certeza de que su posición era mucho más que desahogada. Con todo, habría preferido no haberse unido a ella en este momento, ya que bajo ningún concepto deseaba presenciar un espectáculo consistente en la reprimenda de Lady Caroline Dester.

Una vez más, sin embargo, no había contado con Scrap. Sea lo que fuere lo que sintió cuando levantó la vista y advirtió a Mr. Wilkins descubriendo su rincón justamente la primera mañana, lo único que apareció en su rostro fue una expresión angelical. Bajó los pies del antepecho al sentarse en él Mrs. Fisher, y mientras escuchaba con gravedad sus comentarios iniciales sobre su falta de dinero para despilfarrarlo en unos gastos de la casa imprudentes e incontrolados, interrumpió su caudal sacando uno de los cojines de detrás de su cabeza y ofreciéndoselo.

—Siéntese sobre esto —dijo Scrap, al tiempo que se lo tendía—. Estará más cómoda.

Mr. Wilkins se abalanzó para liberarla de él.

—Oh, gracias —dijo Mrs. Fisher, interrumpida.

Era difícil coger de nuevo el ritmo. Mr. Wilkins introdujo solícito el cojín entre la ligeramente levantada Mrs. Fisher y la piedra del antepecho, y una vez más tuvo que decir «Gracias». Esto interrumpía. Además, Lady Caroline no decía nada en su defensa; se limitaba a mirarla, y escuchaba con la expresión de un ángel atento.

A Mr. Wilkins le parecía que debía de ser difícil regañar a un Dester con un aspecto semejante, y por lo tanto se mantuvo en un exquisito silencio. Le alegraba comprobar que, poco a poco, también Mrs. Fisher lo encontraba difícil, ya que su severidad cedió, y acabó diciendo con poca convicción:

—Debería haberme dicho que no lo estaba haciendo.

—Ignoraba que usted pensara que yo lo estaba haciendo —dijo la voz adorable.

—Ahora me gustaría saber —dijo Mrs. Fisher— qué tiene intención de hacer durante el resto de su estancia aquí.

—Nada —dijo Scrap, sonriendo.

—¿Nada? ¿Quiere usted decir…?

—Si se me permite, señoras —intervino Mr. Wilkins en su más suave estilo profesional—, hacer una sugerencia —ambas le miraron, y, al recordarle como le habían visto la primera vez, se sintieron indulgentes— les aconsejaría que no echaran a perder unas deliciosas vacaciones con problemas relativos a la casa.

—Exactamente —dijo Mrs. Fisher—. Es lo que pretendo evitar.

—Muy sensato —dijo Mr. Wilkins—. Entonces, ¿por qué no —continuó— conceder a la cocinera (una excelente cocinera, por cierto) tanto por cabeza per diem —Mr. Wilkins sabía el latín que había que saber— y decirle que con esa suma debe proveer a sus comidas, y no sólo proveer, sino hacerlo tan bien como hasta ahora? Se podría calcular fácilmente. Las tarifas de un hotel moderado, por ejemplo, servirían como base, divididas por dos, o quizá incluso por cuatro.

—¿Y esta semana que acaba de transcurrir? —dijo Mrs. Fisher—. ¿Las terribles facturas de esta primera semana? ¿Qué pasa con ellas?

—Ellas serán mi regalo para San Salvatore —dijo Scrap, a quien no le gustaba la idea de que la reducción en los ahorros de Lotty fuera mucho más allá del límite para el que estaba preparada.

Hubo un silencio. Habían cogido por sorpresa a Mrs. Fisher.

—Desde luego, si usted decide derrochar su dinero… —dijo finalmente, con aire de desaprobación, pero inmensamente aliviada, mientras Mr. Wilkins permanecía absorto en la contemplación de las preciosas cualidades de la sangre azul. Esta capacidad, por ejemplo, de no preocuparse por el dinero, esta libertad: no era sólo lo que uno admiraba en los demás, admiraba en los demás quizá más que cualquier otra cosa, sino que resultaba extraordinariamente útil para las clases profesionales. Cuando se tropezaba uno con ella debería alentarla con el calor de la acogida. Mrs. Fisher no demostraba calor. Aceptó —de lo cual dedujo que su riqueza iba unida a la tacañería—, pero aceptó a regañadientes. Los regalos eran regalos, y en su opinión no había que mirarles el diente de esta manera; y si Lady Caroline encontraba placer en ofrecer a su mujer y a Mrs. Fisher toda la comida de una semana, les correspondía aceptar con gracia. No había que desalentar los regalos.

Por lo tanto, Mr. Wilkins expresó en nombre de su mujer lo que ella desearía expresar, y tras señalar a Lady Caroline —con una nota de humor, ya que era así como debían ser aceptados los regalos para evitar poner en un aprieto al donante— que en ese caso ella había sido la anfitriona de su mujer desde su llegada, se volvió casi con alborozo hacia Mrs. Fisher e indicó que ahora ella y su mujer debían escribir juntas la acostumbrada carta de agradecimiento a Lady Caroline por su hospitalidad.

—Una Collins —dijo Mr. Wilkins, que sabía la literatura que había que saber—. Prefiero el nombre Collins para ese tipo de cartas a todos los demás que se le dan. Llamémosla Collins.

Scrap sonrió, y alargó su pitillera. Mrs. Fisher no pudo evitar sentirse aplacada. Gracias a Mr. Wilkins se iba a encontrar una salida para evitar el despilfarro, y ella odiaba el despilfarro casi tanto como tener que pagarlo; también se había encontrado una solución para no tener que llevar la casa. Por un momento había pensado que, si todo el mundo intentaba obligarla a llevar la casa durante sus cortas vacaciones, debido a su indiferencia (Lady Caroline), o a su incapacidad para hablar italiano (las otras dos), tendría que hacer venir a Kate Lumley después de todo. Kate podía hacerlo. Kate y ella habían aprendido italiano juntas. Sólo permitiría venir a Kate bajo la condición de que lo hiciera.

Pero esto era mucho mejor, este sistema de Mr. Wilkins. Realmente era un hombre excepcional. No había nada como un hombre inteligente y no demasiado joven para proporcionar una compañía provechosa y agradable. Y cuando ella se levantó, al estar resuelto el asunto por el cual había venido, y dijo que ahora tenía intención de dar un pequeño paseo antes del almuerzo, Mr. Wilkins no permaneció con Lady Caroline, como, se temía, habrían deseado la mayoría de los hombres que había conocido, sino que pidió que se le permitiera ir a pasear con ella; por lo que evidentemente prefería sin lugar a dudas la conversación a los rostros. Un hombre sensato y sociable. Un hombre inteligente e instruido. Un hombre de mundo. Un hombre. Estaba realmente muy contenta de no haber escrito a Kate el otro día. ¿Para qué quería a Kate? Había encontrado una compañía mejor.

Pero Mr. Wilkins no fue con Mrs. Fisher por su conversación, sino porque, cuando se levantó y él se levantó porque ella se levantó, con la única intención de despedirla del refugio, Lady Caroline volvió a subir los pies sobre el antepecho, y tras colocar su cabeza de lado sobre los cojines, cerró los ojos.

La hija de los Droitwiches deseaba dormir.

Él no era quién para impedírselo quedándose.