IX

De los dos cuartos de estar que había, el que se había apropiado Mrs. Fisher era una habitación llena de encanto y personalidad. La inspeccionó con satisfacción al entrar en ella después del desayuno, y se alegró de que fuera suya. Tenía el suelo de azulejos, y las paredes de color miel pálido, y muebles taraceados de color ámbar, y libros de tonos suaves, la mayoría con tapas color limón o marfil. Había una gran ventana que daba al mar en dirección a Génova, y una puerta de cristal a través de la cual podía pasar a las almenas y caminar más allá de la pintoresca y atractiva atalaya —una habitación con sillares y un escritorio— hasta donde, al otro lado de la torre, las almenas acababan en un banco de mármol, y se podía ver la bahía occidental y el cabo tras el cual comenzaba el golfo de Spezia. Su vista hacia el sur, limitada por estas dos extensiones de mar, era otra colina, más alta que San Salvatore, la última de la pequeña península, con los desgastados torreones de un castillo más pequeño y deshabitado en la cima, sobre la cual el sol poniente brillaba todavía cuando todo el resto estaba sumergido en las sombras. Sí, aquí estaba muy cómodamente instalada; y una serie de recipientes —Mrs. Fisher no examinó de cerca su naturaleza, pero parecían ser pequeños abrevaderos de piedra, o quizá sarcófagos en miniatura— rodeaban las almenas llenos de flores.

Estas almenas, pensó mientras las estudiaba, habrían sido un lugar perfecto para caminar despacio de un lado para otro en los momentos en que menos sentía la necesidad de su bastón, o para sentarse en el banco de mármol, habiendo colocado previamente un cojín sobre él, si desgraciadamente no hubiera habido una segunda puerta de cristal que se abría a ellas, destruyendo su total intimidad, echando a perder la sensación de que el lugar era sólo para ella. La segunda puerta pertenecía a la sala de estar redonda, que tanto ella como Lady Caroline habían rechazado por parecerles demasiado oscura. En esa habitación se sentarían probablemente las mujeres de Hampstead, y ella temía que no se limitaran a sentarse en ella, sino que salieran por la puerta de cristal e invadieran sus almenas. Esto arruinaría las almenas. Las arruinaría en lo que a ella se refería si iban a ser invadidas; o incluso si, no invadidas de verdad, se encontraban expuestas a las miradas inquisidoras de las personas que estuvieran dentro de la habitación. Nadie podía sentirse completamente a gusto si era observado y lo sabía. Lo que deseaba, a lo que sin duda tenía derecho, era intimidad. No deseaba en absoluto inmiscuirse en los asuntos de los demás; ¿por qué entonces deberían inmiscuirse los demás en los suyos? Y siempre estaba a tiempo de relajar su intimidad si, al familiarizarse más con sus compañeras, consideraba que valía la pena, pero dudaba que ninguna de las tres se desarrollara de modo tal que le hiciera considerar que valía la pena.

En realidad casi nada valía la pena, reflexionó Mrs. Fisher, excepto el pasado. Era sorprendente, era simplemente asombrosa, la superioridad del pasado con respecto al presente. Esos amigos suyos de Londres, personas sólidas de su misma edad, conocían el mismo pasado que conocía ella, podían hablar de él con ella, podían compararlo como lo hacía ella con el superficial presente, y, al recordar a grandes hombres, podían olvidar por un momento a los jóvenes triviales y vacíos que, a pesar de la guerra, parecían poblar el mundo en semejante número. No se había alejado de estos amigos, de estos amigos maduros y tratables, para pasar su estancia en Italia charlando con tres mujeres de otra generación y experiencia incompleta; se había alejado simplemente para evitar las alevosías de un abril londinense. Era verdad lo que les había dicho a las dos que vinieron a Prince of Wales Terrace, que lo único que deseaba hacer en San Salvatore era sentarse sin compañía al sol y recordar. Lo sabían, porque se lo había dicho. Lo había expresado con sencillez y lo habían entendido con claridad. Por lo tanto tenía derecho a esperar que permanecieran dentro del salón redondo y no aparecieran a interrumpirla en sus almenas.

Pero ¿lo harían? La duda echó a perder su mañana. Sólo hacia la hora del almuerzo se le ocurrió un sistema para estar del todo segura, y tras llamar a Francesca, le ordenó, en su italiano lento y majestuoso, que cerrara los postigos de la puerta de cristal del salón redondo, y a continuación, entrando con ella en la habitación, que como consecuencia se había vuelto más oscura que nunca, pero que también, señaló Mrs. Fisher a Francesca, que estaba dando muestras de locuacidad, permanecería agradablemente fresca debido a esta misma oscuridad, y después de todo estaban las numerosas aspilleras en los muros para dejar entrar la luz y no era su problema si no lo hacían, dirigió la colocación de una vitrina de recuerdos atravesada en la puerta por dentro.

Esto desalentaría la salida.

Después llamó a Domenico, e hizo que moviera uno de los sarcófagos llenos de flores hasta atravesarlo en la puerta por fuera.

Esto desalentaría la entrada.

—Nadie podrá utilizar la puerta —dijo Domenico perplejo.

—Nadie —dijo Mrs. Fisher con firmeza— deseará hacerlo.

A continuación se retiró a su cuarto de estar, y, desde una silla situada donde podía verlas de frente, contempló sus almenas, totalmente reservadas ahora para su uso personal, con una sensación de complacencia y tranquilidad.

Estar aquí, reflexionó plácidamente, era mucho más barato que estar en un hotel y, si podía mantener alejadas a las demás, inmensamente más agradable. Estaba pagando por sus habitaciones —unas habitaciones sumamente acogedoras, ahora que estaba instalada en ellas— tres libras a la semana, lo que venía a ser más o menos ocho chelines al día, incluidas las almenas, la atalaya y todo. ¿En qué otro lugar del extranjero podía vivir tan bien por tan poco, y tomar tantos baños como quisiera, por ocho chelines al día? Desde luego todavía no sabía lo que le costaría la comida, pero en ese tema insistiría en la economía, aunque también insistiría en que fuera una economía combinada con la excelencia. Las dos eran perfectamente compatibles si el encargado se esforzaba. Los sueldos de los criados, lo había comprobado, eran insignificantes, debido al ventajoso cambio, por lo que sólo la comida podía causarle preocupaciones. Si observaba señales de extravagancia, propondría que cada semana le entregaran todas una suma razonable a Lady Caroline para cubrir las facturas, devolviéndose lo que no se utilizara, y si se sobrepasaba, se haría responsable de la pérdida al encargado.

La posición económica de Mrs. Fisher era desahogada y deseaba disfrutar de las comodidades propias de su edad, pero no le gustaban los gastos. Su posición era tan desahogada que, de haberlo querido así, habría podido vivir en una zona opulenta de Londres y ser llevada y traída en un Rolls-Royce. No deseaba nada semejante. Se necesitaba más vitalidad de la que precisa el auténtico confort para ocuparse de una casa en un lugar opulento y un Rolls-Royce. Las preocupaciones acompañaban a dichas posesiones, preocupaciones de todo tipo, rematadas por facturas. En la penumbra austera de Prince of Wales Terrace podía disfrutar, retirada, de una comodidad económica pero real, sin ser acosada por sirvientes rapaces o recaudadores de instituciones benéficas, y había una parada de taxis al final de la calle. Sus gastos anuales eran pequeños. La casa era heredada. La muerte se había encargado de amueblarla. En el comedor pisaba la alfombra turca de sus padres; ajustaba sus días al compás del excelente reloj de mármol negro, colocado sobre la chimenea, que recordaba desde su niñez; las paredes estaban cubiertas en su totalidad por las fotografías que sus ilustres amigos difuntos le habían dado o bien a ella o bien a su padre, tras estampar sus propias dedicatorias en la parte inferior, y las ventanas, amortajadas por las cortinas color castaño de toda la vida, estaban decoradas además con los mismísimos acuarios a los cuales debía sus primeras lecciones sobre saber marino, y en los que seguían nadando lentamente los peces de colores de su juventud.

¿Eran los mismos peces? No lo sabía. Quizá, como las carpas, sobrevivían a todo el mundo. Por otra parte, era posible que, a lo largo de los años, se hubieran retirado de vez en cuando tras la vegetación de alta mar que se les había habilitado en el fondo, y se hubieran renovado. Eran o no eran, se preguntaba a veces, mientras los contemplaba entre plato y plato de sus solitarias comidas, los mismos peces de colores que habían estado allí el día aquel en que Carlyle —qué bien lo recordaba— se acercó enfadado a zancadas hasta ellos en medio de alguna discusión con su padre que había llegado a ser acalorada, y golpeando el cristal violentamente los puso en fuga, chillando mientras huían, «¡Ach, vosotros diablos sordos! ¡Ach, afortunados diablos sordos! No podéis oír ninguna de las malditas, incoherentes, balbuceantes, sandeces que vuestro amo dice ¿no?». O algo similar.

Querido y noble Carlyle. Qué efusividad más natural; qué frescura más auténtica; qué grandeza de alma más verdadera. Tosco, si se quiere; sí, en ocasiones indudablemente tosco, y sobrecogedor en un salón, pero espléndido. ¿Quién había ahora que se pudiera comparar con él? ¿Quién había que pudiera ser citado junto a él? Su padre, cuyo instinto era insuperable, había dicho: «Thomas es inmortal». Y aquí estaba esta generación, esta generación de débiles, levantando su pequeña voz para poner en duda, o, peor aún, sin hacer ni siquiera el esfuerzo de levantarla, sin —resultaba increíble, pero así era, según sus referencias— siquiera leerle. Mrs. Fisher tampoco le leía, pero eso era diferente. Ella le había leído; desde luego que le había leído. Por supuesto que le había leído. Había un tal Teufelsdröck… recordaba muy bien a un sastre llamado Teufelsdröck. Qué típico de Carlyle llamarle así. Sí, tenía que haberle leído, aunque naturalmente los detalles se le escapaban.

El gong sonó. Perdida en sus recuerdos, Mrs. Fisher se había olvidado del tiempo, y se apresuró a su dormitorio para lavarse las manos y arreglarse el pelo. No deseaba llegar tarde y dar mal ejemplo, y encontrar quizá ocupado su asiento a la cabecera de la mesa. No se podía confiar en los modales de la generación más joven; sobre todo no en los de esa Mrs. Wilkins.

Sin embargo, fue la primera en llegar al comedor. Francesca, vestida con un delantal blanco, estaba de pie preparada con un enorme plato de pasta humeante y brillante, pero no había nadie para comerla.

Mrs. Fisher se sentó, con una expresión severa. Qué relajación.

—Sírvame —le dijo a Francesca, que mostraba cierta inclinación a esperar a las demás.

Francesca le sirvió. De todo el grupo, Mrs. Fisher era la que menos le gustaba, de hecho no le gustaba nada. Era la única de las cuatro señoras que no había sonreído todavía. Cierto que era vieja, cierto que no era hermosa, cierto que por lo tanto no tenía ningún motivo para sonreír, pero las señoras amables sonreían, tuvieran o no motivos. Sonreían, no porque fueran felices, sino porque deseaban hacer felices a los demás. Francesca dedujo entonces que, de las cuatro, esta señora no podía ser amable; por lo que le alargó malhumorada la pasta, al ser incapaz de esconder ninguno de sus sentimientos.

Estaba muy bien cocinada, pero a Mrs. Fisher no le había gustado nunca la pasta, sobre todo no esta variedad larga y con forma de gusano. La encontraba difícil de comer, era resbaladiza, y se escapaba de su tenedor, dándole un aspecto poco digno, o así se lo parecía, cuando, tras haberla introducido como suponía en su boca, extremos de esta seguían colgando por fuera. Además, siempre que la comía se acordaba de Mr. Fisher. Durante su vida de casados se había comportado de una forma muy parecida a la pasta. Se había escurrido, se había escabullido, la había hecho sentirse poco digna, y cuando por fin había conseguido asegurarlo, o así lo había creído, siempre habían quedado pequeños trozos suyos colgando, por decirlo así.

Francesca, desde el aparador, observó con tristeza el estilo de Mrs. Fisher con la pasta, y su tristeza se hizo más profunda cuando la vio por fin atacarla con el cuchillo y picarla.

En realidad Mrs. Fisher no sabía de qué otra manera agarrarla. Era consciente de que los cuchillos no eran adecuados en relación con esta substancia, pero una acababa por perder la paciencia. En su mesa de Londres no se permitía nunca la aparición de la pasta. Aparte de lo agotadora que resultaba, ni siquiera le gustaba, y le diría a Lady Caroline que no la volviera a encargar. Se necesitarían años de práctica, reflexionó Mrs. Fisher, mientras la picaba, años de vivir realmente en Italia, para aprender el truco exacto. Browning se manejaba maravillosamente con la pasta. Recordaba haberle observado un día que vino a comer con su padre, y en el que se había encargado un plato de pasta como cumplido a su relación con Italia. Fascinante, la forma en que entraba. Nada de perseguirla por el plato, nada de resbalarse del tenedor, nada de cabos sueltos sobresaliendo posteriormente: sólo una penetración, una sacudida, una estocada, un trago, y he aquí que se había alimentado a otro poeta.

—¿Voy a buscar a la señora joven? —preguntó Francesca, incapaz de contemplar por más tiempo cómo se cortaba buena pasta con un cuchillo.

Mrs. Fisher salió con dificultad de sus reflexiones rememorativas.

—Sabe que el almuerzo es a las doce y media —dijo—. Todas lo saben.

—Puede haberse dormido —dijo Francesca—. Las otras señoras están más alejadas, pero esta no está lejos.

—Entonces golpee el gong de nuevo —dijo Mrs. Fisher.

Qué modales, pensó; pero qué modales. No era un hotel, y había que guardar cierta consideración. Tenía que decir que Mrs. Arbuthnot le sorprendía, ya que no le había dado la impresión de alguien impuntual. También Lady Caroline; había parecido amable y atenta, independientemente de lo que fuera además. De la otra, desde luego, no esperaba nada.

Francesca cogió el gong y lo sacó al jardín y avanzó, golpeándolo mientras lo hacía, hasta llegar cerca de Lady Caroline, que todavía tumbada en su silla baja, esperó hasta que hubo terminado, y entonces giró la cabeza y en el tono más dulce desgranó algo que parecía ser música, pero era en realidad invectiva.

Francesca no reconoció el caudal líquido como una invectiva; ¿cómo iba a hacerlo, cuando brotaba con ese sonido? Y con el rostro deshecho en sonrisas, ya que no podía evitar sonreír cuando contemplaba a esta joven señora, le dijo que su pasta se estaba quedando fría.

—Cuando no voy a comer es porque no deseo ir a comer —dijo la irritada Scrap— y en el futuro no me moleste.

—¿Está usted enferma? —preguntó Francesca, compasiva, pero incapaz de dejar de sonreír. Nunca, nunca había visto un pelo tan hermoso. Igual que el lino puro; como el pelo de los bebés nórdicos. Sobre una cabecita semejante sólo podían reposar bendiciones, una cabecita semejante merecía recibir dignamente la aureola de los santos más santos.

Scrap cerró los ojos y se negó a responder. Aquí actuó con imprudencia, ya que el efecto de su acción fue convencer a Francesca, que se alejó apresurada para decírselo a Mrs. Fisher, de que estaba indispuesta. Y Mrs. Fisher, al no poder salir, explicó, hasta donde se encontraba Lady Caroline debido a su bastón, envió en su lugar a las otras dos, que habían entrado en ese momento acaloradas y sin aliento y llenas de excusas, mientras ella pasaba al siguiente plato, que era una tortilla muy bien hecha, rebosando apeteciblemente guisantes nuevos por ambos extremos.

—Sírvame —le indicó a Francesca, que parecía mostrar de nuevo cierta inclinación a esperar a las demás.

«Oh, ¿por qué no me dejarán en paz? ¿por qué no me dejarán en paz?», se preguntó Scrap cuando oyó más crujido sobre los pequeños guijarros que substituían a la hierba, y supo por lo tanto que alguien más se estaba aproximando.

Esta vez mantuvo los ojos firmemente cerrados. ¿Por qué tenía que ir a comer si no quería hacerlo? Esto no era una casa privada; no había contraído ningún tipo de obligación para con una agotadora anfitriona. A efectos prácticos, San Salvatore era un hotel, y deberían dejarla que comiera o no comiera en paz exactamente igual que si estuviera de verdad en un hotel.

Pero la desgraciada Scrap no podía simplemente sentarse quieta y cerrar los ojos sin provocar en los que la contemplaban ese deseo de acariciar y mimar que tan familiar le resultaba. Incluso la cocinera le había dado palmaditas. Y ahora alguien colocó una mano amable —qué bien conocía y cuánto temía las manos amables— sobre su frente.

—Me temo que no está usted bien —dijo una voz que no era la de Mrs. Fisher, y tenía por lo tanto que pertenecer a una de las excéntricas.

—Me duele la cabeza —murmuró Scrap.

Quizá era mejor decir eso; quizá era el camino más corto a la tranquilidad.

—Lo siento mucho —dijo Mrs. Arbuthnot con suavidad, ya que era su mano la que se estaba comportando con amabilidad.

«Y yo —se dijo Scrap— que pensaba que viniendo aquí me libraría de las madres».

—¿No cree usted que un poco de té le haría bien? —preguntó Mrs. Arbuthnot con ternura.

¿Té? La idea le resultaba aborrecible a Scrap. Estar bebiendo té en pleno día con este calor…

—No —murmuró.

—Supongo que en realidad lo mejor para ella —dijo otra voz— sería que la dejaran en paz.

Qué sensato, pensó Scrap; y alzó las pestañas de un ojo sólo lo suficiente para atisbar y ver quién estaba hablando.

Era la excéntrica con pecas. Entonces la morena era la de la mano. La de las pecas subió en su estima.

—Pero no puedo soportar pensar en usted con un dolor de cabeza y sin que se haga nada para aliviarlo —dijo Mrs. Arbuthnot—. ¿Cree usted que una taza de café solo cargado…?

Scrap no dijo nada más. Esperó, inmóvil y muda, a que Mrs. Arbuthnot retirara su mano. Después de todo, no podía quedarse allí de pie todo el día, y cuando se marchara tendría que llevarse la mano con ella.

—Sinceramente —dijo la de las pecas—, creo que no desea nada más que tranquilidad.

Y es posible que la de las pecas tirara de la manga a la de la mano, ya que la presión sobre la frente de Scrap se relajó, y tras un minuto de silencio, durante el cual sin duda estaba siendo contemplada —siempre la estaban contemplando—, las pisadas comenzaron a hacer crujir de nuevo los guijarros, y se hicieron más débiles, y se habían ido.

—Lady Caroline tiene jaqueca —dijo Mrs. Arbuthnot, entrando de nuevo en el comedor y sentándose en su lugar junto a Mrs. Fisher—. No he conseguido convencerla para que se tome ni siquiera un poco de té, o una taza de café negro. ¿Sabe cómo se dice aspirina en italiano?

—El remedio adecuado para las jaquecas —dijo Mrs. Fisher con firmeza— es el aceite de ricino.

—Pero no tiene jaqueca —dijo Mrs. Wilkins.

—Carlyle —dijo Mrs. Fisher, que había terminado su tortilla y tenía tiempo libre para hablar, mientras esperaba que llegara el siguiente plato— padeció en una época unas jaquecas terribles, y para aliviarlas tomaba constantemente aceite de ricino. Lo tomaba, debería decir, casi en exceso, y recuerdo que, con su interesante forma de hablar, lo llamaba el aceite del pesar. Mi padre decía que, durante un tiempo, este tiñó por completo su actitud frente a la vida, toda su filosofía. Pero eso se debió a que tomaba demasiado. Lo que Lady Caroline necesita es una dosis, y sólo una. Es un error seguir tomando aceite de ricino.

—¿Sabe cómo se dice en italiano? —le preguntó Mrs. Arbuthnot.

—Ah, eso lo siento, pero no lo sé. Sin embargo, ella lo sabrá. Se lo puede preguntar a ella.

—Pero ella no tiene jaqueca —repitió Mrs. Wilkins, que estaba luchando con la pasta—. Sólo quiere que la dejen en paz.

Las dos se volvieron a mirarla. La palabra pala cruzó la mente de Mrs. Fisher en relación con las acciones de Mrs. Wilkins en ese momento.

—Entonces, ¿por qué iba a decir que la tiene? —preguntó Mrs. Arbuthnot.

—Porque todavía está esforzándose por ser amable. Muy pronto, cuando el lugar haya penetrado más en ella, dejará de esforzarse: lo será de verdad. Sin esforzarse. Con naturalidad.

—Lotty, sabe usted —explicó Mrs. Arbuthnot, mientras sonreía a Mrs. Fisher, que permanecía sentada esperando con una paciencia pétrea su siguiente plato, retrasado porque Mrs. Wilkins insistía en intentar comer la pasta, todavía menos apetitosa ahora que estaba fría—, Lotty, sabe usted, tiene una teoría sobre este lugar…

Pero Mrs. Fisher no deseaba en absoluto oír ninguna teoría de Mrs. Wilkins.

—Desde luego, no sé —interrumpió, mirando con severidad a Mrs. Wilkins— por qué supone usted que Lady Caroline no está diciendo la verdad.

—No lo supongo; lo sé —dijo Mrs. Wilkins.

—Y, ¿le importaría explicarme cómo lo sabe usted? —preguntó Mrs. Fisher glacialmente, ya que Mrs. Wilkins estaba de hecho sirviéndose más pasta, que Francesca de forma oficiosa e innecesaria le había ofrecido por segunda vez.

—Cuando estuve ahí fuera ahora mismo vi en su interior.

Bueno, Mrs. Fisher no iba a responder nada a eso; no se iba a molestar en contestar ante la estupidez palmaria. En lugar de eso golpeó con violencia el pequeño gong de mesa que había a su lado, aunque Francesca estaba allí de pie junto al aparador, y dijo, puesto que no estaba dispuesta a esperar el siguiente plato por más tiempo:

—Sírvame.

Y Francesca —tuvo que ser deliberado— le ofreció de nuevo la pasta.