VI

Cuando Mrs. Wilkins se despertó a la mañana siguiente se quedó en la cama unos minutos antes de levantarse y abrir los postigos. ¿Qué vista tendría desde su ventana? ¿Un mundo resplandeciente, o un mundo lluvioso? Pero sería hermoso; fuera lo que fuera, sería hermoso.

Estaba en un pequeño dormitorio de paredes blancas y desnudas, con suelo de piedra y pocos muebles antiguos. Las camas —había dos— eran de hierro, esmaltadas en negro y decoradas con alegres ramos de flores. Permaneció tumbada, retrasando el gran momento de ir hasta la ventana como uno retrasa la apertura de una carta querida, recreándose con ella. No tenía ni idea de la hora que era; había olvidado darle cuerda a su reloj desde la última vez, siglos atrás, que se había acostado en Hampstead. No se oía ningún ruido en la casa, por lo que supuso que sería muy pronto, y sin embargo se sentía como si hubiera dormido mucho tiempo: tal era su sensación de descanso, de satisfacción. Se quedó tumbada con las manos cruzadas detrás de la cabeza pensando lo feliz que era, con los labios arqueados hacia arriba en una sonrisa encantadora. Sola en la cama: qué situación más adorable. Hacía cinco años enteros que no había estado en la cama sin Mellersh ni siquiera una vez; y ¡qué fresca amplitud, qué libertad de movimientos, qué sensación de temeridad, de audacia, al darle un tirón a las sábanas si una quería, o al estrujar las almohadas para estar más cómoda! Era como descubrir un placer completamente nuevo.

Mrs. Wilkins anhelaba levantarse y abrir los postigos, pero allí donde estaba se sentía deliciosamente a gusto. Soltó un suspiro de satisfacción, y continuó tumbada allí mirando a su alrededor, abarcando todo lo que había en su cuarto, su pequeño cuarto, suyo para arreglarlo exactamente como le apeteciera durante este mes bendito, el cuarto comprado con sus ahorros, el fruto de sus cuidadosas privaciones, cuyo cerrojo podía echar si así lo deseaba, y nadie tendría derecho a entrar en él. Era un cuarto tan pequeño y extraño, tan diferente de todos los que había conocido, y tan dulce. Era como una celda. Exceptuando las dos camas, sugería una austeridad feliz. «Y el nombre de la estancia —pensó, citando y sonriéndole al cuarto— era Paz».

Bueno, esto era delicioso, estar allí tumbada pensando en lo feliz que se sentía, pero fuera de esos postigos era todavía más delicioso. Se puso de pie de un salto, se colocó las zapatillas, ya que sobre el suelo de piedra no había nada más que una pequeña alfombra, corrió a la ventana y abrió de par en par los postigos.

—¡Oh! —exclamó Mrs. Wilkins.

Todo el resplandor de abril en Italia se extendía reunido a sus pies. El sol la bañaba a raudales. El mar yacía dormido bajo su calor, prácticamente inmóvil. Al otro lado de la bahía las hermosas montañas, exquisitamente diferentes de color, estaban también dormidas en su luz; y bajo la ventana, al fondo de la ladera herbosa, sembrada de flores, en la cual se alzaba la muralla del castillo, había un gran ciprés, que dividía los delicados azules y violetas y rosados de las montañas y el mar como una gran espada negra.

Se quedó mirando fijamente. Tanta belleza; y ella estaba allí para verla. Tanta belleza; y ella estaba viva para sentirla. Su rostro estaba bañado en luz. Aromas encantadores ascendían hasta la ventana y la acariciaban. Una brisa diminuta agitó suavemente su pelo. A lo lejos, en la bahía, un enjambre casi inmóvil de barcas de pescadores revoloteaba como una bandada de pájaros blancos sobre el mar sereno. ¡Qué hermoso, qué hermoso! No haberse muerto antes de esto…, que se le hubiera permitido ver, respirar, sentir esto… Lo contempló fijamente, con los labios entreabiertos. ¿Feliz? Qué palabra más pobre, corriente, cotidiana. Pero ¿qué se podía decir, cómo se podía describir? Era como si sintiera la necesidad de salir de sí misma, como si fuera demasiado pequeña para contener tanta alegría, como si estuviera inundada de luz. Y resultaba tan asombroso sentir esta dicha total, ya que allí estaba, sin hacer ni tener la intención de hacer una sola cosa desinteresada, sin ir a hacer nada que no quisiera hacer. Según todas las personas que había conocido a lo largo de su vida, habría debido tener por lo menos remordimientos. No tenía ni un remordimiento. Algo fallaba en alguna parte. Era asombroso que en casa hubiera sido tan buena, tan terriblemente buena, y sólo hubiera conseguido sentirse atormentada. Allí los remordimientos de todo tipo habían sido el pan suyo de cada día; molestias, dolores, desalientos, mientras ella mantenía una generosidad constante. Ahora se había desembarazado de toda su bondad y la había abandonado como una pila de ropa empapada, y lo único que sentía era alegría. Se había despojado de la bondad, y disfrutaba de su desnudez. Estaba completamente desnuda y exultante. Y allí, alejado en la bruma borrosa de Hampstead, estaba Mellersh enfadado.

Intentó imaginarse a Mellersh, intentó verle desayunando y teniendo pensamientos amargos sobre ella; y he aquí que el propio Mellersh comenzó a relucir, a volverse de un tono rosado, de un delicado violeta, de un azul encantador, algo informe, irisado. De hecho Mellersh, tras temblar un momento, se desvaneció en la luz.

«Vaya» pensó Mrs. Wilkins, siguiéndole, como si dijéramos, con la mirada. Resultaba extraordinario no ser capaz de imaginarse a Mellersh; ella, que solía conocer de memoria cada rasgo, cada expresión suya de memoria. Sencillamente no conseguía verle como era. Sólo era capaz de verle transfigurado en belleza, fundido en armonía con todo lo demás. Las palabras familiares de la acción de gracias le vinieron espontáneamente a la mente, y se descubrió bendiciendo a Dios por haberla creado, protegido, y por todas las cosas buenas de esta vida, pero sobre todo por su amor inestimable; en voz alta; en un arranque de agradecimiento. Mientras que Mellersh, que en ese momento se estaba calzando las botas de mal humor antes de salir a la calle empapada, estaba, en efecto, teniendo pensamientos amargos sobre ella.

Comenzó a vestirse, eligiendo ropa blanca y luminosa en honor del día estival, al tiempo que deshacía sus maletas y arreglaba su adorable cuartito. Iba y venía con paso rápido y decidido, manteniendo erguido el cuerpo largo y delgado, y el pequeño rostro, tan fruncido en casa por el esfuerzo y el miedo, se había suavizado. Todo lo que había sido y hecho antes de esta mañana, todo lo que había sentido y la había preocupado, había desaparecido. Cada una de sus preocupaciones se comportó como lo había hecho la imagen de Mellersh, y se disolvió en luz y color. Y se fijaba en cosas en las que durante años no se había fijado; cuando se estaba peinando frente al espejo se fijó en su cabello y pensó: «Vaya, qué bonito». Durante años había olvidado que tenía una cosa llamada cabello, trenzándolo por las noches y destrenzándolo por las mañanas con las mismas prisas y la misma indiferencia con que se ataba y desataba los zapatos. Ahora de repente lo vio, y lo enrolló alrededor de sus dedos frente al espejo, y se alegró de que fuera tan bonito. Mellersh tampoco podía haberlo visto, porque no lo había mencionado nunca. Bueno, cuando volviera a casa, le llamaría la atención sobre él. «Mellersh —diría—, mira mi cabello. ¿No estás contento de tener una mujer cuyo pelo es como la miel ensortijada?».

Se rio. Nunca hasta ahora le había dicho nada semejante a Mellersh, y la idea le divirtió. Pero ¿por qué no lo había hecho? Oh, sí; solía tenerle miedo. Qué extraño, tenerle miedo a nadie; y sobre todo al propio marido, al que una veía en sus momentos más sencillos, como, por ejemplo, dormido, y sin respirar como es debido por la nariz.

Cuando estuvo lista, abrió la puerta para cruzar a ver si Rose, que la noche antes había sido instalada por una doncella soñolienta en una celda frente a la suya, estaba despierta. Le daría los buenos días, y luego correría abajo y permanecería con ese ciprés hasta que el desayuno estuviera preparado, y tras el desayuno no echaría ni siquiera un vistazo por una ventana hasta haber ayudado a Rose a prepararlo todo para Lady Caroline y Mrs. Fisher. Había tanto que hacer ese día, mientras se instalaban y arreglaban los cuartos; no tenía que dejar que Rose lo hiciera sola. Lo dispondrían todo precioso para las dos que iban a venir, les tendrían preparada una encantadora visión de pequeñas celdas resplandecientes de flores. Recordó haber deseado que Lady Caroline no viniera; ¡qué curioso, querer dejar a alguien fuera del paraíso porque pensaba que se sentiría cohibida! Como si tuviera importancia que se sintiera de ese modo, y como si ella fuera ni remotamente tan tímida como para cohibirse. Además, menuda razón. En esta cuestión no podía reprocharse el ser bondadosa. Y recordó que tampoco había querido tener a Mrs. Fisher, porque le había parecido arrogante. Qué extraño por su parte. Qué curioso, preocuparse de cosas tan pequeñas, convirtiéndolas en importantes.

Los dormitorios y dos de los cuartos de estar de San Salvatore se encontraban en el piso superior, y daban a un amplio salón con una gran ventana de cristal en el lado norte. En San Salvatore abundaban los pequeños jardines en lugares diferentes y a diferentes niveles. El jardín sobre el que se abría esta ventana estaba construido en la parte más alta de las murallas, y sólo se podía alcanzar a través del correspondiente salón espacioso del piso inferior. Cuando Mrs. Wilkins salió de su habitación, esta ventana estaba abierta de par en par, y por ella, al sol, se veía un árbol de Judas completamente en flor. No había señales de nadie, ningún ruido de voces o pasos. Había barreños llenos de calas repartidos por el suelo de piedra, y sobre una mesa llameaba un inmenso ramo de narcisos ardientes. Espacioso, florido, silencioso, con la gran ventana del fondo abierta al jardín, y el árbol de Judas absurdamente hermoso al sol, le pareció a Mrs. Wilkins, detenida al cruzar de camino hacia Mrs. Arbuthnot, demasiado bueno para ser verdad. ¿Iba realmente a vivir un mes entero en medio de esto? Hasta ahora había tenido que coger sobre la marcha la poca belleza a su alcance, arrancando pequeños trozos cuando la encontraba; una mancha de margaritas en un campo de Hampstead un día bonito, un destello de atardecer entre dos chimeneas. No había estado nunca ni siquiera en una casa venerable; y algo como la abundancia de flores en sus habitaciones resultaba para ella inalcanzable. A veces, en primavera, había comprado en Shoolbred’s seis tulipanes, incapaz de resistirse a ellos, consciente de que, si Mellersh supiera lo que habían costado, lo consideraría imperdonable; pero se habían marchitado pronto, y después no había habido más. En lo que respecta al árbol de Judas, no tenía ni la más remota idea de lo que era, y lo contempló allí fuera, recortado contra el cielo, con la expresión extasiada de alguien que tiene una visión celestial.

Mrs. Arbuthnot, al salir de su habitación, se la encontró así, de pie en medio del salón mirando fijamente.

«¿Qué será lo que cree ver ahora?», pensó Mrs. Arbuthnot.

Estamos en manos de Dios —dijo Mrs. Wilkins, volviéndose hacia ella y hablando con total convicción.

—¡Oh! —exclamó Mrs. Arbuthnot rápidamente, mientras su rostro, cubierto de sonrisas al salir del cuarto, se ensombrecía—. Vaya, ¿qué ha sucedido?

Porque Mrs. Arbuthnot se había despertado con una deliciosa sensación de seguridad, de alivio, y no quería descubrir que después de todo no se había librado de la necesidad de cobijarse. Ni siquiera había soñado con Frederick. Por primera vez desde hacía años había sido dispensada del sueño de todas las noches en el que él estaba con ella, en el que se hablaban con el corazón en la mano, y de su miserable despertar. Había dormido como un niño, y se había levantado segura de sí misma; había descubierto que lo único que deseaba decir en su plegaria matutina era «gracias». Resultaba desconcertante oír que seguía estando en manos de Dios.

—¿Espero que no haya sucedido nada? —preguntó con ansiedad.

Mrs. Wilkins la miró un momento y rio.

—Qué curioso —dijo, mientras la besaba.

—¿Qué es lo que es curioso? —preguntó Mrs. Arbuthnot, al tiempo que su rostro se serenaba ante la risa de Mrs. Wilkins.

—Nosotras. Esto. Todo. Es todo tan maravilloso. Es tan gracioso y tan encantador que estemos en ello. Yo creo que cuando lleguemos por fin al paraíso —ese del que hablan tanto— no lo encontraremos ni una pizca más hermoso.

Mrs. Arbuthnot se relajó hasta alcanzar de nuevo la seguridad sonriente.

—¿No es divino? —dijo.

—¿Has sido tan feliz nunca, jamás en tu vida? —preguntó Mrs. Wilkins, cogiéndola del brazo.

—No —dijo Mrs. Arbuthnot. Y no lo había sido; nunca jamás; ni siquiera en sus primeros días de noviazgo con Frederick. Porque en esa otra felicidad el dolor siempre había estado al alcance de la mano, dispuesto a torturarla con dudas, a torturarla incluso con el exceso mismo de su amor; mientras que esta era la felicidad sencilla de la armonía total con lo que la rodeaba, la felicidad que no pide nada, que se limita a aceptar, a respirar, a ser.

—Vayamos a mirar de cerca ese árbol —dijo Mrs. Wilkins—. No me creo que pueda ser simplemente un árbol.

Y, cogidas del brazo, atravesaron el salón, y sus maridos no las habrían reconocido, sus rostros tan jóvenes por la impaciencia, y juntas se quedaron de pie frente a la ventana abierta, y cuando sus ojos, tras haberse deleitado en el maravilloso objeto rosa, vagaron más allá entre las bellezas del jardín, vieron, sentada sobre el muro bajo en su extremo oriental, contemplando la bahía, con los pies entre las lilas, a Lady Caroline.

Se quedaron estupefactas. Su asombro fue tal que no dijeron nada, sino que permanecieron muy quietas, cogidas del brazo, mirándola fijamente desde arriba.

Ella también llevaba un vestido blanco, y su cabeza estaba descubierta. No se habían dado cuenta en absoluto, ese día en Londres, con el sombrero calado hasta la nariz y las pieles hasta las orejas, de que era tan guapa. Simplemente habían pensado que era diferente de las demás mujeres del club, al igual que lo habían hecho esas mismas mujeres, y al igual que lo habían hecho las camareras, que la miraban de reojo y la volvían a mirar al pasar por la esquina en la que estaba sentada hablando; pero no se habían dado cuenta en absoluto de que fuera tan guapa. Era extraordinariamente guapa. Todo en ella era lo que era de un modo superlativo. Su cabello rubio era muy rubio, sus preciosos ojos grises eran muy preciosos y muy grises, sus pestañas oscuras eran muy oscuras, su piel blanca era muy blanca, su boca roja era muy roja. Era de una esbeltez extravagante; apenas un hilo de joven, aunque no le faltaban bajo el vestido ligero las pequeñas curvas donde deberían encontrarse las pequeñas curvas. Estaba mirando al otro lado de la bahía, y aparecía claramente recortada contra el fondo del azul vacío. Se hallaba a pleno sol. Sus pies se balanceaban entre las hojas y las flores de las lilas como si no importara que se doblaran o dañaran.

—Debería dolerle la cabeza —susurró por fin Mrs. Arbuthnot—, sentada allí al sol de esa manera.

—Debería tener un sombrero —susurró Mrs. Wilkins.

—Está pisando las lilas.

—Pero son tan suyas como nuestras.

—Sólo un cuarto.

Lady Caroline volvió la cabeza. Alzó la vista y las miró un momento, sorprendida al verlas mucho más jóvenes de lo que habían parecido ese día en el club, y mucho menos vulgares. De hecho, en realidad resultaban casi bastante atractivas, si es que alguien podía resultar realmente atractivo con la ropa equivocada. Sus ojos, contemplándolas rápidamente por encima, apreciaron cada centímetro de cada una de ellas en el medio segundo transcurrido antes de sonreír y agitar la mano y exclamar «Buenos días». Se dio cuenta enseguida de que no se podía esperar nada interesante con respecto a sus ropas. No lo pensó de manera consciente, ya que estaba experimentando una violenta reacción contra la ropa bonita y la esclavitud que impone, dado que, de acuerdo con su experiencia, en el instante en que una se la ponía, le cogía de la mano y no la dejaba en paz hasta haber estado en todas partes y haber sido vista por todos. Una no llevaba su ropa a las fiestas; ella te llevaba. Era totalmente erróneo pensar que una mujer, una mujer realmente bien vestida, gastaba su ropa; era la ropa la que agotaba a la mujer, arrastrándola por ahí a todas horas del día y de la noche. No era de extrañar que los hombres permanecieran jóvenes más tiempo. Unos pantalones nuevos no representaban excitación suficiente. No podía suponer que ni siquiera los pantalones más nuevos llegaran nunca a comportarse así, desbocándose. Sus imágenes eran desordenadas, pero pensaba como quería, utilizando las imágenes que le gustaban. Cuando se bajó del muro y se acercó a la ventana, le pareció relajante saber que iba a pasar un mes entero con gente vestida como recordaba remotamente que vestía la gente hacía cinco veranos.

—Llegué ayer por la mañana —dijo, alzando la mirada y sonriendo. Era realmente fascinante. Lo tenía todo, incluso un hoyuelo.

—Es una pena —dijo Mrs. Arbuthnot, devolviéndole la sonrisa—, porque íbamos a elegir el cuarto más bonito para usted.

—Oh, si yo ya lo he hecho —dijo Lady Caroline—. Por lo menos, creo que es el más bonito. Tiene vistas a dos lados; adoro los cuartos que miran a dos lados, ¿ustedes no? Al mar hacia el oeste, y a este árbol de Judas hacia el norte.

—Y teníamos la intención de decorárselo con flores —dijo Mrs. Wilkins.

—Oh, Domenico se encargó de eso. Se lo dije en cuanto llegué. Es el jardinero. Es maravilloso.

—Está muy bien, desde luego —dijo Mrs. Arbuthnot, algo vacilante—, ser independiente, y saber exactamente lo que se quiere.

—Sí, ahorra problemas —estuvo de acuerdo Lady Caroline.

—Pero la independencia no debe ser tan grande —dijo Mrs. Wilkins— que no deje a los demás ninguna oportunidad de ejercitar su generosidad con uno.

Lady Caroline, que había estado mirando a Mrs. Arbuthnot, miró ahora a Mrs. Wilkins. Ese día en ese club peculiar sólo había recibido una impresión borrosa de Mrs. Wilkins, ya que había sido la otra la que lo había dicho todo, y su impresión había sido de alguien tan tímido, tan torpe, que era preferible no prestarle atención. No había sido ni siquiera capaz de decir adiós en condiciones, sufriendo mientras lo hacía, poniéndose roja, sudando. Por tanto, ahora la miró un tanto sorprendida; y se sorprendió todavía más cuando Mrs. Wilkins añadió, contemplándola con la más sincera admiración y hablando de hecho con una convicción que se negaba a permanecer en silencio:

—No me di cuenta de que era usted tan guapa.

Scrap miró fijamente a Mrs. Wilkins. Por regla general no se lo decían de una forma tan inmediata y rotunda. A pesar de lo profusamente que estaba acostumbrada a ello —imposible no estarlo después de veintiocho sólidos años—, le sorprendió que se lo dijeran con semejante franqueza, y una mujer.

—Es muy amable por su parte opinar así —dijo.

—Vaya, usted es encantadora —dijo Mrs. Wilkins—. Realmente encantadora de verdad.

—Espero —dijo Mrs. Arbuthnot agradablemente— que le saque el máximo partido.

Entonces Lady Caroline miró fijamente a Mrs. Arbuthnot.

—Oh, sí —dijo—. Le saco el máximo partido. Lo llevo haciendo desde que tengo uso de razón.

—Porque —dijo Mrs. Arbuthnot, mientras sonreía y levantaba un dedo amonestador— no durará.

Entonces Lady Caroline empezó a temer que estas dos fueran excéntricas. Si era así, se aburriría. Nada la aburría tanto como las personas que insistían en ser originales, que llegaban y consumían su tiempo y la tenían esperando mientras se dedicaban a ser originales. Y la que la admiraba… Resultaría agotador si la seguía como un perro para poder mirarla. Lo que deseaba de estas vacaciones era una huida total de todo lo que había tenido antes, quería el descanso del contraste absoluto. Que la admiraran, que la siguieran, no era un contraste, era una repetición; y, en lo que se refería a las excéntricas, estar encerrada con dos en la cima de una colina escarpada en un castillo medieval construido expresamente para evitar que se saliera y entrara fácilmente de él, no sería, se temía, particularmente descansado. Quizá debería comportarse de un modo algo menos alentador. Le habían parecido unas criaturas tan tímidas, incluso la morena —no podía recordar sus nombres—, que no había creído peligroso ser amigable. Aquí habían salido de sus conchas; ya; inmediatamente, de hecho. No había ningún indicio de timidez en ninguna de las dos. Si habían salido de sus conchas de una forma tan inmediata, al mismísimo primer contacto, pronto comenzarían a atosigarla, a menos que las controlara, y entonces adiós a su sueño de treinta días descansados y silenciosos, tumbada al sol sin que la molestaran, lamiéndose las heridas, sin que la hablaran, sin que la atendieran, sin que la agarraran y monopolizaran, simplemente recuperándose de la fatiga, de la profunda y melancólica fatiga del exceso.

Además, estaba Mrs. Fisher. A ella también había que controlarla. Lady Caroline se había puesto en camino dos días antes de lo acordado por dos razones: primero, porque deseaba llegar antes que las demás para poder elegir el cuarto o los cuartos que prefiriera, y segundo, porque consideró posible que de otra manera tendría que viajar con Mrs. Fisher. No quería viajar con Mrs. Fisher. No quería llegar con Mrs. Fisher. No veía absolutamente ninguna razón por la que tuviera que tener algo que ver con Mrs. Fisher, ni siquiera por un momento.

Pero, desgraciadamente, Mrs. Fisher también se sentía llena de deseos de llegar a San Salvatore la primera y elegir el cuarto o los cuartos que prefiriera, y después de todo ella y Lady Caroline habían viajado juntas. Ya en Calais habían empezado a sospecharlo; en París lo temieron; en Modane lo supieron; en Mezzago, lo disimularon, viajando hasta Castagneto en dos simones diferentes, mientras la nariz de uno tocaba prácticamente el lomo del otro durante todo el camino. Pero cuando la carretera se acabó de repente frente a la iglesia y los escalones, resultó imposible seguir huyendo; y, enfrentadas a este final abrupto y difícil de su viaje, no les quedó otro remedio que amalgamarse.

Debido al bastón de Mrs. Fisher, Lady Caroline tuvo que ocuparse de todo. Las intenciones de Mrs. Fisher, explicó esta desde su simón cuando se le hizo patente la situación, eran activas, pero su bastón le impedía ponerlas en práctica. Los dos conductores le dijeron a Lady Caroline que unos muchachos tendrían que transportar el equipaje hasta el castillo, y ella fue a buscar algunos, mientras Lady Fisher esperaba en el simón debido a su bastón. Mrs. Fisher hablaba italiano, pero sólo, explicó, el italiano de Dante, que Matthew Arnold solía leerle cuando era una niña, y creía que podía estar fuera del alcance de los muchachos. Por tanto, Lady Caroline, que hablaba muy bien el italiano corriente, era evidentemente la persona que tenía que ir y arreglar las cosas.

—Estoy en sus manos —dijo Mrs. Fisher, firmemente sentada en su simón—. Por favor, considéreme simplemente como una anciana con un bastón.

Y poco después, mientras bajaban por los escalones y adoquines hasta la plaza, y recorrían el muelle, y subían por el sendero en zigzag, Lady Caroline se vio tan obligada a caminar lentamente al lado de Mrs. Fisher como si se tratara de su abuela.

—Es el bastón —observaba de vez en cuando Mrs. Fisher con satisfacción.

Y cuando descansaron en aquellas curvas del sendero en zigzag en las que estaban los asientos, y Lady Caroline, a la que le habría gustado hacer el resto del camino corriendo y llegar deprisa a la cima, se vio forzada por solidaria compasión a quedarse con Mrs. Fisher debido a su bastón, Mrs. Fisher le contó la vez aquella en que había subido por un sendero en zigzag con Tennyson.

—¿No le parece maravilloso su grillo? —dijo Lady Caroline distraídamente.

—El Tennyson —dijo Mrs. Fisher, volviendo la cabeza y contemplándola un momento por encima de las gafas.

—¿No se lo parece? —dijo Lady Caroline.

—Me estoy refiriendo —dijo Mrs. Fisher— a Alfred.

—Oh —dijo Lady Caroline.

—Y además era un sendero —prosiguió Mrs. Fisher con severidad— curiosamente similar a este. No había eucaliptos, desde luego, pero por todo lo demás se parecía curiosamente a este. Y en una de las curvas se volvió y me dijo —le veo ahora volviéndose y diciéndome—…

Sí, habría que controlar a Mrs. Fisher. Así como a esas dos de allí arriba asomadas a la ventana. Lo mejor sería comenzar inmediatamente. Sentía haberse levantado del muro. Lo único que tenía que haber hecho era agitar la mano, y esperar a que bajaran y salieran al jardín donde ella se encontraba.

Por tanto, ignoró el comentario y el dedo alzado de Mrs. Arbuthnot, y dijo con una frialdad acusada —por lo menos, intentó que sonara acusada— que suponía que irían a desayunar, y que ella ya lo había hecho; pero estaba condenada a que, por muy fríamente que pronunciara sus palabras, estas siempre surgieran en un tono totalmente cálido y agradable. El origen de esto era su voz amable y deliciosa, debida únicamente a una conformación especial de su garganta y de su paladar, y en absoluto relacionada con lo que estaba sintiendo. Por consiguiente, nadie se creía desairado. Era realmente agotador. Y si lanzaba una mirada fría no parecía en absoluto fría, porque sus ojos, de entrada encantadores, tenían el encanto añadido de unas pestañas muy largas, suaves y oscuras. Ninguna mirada glacial podía salir de unos ojos semejantes; se quedaba enganchada y se perdía en las suaves pestañas, y las personas a las que miraba pensaban simplemente que estaban siendo estudiados con una atención halagadora y exquisita. Y si alguna vez no estaba de humor o se sentía decididamente enfadada —¿y quién no lo estaría a veces en un mundo semejante?— sólo conseguía adoptar un aspecto tan patético que todo el mundo se abalanzaba a consolarla, si era posible por medio de un beso. Era más que agotador, era exasperante. La naturaleza estaba decidida a que su aspecto y su voz fueran angelicales. Le resultaba imposible ser desagradable o grosera sin que se la malinterpretara.

—Tomé el desayuno en el cuarto —dijo, haciendo todo lo posible por sonar brusca—. Quizá las vea después.

Y saludó con la cabeza, y regresó al lugar en el muro donde había estado sentada, sintiendo las lilas agradables y frescas alrededor de sus pies.