X

No había manera de salir o entrar del jardín superior de San Salvatore excepto por las dos puertas de cristal del comedor y el salón, situadas desgraciadamente la una junto a la otra. Alguien que estuviera en el jardín y quisiera huir sin ser visto no podría, porque se encontraría en el camino con la persona de la que escapaba. Era un jardín pequeño y rectangular, y ocultarse resultaba imposible. Los escasos árboles que había —el árbol de Judas, el tamarisco, el pino piñonero— crecían cerca de los antepechos bajos. Los rosales no proporcionaban una auténtica protección; un paso a la derecha o a la izquierda suyo, y la persona que deseaba estar aislada sería descubierta. Únicamente en la esquina noroccidental había un pequeño lugar que sobresalía de la gran muralla, una especie de saliente o recodo, utilizado sin duda para la vigilancia en los desconfiados tiempos de la antigüedad, donde era posible sentarse sin ser realmente visto, porque entre él y la casa había un tupido arbusto de adelfas.

Scrap, tras echar un vistazo a su alrededor para cerciorarse de que no había nadie mirando, se levantó y llevó su silla hasta este lugar, escabulléndose de puntillas tan sigilosamente como lo hacen aquellos con propósitos pecaminosos. En la esquina nororiental había otro saliente en las murallas idéntico a este, pero, a pesar de que la vista era todavía más hermosa, ya que desde allí se podía contemplar la bahía y las encantadoras montañas detrás de Mezzago, estaba expuesto. No había ningún arbusto en las cercanías, y tampoco tenía sombra. Por tanto, se sentaría en el recodo noroccidental, y fue allí donde se instaló, y, tras recostar la cabeza en el cojín y colocar cómodamente los pies en el antepecho, desde donde a los habitantes del pueblo que se encontraban abajo en la plaza les parecían dos palomas blancas, pensó que ahora sin duda estaría a salvo.

Mrs. Fisher la encontró allí, guiada por el olor de su cigarrillo. La imprudente Scrap no había pensado en eso. Mrs. Fisher no fumaba, lo cual le permitía distinguir con mayor facilidad el olor de los demás. Se topó con el aroma masculino nada más salir desde el comedor al jardín tras el almuerzo para tomar el café. Le había ordenado a Francesca que colocara el café a la sombra de la casa, al otro lado de la puerta de cristal, y cuando Mrs. Wilkins, al ver que llevaban una mesa allí, le recordó, muy oficiosamente y con gran falta de tacto en opinión de Mrs. Fisher, que Lady Caroline deseaba estar sola, replicó —y con qué propiedad— que el jardín era para todo el mundo.

En consecuencia, allí se dirigió, e inmediatamente se dio cuenta de que Lady Caroline estaba fumando. Dijo para sí «Estas jóvenes modernas», y procedió a encontrarla; su bastón, ahora que el almuerzo había terminado, ya no constituía el obstáculo a la actividad que representaba antes de que su comida hubiera sido, como había dicho en una ocasión Browning —¿sin duda era Browning? Sí, recordaba lo mucho que la había divertido—, neutralizada.

Nadie la divertía ahora, reflexionó Mrs. Fisher, dirigiéndose en línea recta hacia el arbusto de adelfas; el mundo se había vuelto muy aburrido, y había perdido por completo su sentido del humor. Probablemente esta gente seguía teniendo sus bromas; de hecho sabía que las tenían, ya que Punch seguía publicándose; pero de qué forma tan diferente, y qué bromas. Thackeray, con su estilo inimitable, hubiera hecho picadillo a esta generación. Esta no era, por supuesto, consciente de lo mucho que necesitaba las propiedades tónicas de esa pluma severa. Ni siquiera le tenía —por lo menos, eso le habían contado— en ningún aprecio especial. Bueno, ella no le podía dar a esta generación ojos para ver y oídos para escuchar y un corazón para comprender, pero sí podía y le daría, representada y unida en la figura de Lady Caroline, una buena dosis de medicina de verdad.

—Me han dicho que no está usted bien —dijo, parándose en la estrecha entrada del recodo y mirando desde arriba a la inmóvil y aparentemente dormida Scrap con la expresión inflexible de alguien que está decidido a hacer el bien.

Mrs. Fisher tenía una voz profunda, muy parecida a la de un hombre, ya que había sido alcanzada por esa extraña masculinidad que a veces persigue a una mujer durante las últimas vueltas de su vida.

Scrap intentó aparentar que dormía, pero si lo hubiera hecho, no habría sostenido el cigarrillo entre sus dedos, sino que lo habría dejado caer al suelo.

Se olvidó de esto. Mrs. Fisher no lo hizo, y tras entrar en el recodo, se sentó en un estrecho banco de piedra construido en el muro. Un rato podía sentarse allí; un rato, hasta que el frío comenzara a penetrar.

Contempló la figura que tenía delante. Sin duda una criatura bonita, y que habría tenido éxito en Farringford. Resultaba curiosa la facilidad con la que incluso los hombres más grandes se veían afectados por el aspecto. Había visto con sus propios ojos a Tennyson alejarse de todo el mundo, volverse, realmente, dando la espalda a una muchedumbre de personas eminentes reunidas para rendirle homenaje, y retirarse a la ventana con una joven que nadie conocía, que había sido llevada allí por casualidad y cuyo único y exclusivo mérito —si se podía considerar un mérito aquello que la casualidad otorga— era la hermosura. ¡La hermosura! Extinguida antes de que uno pudiera darse cuenta. Un asunto, casi se podía decir, de minutos. Bueno, mientras duraba parecía sin duda ser capaz de hacer lo que quería con los hombres. Ni siquiera los maridos eran inmunes. Había habido algunos episodios en la vida de Mr. Fisher…

—Imagino que el viaje le ha sentado mal —dijo con su voz grave—. Lo que usted necesita es una buena dosis de alguna medicina simple. Le preguntaré a Domenico si en el pueblo existe algo parecido al aceite de ricino.

Scrap abrió los ojos y miró a Mrs. Fisher de frente.

—Ah —dijo Mrs. Fisher—, sabía que no estaba dormida. Si lo hubiera estado habría dejado caer el cigarrillo al suelo.

Scrap tiró el cigarrillo por encima del antepecho.

—Eso es un despilfarro —dijo Mrs. Fisher—. No me gusta que las mujeres fumen, pero me gusta todavía menos el despilfarro.

«¿Qué se puede hacer con gente así?», se preguntó Scrap, con los ojos fijos en Mrs. Fisher, en lo que en su opinión era una mirada indigna, pero a Mrs. Fisher le pareció de una docilidad realmente encantadora.

—Ahora seguirá mi consejo —dijo Mrs. Fisher conmovida— y no descuidará lo que muy bien puede convertirse en una enfermedad. Estamos en Italia, ya sabe, y hay que ser cuidadosos. Para empezar, debería usted irse a la cama.

—Nunca me voy a la cama —le espetó Scrap; y sonó tan conmovedor, tan desesperado como esa frase declamada muchos años atrás por una actriz en el papel de Poor Jo en una versión de Casa desolada adaptada al teatro: «Siempre estoy circulando», decía Poor Jo en esta obra, instada por un policía a hacerlo; y Mrs. Fisher, entonces una niña, había apoyado la cabeza en la barandilla de terciopelo rojo de la primera fila de principal y había llorado en voz alta.

Era maravillosa, la voz de Scrap. En los diez años transcurridos desde su presentación en sociedad, le había proporcionado todos los triunfos que la inteligencia y el ingenio pueden obtener, porque hacía que todo lo que decía pareciera memorable. Con semejante conformación de garganta, debería haber sido una cantante, pero Scrap era muda para cualquier tipo de música excepto para esta música de la voz hablada; y qué fascinación, qué hechizo había en ella. Era tal el encanto de su rostro y la belleza de su aspecto que no había un solo hombre en cuyos ojos no apareciera, al verla, una llama del más vivo interés; pero, cuando oía su voz, la llama en los ojos de ese hombre quedaba atrapada y fijada. Sucedía lo mismo con todos los hombres, cultos o ignorantes, viejos, jóvenes, atractivos ellos mismos o repelentes, hombres de su mundo y conductores de autobús, generales y soldados —la guerra había sido para ella un período de perplejidad—, obispos igual que sacristanes —su confirmación había estado rodeada de acontecimientos sorprendentes—, saludables y enfermizos, ricos e indigentes, brillantes o tontos; y daba lo mismo lo que fueran, o la madurez y estabilidad de su matrimonio; cuando la veían, aparecía esta llama en los ojos de cada uno de ellos, y cuando la oían permanecía allí.

Scrap estaba harta de esta mirada. No provocaba más que dificultades. Al principio le había encantado. Se había sentido excitada, triunfante. Ser aparentemente incapaz de hacer o decir nada malo, que la aplaudieran, escucharan, mimaran, adoraran donde quiera que fuera, y al volver a casa ser recibida también allí con el afecto más indulgente y orgulloso: vaya, resultaba sumamente agradable. Y tan fácil, además. No se necesitaba ninguna preparación para este logro, ningún esfuerzo, ningún aprendizaje. No tenía que molestarse. Le bastaba con aparecer, y al poco tiempo decir algo.

Pero poco a poco los desengaños se fueron acumulando a su alrededor. Después de todo, tenía que molestarse, tenía que hacer esfuerzos porque, descubrió con asombro y con rabia, tenía que defenderse. Esa mirada, esa mirada que asomaba significaba que iban a intentar agarrarla. Algunos de los que la tenían eran más modestos que otros, sobre todo si eran jóvenes, pero todos ellos, de acuerdo con su capacidad respectiva, agarraban; y ella, que había entrado en el mundo tan desenvuelta, con la cabeza en las nubes y la confianza más absoluta en cualquiera que tuviera el pelo gris, comenzó a desconfiar, y después a sentir aversión, y más tarde a retraerse, y muy pronto a sentirse indignada. A veces tenía la sensación de que no se pertenecía a sí misma, que no era en absoluto de su propiedad, sino que era considerada como algo universal, una especie de obra-de-arte-para todos. La verdad es que los hombres… Y se encontró envuelta en discusiones misteriosas e imprecisas, levantando odios extraños. La verdad es que las mujeres… Y cuando llegó la guerra, y se arrojó a ella junto con todos los demás, esta acabó con ella. La verdad es que los generales…

La guerra acabó con Scrap. Mató al único hombre con el que se sentía segura, con el que se habría casado, y consiguió que el amor la repugnara. Desde entonces había estado amargada. Forcejeaba tan airadamente dentro de la dulzura de la vida como una avispa atrapada en la miel. Sus intentos por despegar las alas tenían la misma furia. No le proporcionaba ningún placer superar a otras mujeres; no quería a sus hombres agotadores. ¿Qué se podía hacer con los hombres una vez que se conseguían? Ninguno de ellos le hablaba de algo que no fueran los misterios del amor, y qué ridículo y cansado se volvía eso después de un rato. Era como si a una persona sana con un apetito normal no se le diera más que azúcar por todo alimento. Amor, amor…, la simple palabra le hacía sentir deseos de abofetear a alguien. «¿Por qué tendría que amarte? ¿Por qué?», preguntaba a veces asombrada cuando alguien intentaba —siempre había alguien intentándolo— proponérselo. Pero nunca obtenía una respuesta verdadera, sólo nuevas incoherencias.

Un profundo cinismo se apoderó de la desgraciada Scrap. La desilusión marchitó su interior, mientras su gracioso y encantador exterior continuaba adornando el mundo. ¿Qué le reservaba el futuro? Después de una preparación semejante, no sería capaz de hacerse con ello. No estaba capacitada para nada; había desperdiciado todo este tiempo siendo hermosa. Dentro de poco dejaría de serlo, y entonces ¿qué? Scrap no sabía entonces qué, la simple idea le horrorizaba. A pesar de lo cansada que estaba de ser llamativa, por lo menos estaba acostumbrada a ello, no había conocido nunca otra cosa; y hacerse invisible, desvanecerse, desgastarse y volverse borrosa, resultaría probablemente muy doloroso. Y una vez que empezara, ¿cuántos años y años duraría? Imagínate, pensó Scrap, que la mayor parte de la vida de una esté en el extremo equivocado. Imagínate ser vieja dos o tres veces más tiempo que joven. Qué estúpido. Todo era estúpido. No había nada que deseara hacer. Había miles de cosas que no deseaba hacer. La anulación, el silencio, la invisibilidad, si era posible la inconsciencia: estas negaciones eran lo único que pedía por ahora; y aquí, incluso aquí, le rehusaban un minuto de paz, y esta absurda mujer tenía que venir aparentando creer que estaba enferma, simplemente porque quería ejercer su poder y hacerla irse a la cama y obligarla —qué repugnante— a beber aceite de ricino.

—Estoy segura —dijo Mrs. Fisher, que sentía cómo empezaba a penetrar el frío de la piedra y sabía que no podía permanecer sentada mucho más— de que hará lo sensato. Su madre desearía… ¿Tiene usted madre?

Un ligero asombro apareció en los ojos de Scrap. ¿Tiene usted madre? Si alguien había tenido alguna vez una madre, esa era Scrap. No se le había pasado por la mente que pudiera haber personas que no hubieran oído hablar nunca de su madre. Era una de las marquesas más importantes —ya que, como nadie sabía mejor que Scrap, había marquesas y marquesas— y había desempeñado altos cargos en la Corte. También su padre en su época había sido muy preeminente. Su época había pasado un poco, pobrecito, porque durante la guerra había cometido algunos errores importantes, y además ahora se había hecho viejo; de todas maneras, allí seguía, un personaje conocido en extremo. Qué descansado, qué extraordinariamente descansado resultaba haber encontrado a alguien que no hubiera oído hablar nunca de su gente, o que por lo menos no la hubiera relacionado con ellos.

Mrs. Fisher empezó a gustarle. Quizá las excéntricas tampoco sabían nada de ella. Cuando las escribió por primera vez y firmó con su nombre, ese gran nombre de Dester que serpenteaba por la historia de Inglaterra como un hilo ensangrentado, ya que sus portadores mataban sin cesar, había dado por sentado que sabrían quién era, y en la entrevista en Shaftesbury Avenue tuvo la certeza de que lo sabían, ya que no le habían pedido referencias, como de lo contrario habrían hecho.

Scrap comenzó a animarse. Si nadie en San Salvatore había oído hablar de ella, si durante un mes entero podía despojarse de sí misma, alejarse por completo de todo lo relacionado con ella misma, que le permitieran realmente olvidarse de los tirones y las trabas y de todo el ruido, vaya, quizá podría conseguir sacar algo en claro después de todo. Podría pensar de verdad, aclarar realmente su mente, llegar realmente a alguna conclusión.

—Lo que deseo hacer aquí —dijo casi con animación, tal era el placer que sentía por el hecho de que Mrs. Fisher no supiera nada de ella, mientras se inclinaba hacia delante y entrelazaba las manos alrededor de las rodillas, y levantaba la vista hacia Mrs. Fisher, cuyo asiento estaba más alto que el suyo— es llegar a una conclusión. Eso es todo. No es querer mucho, ¿no le parece? Sólo eso.

Miró fijamente a Mrs. Fisher, y pensó que casi cualquier conclusión serviría; lo importante era agarrarse a algo, coger algo con fuerza, dejar de ir a la deriva.

Los pequeños ojos de Mrs. Fisher la inspeccionaron.

—Yo diría —dijo— que lo que una joven como usted necesita es un marido e hijos.

—Bueno, esa es una de las cosas que voy a estudiar —dijo Scrap afablemente—. Pero no me parece una conclusión.

—Y mientras tanto —dijo Mrs. Fisher al tiempo que se levantaba, puesto que el frío de la piedra había penetrado ya—, si yo fuera usted, no me calentaría la cabeza con consideraciones y conclusiones. Las cabezas de las mujeres no se hicieron para pensar, se lo aseguro. Yo me iría a la cama y me pondría bien.

—Estoy bien —dijo Scrap.

—Entonces, ¿por qué envió un mensaje diciendo que estaba enferma?

—No lo hice.

—Entonces me he tomado la molestia de salir hasta aquí para nada.

—Pero ¿no prefiere salir y encontrarme bien que salir y encontrarme enferma? —preguntó Scrap, sonriendo.

La sonrisa contagió incluso a Mrs. Fisher.

—Bueno, es usted una criatura hermosa —dijo con indulgencia—. Es una pena que no naciera usted hace cincuenta años. A mis amigos les habría gustado contemplarla.

—Me alegro mucho de no haberlo hecho —dijo Scrap—. Me desagrada que me contemplen.

—Tonterías —dijo Mrs. Fisher, adoptando de nuevo una actitud severa—. Eso es para lo que están hechas las jóvenes como usted. ¿Le importaría decirme para qué si no? Y le aseguro que si mis amigos la hubieran contemplado, habría sido contemplada por algunas personas muy importantes.

—Me disgusta la gente muy importante —dijo Scrap frunciendo el ceño. Había habido un incidente hacía poco…, la verdad es que los potentados…

—Lo que me disgusta a —dijo Mrs. Fisher, tan fría ahora como la piedra de la que se había levantado— es la actitud de las jóvenes modernas. Es tan ridícula que me resulta digna de lástima, totalmente digna de lástima.

Y se alejó haciendo crujir los guijarros con su bastón.

—Muy bien —se dijo Scrap, dejándose caer de nuevo en su cómoda posición con la cabeza en el cojín y los pies sobre el antepecho; con tal de que la gente se marchara no le preocupaba lo más mínimo el motivo por el que lo hiciera.

—¿No te parece que la pequeña Scrap se está volviendo un poco, sólo un poco, rara? —le había preguntado su madre a su padre un poco antes de esa última rareza de la huida a San Salvatore, desagradablemente impresionada por las cosas realmente extrañas que hacía Scrap y la costumbre que había adoptado de escabullirse siempre que podía y de evitar a todo el mundo excepto (qué síntoma de la edad) a los muy jóvenes, casi niños.

—¿Eh? ¿Qué? ¿Rara? Bueno, déjala que sea rara si quiere. Una mujer con su aspecto puede ser cualquier maldita cosa que le apetezca —fue la encaprichada respuesta.

—Yo ya la dejo —dijo su madre con docilidad; y de hecho, aunque no lo hiciera, ¿qué más daría?

Mrs. Fisher se arrepentía de haberse molestado por Lady Caroline. Recorrió el salón en dirección a su cuarto de estar privado, y mientras caminaba, su bastón golpeaba el suelo con una energía en consonancia con sus sentimientos. Pura y simple ridiculez, esas actitudes. No las aguantaba. Incapaces de ser o hacer algo con sus vidas, los jóvenes de la generación actual intentaban conseguir una reputación basada en el ingenio, menospreciando todo lo que era obviamente importante y obviamente bueno y alabando todo lo diferente, por muy obviamente malo que fuera. Monos, pensó Mrs. Fisher, agitada. Monos. Monos. Y en su cuarto de estar encontró más monos, o lo que en su estado actual de ánimo le parecían más monos, ya que allí estaba Mrs. Arbuthnot bebiendo plácidamente café, mientras que, sentada en el escritorio, el escritorio que ya consideraba sagrado, utilizando su pluma, su propia pluma traída sólo para su mano desde Prince of Wales Terrace, estaba Mrs. Wilkins escribiendo; en la mesa; en su cuarto; con su pluma.

—¿No le parece un lugar delicioso? —dijo Mrs. Arbuthnot con cordialidad—. Acabamos de descubrirlo.

—Le estoy escribiendo a Mellersh —dijo Mrs. Wilkins, volviendo la cabeza y también con cordialidad, como si, pensó Mrs. Fisher, a ella le importara un comino a quién estuviera escribiendo y en cualquier caso supiera quién era la persona a la que llamaba Mellersh—. Querrá saber —dijo Mrs. Wilkins, con un optimismo inducido por el ambiente— que he llegado bien.