III

El dueño del castillo medieval era un inglés, un tal Mr. Briggs, que se encontraba en Londres en ese momento y les contestó diciendo que había camas suficientes para ocho personas, excluyendo a los sirvientes, tres cuartos de estar, almenas, mazmorras y luz eléctrica. El alquiler era de 60 libras por todo el mes, los sueldos de los criados eran aparte, y quería referencias, quería garantías de que se pagaría la segunda mitad de su alquiler, ya que la primera mitad se pagaba por adelantado, y quería garantías de respetabilidad por parte de un abogado, o un doctor, o un sacerdote. Su carta era muy educada, y en ella explicaba que su petición de referencias era lo acostumbrado y debería considerarse como una simple formalidad.

Mrs. Arbuthnot y Mrs. Wilkins no habían pensado en las referencias, y no habían soñado que un alquiler pudiera ser tan elevado. En sus mentes habían flotado sumas del estilo de tres guineas a la semana, o menos, teniendo en cuenta que el lugar era pequeño y viejo.

Sesenta libras por un solo mes.

La idea les daba vértigo.

Ante los ojos de Mrs. Arbuthnot aparecieron botas: horizontes sin fin, todas las resistentes botas que se podrían comprar con sesenta libras; y además del alquiler estarían los sueldos de los criados, y la comida, y los viajes en tren hasta allí y de vuelta. Mientras que, en lo que se refería a los informes, eso sí que parecía un escollo insalvable; parecía del todo imposible proporcionar ninguna sin dar a su plan más publicidad de la que habían pretendido.

Ambas —incluso Mrs. Arbuthnot, apartándose por una vez de la sinceridad perfecta al darse cuenta del ahorro de problemas y críticas que una explicación imperfecta supondría—, ambas habían pensado que estaría bien divulgar, cada una en su círculo, al ser sus círculos afortunadamente distintos, el plan de que cada una iba a estar con una amiga que tenía una casa en Italia. Sería verdad en cierta medida —Mrs. Wilkins sostenía que sería completamente cierto, pero Mrs. Arbuthnot pensaba que no lo sería del todo—, y era la única manera, dijo Mrs. Wilkins, de mantener a Mellersh aunque sólo fuera aproximadamente tranquilo. El hecho de que gastara algo de su dinero simplemente en llegar a Italia le indignaría; Mrs. Wilkins prefería no pensar en lo que diría si supiera que iba a alquilar por su cuenta parte de un castillo medieval. Necesitaría días enteros para decirlo todo; y eso a pesar de que era su propio dinero, y ni un penique de este le había pertenecido nunca a él.

—Pero supongo —dijo— que su marido es igual. Supongo que a la larga todos los maridos se parecen.

Mrs. Arbuthnot no dijo nada, porque su motivo para no desear que Frederick se enterara era exactamente el contrario: Frederick estaría encantado de que se fuera, no le importaría ni lo más mínimo; de hecho, acogería una manifestación semejante de autocomplacencia y mundanalidad con un regocijo doloroso, y la incitaría con una indiferencia aplastante a que disfrutara y no se apresurara a volver. Era mucho mejor, pensó, ser echada de menos por Mellersh que ser despachada por Frederick. Que la echaran a una de menos, que la necesitaran, cualquiera que fuera el motivo, era, pensaba, preferible a la soledad total que suponía el que nadie le echara a una en absoluto de menos o la necesitara.

Por lo tanto no dijo nada, y permitió que Mrs. Wilkins se abalanzara incontrolada sobre sus conclusiones. Pero ambas tuvieron la sensación, durante todo un día, de que lo único que se podía hacer era renunciar al castillo medieval; y fue al llegar a esta amarga decisión cuando se dieron realmente cuenta de la intensidad de su anhelo.

Entonces Mrs. Arbuthnot, cuya mente estaba entrenada para encontrar soluciones a las dificultades, encontró una solución para la dificultad de las referencias, y simultáneamente, Mrs. Wilkins tuvo una visión en la que se le reveló cómo reducir el alquiler.

El plan de Mrs. Arbuthnot era simple y tuvo un éxito total. Le llevó todo el alquiler en persona al propietario, sacándolo de su Caja de Ahorros —su aspecto era de nuevo el de una persona llena de secretos y disculpas, como si el empleado tuviera por fuerza que saber que el dinero se necesitaba para fines autocomplacientes— y, tras dirigirse a la dirección cerca del Brompton Oratory en la que vivía el propietario con los seis billetes de diez libras en su bolso, se los ofreció, renunciando a su derecho a pagar sólo la mitad. Y cuando él la vio, y vio su pelo con la raya en medio y sus ojos dulces y oscuros y su sobria indumentaria, y oyó su voz grave, le dijo que no se molestara en pedir esas referencias.

—No habrá ningún problema —le dijo, mientras garabateaba un recibo por el alquiler—. Pero siéntese, por favor. Un día desagradable, ¿no cree?

Encontrará que el viejo castillo tiene un montón de sol, aunque sólo sea eso. ¿Su marido va?

Mrs. Arbuthnot, no acostumbrada a nada que no fuera la franqueza, adquirió ante esta pregunta un aspecto agitado y comenzó a murmurar de forma inarticulada, y el propietario inmediatamente decidió que era viuda —de guerra, desde luego, porque las demás viudas eran viejas— y que había sido un tonto por no haberlo supuesto.

—Oh, lo siento —dijo, poniéndose rojo hasta la raíz de su cabello claro—. No pretendía…, ejem, ejem…

Recorrió con los ojos el recibo que había escrito.

—Sí, creo que así está bien —dijo, levantándose y dándoselo—. Ahora —añadió, cogiendo los seis billetes que ella le ofrecía al tiempo que sonreía, ya que resultaba agradable contemplar a Mrs. Arbuthnot— yo soy más rico y usted más feliz. Yo tengo el dinero y usted tiene San Salvatore. Me pregunto qué es mejor.

—Yo creo que usted lo sabe —dijo Mrs. Arbuthnot con su dulce sonrisa.

Él se rio y le abrió la puerta. Era una pena que la entrevista se hubiera terminado. Le habría gustado pedirle que almorzara con él. Ella le recordaba a su madre, a su niñera, a todas las cosas buenas y reconfortantes, además de poseer el atractivo de no ser ni su madre ni su niñera.

—Espero que le guste la vieja casa —dijo, reteniendo un momento su mano en la puerta. El tacto mismo de su mano, incluso a través del guante, era tranquilizador; era el tipo de mano, pensó, que les gustaría apretar a los niños en la oscuridad—. Sabe usted, en abril es sencillamente una masa de flores. Y además está el mar. Debe usted vestir de blanco. Encajará muy bien. Hay varios retratos de usted allí.

—¿Retratos?

—Vírgenes, ya sabe. Hay una en las escaleras realmente idéntica a usted.

Mrs. Arbuthnot sonrió y se despidió y le dio las gracias. Inmediatamente, y sin el menor problema, le había colocado en la categoría correspondiente: era un artista, y de temperamento efervescente.

Le dio la mano y se marchó, y él deseó que no lo hubiera hecho. Cuando se hubo marchado, supuso que debería haber pedido esas referencias, aunque sólo fuera porque a ella le parecería tan poco profesional no hacerlo, pero antes habría insistido en pedir referencias de una santa con aureola que de esa dama seria y dulce.

Rose Arbuthnot.

Su carta, en la que le pedía la cita, estaba sobre la mesa.

Bonito nombre.

Esa dificultad, por lo tanto, estaba superada. Pero todavía quedaba la otra, el efecto verdaderamente devastador del gasto sobre los ahorros, y particularmente sobre los de Mrs. Wilkins, cuyo tamaño, comparado con los de Mrs. Arbuthnot, era como el del huevo de un chorlito respecto al de un pato; y esta a su vez fue superada gracias a la visión concedida a Mrs. Wilkins, en la que se le revelaban los pasos a dar para su superación. Una vez obtenido San Salvatore —el nombre, hermoso y religioso, las fascinaba—, ellas a su vez pondrían un anuncio en la columna de los Anuncios Personales de The Times, y buscarían a dos damas más, de deseos similares a los suyos, que se unieran a ellas y compartieran los gastos.

La presión sobre los ahorros se reduciría inmediatamente de la mitad a un cuarto. Mrs. Wilkins estaba dispuesta a derrochar toda su hucha en la aventura, pero se daba cuenta de que, si esta llegaba a costar incluso seis peniques por encima de sus noventa libras, su posición sería terrible. Cómo iba a ir después a Mellersh y decirle «Tengo una deuda». Ya sería lo suficientemente terrible si alguna circunstancia la obligaba a decir «No tengo ahorros», pero en tal caso se vería por lo menos respaldada por el conocimiento de que los ahorros habían sido suyos. Por lo tanto, aun dispuesta a derrochar hasta su último penique en la aventura, no estaba dispuesta a derrochar en ella ni un solo cuarto de penique cuya propiedad no pudiera demostrar; y creía que, si su parte de la renta se reducía a tan sólo quince libras, tendría un margen seguro para los demás gastos. También podían economizar mucho en la comida, recoger aceitunas de sus árboles y comérselas, por ejemplo, y quizá coger peces.

Desde luego, como se hicieron notar mutuamente, podían reducir la renta hasta una suma casi insignificante aumentando el número de personas a compartir; podía tener a seis damas más en vez de dos, visto que había ocho camas. Pero, suponiendo que las ocho camas estuvieran distribuidas por parejas en cuatro cuartos, encontrarse encerradas de noche con una extraña no sería exactamente lo que estaban buscando. Además, pensaron que quizá, al haber tantas, no sería tan tranquilo. Después de todo, iban a San Salvatore para encontrar paz y descanso y alegría, y seis damas más, sobre todo si se introducían en el dormitorio de una, podrían interferir ligeramente con eso.

De cualquier manera, sólo parecía haber en ese momento dos damas en toda Inglaterra con algún deseo de unirse a ellas, ya que únicamente recibieron dos respuestas a su anuncio.

—Bueno, sólo queremos dos —dijo Mrs. Wilkins, recuperándose rápidamente, ya que se había imaginado una gran avalancha.

—Yo opino que habría estado bien poder elegir —dijo Mrs. Arbuthnot.

—Lo dice porque así no tendríamos que haber aceptado a Lady Caroline Dester.

—Yo no he dicho eso —protestó Mrs. Arbuthnot con suavidad.

—No necesitamos que venga —dijo Mrs. Wilkins—. Una sola persona nos ayudaría mucho con el alquiler. No estamos obligadas a tener dos.

—Pero ¿por qué no la íbamos a aceptar? Verdaderamente, parece corresponder muy bien a lo que queremos.

—Sí, eso parece por su carta —dijo Mrs. Wilkins dubitativa.

Tenía la impresión de que se sentiría terriblemente tímida ante Lady Caroline. Por increíble que pueda parecer, visto cómo los miembros de la aristocracia se infiltran en todas partes, Mrs. Wilkins no se había encontrado nunca con uno de ellos.

Entrevistaron a Lady Caroline, y entrevistaron a la otra aspirante, una tal Mrs. Fisher.

Lady Caroline vino al club en Shaftesbury Avenue, y dio la impresión de que un único y gran afán la absorbía por completo, el afán de alejarse de todas las personas a las que había conocido jamás. Cuando vio el club, y a Mrs. Arbuthnot y a Mrs. Wilkins, tuvo la certeza de que había encontrado exactamente lo que quería. Estaría en Italia, un lugar que adoraba; no estaría en hoteles, unos lugares que odiaba; no estaría viviendo con amigos, una gente que le disgustaba; y estaría en compañía de desconocidos que jamás mencionarían ni siquiera una sola persona que ella conociera, por la sencilla razón de que no se habían tropezado, no se podían haber tropezado y no se tropezarían con ellos. Hizo algunas preguntas sobre la cuarta mujer, y las respuestas le parecieron satisfactorias. Mrs. Fisher, de Prince of Wales Terrace. Una viuda. Ella tampoco conocería a ninguno de sus amigos. Lady Caroline no sabía ni siquiera dónde estaba Prince of Wales Terrace.

—Está en Londres —dijo Mrs Arbuthnot.

—¿De verdad? —dijo Lady Caroline.

Todo parecía sumamente descansado.

Mrs. Fisher no pudo ir al club porque, les explicó por carta, no podía andar sin un bastón; por lo tanto, Mrs. Arbuthnot y Mrs. Wilkins fueron a verla.

—Pero, si no puede venir al club, ¿cómo puede ir a Italia? —se preguntó Mrs. Wilkins, en voz alta.

—Eso lo oiremos de sus propios labios —dijo Mrs. Arbuthnot.

De los labios de Mrs. Fisher sólo oyeron, en respuesta a sus preguntas discretas, que estar sentada en un tren no era pasearse; y eso ya lo sabían. Exceptuando el bastón, sin embargo, parecía ser un cuatro muy conveniente: tranquila, educada, mayor. Era mucho mayor que ellas o que Lady Caroline —Lady Caroline las había informado de que tenía veintiocho años—, pero no tan vieja como para haber abandonado su disposición a la actividad. Era muy respetable, sin duda, y todavía vestía completamente de negro, aunque su marido había muerto, les dijo, hacía once años. Su casa estaba llena de fotografías autografiadas de ilustres victorianos muertos, a todos los cuales había conocido, dijo, cuando era pequeña. Su padre había sido un distinguido crítico, y por su casa habían pasado prácticamente todas las personalidades del mundo de las letras y el arte. Carlyle le había fruncido el ceño; Matthew Arnold la había tenido sobre sus rodillas; Tennyson se había reído sonoramente de ella por la longitud de su trenza. Les enseñó animadamente las fotos, colgadas de las paredes por todas partes, señalando las firmas con su bastón, y no dio ninguna información sobre su marido ni pidió ninguna sobre los maridos de sus visitantes; lo cual supuso un gran alivio. De hecho, parecía pensar que ellas también eran viudas, ya que al preguntar quién iba a ser la cuarta dama, y al ser informada de que era una tal Lady Caroline Dester, dijo: «¿Ella también es viuda?». Y cuando le explicaron que no lo era, porque todavía no había estado casada, observó afable y abstraída: «Todo a su tiempo».

Pero la abstracción misma de Mrs. Fisher —y parecía estar absorta sobre todo en las interesantes personas que había conocido y en sus fotos conmemorativas, y una gran parte de la entrevista estuvo ocupada por anécdotas evocadoras de Carlyle, Meredith, Matthew Arnold, Tennyson y otros muchos—, su misma abstracción constituía una recomendación. Sólo pedía, dijo, que la permitieran sentarse tranquilamente al sol y recordar. Mrs. Arbuthnot y Mrs. Wilkins no pedían más de las que iban a compartir con ellas el castillo. Su idea del socio perfecto era alguien que se sentara tranquilo al sol y recordara, volviendo en sí lo suficiente los sábados por la noche como para pagar su parte. Mrs. Fisher también era muy aficionada a las flores, les dijo, y en una ocasión cuando estaba pasando un fin de semana con su padre en Box Hill…

—¿Quién vivía en Box Hill? —interrumpió Mrs. Wilkins, que estaba pendiente de las reminiscencias de Mrs. Fisher, profundamente excitada por el hecho de conocer a alguien que había sido realmente íntima de todos los verdadera y efectiva e indudablemente grandes; los había visto de verdad, les había oído hablar, los había tocado.

Mrs. Fisher la miró ligeramente sorprendida por encima de las gafas. Mrs. Wilkins, en su ansia por arrancar rápidamente el meollo de los recuerdos de Mrs. Fisher, ante el temor de que en cualquier momento Mrs. Arbuthnot se la llevara sin que ella hubiera oído ni la mitad, había interrumpido ya varias veces con preguntas que a Mrs. Fisher le parecían ignorantes.

Meredith, desde luego —dijo Mrs. Fisher con cierta sequedad—. Me acuerdo sobre todo de un fin de semana —prosiguió—. Mi padre me llevaba con frecuencia, pero siempre recuerdo este fin de semana en particular…

—¿Conoció usted a Keats? —interrumpió impaciente Mrs. Wilkins.

Mrs. Fisher, tras una pausa, dijo con una reserva agridulce que no había trabado conocimiento ni con Keats ni con Shakespeare.

—Oh, claro… ¡qué estupidez la mía! —exclamó Mrs. Wilkins, ruborizándose profundamente—. Es que… —se hizo un lío—, es que, de alguna manera, los inmortales parecen estar todavía vivos, ¿no?, como si estuvieran aquí, y fueran a entrar en el cuarto dentro de un momento, y a uno se le olvida que están muertos. De hecho, una sabe perfectamente bien que no están muertos, ni mucho menos tan muertos como usted y yo incluso ahora —le aseguró a Mrs. Fisher, que la observaba por encima de las gafas.

—Me pareció ver a Keats el otro día —prosiguió incoherente Mrs. Wilkins, empujada por la mirada de Mrs. Fisher por encima de sus gafas—. En Hampstead, cruzando la calle delante de esa casa, ya sabe, la casa donde vivía…

Mrs. Arbuthnot dijo que se tenían que marchar.

Mrs. Fisher no hizo nada por evitarlo.

—Me pareció verle de verdad —protestó Mrs. Wilkins, rogando primero a la una y luego a la otra que la creyeran, mientras ráfagas de color se sucedían sobre su rostro, y totalmente incapaz de detenerse debido a las gafas de Mrs. Fisher y a la mirada fija que la contemplaba por encima de ellas—. Creo que le vi de verdad, iba vestido con un…

Incluso Mrs. Arbuthnot la miró ahora, y con su voz más dulce dijo que se les haría tarde para comer.

Fue al llegar a este punto cuando Mrs. Fisher pidió referencias. No deseaba encontrarse encerrada durante cuatro semanas con alguien que veía cosas. Es cierto que en San Salvatore había tres cuartos de estar, además del jardín y las almenas, por lo que habría oportunidades para apartarse de Mrs. Wilkins; pero resultaría desagradable para Mrs. Fisher si, por ejemplo, a Mrs. Wilkins se le ocurría afirmar de repente que veía a Mr. Fisher. Mr. Fisher estaba muerto; mejor que se quedara así. No deseaba oír que estaba paseando por el jardín. La única referencia que en realidad deseaba, al ser demasiado anciana y ocupar su lugar en el mundo con la suficiente firmeza para que le preocuparan los socios dudosos, era una relativa a la salud de Mrs. Wilkins. ¿Era su salud totalmente normal? ¿Era una mujer común, sensata, corriente? Mrs. Fisher pensaba que bastaría con una única dirección para poder averiguar lo que necesitaba. Por lo tanto pidió referencias, y sus visitantes parecieron tan sorprendidas —de hecho, Mrs. Wilkins se calmó inmediatamente— que añadió:

—Es lo habitual.

Mrs. Wilkins fue la primera en recobrar el habla.

—Pero —dijo—, ¿no somos nosotras las que deberíamos pedirlas de usted?

Y esta también le pareció a Mrs. Arbuthnot la actitud correcta. Eran ellas, más bien, las que estaban admitiendo a Mrs. Fisher en su grupo, y no Mrs. Fisher quien las estaba introduciendo en él.

Por toda respuesta Mrs. Fisher, apoyándose en su bastón, fue hasta el escritorio y con mano firme escribió tres nombres y se los ofreció a Mrs. Wilkins, y los nombres eran tan respetables, aún más, eran tan trascendentales, casi tan egregios, que su simple lectura era suficiente. El Presidente de la Real Academia, el Arzobispo de Canterbury y el Gobernador del Banco de Inglaterra: ¿quién se atrevería a molestar a semejantes personajes durante sus meditaciones con indagaciones sobre si una amiga femenina suya era todo lo que tenía que ser?

—Me conocen desde pequeña —dijo Mrs. Fisher; todo el mundo parecía haber conocido a Mrs. Fisher desde o en su niñez.

—No creo que las referencias sean algo en absoluto agradable entre, entre mujeres corrientes y decentes —estalló Mrs. Wilkins, con la valentía que le daba el estar, como se sentía, acorralada; ya que sabía muy bien que la única referencia que podía dar sin meterse en problemas era Shoolbred, y no confiaba mucho en ella, ya que se basaría por completo en el pescado de Mellersh—. No somos comerciantes. No es necesario que desconfiemos entre nosotras…

Y Mrs. Arbuthnot dijo, con una dignidad que al mismo tiempo era dulzura:

—Me temo que la atmósfera que las referencias introducen de hecho en nuestro plan de vacaciones no se corresponde exactamente con lo que deseamos, y no creo que aceptemos las suyas ni que le demos ninguna nosotras. Por lo tanto, supongo que no deseará unirse a nosotras.

Y extendió la mano para despedirse.

Entonces Mrs. Fisher, desviando su mirada hacia Mrs. Arbuthnot, que inspiraba confianza y simpatía incluso en los empleados del Metro, sintió que sería una idiotez perder la oportunidad de estar en Italia en las especiales condiciones que se le ofrecían, y que entre ella y esta mujer de frente tranquila serían sin duda capaces de reprimir a la otra cuando tuviera sus ataques. Por lo tanto, dijo, al tiempo que cogía la mano que Mrs. Arbuthnot le ofrecía:

—Muy bien. Renuncio a las referencias.

Renunció a las referencias.

Las dos, mientras caminaban hasta la estación de Kensington High Street, no podían evitar pensar que esta forma de expresarlo era arrogante. Incluso Mrs. Arbuthnot, a la que siempre le sobraban excusas para los deslices, pensó que Mrs. Fisher podía haber usado otras palabras; y Mrs. Wilkins, para cuando llegó a la estación, y el paseo y el forcejeo sobre la acera mojada con los paraguas de los demás hubieron calentado su sangre, sugirió de hecho renunciar a Mrs. Fisher.

—Si hay que hacer alguna renuncia, seamos nosotras las que la hagamos —dijo con vehemencia.

Pero Mrs. Arbuthnot, como de costumbre, sujetó a Mrs. Wilkins; y poco después, tras haberse enfriado en el tren, Mrs. Wilkins anunció que Mrs. Fisher encontraría su sitio en San Salvatore.

—La veo encontrando su sitio allí —dijo, con los ojos muy brillantes.

Después de lo cual Mrs. Arbuthnot, sentada con sus tranquilas manos cruzadas, estudió mentalmente cuál sería la mejor manera de ayudar a Mrs. Wilkins a no ver tanto; o por lo menos, si tenía que ver, a que viera en silencio.