La madre la regaña, «¿y ahora se puede saber qué diablos te ha dado para reírte a todas horas sola como una idiota?», y Clara se sobresalta y se azara unos instantes, como si la hubieran pillado en falta, como si hubiera quedado al descubierto su intimidad más secreta y reservada, como si la madre o alguno de los otros, esos que andan a su alrededor alarmándose o desconfiando o sorprendiéndose, «¿de qué te estás riendo ahora?» (aunque no se trata propiamente de una risa, porque esta risa estática y callada y hacia dentro se parece en cualquier caso mucho más a una sonrisa, pero ellos dicen «¿por qué ríes ahora?») pudiera comprender, pudiera interpretar correctamente el significado (aunque qué van a adivinar, si ni capaces son de distinguir una sonrisa de una risa), tan obvio en cualquier caso, porque esta sonrisa es absolutamente única, distinta a todas las sonrisas que pudieron existir en el pasado, es una sonrisa que tiene poco más de unas semanas, apenas cuatro meses, y Clara piensa que si la gente, en lugar de andar siempre preguntando, siempre desconfiando y sorprendiéndose, se parara sólo un momento y observara, si se fijara sólo un poquito, tendría que saber, tan evidente es que ella está sonriendo de amor y de ternura y pena, y que su sonrisa nace etiquetada, y que esta sonrisa en exclusiva tiene un destinatario inalterable, y ni fue antes para otros ni podrá ser en el futuro para nadie más: es la sonrisa de Clara cuando piensa en Elia (y la piensa sin cesar, no puede pensar en otra cosa, incapaz de concentrarse en la lectura o el trabajo, de atender a lo que otros dicen, fijo su pensamiento en Elia de un modo tan intenso que la agota y le duele, porque se duerme por las noches pensándola y la piensa entre sueños y se despierta con una ansiedad triste, con una carencia insoportable, y sabe ya enseguida que es la ansiedad de amarla tanto y de no ser amada, y entonces Clara, al borde de la desolación y de las lágrimas, desea —y herejía parece el mero desearlo— poder dejar de pensar en Elia unos instantes, unos instantes sólo de alivio y de descanso), es la sonrisa de Clara cuando recuerda cualquier gesto nimio de la otra, el modo en que reclina la cabeza rubia contra el respaldo de la mecedora, el modo en que entorna los ojos y la mira, el modo en que se cubre a veces la boca con la mano, y Clara no sabe nunca si Elia ríe o si bosteza, si la está divirtiendo o si la está matando de fastidio con estas historias que Clara cuenta ahora trabajosamente y que no había contado nunca antes a nadie, que no habrá de contar ya nuevamente, piensa, nunca más a nadie, aunque no sabe si a Elia le interesan o la aburren, porque es Elia la que la estimula a hablar, la que la fuerza a hablar, y parece escucharla a trechos con muchísima atención, pero luego, de pronto, la interrumpe a mitad de una explicación que ella misma ha pedido para romper a hablar de un tema absolutamente banal y ajeno o para levantarse a poner un disco o a regar las plantas, y Clara queda entonces con la palabra en la boca, aturdida y sonrojada, jurándose que nunca nunca ha de volver a contar nada, recuerda Clara el gesto de Elia al sentarse en el sofá o en la cama o sobre la alfombra con las piernas debajo del trasero, un coca-cola entre las manos y un aire doctoral de niñita aplicada, para discursear sobre teorías poco probables e insospechadas, o el gesto de Elia cuando antes de dormir, o sea en el momento en que ella quiere ya dormir y en que cree o finge creer que también va a dormir Clara, aunque es muy posible que sepa que Clara, del mismo modo en que no puede tragar bocado en su presencia, tampoco puede dormir en la cama a su lado, demasiado intensa para ella la proximidad y demasiado preciosa la ocasión (que se ha dado cuatro veces, pero que puede no volver a repetirse) de pasar la noche juntas, y cuando Elia quiere pues dormir y decide en consecuencia que ha llegado para ambas el momento del sueño, le aparta el cabello de los ojos y le da un beso leve en la frente y la arropa con cuidado, antes de volverse de espalda y abrazarse a la almohada —porque las cuatro noches que Clara ha dormido a su lado, Elia nunca ha conciliado el sueño abrazada a ella, siempre abrazada a la almohada, y Clara queda temblorosa a sus espaldas, tiritando de ansiedad y de miedo a poder despertarla—, o el gesto con que Elia la despide ya en la puerta, y le sonríe un poco incómoda, acaso sintiéndose algo culpable, porque incluso los días en que es Clara la que no tiene más remedio que irse, flota en el aire la sensación de que está siendo expulsada, y le sonríe Elia repentinamente tímida y le dice con suavidad «hasta pronto» o «hasta mañana». Y Clara se mete a ciegas en el ascensor y cruza a ciegas el vestíbulo y echa a andar sin rumbo fijo por las calles, y algunos días es tan honda la alegría de amar, tan viva todavía la presencia de la otra, porque la ausencia no llega siempre de inmediato, en el momento preciso en que Elia cierra —con suavidad, como si temiera hacerle daño— la puerta a sus espaldas y ella se precipita a trompicones en el ascensor, tan aturdida que algún día, piensa, va a darse de narices contra el quicio de la puerta o contra la baranda de la escalera —Dios, qué torpe eres, se reiría entonces Elia, si lo veía—, la ausencia puede demorarse unos minutos antes de aparecer, incluso a veces unas horas, y queda entonces un paréntesis de exaltado ensueño que le permite deambular sin ansiedad y sin tristezas, en un grado de dicha y plenitud que no ha logrado nunca estando Elia a su lado, quizá porque en su punto más alto el amor, como lo entiende Clara, se resuelve siempre en alegría, y la solución no estaría por tanto, piensa, en dejar de amar a Elia sino en amarla todavía más, rebasados los últimos límites, alcanzado el punto de no retorno, amarla tanto que el mismo amor se abasteciera a sí mismo y se bastara, amarla tanto que no importara ya lo que pudiera sentir o dejar de sentir Elia —que no está sintiendo nada—, lo que pudiera dar —y no ha de dar más nada—, amarla más allá de la esperanza, y lo cierto es que algunas tardes, al salir de la casa, Clara vaga horas y horas por las calles, sin ver y sin oír, tropezándose con las gentes, a punto de lanzarse bajo las ruedas de los coches, y en los labios esa sonrisa de boba o de sonámbula, y es curioso que en presencia de Elia no haya sonreído nunca así, Elia no ha visto nunca esta sonrisa, porque es en realidad sonrisa de Elia ausente, y no ha de conocer por tanto esta sonrisa tierna: conmovida, también un poco triste, que ha nacido del amor por ella y que no habrá de provocar nunca más nadie, como es igualmente curioso que, por más que a instancias de Elia, provocada por Elia, Clara haya roto ahora su mutismo y haya empezado a hablar y hasta le cuente historias muy secretas y muy suyas, no le dirija nunca en la realidad de sus encuentros —o de sus desencuentros, cualquiera sabe— este monólogo río, este monólogo desbordado, este monólogo interminable y total, ni le haya dicho tampoco nunca cara a cara, o cuerpo contra cuerpo, las palabras más tiernas y entrañables y desoladas con que la piensa y la invoca, la busca y la reclama, por las calles de la ciudad o en la oscuridad de la alcoba, los ojos fijos en el techo o la boca oprimida contra la almohada. Pero hay también otras mañanas y otras tardes, y ni la propia Clara sabe bien el porqué, por más que ella se invente y crea descubrir y hasta agigante múltiples concretísimas razones, cuando lo cierto es que Elia está con ella casi siempre igual, a veces cariñosa, a veces distraída, a veces irritada o peor humorada, levemente agresiva, pero siempre invariablemente distante y en el fondo indiferente —¿por qué entonces la llama?, se pregunta Clara en los días de desconsuelo e ira, ¿por qué la quiere a veces a su lado?, ¿por qué se la metió en la cama cuando ella no había dicho ni pedido nada?—, y no ha habido nunca nada en el comportamiento de Elia, ni ha sucedido jamás nada en sus encuentros, que justifique ni por lo más remoto tamaño éxtasis unos días y otros tan gran desesperanza, y quizá se deba sólo su desconsuelo algunas tardes a que su propio amor por Elia vacila, y se fatiga de amarla en el vacío, sin réplica ni esperanza, y es esto, la mengua de su propio amor lo que hace el desamor de la otra insoportable, y entonces Clara sale vacilante del portal, y queda anonadada en medio de la calle, peor aún bajo el sol implacable de las mañanas, con la mente vacía y la sensación confusa pero inexorable de que ella no da más, de que no puede más, y atrapada no obstante en el callejón sin salida que la forzará de un modo u otro a seguir hacia adelante, queda Clara vacilando en medio de la calle, desfallece contra la fachada, y hasta le es un esfuerzo excesivo parar un taxi y dar la dirección de su casa, echar a sus hermanos, alejar con una excusa a la madre y encerrarse en su cuarto y apagar las luces y meterse, de cara a la pared, en la cama, rumiando una amargura que le desborda la boca y le escuece en la garganta —nunca había sabido Clara que aquello que los poetas llaman amargura existiera en la realidad con un sabor amargo, que parece no ha de acabar nunca, porque cuando cree ella que ya la ha bebido por entero, que ha terminado ya con ella, la copa vuelve a estar de nuevo llena y hay que volver a comenzar—, rumiando como un veneno la decisión de no volver a verla, de no ponérsele al teléfono, de no pisar ya nunca aquella casa. Y hasta en los días del éxtasis la sonrisa de Clara es en el fondo una sonrisa triste y asustada —sonríe entre otras cosas con tantísimo miedo—, y no son tan sólo las llamadas de Ricardo, que no han cesado nunca («Elia está harta de tus melancolías, harta de tus reproches y de tus malas caras», «la aburres a morir con tu torpeza, ¿cómo no aprendes?», «ya sabes que en la cama no le haces sentir nada», «va a terminar odiándote si la fuerzas a creerse tan culpable»), y es inútil que ella le suplique que calle, inútil que le amenace —sabe demasiado bien Ricardo que no ha de cumplir nunca la amenaza— con decírselo a Elia, pero no son tan sólo estas llamadas las que la hacen temblar, las que la llenan de aprensión y miedo, las que hacen imposible la certeza, ni siquiera momentánea, de que está viviendo algo real, imposible la expectativa más leve de que exista un futuro, y Clara ama por tanto a Elia con desesperación y con miedo, segura de perderla en cualquier instante, temerosa de en realidad no haberla tenido nunca. Y la culpa no es tan sólo de Ricardo, aunque Ricardo está siempre presente entre ellas dos —¿por qué lo permite Elia?, ¿por qué ha de amarle Elia así?—, y teje unos extraños manejos que Clara no termina de entender pero que la asustan, y recuerda Clara como una premonición, más que como un recuerdo, la historia de Ricardo con el compañero de pupitre al que tocaba, con el que se acariciaban durante las clases de métrica, y piensa que, por más que Ricardo en su relato hable siempre de amor, o quizás a veces de amor y sexo, aquello no era propiamente amor, el poeta no quiso nunca al compañero de pupitre, del mismo modo —y Clara se siente culpable sólo por pensarlo, por formulárselo a solas y en su pensamiento— en que no quiere de verdad a Elia, es otra cosa, era que el compañero había sido —como Elia— fríamente elegido, señalado por ser el más guapo y más fuerte, el de mejor familia, el más abierto y simpático de todos los chicos de la clase, y Ricardo había hecho sus cálculos, lo había escogido y lo había cercado luego paciente y obstinado, en un soberbio juego de inteligencia —¿o acaso sólo de astucia?—, fingiendo todos los matices de la pasión y la ternura, en una magistral jugada de ajedrez, y no porque lo amara, sino porque le era necesario para demostrar o para demostrarse —sí, ante todo para demostrarse— algo, y le era imprescindible a Ricardo vencerle, arrastrarle hasta su propio campo de juego, le era imprescindible imponerle su dominio, y, como en el caso de Elia, contarlo a los demás, que todos lo supieran —piensa Clara que pudo no deberse al azar, a un golpe de mala suerte, que los sorprendieran con los pantalones abiertos y las manos debajo del pupitre, acaso fue una distracción del compañero pero no de Ricardo—, y el otro chico había sido sólo un mito, la elección cuidadosa de un certero pretexto: Ricardo lo había erigido en símbolo para derrotarlos a todos, para vencer a los otros, a través de él, igual que había elegido ahora a Elia, amándola o creyendo amarla incluso antes de realmente conocerla —también Elia transfigurada en mito y en emblema—, seleccionada entre otras por su posición social, por su prestigio, por su encanto, por su ingenio, no por amor —«la amo por todo esto», respondería Ricardo, «¿y puede saberse por qué diablos la quieres tú?, podías haberte enamorado de cualquier compañera de la universidad o de cualquier amiga de tu madre o de una vecina de la escalera, has elegido a Elia porque es más bonita, más lista, más fina y elegante: la amas también tú por lo que representa, por todo lo que la rodea», concluiría Ricardo entre risas, pero no era verdad, ella no amaba por todo esto, el amor no era el cúmulo de todo esto, o al menos no lo era para Clara, aunque parecía serlo para Ricardo—, no por amor, nunca por aquello que ella entendía como amor: la había elegido tras un cálculo que obedecía al propósito de demostrarse y demostrarles a los otros muchas cosas, por ejemplo que el niño más torpe y menos atractivo del colegio, el último en los deportes, el menos simpático entre los compañeros —y hasta los profesores le miraban a veces mal, por más que fuera invariablemente el primero de la clase—, podía llegar a ejercer un poder total —por amor, a través del amor, o de algo que él definiría como amor— sobre el compañero más fuerte y guapo y consentido. Y por ese motivo había sido tan importante aquella aventura —que Ricardo contó entera a Clara, pero que seguramente había contado a Elia sólo a medias—, que no habría sido en definitiva una aventura amorosa, sino una aventura consigo mismo y en contra de los demás, en que el otro había sido meramente instrumentalizado, utilizado, y por eso fue también tan doloroso el final —ese final que a Elia quizá no le ha contado, pero que a Clara sí—, terrible, no que los sorprendieran con los pantalones abiertos y las manos debajo del pupitre, no que avisaran a las casas y que los padres del otro chico y la madre de él repitieran hasta la saciedad todos los aspavientos del asco y del espanto, ni que los tuvieran durante horas y horas, días y días, aislados —de todos los otros compañeros y también el uno del otro—, orando en la capilla, sometidos a interrogatorios y amenazas y exorcismos ridículos e interminables, todo esto no había sido tan terrible —y estaba incluso, sospecha Clara, en cierto modo programado—, había sido sólo todavía más estúpido que en sus previsiones, y cuando fingió ceder y arrepentirse, cuando fingió una aparatosa y teatral conversión —para edificación y ejemplo de propios y extraños, atónitos y, en el fondo, los otros chicos doblemente vencidos, primero en el vicio, luego en la virtud, por aquel tipo torpe y empollón que había sido desde siempre el patito feo de la clase y de toda la escuela, discriminado desde el primer día como distinto, discriminado desde siempre (creía él, y en parte también creía Clara) porque detectaban una inteligencia y una sensibilidad que no acababan de entender pero que intuían como amenazantes, inteligencia y sensibilidad con las que los había a la postre, o eso pensó durante unos días, a ellos y a los curas y a los familiares, vencido—, cuando pasó a ser el más devoto, el más puro, no pudo imaginar jamás jamás que el compañero —al que guiñaba un ojo cómplice y burlón, al que dirigía una mueca afectuosa y descarada, cuando se cruzaban por los pasillos o en la puerta de la capilla— iba a asustarse y a rajarse de veras, iba a rendirse de veras, iba en definitiva a traicionarle, no pudo nunca imaginar que el día —unas semanas después— en que se volvería a la normalidad y, tras la misa de comunión general, ellos dos aparte en un reclinatorio a la derecha del altar, los integrarían de nuevo a su curso y al ritmo de las clases —vencida ya la inicial amenaza de expulsión, ante lo convincente de sus conversiones—, al acercar él entonces sonriendo la mano hacia los pantalones del otro, en un gesto de nuevo simbólico y ritual, el amigo iba a detenerle con un ademán sincero y alarmado, en los ojos una mirada triste, «déjame, esto es pecado, estoy arrepentido y no quiero hacerlo nunca más», con lo que toda su labor paciente y obstinada, su cauteloso y sabio proselitismo para el placer y el vicio, la tela en que había ido tejiendo la relación de su dominio y su poder sobre el otro, quedarían de un manotazo maltrechos y destrozados, condenado él —por la tontería del compañero, por la inconcebible y en absoluto esperada flojera del amigo— a reconstruir de nuevo desde cero —a partir acaso de Clara, a partir de Elia años más tarde— el complicado castillo, la artificiosa construcción, de la autocomplacencia o quizá sólo de la propia aceptación.