Una oscura llamada. En primavera un extraño perfume invade la selva, y los simios superiores rondan inquietos las guaridas de sus parejas. Debe de haber sabor a polvo —un polvo fino, ligeramente amargo, que reseca los labios y se adhiere tenaz al paladar— y una curiosa laxitud o languidez que impone a los movimientos un ritmo insólito, un tiempo especial, como a cámara lenta (los simios ventean el aire con las narices dilatadas y vagan entre los árboles con la pesada torpeza de una pantomima), y hay también este olor inconfundible, olor a flores carnosas y maléficas, a hermosísimas orquídeas silvestres, que se descomponen —asimismo muy despacio— en ciénagas fangosas, olor a podredumbre inicial, a la pista del circo al culminar la tarde en la apoteosis de las fieras, olor a habitaciones cerradas desde hace mucho tiempo, guaridas clausuradas tras inasibles muros de silencio, un olor emponzoñado, acre y dulzón. «Mira lo que está leyendo Elia». Y ella: «Pero si es un libro de aventuras…». «¿Aventuras? ¡Vaya aventuras!». Y el niño le ha quitado el libro de las manos, y está leyendo él, en alta voz (a Elia la han fastidiado desde siempre, o quizá sólo desde aquel entonces, las lecturas en voz alta), está leyendo enfático y burlón, subrayando o poniendo en solfa casi todas las palabras, entre el corro de amigos, este párrafo sobre la selva y la primavera y estos machos —de hecho Elia se da cuenta ahora de que en realidad no tiene mucho sentido este párrafo intercalado en el texto general de la novela, y no se sabe por qué burlesco o malicioso capricho, quizás un juego privado para escapar al aburrimiento de escribir todas las semanas o todos los meses unas novelas sólo aparentemente distintas pero que reproducen sin piedad el mismo esquema, por qué malicioso capricho pues lo ha introducido aquí el autor—, los simios superiores que ventean el aire con las narices dilatadas y los ojos enloquecidos por la fiebre, y que rondan inquietos cercando y acosando el denso aroma que destilan repentinamente, todas las primaveras, las hembras enceladas, acurrucadas ellas anhelantes en las profundas grutas, segregando este aroma secreto que tal vez las asusta como el primer momento de una pasiva espera. Y aunque la niña, Elia, no se había dado cuenta hasta entonces y había pasado sobre estas palabras, sobre estas pocas líneas, sin prestarles una atención especial, atenta sólo a cómo se desenvolverían a partir de ahí las peripecias del héroe perdido en lo más intrincado de la jungla, ahora descubre, por el modo intencionado en que está leyendo el niño, por el énfasis con que subraya algunas de las palabras (no siempre por ella conocidas), por la atención maliciosa sobre todo con que los otros escuchan, y ese torcer la boca y encendérseles las mejillas, y ese mirarla a ella una vez más con unos ojos turbios, entorpecidos por la desconfianza y por la sospecha, mirar a Elia como a una extraña al grupo, como a alguien que no podrá ser nunca incondicionalmente aceptado y que deberá moverse siempre en la periferia de este cerrado mundo veraniego, porque los niños escuchan el párrafo sobre la selva en primavera y los simios en celo, mientras las niñas simulan escandalizarse y fingen no atender, y esta historia aparece precisamente en un libro que está leyendo Elia, y unos y otras tienen que recordar forzosamente una vez más que los padres de la niña no van los domingos a misa —y no le consta a nadie que, como todos quisieran poder creer, el coche esté estropeado, ni siquiera la propia Elia se anima a defender con convicción esta posibilidad, aparte de que la iglesia no queda tampoco lo bastante lejos como para que la distancia justifique, en esta religión monolítica de la España de los años cincuenta en la que todo está medido y cuantificado, una dispensa del camino a pie—, tienen que recordar que sus padres están, parece, a punto de separarse y que los visitan a veces, algunos fines de semana, amigos pintorescos y excéntricos (éstas son las palabras que emplean para describirlos, con gesto condescendiente, sus propios padres, los padres de los niños buenos, como para evitarse decir algo peor), con los que beben y ríen y escuchan música hasta el amanecer, y hasta ha corrido la voz por el hotel —y lo han oído los niños— de que algunos amaneceres, en el preciso instante en que el sol emerge rojo sangre de las aguas inmóviles, los padres de Elia se han bañado con los amigos, todos ellos desnudos, en una de las radas vecinas, sin importarles quizás demasiado estar o no a cubierto de las miradas atónitas y escandalizadas, las miradas de los camareros, de las doncellas del hotel, las miradas de los chicos, que escaparon una noche de sus habitaciones para espiarlos a hurtadillas desde detrás de los matorrales, y ahora los niños recuerdan también instantáneamente —porque todo va junto y constituye el mismo síndrome inquietante— que a Elia le ha estado desde siempre permitido, o al menos desde que ellos la conocen, desde que coinciden año tras año en este hotel costero y veraniego, largarse a pasear a solas por el bosque o alejarse en la barca de remos, con algún chico a bordo, hasta más allá de a donde alcanza la vista vigilante de los padres (de los otros padres, porque los padres de ella están seguramente en su habitación o, aunque hayan bajado ya a la playa, no parecen nunca demasiado ocupados en seguir con la mirada las andanzas de su hija), y no les sorprende ya nada, a los chicos del hotel de veraneo de los primeros cincuenta, que esta niña distinta, y sólo parcialmente tolerada, lea unos libros que parecen inofensivos relatos de aventuras, como los que leen también a veces ellos mismos, pero en los que se deslizan subrepticios (y esto no ocurre jamás en las novelas que los padres les compran a los otros niños) tremendos párrafos reptantes y perversos sobre la selva en primavera.
Y ahora Elia, muchos años después, se ríe de las sospechas y las suspicacias de los niños del hotel y de la playa, de los niños del colegio y la ciudad, que le hicieron no obstante en aquel entonces cierto favor o cierto daño, al mantenerla siempre en la periferia, con vigilados permisos de incursión en el interior de los grupos, y piensa que a fin de cuentas debían de tener muchísima razón, lo ha demostrado el tiempo, los niños y sus papás, porque no hay duda de que ella desciende en línea directa y nunca —ni en los primeros años del matrimonio— totalmente interrumpida, de sus lecturas más libres, de aquellos padres siempre al borde de una separación que no llegó jamás, de los amigos que se bañaban desnudos con ellos y bebían un poco más de lo establecido, y hasta se permitían, en plenos años cincuenta, no ir a misa los domingos —sin ni siquiera molestarse en cultivar la farsa de que tenían estropeado el coche—, desciende de los largos paseos solitarios a pie o en bicicleta —un pedazo de pan, una tableta de chocolate, un libro, en la cesta o la bolsa—, y de aquellos primeros contactos audaces o furtivos en la barca, a pleno aire, a pleno sol, a plena mar, muy lejos la mirada de los adultos. Elia se acuerda ahora —y no lo había recordado para nada en todos estos años— del párrafo escandaloso intercalado en forma inoportuna y difícilmente justificable en un libro de aventuras escrito para niños, y luego piensa que ahora también es primavera —otra vez primavera— y que los grandes simios, los gorilas quizás o los orangutanes, deben de estar sin duda venteando el aire en las selvas remotas, prontos a iniciar inquietos la misma danza ritual en torno a las guaridas de sus hembras, entre aromas entremezclados a sexo, a podredumbre, a flores. Es una llamada profunda, una oscura llamada, recuerda Elia, y se ríe. Macho y hembra se presienten el uno al otro desde puntos muy distantes de las junglas, por misteriosas e ignoradas afinidades olfativas, porque cada hembra segrega al llegar el celo con la primavera un aroma único, inconfundible, y desde el otro extremo de la selva aprehende el macho este aroma, precisamente el macho que la elige y que le está predestinado, y macho y hembra se buscan a partir de ahí, desde kilómetros de distancia, sin vacilaciones y sin impaciencias, porque saben los dos con certeza total que el otro existe —destilando el aroma o recibiéndolo—, apresados ya los dos en un mismo anhelo que los ha de llevar a encontrarse y a acoplarse entre las orquídeas exultantes de la selva en primavera.
Elia se ríe pues de la dichosa historia de los simios, aquella nota tan edulcorada y equívoca, pero quizá por equívoca doblemente eficaz —bastaba ver las caras de los otros chicos—, surgiendo sorpresiva en pleno libro de aventuras, pero piensa también que existe cierta curiosa semejanza entre todo aquello y esta primavera de ahora, un oscuro entramado de instintos implacables y certeros, de hembras que segregan sin saberlo un aroma acre y dulzón, de machos que las cercan inquietos y voraces y lentos por las selvas en flor. Como si aquellas imágenes disparatadas, aquellas pocas líneas tan ridículas en el fondo y tan absurdas —quizá sólo los niños españoles de la burguesía de los primeros cincuenta pudieron leerlas como procaces y lujuriosas—, cobraran ahora de nuevo cierto significado, también bastante ridículo y un poquito absurdo. Y lo cierto es que las primeras llamadas fueron tan débiles que apenas si pudo percibirlas: sólo una remota ansiedad al oír cierto nombre, pronunciado desde hacía mucho y muy a menudo —pero siempre con total indiferencia, o con un asomo de burla y de desprecio— por Clara, pero que de pronto un buen día, o en una larga sucesión de días, empezó a sobresaltarla más y más, o quizás un interés inexplicable e intempestivo suscitado de pronto en el curso de una conversación banal de la que ella casi se había desentendido y en la que participaba sólo con corteses monosílabos, cuando aparecía, y siempre la pillaba de sorpresa —y no entiende por qué habría de sorprenderla que se hablara de él en una ciudad donde son tan pocos los temas a abordar y donde se desemboca casi siempre en el chismorreo—, alguna anécdota o referencia o comentario que le incluían de algún modo (al simio superior que la acechaba, aunque Elia todavía no se había dado cuenta, por la ciudad en primavera), ráfagas breves, instantáneas, de curiosidad, inmersas en un marasmo de aburrimiento, que la llevaban finalmente a preguntas sin sentido, ante las que era casi siempre Clara (si es que estaba Clara en la reunión) la sorprendida, y ni la propia Elia sabía entonces todavía lo que estaba ocurriendo, porque la lejana llamada es en los primeros envites muy débil e inconcreta, un rumor subterráneo que no logra siquiera aflorar y hacerse oír entre el ajetreo de la vida consciente.
Hasta que llega un día en que Clara, riendo y al parecer divertida, pero también inequívocamente avergonzada, le transmite el mensaje del simio, que la ha enviado sin lugar a dudas como su mensajera, y entonces Elia sabe definitivamente que sí hay alguien allí, un ser concreto que la piensa a ella de cubil a cubil, al otro extremo de la secreta maroma inquebrantable del instinto, un simio que ha venteado con cuidado el aroma inconfundible que segrega el sexo de la mujer, para aislarlo luego de los aromas múltiples de la primavera, de las múltiples hembras posibles y distintas, y elegirla así, y andar ahora buscándola en un extraño éxtasis tejido de ansiedad sin impaciencias.
Y hay algo turbador para Elia en este alguien todavía desconocido —aunque lo tiene forzosamente que haber visto, Clara asegura que hasta estuvo en su casa cierta vez (enmudecido por el fervor que le inspiraba ella y el terror que le inspiraban sus gatos), que coincidieron no hace tanto en una fiesta; tiene que haberlo oído hablar incluso en alguna ocasión, pero no logra rescatar el tono de la voz ni recuperar las palabras—, hay algo turbador en que este ser todavía desconocido la haya elegido a ella, aislándola de todas las posibles hembras no elegidas, y la esté ahora pensando obstinadamente en su rincón, en un escenario, una guarida, que Elia tampoco le conoce y no logra siquiera imaginar, hay algo turbador en que este alguien, en un desvarío inefable, en una pérdida total de contacto con la realidad —la realidad social y ciudadana, y quizá sea por eso que Elia ha debido evocar lecturas infantiles e intentar insertarlo en otra realidad hecha de simios y de selvas—, la haya designado como su iniciadora… para entregarse a su cuidado, a fin de que ella, por gracia y merced de las ninfas, acoja a este aprendiz ferviente, dócil y sumiso y sea su maestra. (Porque algo así, o algo en cualquier caso muy parecido, fue lo que transmitió Clara, sin poder contener la risa, pero absolutamente muerta de vergüenza, sonrojada y balbuciente… «Dice que sólo tú, sólo contigo…». Y Elia, riendo también, pero sorprendida al saberse secretamente halagada, secretamente turbada, por esta proposición increíble: «Qué locura. Si ni siquiera me conoce». «Sí te conoce. Incluso estuvo un día en tu casa, entre mucha otra gente, claro, y tú no le hiciste ningún caso, ni te fijaste en él, pero él estuvo y te vio y decidió ya entonces que contigo sí se atrevería, que iba a tener que ser contigo o con nadie». «¡Qué locura!». Riendo, qué locura, y también Clara reía, pasado ya el sonrojo y el apuro de transmitir el mensaje, quizá tranquilizada en cierta levísima aprensión, cierto alfileretazo súbito de miedo, qué locura, pero Elia sentía que algo estaba moviéndosele muy adentro, en lo más hondo, entre mares de hastío y desencanto y remotos recuerdos de lecturas infantiles, el recuerdo de cierta novela de aventuras donde se hablaba del aroma, o quizá del hedor, que despiden los sexos de las hembras en celo, y de cómo los machos, qué locura, sin apenas conocerlas todavía —no hay otro conocimiento que el aroma—, las eligen, las separan y las cercan incansables para las oscuras frondas del deseo). Es la turbia llamada de un simio superior, un torvo orangután, un gorila patoso, tosco, peludo, que la acecha en la selva en primavera, que la piensa obsesivo y como loco —forzosamente tiene que estar un poco loco—, sin haberla visto más que unos instantes, sin haberle oído más que unas palabras distraídas —ni siquiera se acuerda Elia de la reunión o de la fiesta— o entre muchos compartidas, y que la ha elegido pues quizás únicamente por su secreto y vergonzoso perfume, por el tenue fluir manso de su sexo. La ha elegido sin duda en el desvarío demente de una imaginación calenturienta, o quizás —imposible saberlo o establecer claramente diferencias— de una imaginación ferozmente creadora, capaz de inventarla a ella a partir de casi nada, en uno de estos desatinos a los que nos lanza en la primera juventud —Elia se pregunta ahora si será sólo en la primera juventud— la magnitud intolerable y dolorosa, inabarcable, de la propia soledad. Porque es un simio muy joven, esto lo ha averiguado ya por Clara, un simio no iniciado. Un simio fantasioso y poeta que ha abandonado las láminas procaces y la literatura supuestamente erótica para pasar a acariciarse con su nombre —Elia— en la oscuridad de una habitación que ahora, a partir de las descripciones desganadas de Clara, ella imagina pequeña, impregnada de polvo y de humedad, atestada de muebles viejos, nunca antiguos, de utilidad dudosa y de manejo incómodo —muebles que se tienen que amontonar en espacios cada vez más y más reducidos, al producirse con los años el aumento de cachivaches o acaso el paso a otra vivienda menor y más económica—, la habitación de un muchacho de la clase media venida a menos, aunque sin desembocar jamás en la total pobreza, donde carecería sin duda de más cosas y serían mayores las estrecheces económicas pero tal vez mayores también la libertad y el desenfado, una clase media en decadencia que acumula sin gusto cachivaches, nunca por el placer de elegirlos o de adquirirlos o de poseerlos, sino para ahorrarse, una vez establecidos los chismes por ignotas razones en la casa, el sufrimiento que supondría el despilfarro de tirarlos. En esta habitación pequeña con demasiados muebles, demasiadas cortinas y visillos y tapetes —capricho de la madre, que desespera al hijo—, con demasiados libros y revistas y papeles acumulados por todas partes, hasta en el suelo —veleidad y antojo del muchacho, que exaspera a la madre—, con la ropa que el chico se ha quitado bien doblada y apilada sobre una silla, la chaqueta colgada en el respaldo, con la puerta cuidadosamente cerrada —lástima no disponer de una llave o un pestillo, y ni atreverse a sugerirlo a la madre— y con la luz apagada, el adolescente, el simio adolescente, el gorila peludo, el chimpancé poeta, la piensa —esto imagina Elia—, la reconstruye, se la inventa, la desnuda, la llama.
Y cruza la llamada la selva ciudadana, la implacable jungla del asfalto, cruza de guarida en guarida, desde una alcoba hasta otra alcoba, de cama a cama. Porque también la propia Elia, en esta primavera sofocante, que le parece como todos los años intempestiva y hostil, una primavera que marchita en plena floración rosas y orquídeas y magnolias, pasa embrutecida en la cama horas y horas. Una habitación espaciosa, de paredes tapizadas en rosa, cubierto el suelo por moqueta rosa, pocos muebles oscuros, amorosamente elegidos uno a uno en los anticuarios de la ciudad… Por la ventana abierta suben desde el patio las voces del parvulario vecino, las voces de los niños que no han empezado todavía las vacaciones pero tienen ya casi todas las horas de recreo: extrañamente turbadoras sus voces en la mañana dorada; la persiana abierta en rendijas, las rayas paralelas de la luz siguiendo a lo largo del día su inexorable recorrido por el techo y por las paredes, a ratos por su cuerpo… Elia recuerda que algún hombre ha espiado gozoso algunas veces, mientras ella dormitaba amodorrada, falaz o perezosa, este juego lentísimo y sutil de las rayas doradas sobre la piel de un rosa nácar, este cálido sendero de luz, ese aleteo suave y luminoso que se desliza envolvente, acariciante, arrastrándose por la espalda, por los pechos —Elia se despereza y se estremece a su contacto—, por los muslos y el vientre, hasta el vértice de sombra, musgoso y húmedo, al que no habrá de llegar nunca la luz, y ante la persistencia de la mirada del hombre o de la caricia hecha luz y oro, Dánae emergía por fin dulce y ronroneante, emergía despacio como apartando a su paso mareas de agua tibia o tenuísimos velos purpurinos, emergía alejando, rechazando a su paso, imponiendo distancias, provocando y encontrando suavidades, hacia la envoltura más corpórea de las manos, la boca, de los muslos del hombre, esta figura masculina que algunos mediodías se superponía y confundía, como si hubiera nacido de ella, con la envoltura primera e incorpórea de la luz.
Elia escucha los gritos de los chicos en el patio vecino —a veces se levanta, cuando es menos persistente el hastío o la modorra, y se pone la bata y se asoma en bata a la ventana, y los niños interrumpen los juegos, levantan la cabeza, la miran un instante sin curiosidad, quizá sin verla siquiera, un poco más interesados, eso sí, cuando se asoma a la ventana con Muslina en brazos—, estos gritos excitantes y agudos que perforan la mañana clara, espía luego divertida el juego de las rayas de luz que inventa la persiana sobre el cuerpo desnudo. Elia despierta y se adormece embrutecida, mientras se aburre a trechos con fruición, con entusiasmo y con deleite, acaso también con desesperación, decidida en cualquier caso a no romper estos días el cerco de la pereza y de la propia inercia. Y piensa, con atención creciente, con un interés que no logra o no intenta siquiera terminar de explicarse, en este simio adolescente del que sólo sabe que a su vez la piensa. Que la desea en su cama estrecha de muchacho —¿le habrá contado Clara a él que ella, Elia, pasa las mañanas y parte de las tardes en la cama, desnuda, en una alcoba blanca y rosa, viendo cómo se deslizan sobre su cuerpo las rayas paralelas de la luz que se filtran por las rendijas de la persiana y escuchando los gritos agudos de los niños en el patio?—, que la desea y la invoca pues desde su cama estrecha y dura de muchacho, rodeados, la cama y él, por un exceso de muebles, tapetitos y cortinas, los zapatos alineados al lado de la cama y la ropa bien doblada en una silla. Habrá estado mirando tal vez unos dibujos que ha escondido luego en lo más hondo del cajón, entre estudios de lingüística y poemas no acabados, habrá estado leyendo las desventuras, milagros e sinsabores de la pobre Justine —seguro que le gustan los libros del dichoso marqués—, y ahora, en la oscuridad —porque él sí habrá cerrado persianas y corrido visillos en la supuesta hora de la siesta, en parte porque le gusta pensarla en la penumbra y en parte también para escapar a la primera mirada suspicaz de una madre que puede irrumpir inesperada en la habitación—, de bruces en la cama, se acaricia amorosa, tiernamente con su nombre —Elia—, con las pocas imágenes reales e instantáneas que consiguió de ella en el transcurso de una fiesta —que la mujer ni recuerda ya, aunque ha intentado recordarla utilizando las indicaciones de Clara—, imágenes que él retuvo desde entonces —unos dedos largos, blancos, sobre el cuerpo de la gata, las uñas afiladas y oscuras deslizándose a contrapelo sobre el pelaje de oro, el gesto desdeñoso y burlón con que la mujer frunce los labios sin maquillaje, en un mohín que tiene mucho de adolescente descarada o tal vez de niñita consentida, el bailoteo breve y ondulante del cabello en el aire, cuando ella agita la cabeza y ríe, o ese tenue palpitar en la garganta, casi imperceptible y que tantas ganas dan de apoyar ahí las yemas de los dedos para sentir latir el pulso de su vida—, imágenes que retuvo y que preserva como las piezas únicas de un tesoro extraño, para acariciarse con ellas en la oscuridad de la alcoba, para hacerlas rimar una y mil veces en asociaciones infinitas. Y es un poco grotesco, un poco triste, hasta un tanto patético, y en cualquier caso terriblemente turbador, este sexo inexperto, torpe, solitario, que no conoce —eso imagina Elia— otro sexo, ni otra lengua ni otras manos (un día en público —contó una amiga estimulada por la curiosidad inexplicable pero mal encubierta de Elia, y seguro que no fue Clara, porque Clara no hubiera podido referir nunca sin morir de vergüenza una cosa así, y además la amiga no actuaba entonces, como lo hiciera Clara, de intermediario o mensajero, porque al simio poeta no le hubiera gustado ni pizca, caso de saberlo, que esto se comentara y repitiera, y menos delante de Elia, y menos entre tan sonoras y compartidas carcajadas—, hasta delante de otra gente un día, contó pues la amiga que no era Clara, sino otra mujer mayor, infinitamente más sarcástica y hostil, en medio de una reunión, sigue contando, mientras mirábamos todos unas láminas de lo más tonto que alguien había traído de un sex-shop de Londres, empezó a transpirar, con los ojos vidriosos, la lengua a filo de los labios, las manos crispadas en el borde de la mesa, y el cuerpo meciéndose hacia adelante y hacia atrás en un vaivén ridículo, sin el menor asomo de disimulo, o tal vez es que ni él mismo se estaba dando cuenta), un sexo que no conoce sexo, ni mano, ni pezón, ni lengua, y que irrumpió entonces desolado, en acometidas dolorosas e inútiles, contra la dureza áspera de los pantalones mal cortados, del mismo modo en que ahora, mientras Elia lo piensa, se restriega quizás insistente contra la suavidad de las sábanas, viejas sábanas de hilo que ha planchado la madre —pero todo no es más que una fantasía de Elia—, mientras desciende cautelosa hacia las ingles la propia mano, y el simio poeta hunde más y más en la almohada un rostro cubierto de llanto, y gime muy bajito, entre los dientes apretados, en una cantilena interminable, el nombre dulce y breve de mujer.