Elia le ha dicho: «¿Por qué no te quedas hoy a dormir? No tengo a nadie en casa y no me gusta pasar la noche sola. Así ligerito, sin darle importancia, como quien no quiere la cosa, como si fuera algo natural, frecuente incluso, y Clara tiene la sensación de que está soñando, de que en un instante brevísimo se ha quebrado el mínimo punto de contacto que la mantenía sujeta a la realidad, se han roto las últimas amarras que la ligaban al puerto o a la base, y ahora, en los inicios de un sueño del que teme tanto despertar —muy clara la conciencia de que está soñando y de que no existe por tanto otra garantía de su dicha que la fragilísima lógica de los sueños— ahora se mece liberada —un globo sin amarras, un barco a la deriva, hacia las estrellas o hacia la alta mar— en plena fantasía onírica, y ni siquiera tiene conciencia de que es ella la que marca, casi sin miedo —y tampoco esto hubiera podido darse nunca fuera del marco de los sueños— el número de su casa en el teléfono, y apenas si oye la voz de la madre, apenas si la escucha, porque le está largando ya, en una vocecilla menos temblorosa de lo que cabía esperar, la frase de antemano discurrida, de antemano preparada, la frase que le apunta ahora una Elia risueña, que juega con ella a las pequeñas picardías, a las deliciosas transgresiones —«Elia no se encuentra muy bien y me ha pedido que me quede aquí esta noche para cuidar de ella»—, y oye apenas sin asombro la increíble respuesta de la madre: «mejor estarás ahí que vagando por esas calles a quién sabe qué horas de la madrugada». Así son los milagros, piensa Clara, tan sencillos. Y recuerda (aunque no sabe si es una invención en parte este recuerdo) y le cuenta ahora a Elia que una noche, hace muchos años, estuvo jugando en la casa de una compañera del colegio, una niña alta, de carita redonda y largo pelo rubio, y que, al anochecer, la madre de su amiga las metió a las dos juntas en la gran bañera de metal, de patas en forma de garras de dragón, y las bañó entre peces y barquitos de celuloide que flotaban y navegaban sobre mares de espuma, y luego las sacó de la bañera y las secó con una toalla enorme y rosa, muy suave, y en lugar de volver a ponerle entonces su vestido triste, sus zapatos de siempre, su abriguito escolar, y mandarla a casa, le puso también a ella un pijama como el de la otra niña, un pijama de felpa blanco con una manzana roja y verde en medio del pecho (en el pijama de la amiga, recuerda ahora mejor o cree recordar, no había una manzana: había un sol de oro, con ojos y narices y boca y muchos rayos que salían en todas direcciones), y le dijo riendo «hoy te quedas a dormir con nosotras», y ella pensó que no podía ser, que aquello no podía ocurrir, y menos así tan de repente, dormir ella en aquel cuartito blanco y azul, con osos de peluche y muñecas de ojos de azabache, dormir en una camita con colcha de ganchillo, agarrada tal vez a la mano de la niña más rubia y más guapa del colegio, y lo dijo así, «no puede ser, mi mamá no me va a dejar», y aquella señora, aquella otra mamá tan distinta a la suya, tan parecida a las madres buenas de los cuentos, como parecía asimismo una ilustración infantil aquel cuartito para niños y parecía la más hermosa de las princesas encantadas su amiga (y esto, piensa Clara mientras lo va contando, se parece cada vez más a una fabulación y menos a un recuerdo), una madre toda risas y caricias suaves, le respondió muy cómplice, «no te preocupes, yo la telefoneo», y Clara se quedó temblando con el corazón en la garganta, segura de que iba a decir no, de que sería no, pero en aquella noche lejana y acaso a medias inventada, como en esta noche de ahora, la madre dijo inesperadamente que sí, y fue sí, liberada entonces como en el presente de todo aquello que ella odiaba tanto, pero sólo por una noche, porque nunca volvió a repetirse la propuesta de la madre de su amiga, o tal vez ni siquiera volvió ella a jugar a aquella casa y seguramente se debió todo a que la otra cambió de colegio, cómo podía ir una niña como aquélla a un colegio como el suyo, cambió de colegio y no volvió ella a verla, aunque esto sí lo imagina y no puede propiamente recordarlo, pero sí recuerda que escapó entonces por una noche a su habitación oscura y fea, habitación que compartía con la abuela, y que olía a humedad, a repollo, a ropa sucia, a medicinas para viejo, habitación desde la que oía durante largo rato, desde una cama demasiado grande y demasiado fría, las voces agrias, las voces duras, las voces amargas de los padres, que discutían interminables sobre temas sórdidos, relacionados a menudo con el dinero, pero en realidad no discutían ni discuten por nada, sólo para dar salida al recíproco rencor, peleaban pues en la cocina o delante de la televisión, e interrumpían sólo la querella para organizar la consabida pelotera con su hermano, que llegaba, ya entonces, todavía un mocoso, demasiado tarde, Clara recuerda o fabula, y se lo cuenta a Elia, que por una noche única y no repetida pudo dormir metida en un pijama bonito y suave, en una cama que parecía de juguete y que tenía la medida exacta de su no soledad, y a su lado, en una cama gemela (debe haber sin duda en la casa un hermanito ausente y quizás para consolar a la amiga de esta ausencia ha propuesto la madre que ella se quedara), recuerda los bucles rubios de su amiga derramados por la almohada, recuerda cómo la niña sonreía y le tendía la mano, y estuvieron así con las manos cogidas, intercambiando risas y cuchicheos, secretas confidencias, durante casi la noche entera, sin que nadie se asomara a regañarlas, hasta que debieron de quedar las dos dormidas con el alba. Y ha tenido que pasar tanto tiempo desde entonces… Tanto tiempo. Y ahora Elia ha dicho «no me gusta quedarme sola, no te vayas», y la madre ha accedido «mejor estás ahí que dando vueltas por las calles». Y es como si a partir de estas frases se iniciara, o se reanudara, el ensueño, como si se pusiera nuevamente en marcha el mecanismo del milagro, y parece que alguien le hubiera confiado a Elia la clave precisa, el secreto de aquella noche ya lejana y que la propia Clara creía tener ya acaso olvidada. Porque se ríe Elia, excitada y feliz —qué extraño verla a ella excitada y feliz—, con parecido aire desenvuelto y audaz al de la madre de su amiga —el mismo pelo rubio rojizo también, las mismas manos blancas—, el aire divertido de alguien que inicia gozoso una travesura. Elia la lleva al baño y abre los grifos de la bañera —no es de metal pintado de blanco ni tiene garras de dragón: todo, en el baño de Elia, es negro o rosa— y agita bajo los grifos abiertos un champú perfumado y oleoso que está llenando el agua de espuma verde mar. Y entonces Elia va desnudando a Clara, una Clara que se resiste y se sonroja y cede, la mete en la bañera, le pasa muy despacio la esponja por los pechos, por la nuca, la espalda, por el vientre y las piernas, con mucho cuidadito, como si estuviera en realidad bañando a un niño, y después entra y sale, le alarga una toalla, la ayuda a secarse el cabello y la espalda, le pone un camisón de batista blanca, casi transparente, con lacitos azules en el escote y el borde de las mangas —tan incongruente y fuera de la realidad de su mundo cotidiano, aunque se lo ha visto llevar a Elia algunas veces, como el pijama de felpa con la manzana o con el sol en el pecho—, y Elia le presta también una bata azul y unas chinelas. Y entonces, con el mismo aire de chiquilla que hace una travesura, la arrastra al comedor, y hay sobre la mesa, en hermoso desorden entre los nardos y las rosas blancas, una cena disparatada, resultado de latas abiertas en la cocina, de dulces subidos de la pastelería próxima: cangrejo al vino blanco, patés de liebre y de faisán, tartaletas de fresa y de frambuesa recubiertas de crema de leche, marrons glacés, bombones de chocolate rellenos de menta y de licor. Y ahora Clara ríe también. Porque es una cena de cuento, una cena fantástica, inventada para una niñita buena, o para un minino cariñoso, por la Pequeña Reina de los Gatos. Y picotean y ríen y beben un vino muy ligero y muy frío, aunque la verdad es que a Clara —y esto le ocurre siempre que tiene a Elia a su lado— la comida no le pasa por la garganta, no consigue comer con la otra cercana, y qué más da en cualquier caso comer o no comer si todo ocurre en pleno mundo de los sueños. Y bebe pues y ríe y ronronea y se acurruca en el sofá muy pegadita a Elia. Y Elia le pasa un brazo por los hombros y la besa despacito, muy ligero, en los ojos cerrados, en las mejillas ardientes, en la boca, en la nuca, en las orejas, en el borde del camisón donde se inician temblorosos los senos. Y Elia le dice «estás medio borracha, las dos estamos medio borrachas, ¿te gusta?». Y Clara hace con la cabeza un signo de que sí —le sería imposible ahora articular una sola palabra—, hace que sí, y piensa que nunca nunca, en todo lo que lleva de vida, se ha sentido tan a gusto y tan feliz, a pesar de la vergüenza y del miedo terrible a despertar, como si por vez primera pudiera adivinar que existe un sitio para ella en este mundo de locos, un rincón cálido en el que acurrucarse y descansar en esta tierra desabrida, y además no es verdad que ninguna de las dos esté ni siquiera un poquito borracha, o al menos no de vino, borrachas en cualquier caso, si es que están borrachas, con esta embriaguez peculiar que producen los bombones de licor mezclados a los sueños. Y Elia la levanta, y ella deja que la levante aunque tal vez podría levantarse sin ayuda, deja que la otra la sostenga y la apoye en ella y la conduzca hasta la cama grande de la alcoba rosa y la acueste allí con muchísimo cuidado, ahuecando la almohada bajo sus cabellos, subiéndole a la cama las piernas, pies y brazos. Y luego Elia se mueve a tientas por la habitación, porque ha apagado la luz y no hay otra luz que la que llega desde el baño, y Clara espera como la otra vez, como hace tantos años, con el cuerpo temblando y el corazón agonizando en su garganta, sólo que ahora piensa que tendrá que morir, que si Elia se acuesta realmente a su lado, si Elia en lugar de darle un beso de buenas noches y salir de la alcoba se acuesta a su lado, ella tendrá forzosamente que morir, y está tiritando de pies a cabeza, y ha cerrado los ojos, y es tan grande el deseo y tan terrible la confusión y el miedo y la vergüenza que le gustaría poder detener durante unos instantes el paso del tiempo, poder darse a sí misma unos minutos de respiro, unos instantes de tregua, pero Elia se ha acercado a la cama, se ha tendido a su lado, le ha pasado un brazo por debajo de la nuca, la ha estrechado muy suave contra sí, y le dice «¿por qué tiemblas, bonita?, ¿de qué tienes tú miedo?». Y la mece y la arrulla como si Clara fuera de verdad una niña chiquita. Hasta que va cesando el temblor y desaparece poco a poco el miedo, y despacio, muy despacio, Clara va logrando volver a respirar. Y sólo entonces Elia la oprime un poquito más fuerte y le dice al oído «bonita mía, niña mía, mi guapa». Y están juntas así, inmóviles y en silencio, muchísimo tiempo, y Clara no sabe cuál de las dos se ha movido primero, pero lo cierto es que luego están las dos firmemente abrazadas, frente a frente, con las piernas entrelazadas, mecidos los dos cuerpos en el ritmo suave que Elia, al volver a hablar, va creando con sus palabras, acunadas las dos por estas palabras dulcísimas que le brotan secretas y terribles a una Elia que Clara todavía no conoce, pero a la que acaso ha podido en sueños intuir, una Elia en cualquier caso de la que ni el marido ni los amantes ni mucho menos Ricardo han podido nunca saber nada, y mueren así plácidamente en Clara los celos que a lo largo de días y semanas la han estado oprimiendo y atenazando —ese sabor amargo en la garganta—, porque no es la diosa de la risa fácil, no es la mujer de mundo desenvuelta y liviana, no es una ninfa triunfal e iniciática pronta a las sabias caricias y a los perversos disfraces, no es ésta la que la está acunando: es una muchachita infinitamente triste y desolada, una pobre mujer que lucha inútilmente por escapar con sus sueños del pantano, y que acuna en sí misma, al acunarla a ella, todas las soledades y los miedos. Y nunca le ha parecido a Clara tan pequeña, tan vulnerable y desvalida la Reina de los Gatos, tanto que todo el amor acumulado durante meses se le desborda ahora, rotos los diques y compuertas, se le desborda ahora transfigurado en compasión, en pena, en puro afán de protegerla, y no se puede saber ya cuál de las dos está tranquilizando a la otra de qué temores ignorados, ni cuál de ambas acuna a la otra como se acuna a una niñita para atenuar su llanto y adormecerla, y se acarician las dos con el mismo cuidado con que se acaricia a un animal herido, con la misma ternura con que se toca a un recién nacido, hasta que la mano de Elia se desliza suave entre las ingles húmedas y tibias, y se inmoviliza Clara en un primer momento de sobresalto y desconcierto, y luego gime quedo y se oprime más estrechamente contra el cuerpo de Elia y se estremece y queda finalmente, como una niñita buena, adormecida.