Clara no logra entender, por más que ha oído distintamente la voz al otro extremo del teléfono, la misma voz que con puntualidad y exactitud y rigor implacables, día a día, a veces repetidamente en distintas llamadas a lo largo de un mismo día, y siempre contra la voluntad de Clara, siempre ignorando o desatendiendo sus protestas desmayadas, su vano afanarse en no saber, la ha ido informando del desarrollo de los acontecimientos, del curso de la historia, como si formara parte de algún juego perverso el hecho de que ella estuviera al corriente —Ricardo la empuja una vez y otra y no permite que aparte su mirada del ojo de la cerradura, la fuerza a ver lo que ocurre en el interior, no bastándole saberla cómplice y queriendo también sentirla espectadora—, o tal vez forme parte de una compleja venganza, y así la ha ido informando la voz, por más que ella se esfuerce en no escucharla, de las palabras y los regalos y los primeros besos que ellos dos, los otros, los que están escenificando la escena en el interior de la alcoba y la dejan a ella fuera pero sin permitir que se aparte del ojo de la cerradura, han intercambiado en los rincones de los bares, unos bares paulatinamente más equívocos y menos frecuentados por gente conocida, cada vez más largas las entrevistas, más íntimas las palabras —más sinceras, piensa Clara, las palabras de Elia, tienen que haber sido forzosamente más sinceras, puesto que el poeta ha confesado, con un repeluzno de desagrado o de espanto, y esto no forma parte de la historia que le gusta vivir ni contar, y se le ha escapado sin duda en un momento de debilidad, o quizás para exorcizar de modo más seguro sus temores pasándolos a Clara, como viene haciéndolo desde hace años, ha confesado que en algunos instantes terribles, o quizá sólo incómodos y molestos, Elia parece transformarse en una niñita pequeña, una niña perdida, y ha tenido él la imagen fugaz, y fuera de lugar, puesto que no encaja en la historia ni es compaginable con las imágenes de Elia que Ricardo persigue y mima y colecciona, de una niñita herida que intentara escapar del pantano con la pesada carga de sus sueños, y ha debido él restablecerla rápidamente en su lugar, anular prontamente la imagen importuna—, más entrañables los regalos —más entrañables, piensa Clara, los regalos de Elia, porque Clara sabe que Ricardo es absolutamente incapaz, incluso ahora, cuando se ha erigido en protagonista ejemplar de un amoroso mito, de desprenderse de algo que de verdad le importe, y sabe también (se lo contó el propio Ricardo) que Elia le ha regalado a él el libro de Colette, tan hermosamente ilustrado con acuarelas a color, desbordantes de flores, de jardines y gatos, que las dos habían mirado juntas muchas veces—, pero ahora Clara, mientras el otro describe morosamente el cuerpo de la mujer —su nuca cubierta de un tenue vello dorado, sus muslos finos, sus pezones rosa pálido— y aunque ha estado oyendo todo el tiempo la voz —no puede, aunque le pese, dejar ya de escucharla—, y Ricardo ha repetido por tres veces la noticia con casi idénticas palabras, las palabras mágicas y concluyentes que parecen cerrar el primer capítulo de la historia, que marcan su definitiva victoria —«el lunes me acuesto con Elia, Elia y yo vamos a acostarnos el lunes, ha prometido Elia que será este lunes»—, una victoria que Clara no sabe muy bien si es sobre la propia Elia, sobre antiguos y presentes compañeros de curso, o sobre ella misma, aunque ha repetido pues el poeta estas o parecidas palabras triunfales, Clara no logra sin embargo comprender, y dice un bueno desmayado, y le cuelga el teléfono sin ni siquiera despedirse, y luego lo vuelve a descolgar para evitarse nuevas noticias y nuevas llamadas, o peor nuevas llamadas para insistir sobre una sola imposible noticia, la reiteración de una misma realidad en distintos matices de prepotencia y euforia. Clara se queda acurrucada y muy quieta en el sillón, al lado del teléfono descolgado, y hace un esfuerzo terrible, muy doloroso, por entender, porque piensa Clara que, si lograra entenderlo, si de verdad comprendiera lo que está sucediendo entre ellos dos, esa historia en la que no puede pensar sin sentir náuseas (pero tampoco puede ya pensar en ninguna otra cosa), tal vez si comprendiera, podría también llegar a aceptarlo, como ha aceptado ya tantas y tantas rarezas, tantas y tantas excentricidades, tantas resoluciones arbitrarias y caprichosas y a veces hasta crueles de la propia Elia. Porque Clara ha penetrado en la magnitud inconmensurable del descontento de Elia, de su tedio sin límites, ha sondeado —en horas y horas de amorosa observación callada, en horas y más horas de pensar en ella sin tregua ni descanso— las profundidades insospechadas de su soledad, y conoce ahora, o adivina, los recovecos y escondrijos últimos donde oculta la otra su desolación y desencanto. Porque si Elia es, para Clara, un ser maravilloso y bello, infinitamente superior a todos y a todo lo que la rodea, infinitamente superior a las personas que Clara ha conocido hasta ahora, debe reconocerse a sí misma, y muy a su pesar (aunque nunca, nunca ha de reconocerlo ante Ricardo) que algo de cierto hay en la aseveración del poeta, cuando asegura —provocador y para herirla— que Elia es sólo una señora que se aburre, quizá más inteligente, sin duda muy atractiva, pero atrapada siempre en el marco de la insatisfacción y del hastío, y Clara la ha visto muchas veces pasear su fastidio y su impaciencia (porque las cosas, ay, no son parece como debieran haber sido) entre los muebles raros y preciosos que elige en los anticuarios, entre los cuadros y esculturas y cerámicas que a veces pintan, esculpen, moldean para ella los artistas amigos —cuadros, muebles y estatuas que no le gustan ya, o al menos no le importan (le han interesado, piensa Clara, intensamente, fugazmente, y como en sustitución de algo que ella intuye vagamente aunque no adivina y que tal vez no sepa tampoco la propia Elia) en el momento en que llegan a la casa, y que distribuye de cualquier modo en las habitaciones o por las paredes— y tiene toda la casa también, aunque muy hermosa, un aire provisorio, de lugar de paso, pronta a regalarlos muchas veces al primero que los alabe o que se los pida, porque tiene Elia fama general de rumbosa y generosa y es en el fondo, sabe Clara, que la enorme mayoría de las cosas no le importan absolutamente nada y no necesita por tanto esfuerzo alguno para desprenderse de ellas (aunque sí le importaba aquel libro de Colette, que Ricardo debe tener ahora amontonado entre sus libros, por el suelo y los estantes de la alcoba, como si fuera uno más) y no se trata de generosidad sino de indiferencia, y la ha visto Clara pasear su fastidio y su descontento entre las personas que la sirven y la atienden y la multitud de los que se dicen sus amigos, confundidos amigos y sirvientes en una misma masa informe muchas veces, a la que apenas ve y en la que desde luego no establece demasiadas distinciones (se quejan los amantes a menudo, y Elia se lo ha contado a Clara confusa y sorprendida, de que los trata en algunas ocasiones con el mismo estilo que aplica a los criados, y es asimismo posible, imagina Clara, que trate a veces a los sirvientes con el trato que se dispensa a los amantes o a los amigos), una masa que sólo en ciertos momentos la fatiga o la irrita, aunque nunca o casi nunca lo bastante como para despedir a unos, romper con otros (y Elia, sonríe Clara, olvidando por un momento la voz de Ricardo al otro extremo del teléfono y sus palabras terribles, Elia acaso lo expresara así: despedir al amante, romper con la doncella), o para tratar de introducir un simulacro de orden en aquella casa que resulta en tantos aspectos una casa de locos, intentar modificar o poner límites al mundo en que se mueve —tan inferior a ella, piensa Clara, aunque ¿qué mundo existe que no sea siempre inferior a ella?, y de todos modos para Elia no son en la mayor parte de instantes más que comparsas o público para sus fantasías—, mundo en el que madura su hastío y mira florecer su desencanto, entre un marido y unos hijos que cuando están en la casa parecen estar —al igual que los muebles, los cuadros y jarrones— meramente de paso, siempre a punto de emprender vuelo hacia Nueva York en viaje de negocios o de largarse a Chamonix en excursión de esquí, o a Cambridge a perfeccionar su inglés, marido e hijos a los que en determinados instantes, quizás en muchísimos instantes, fantasea Clara, cree incluso honestamente poder amar, o estar amando ya, o haber amado desde siempre, y hasta se alegra cuando vuelven a la casa desde su escuela de verano o sus vacaciones de nieve o su congreso, y va ella a recogerlos —a los niños o al marido— a la ciudad distante, o únicamente al aeropuerto, y ocupan ellos sus habitaciones y recuperan su lugar en la mesa y le traen regalos y cuentan lo que han hecho, y acaso sea cierto que Elia los ame, pero es asimismo seguro que no han logrado colmar nunca su vida (vida de mujer ociosa, de niña consentida, diría seguramente Ricardo, pero Clara sabe bien que no es esto, o por lo menos que no es tan sólo esto), y mucho menos ahora, cuando el marido ha transformado en cariño preocupado o quizás en ternura lo que fuera en un comienzo, según lo cuenta la propia Elia, pasión esplendorosa (acaso en aquel entonces, imagina Clara, en los primeros meses, o en los primeros años, porque cuando habla de aquellos años se le ponen a Elia los ojos graves y sombríos, pudo atenuarse la dolencia, pudo rechazarse el mal hasta los últimos linderos de los bosques oscuros, y pudo aquella niña —y es curioso que aquí, en esta imagen de una niña desvalida y perdida, una imagen que Ricardo rehúye y que conmueve a Clara más que ninguna otra, coincidan ellos dos, tan antagónicos siempre en sus apreciaciones sobre la mujer, aunque obviamente Ricardo, al hablar de ella con Clara, no dice casi nunca lo que de veras piensa y habla tan sólo para herirla—, pudo aquella niña soñar en florecer, en distenderse, en escapar acaso del pantano, redimida para siempre la carga del pasado y las quimeras), ahora que los niños están creciendo tan aprisa y no van a necesitarla pronto ya para nada, y se encuentra la propia Elia, tan sensible, tan inteligente, tan atractiva todavía, pero tan desorientada, tan vacía, tan dubitativa ante la posibilidad de emprender, como propone Clara, una carrera de escritora, o de pintora, o de ceramista —porque Clara, pese a las sarcásticas observaciones de Ricardo, sigue creyendo a Elia capaz de cualquier cosa—, demasiado cansada tal vez o demasiado insegura, mientras por otra parte son demasiado altas su ambición y su exigencia para complacerse en el pasatiempo de abrir una boutique o una galería de arte o una tienda de antigüedades o hasta una librería, y se encuentran enfrentados por tanto sus impaciencias y su descontento y sus hastíos a resolverse en el oficio —la vocación, el arte, el vicio— único y obsesivo de amar —encerrada con un solo juguete, bromea a veces Ricardo—, y esto lo entiende Clara muy bien, eso sí ha sido capaz de comprenderlo, y adivinó desde hace mucho, antes incluso de que la hiciera Elia objeto de este tipo de confidencias, que dos o tres o acaso más de los amigos que merodean por la casa y la rodean en las fiestas han sido o son todavía sus amantes, y ni siquiera ha podido Clara —tan celosa— sentirse agredida por algo tan fatal e inevitable, tan en la naturaleza de las cosas, algo por otra parte tan banal y en lo que la propia Elia compromete, piensa Clara, tan poco, un mero pretexto para escapar durante unas horas al vacío que la devora (como son un pretexto los cuadros y las antigüedades), escapar al pantano que habrá de devorarla y engullirla quizá finalmente en sus remolinos sin fondo (cuando, piensa Clara con un estremecimiento, sea más pesado el fardo del pasado, el lastre de los sueños, que todo este mundo de fantasmas con el que ahora se rodea: entonces la niñita perdida resbalará en el lodo, se asirá en un último intento desesperado a los matorrales de la orilla, y se hundirá hasta el fondo, vencida finalmente por sus sueños).

Porque Clara ha visto a Elia sentada horas y horas, a veces durante días enteros, apenas sin vestir y mal peinada, ante la ventana abierta, escuchando quizás los gritos de los niños en el patio, el canto de los pájaros, las súplicas y las historias y las bromas cariñosas de Clara, acariciando a Muslina que dormita en su regazo, o tal vez sin oír ni atender en realidad ya a nada, y sin darse ni siquiera cuenta de que está acariciando en un gesto maquinal las suavidades parejas del cabello de Clara o el lomo de la gata. Y Clara la ha visto acurrucada desnuda en un extremo de la cama enorme, vuelta de cara a la pared, sobre la mesilla el frasco de somníferos —sin saber nunca ni poder averiguar cuántos ha tomado—, negándose a responder a las preguntas, a sorber un vaso de leche o una taza de té, a intentar levantarse de la cama o darse siquiera media vuelta para que Clara pueda mirarla a la cara, mascando sordamente su desencanto y su rencor como una droga letal, mil veces más nociva que la dosis quizás alta, pero nunca peligrosa, de somníferos o de sedantes. Y la ha visto pasar tardes enteras delante de la televisión, sentada o derrumbada sobre la alfombra, la espalda apoyada en almohadones o contra el sofá, tan poco atenta a la pantalla que ni advertía siquiera que se cortaba el sonido o se alteraba la imagen, y seguía inmóvil allí, con los ojos fijos, ante la pantalla oscurecida donde se sucedían rayas horizontales de luz, o una lluvia de nieve, o donde los personajes quedaban reducidos a una parodia grotesca al ser privados súbitamente de la voz. Hasta que algo, un banal incidente exterior, aparentemente nimio, tan insignificante que Clara no puede algunas veces llegar a detectarlo y esto le aumenta la angustia y la aprensión y los miedos, al no saber exactamente qué es lo que desencadena el daño ni qué es tampoco lo que acude milagrosamente en su remedio, y pensar en consecuencia que este último puede quizás algún día dejar de producirse, un banal incidente exterior pues hasta ahora, o acaso sólo un imperceptible movimiento de la mente, un brusco breve cambio que la hacían hartarse de sufrir y de aburrirse, o quizás también la insistencia desesperada y tan afectuosa, la presencia obstinada de ella, de Clara, sus tímidas caricias, tan leves y tan suaves como las de la gata, la hacían reaccionar, como si despertara, piensa Clara, de una pesadilla, quizás la imagen, que puede ser a tres, puesto que la comparten ya ella y Ricardo, de una niña perdida que pugna inútilmente con sus lastres a cuestas por salir del pantano, la hacían despertar, mudar repentina y totalmente de humor, la hacían dejar la cama, el sillón junto a la ventana abierta, la moqueta y los almohadones ante el televisor, y Clara podía entonces lavarle el pelo con un champú cremoso que olía a sándalo, podía secárselo luego cuidadosamente, en una mano el secador y en la otra el cepillo de plata, mientras Elia canturreaba y reía, o parloteaba como un pájaro, y podía, Clara, sacar del ropero vestidos y vestidos, para que eligiera Elia el más acorde con el oro de la mañana, con el rosa crepuscular de las últimas horas de la tarde, con el tono siempre caprichoso de su ánimo, y podían entonces salir juntas las dos, a veces, algunas maravillosas pocas veces, las dos solas, a tomar en Sitges un aperitivo con almejas a orillas de la mar —y está Elia tan tierna, tan risueña entonces, el cabello cobrizo agitado por la brisa—, o a cenar en un restaurante italiano que a las dos les gusta —en realidad a Clara le gusta todo aquello que complace o que divierte a Elia, y es Elia la que ha decidido por sí sola que a las dos les gusta, o que le gusta sobre todo a Clara, y allí no van ellas nunca con otra gente—, y otras veces salen juntas para mezclarse con una multitud de amigos, o de simples conocidos, amigos y conocidos de Elia, que a Clara le parecen difícilmente soportables, y que también a la otra, piensa ella, deben de parecerle a menudo terriblemente necios, pedantes y aburridos, con su jerga banal en que se mezclan todos los tics de su clase —más molestos, inadmisibles, en ellos que en sus mujeres, y es extraño que Elia, ella sola entre todos, no hable también así—, y sus lugares comunes y sus certezas y su suficiencia, y este modo ostentoso en que la halagan a ella, a Clara, y la oprimen y la miman y la besuquean y la festejan y se la disputan, pretenden incluso protegerla, como si fuera un animalito misterioso recién caído de Marte o descubierto por Elia la extraña, por Elia la esquiva, como el último grito de lo nuevo y actual, alguien en cualquier caso terriblemente desvalido y en absoluto peligroso, unos amigos pues a los que Clara odiaría, porque le ofende su contacto y sus voces y el modo en que la miran, le molestan sus arrumacos y sus bromas, pero a los que no puede llegar a odiar enteramente porque sabe que a Elia algunos días —tan sólo algunos días— sí la divierten y la halagan y hasta la ayudan por extraños caminos a vivir. Y le gusta además a Clara ver a Elia maniobrando entre ellos, moviéndose con tanta gracia y soltura entre todos ellos —sus largas piernas, sus andares de chico, su melena cobriza (dice Ricardo que Elia tenía vocación de pelirroja, pero que se cansó y lo dejó como todo a la mitad), sus pecas insolentes y su risa clara—, siempre pronta a tratar en cualquier instante a los criados como si fueran sus amigos o a los amantes como sólo se trata a los criados, porque Elia la mira a veces, en mitad de una frase dicha a otros, y le guiña de modo imperceptible un ojo cómplice, y piensa Clara que el juego es para ella, la representación en su honor, y se dirige a ella lo que la otra dice, para que ella lo escuche y las dos se diviertan y se burlen de amantes y de amigos, y le gusta también a Clara ver a Elia metida entre estas gentes, y saberla siempre la más aguda, la más tierna, la más hermosa, verla chisporrotear y distraerse y escapar en cierto modo de sí misma, de la letal enfermedad o los sombríos pensamientos que la encierran y la reducen a la cama, al sillón junto a la ventana abierta, al pedazo de moqueta delante del televisor. Y cualquier incidente que salve a Elia unos instantes de sus fantasías depresivas y desoladas, cualquier estímulo que la impulse a lavarse el pelo, a vestirse, a salir de la casa, le parecen a Clara aceptables y justificados, no sólo los paseos a dos hasta Sitges, o las cenas en el restaurante italiano —nuestro restaurante, dice Elia riendo y pasándole fugaz la mano por el pelo—, o las penumbras de los cines y teatros y conciertos, sino hasta las reuniones más o menos multitudinarias —la multitud para Clara se inicia desde siempre en el tres—, las reuniones con amigos fantasmales y con la presencia ambigua de dos o tres posibles amantes, correctos, elegantes, bien vestidos, altos y rubios casi siempre, olorosos casi siempre a tabaco de pipa o a lavanda, amantes que no están nunca —según Clara, aunque ahí también coincide Ricardo— ni remotamente a la altura de Elia, y que no podrán jamás soñar siquiera en comprenderla y ayudarla, pero que quedan justificados ante sí mismos y ante ella, ante Clara, si logran divertirla unos instantes, satisfacerla en su vanidad de mujer —aunque cómo podrán halagarla, ni en su vanidad de mujer ni en ninguna otra, tipos como éstos—, hacerla cantar o sonreír, darle quizás incluso esto que todos vienen en llamar placer, y que Clara no sabe demasiado bien en qué consiste, porque ella se ha manejado siempre en términos de amor o desamor, y para ella el placer o el desplacer se miden sólo en la distancia que la separa del ser que ama, y le cuesta imaginar que esos señores de pelo bien cortado, de hablar bien cortado, de ropas impecablemente cortadas, suéters de cuello cisne, camisas rosas, corbatas italianas, puedan darle a una Elia que evidentemente no les ama, y ni parece siquiera capaz de aislarlos en esta masa informe de amigos que la rodean, capaz de diferenciar uno de otro los amantes, por otra parte tan iguales también para Clara, puedan darle en fin algo parecido a lo que ella, Clara, fantasea como placer, pero incluso así lo admite, como tantas y tantas cosas de la otra que ella no puede para sí misma concebir y que no logra por lo tanto compartir, pero que cree le son útiles a Elia en algún modo para ella misterioso e inexplicable.

Y Clara lo ha aceptado todo, ha intentado entenderlo todo, ha logrado hasta cierto punto comprenderlo todo, hasta llegar a esta historia con Ricardo, a esta tonta aventura que ella vio o, peor, que ella, ciega, no supo ver iniciarse ante sus ojos incrédulos, aventura propiciada acaso en algunos instantes por su complicidad forzada y a veces ni sabida, al escuchar las confidencias —tan exaltadas, tan líricas, tan delirantes, y sin embargo tan calculadas y medidas, tan en lo hondo interesadas— de Ricardo, porque a Clara le viene dando pena desde hace muchos años, antes de que ingresaran los dos juntos en la universidad, este muchacho torpe y solitario, este muchacho no querido, y escucharle, incluso en los momentos en que le repugna lo que el otro dice —la vertiente egoísta y cínica y mezquina del lírico poeta—, se ha convertido ya en una costumbre, su complicidad pues al escucharle a él primero, y al repetir más tarde las palabras de Ricardo a Elia —¿cómo logró él convencerla?, ¿a lo largo de qué interminables silogismos desarrollados a lo largo de infinitas tardes?—, como un chisme increíble que debía forzosamente divertirla —le gustan tanto a Elia los chismes, le gusta tanto divertirse—, todo esto muy muy al principio, cuando ni se le pasó por la imaginación que Elia pudiera sentirse en lo más mínimo turbada o halagada, en lo más mínimo personalmente aludida, porque ¿cómo podía conmover a una mujer como ella una pasión tan torpe, tan literaria, en el peor sentido de la palabra literatura, tan literaria y falsa, tan básicamente codiciosa, los anhelos sucios de un estudiante poco amado, un muchachote desgarbado, de cabello grasiento, de mejillas cubiertas de granos, de mirada oblicua tras las gafas, de ropas anchas y arrugadas, un tipo que seguía a las chicas por la calle con la boca seca y el corazón palpitante, sin atreverse jamás a abordarlas, acechando el momento en que otro hombre se acercara, les hablara, las besara tal vez en los ojos o en la boca, un tipo Ricardo que no se animaba tampoco a acercarse a las prostitutas, porque le inspiraban, ésas sí, un terror atávico e invencible, o provocado tal vez por las premoniciones y advertencias, siempre ambiguas e inconcretas, y por lo mismo más temibles, de la madre, que se creía acaso obligada, muerto el padre, a sustituirlo en tal función, pero que no podía rebasar el marco de las amenazas vagas e inconcretas, tal vez porque la ahogaba la vergüenza, o, más probablemente, porque tampoco ella sabía, y asustado Ricardo en cualquier caso, aparte de las advertencias de la madre, por las miradas duras o burlonas, los labios desdeñosos —tan próximos, parecía, al escarnio, y tan lejanos a la ternura—, por los gestos gastados y estereotipados de todas o de casi todas aquellas mujeres, a las que espiaba también algunas tardes por callejas estrechas y malolientes, al acecho asimismo —el placer de Ricardo pareció consistir durante años en estar al acecho, observar desde lejos, referírselo a Clara, una Clara nada interesada y más bien repelida por el tema, pero que escuchaba no obstante por bondad— de que otros hombres se les acercaran y las abordaran y las hicieran subir ante ellos por escaleras oscuras y empinadas, porque le inspiraban miedo las rameras, y miedo las compañeras de clase o las dependientas de comercio o las camareras de los bares, a las que seguía también a veces con disimulo por las calles, y a las que imaginaba —Clara estaba segura y el propio Ricardo se lo había confirmado algunas veces— en las mismas posturas y animando parecidas escenas a las que él buscaba en la literatura, en dibujos e imágenes, en películas vistas en Perpignan, o que inventaba tal vez, y se masturbaba Ricardo entre suspiros y sollozos —también asustado, asustado siempre, porque la madre podía irrumpir en el momento más impensado e inoportuno como una tromba en la habitación—, se masturbaba con estas imágenes de muchachas entrevistas por la calle, en bares, en la clase, y situadas luego en escenarios y actitudes inverosímiles, hasta que dejó de lado todos estos juegos y pasó a acariciarse, las mejillas húmedas, el cuerpo sudoroso, los labios apretados contra la almohada, con la imagen y con el nombre de Elia —y Elia cuando lo supo se rio y no le dio importancia y tuvo un gesto burlón, pero pareció en el fondo nada asqueada y un poco complacida—, ese muchacho que le ha mirado a ella, a Clara, durante meses y durante años las piernas y los senos y los brazos, de un modo que la ponía y la sigue poniendo todavía ahora terriblemente incómoda, mucho más incómoda incluso que las miradas y hasta los contactos, más abiertos y francos, nunca furtivos ni solapados, de los amigos de Elia, porque todo en Ricardo ha sido desde siempre torpe y furtivo, y Clara no ha sabido nunca claramente dónde termina su tolerancia y dónde triunfa su asco hacia ese niño desmañado y lampiño, que algunas veces terribles, sin darse siquiera cuenta de que Clara sudaba de pura angustia y quedaba paralizada y rígida y helada, con una rigidez y frialdad que evocaban las de la muerte, le había puesto una mano, siempre temblorosa e insegura, siempre húmeda, siempre fría, sobre el brazo desnudo, contra la nuca tibia, en la rodilla desvalida?.

Y en un principio, durante varios días, Clara llevó y trajo mensajes, repitió las palabras de Ricardo y las palabras de Elia, las palabras que los dos decían para que ella las repitiera, para que les sirviera de intermediaria en este juego extravagante e imprevisto, que le pareció incluso en algunos momentos a Clara peligroso para Ricardo —¿cómo podía imaginarlo peligroso para Elia?—, porque sería forzosamente duro para el muchacho aquel instante que Clara preveía inevitable y no lejano en que la otra, como tenía por costumbre, se cansaría abruptamente del juego apenas iniciado y lo interrumpiría caprichosamente, antes incluso de que hubiera dado comienzo la partida, y Clara sentía cierta mala conciencia respecto al chico, al dejar que se metiera en esa trampa, al utilizarlo así para mitigar durante unos días el fastidio de Elia, su astenia primaveral, y al dejarle concebir en suma unas esperanzas imposibles, pero era él tan egoísta, tan banal y tan fatuo —¿cómo podía atreverse siquiera a aspirar al amor de una mujer como Elia?—, que Clara superaba prontamente estos asomos de su mala conciencia, pensaba que, llegado el momento, allí estaría ella, dispuesta como tantas otras veces a apoyarle, a oírle, a hacerle menos duro el desengaño, y por otra parte muy pronto, ya muy pronto, mucho antes en realidad de que Clara tomara plena conciencia del hecho, ella perdió el control de la situación —¿lo tuvo alguna vez acaso?— y los otros dos hubieran seguido igualmente la partida prescindiendo de ella, intermediaria útil pero no insustituible, y Clara tuvo que resignarse pues a que la historia siguiera adelante, y a tener que soportar luego, durante semanas o durante meses, porque ahora el golpe iba a ser más duro para él, las lamentaciones histéricas de Ricardo, su llanto desolado de niño al que le han roto un juguete, su mirada de perro apaleado que no entiende, y sus intentos interminables de averiguar, a base de razonamientos y de horas, el porqué y las razones de algo tan evidente que no necesita explicación ninguna: que Elia había jugado banalmente con él algunos días y luego, antes de llegar a vivir propiamente una aventura, lo había abandonado.

Pero ahora ha oído la voz de Ricardo al otro extremo del teléfono, y Clara sabe que Ricardo en estas ocasiones y sobre estos asuntos no le miente, pero sabe también que lo que el chico ha dicho, lo que le ha repetido tres veces casi con idénticas palabras, no puede ser verdad, que debe existir necesariamente en algún punto un malentendido o un error, porque no puede ni imaginar siquiera —sin unas náuseas intolerables, sin un malestar físico tan intenso que la tiene mareada, aterida e inmóvil— el cuerpo blando y entresudado del muchacho, su boca anhelosa y babeante e impaciente, sus manos torpes y rudas, sobre la piel tan fina y suave y olorosa a sándalo —una piel lechosa y con múltiples pecas, la piel de una mujer con vocación de pelirroja—, sobre ese cuerpo delicado y flexible como el de una niña o como el de una adolescente, sobre los cabellos cobrizos que bajan suavemente hacia los hombros, sobre los pezones pequeños y de un rosa muy pálido, sobre los muslos largos y finos de la mujer. Y se repite Clara, tenaz y desolada, que tiene que existir algún error, que tal vez Elia se expresó mal o ha querido —qué extraño en ella— burlarse, o quizás las esperanzas locas de Ricardo le hicieron entender lo que nadie había dicho, o que algo, en el peor de los casos, debe forzosamente ocurrir en el transcurso de estos tres días, algo tiene que ocurrir en el último instante, algo, cualquier cosa, que impida el horror inimaginable de estos dos cuerpos antagónicos y dispares en íntimo contacto.