Elia ha pasado todo el fin de semana en casa, casi sin moverse de la cama ni salir de la alcoba, desde la versión libérrima de la escena del sofá que interpretaron a dúo para recíproco deleite el viernes hasta la cita pospuesta caprichosamente, voluptuosamente, perversamente para la mañana del lunes, tal vez en un intento de tranquilizar los últimos miedos que adivina todavía en Ricardo, poniéndoselo de modo artificioso en el último instante un poco, sólo un poco más difícil, ni siquiera eso, más fácil en realidad al mostrarse ella menos ansiosa, menos voraz y agresiva, más serena y protectora, en su supuesta no impaciencia, pero pospuesta ante todo hasta el lunes para mimar y prolongar —para su propio placer, para su propia tortura— esta ansiedad deleitosa e intolerable, esa intensidad de la imaginación y de los sentidos que constituye acaso la única evasión, la única embriaguez de la que Elia —una Elia que sabe no pueden conmoverla el dinero ni el prestigio y que no le significan apenas nada los privilegios de clase, quizá porque los tuvo desde muy temprano y le despiertan como mucho una ligera mala conciencia, tan remotas y tan poco apremiantes siempre ese tipo de malas conciencias, nunca realmente molestas, nunca capaces de truncar el placer o de quitar el sueño, y piensa Elia que la aburre ya a esas alturas el ejercicio del poder, al menos en el breve repertorio de formas que ella ha tenido a su alcance y ha ejercitado muchas veces con mejor o con peor fortuna, y no puede dar siquiera importancia, no puede tomar siquiera en serio, lo que otros consideran su atractivo, porque ni vanidosa es a fuer de indiferente, y además en el fondo esa belleza zanquilarga y pelirroja hecha de reminiscencias infantiles y evocaciones adolescentes no coincide demasiado con la imagen que ella fantasea de sí misma, y le causa a menudo un sobresalto incómodo el verse reflejada de repente en un espejo, y se asusta Elia algunas veces al comprobar la vastedad inconmensurable de parcelas de la realidad que le resultan ajenas e indiferentes, la brevísima lista de los temas que pueden aspirar a conmoverla, y reconoce, aunque no sabe el porqué, quizás por falta de capacidad o de constancia o porque no llegó en ningún momento a proponerse nada, que ha dejado tras sí un oscuro reguero de tareas emprendidas y nunca terminadas, y es esto más evidente y más doloroso que nunca ahora, cuando Clara descubre en los estantes y cajones pinturas y acuarelas que Elia tenía casi olvidadas, inicios de novelas, bocetos de narraciones, fragmentos de poemas, y hasta una guitarra con la que, durante unos meses, acompañó las canciones que cantaba, y cree Clara ver en esto muestra de su talento, que algún día deberá inexorable realizarse, y sabe Elia, por el contrario, que son sólo recuerdo de su incapacidad, y acaso se deba todo a que de muy niña le dijeron que lo suyo era el matrimonio y la cultura general, o a que en cualquier caso no tuvo luego el coraje, el ánimo o las ganas para salirse de esto (que otras, pocas, sí lo tuvieron), y la cultura general se tradujo en montones de libros afanosamente, indiscriminadamente devorados, en intentos de escritura, en ciudades siempre revisitadas, en museos y salones de arte y en conciertos, y el matrimonio se redujo a una profesión muy bien remunerada quizá pero que ocupa poquísima atención y menos tiempo, porque es evidente que el marido la quiere y evidente también que no la necesita para casi nada, y Elia no ha querido o no ha podido hacer de los dos niños la razón de su vida y ¿cómo hacer de los hijos la razón de una vida, cuando sabes que luego crecen y en seguida se alejan, y sabes sobre todo que la vida es de ellos para ellos, y no para que se la apropie en sus inicios esa hembra melancólica e insatisfecha, caprichosa e inútil, que malcumple quizá sus funciones de madre, pero que no quiere cometer al menos contra ellos el supremo delito de usurpar, devorar, vampirizar existencias ajenas?, y no ha sido capaz tampoco Elia del empuje o de la fe suficientes para militar en nada, inconsistente desde la infancia la religión, demasiado lúcida para ejercer la filantropía o cualquier tipo de beneficencia sin morir de vergüenza, y demasiado cobarde o perezosa o meramente apática para intentar cambiar en serio nada, ella que ni capaz es ya de alterar el orden absurdo de la casa, el ritmo de su vida o el veraneo de los niños—, esta intensidad pues de la imaginación y de los sentidos —sólo muy remotamente relacionable con el sexo— que constituye la única embriaguez, la única evasión, de la que Elia ha sido desde siempre capaz, desde la infancia ya y seguramente hasta su muerte, y es curioso —«Elia no tiene vicios pequeños», dicen bromeando, pero a ella esto no la divierte— que Elia apenas fume, ni siquiera beba, ni despierten siquiera su curiosidad las experiencias relacionadas con el ácido o con la cocaína, como tampoco despiertan su interés las experiencias relacionadas directamente con el sexo, nada en definitiva que le pueda servir de ayuda, de lenitivo, de consuelo, ante el hecho desolador de estar viviendo para nada hacia un final que no comprende pero que sabe inexorable —«dos hombres mueren y no son felices», bromean a veces los amigos o los amantes, y Elia calla pero piensa «hay que pedir la luna»—, sólo esta intensidad de la imaginación y de los sentidos, como una droga única y total, que le resulta sin embargo de día en día más difícil de conseguir, y de la que necesita aplicarse paulatina, fatalmente una dosis siempre mayor para lograr tan sólo efectos semejantes, como si en la vida de Elia no existiera —y no existe de hecho— otra posibilidad de goce o de supervivencia, o de procurarse el mínimo de goce imprescindible a la supervivencia, que esta droga única y jamás sustituida, o como si toda la vida de Elia no hubiera sido otra cosa que unos breves paréntesis de inútil lucha por cambiar de droga o por aboliría, paréntesis engarzados por la continuidad implacable del abandono de cualquier intento, y, ante la imposibilidad de aprender a vivir sin ella, la lucha por a cualquier precio conseguirla. Y Elia ve a veces asqueada su propia existencia —la que tiene tras sí y la que le queda por vivir— como un prolongado marasmo de espera, una sed insaciable y malsana de una única embriaguez (que no está relacionada directamente con el sexo, pero que tampoco cabe ya, como se empeñó en hacer durante años, confundir con el amor, o con aquello que debiera ser según ella el amor, o con una forma viable, posible, permanente quizá, positiva tal vez, del amor). Sin sucedáneos. Una sed tan específica —todo suele ser específico en sus deseos y en sus necesidades—, tan terriblemente específica que sólo un licor único, suntuoso y magnífico —o repugnante acaso, cualquiera sabe— ha podido a veces colmar. Meses y años de sequedad resquebrajada y muerta, meses y años de letargo, de vida a media asta, al acecho de la lluvia que surge siempre inesperada por más que se la espere sin tregua ni descanso, y que será capaz de hacer brotar esta aparente plenitud de vida, ese fastuoso fuego de artificio en lo más oscuro de la noche, esa embriaguez tan delirante y bella como la flor monstruosa, enorme, sin perfume que florece únicamente cinco, diez, quince veces en la vida escondida del cactus del desierto: un vaivén pendular entre la sed más larga y la embriaguez más desmedida. Y aunque Clara tiene fija en ella su atención amorosa hora tras hora, segundo tras segundo, no ha logrado nunca adivinar (quizá porque tampoco lo sabe con exactitud la propia Elia) qué es lo que ella quiere y necesita y busca, a qué se debe esta ansiedad inaplacable, ese tedio invasor, ni dónde podrían encontrar una y otro remedio, y tampoco sabe Clara, o al menos no lo acepta cuando lo oye en boca de Ricardo, que no existen en Elia evolución ni cambio posibles, que no cabe ahí una posible superación de nada, porque en cierto sentido, sólo en cierto sentido, no habrá de ser ya nunca una mujer adulta —esta duda muy tenue pero secretamente incómoda que la asalta a ella a veces sorpresiva sobre su condición de mujer, eso que los otros llaman algunas veces ser una mujer de verdad, y que Elia no logra dilucidar en qué consiste, por más que lo acuse siempre como una amenaza, un oculto peligro, algo que se liga oscuramente al desagrado que le produce su propia imagen inesperada en los espejos—, quizá por la misma razón que hizo que no fuera jamás —y eso sí que ni Clara ni Ricardo pueden adivinarlo— propiamente una niña —tan distinta en cualquier caso a los otros niños del colegio, de la ciudad o de la playa, con sus padres excéntricos y benévolos, benévolos e inaccesibles como los dioses, con sus lecturas más libres, turbios párrafos sobre el celo de los simios en la primavera, sus largas soledades mal acompañadas—: eterna niña o eterna adolescente que busca, en equilibrio precario sobre la cuerda floja que se balancea sobre la angustia, siempre ella dual y ambivalente en sus manifestaciones, un instante improbable en que se fundan para la eternidad, y ya sin posterior disociación posible, la sed y la embriaguez.
Y así Elia ha pasado casi todo el final de semana sin salir de su alcoba, con la ventana entreabierta —estos días han empezado en el colegio las vacaciones de verano y no llegan ya los gritos de los niños marcando en los recreos las pautas de su tiempo, sólo el canto continuo, más intenso en el alba y al atardecer (los momentos, fantasea Elia, propicios al amor pajaril), de los pájaros—, tumbada ella desnuda sobre las sábanas frías y tan finas, blancas sábanas de hilo suavizadas por el tiempo, recién planchadas, dándose la mujer vuelta sobre ellas para sentir el placer de la frescura renovada, dando también vuelta a la almohada, para apoyar la mejilla contra una tela fría que luego paulatinamente irá entibiando con su propio calor, apartando a Muslina que se pega tenaz a su costado, tan obstinada en su amor felino que ni el calor pegajoso y molesto de estos primeros días del verano consigue alejarla de su cuerpo y hacerle preferir las baldosas o el alféizar de la ventana, y Elia ha contestado apenas al teléfono, ha comido apenas, no ha querido ver ni siquiera a Clara, ha pasado las horas yaciendo en la penumbra, en la febril resaca —ahora anticipada— de su única embriaguez, gozando y sufriendo en esta espera elegida, programada, a trechos intolerable, venciendo minuto tras minuto la tentación (y es posiblemente la tentación lo que hace más exquisito y más perverso el goce) de llamarle a él y proponer que sea ahora, para qué van a esperar al lunes, segura como está de que Ricardo pasa igual que ella el final de semana agazapado en su cubil, sintiendo parecida impaciencia y parecida delectación ante una misma espera, pero sabiendo Elia también que va a decepcionarle, que va a estropear en cierto modo la historia si ahora cede y le llama, y sigue pues en una extraña duermevela donde imagina en instantáneas móviles y fugaces el cuerpo del muchacho, un cuerpo flaco, liso, casi sin vello, un cuerpo torpe y desmadejado, enteramente a su merced, preparado para ella por años y años de inconcreta espera, de velados anhelos, de ansiedades sin causa, preparado para ella por días y más días de concreto deseo, para que el cuerpo de Elia lo vaya despertando, lo vaya haciendo nacer a su contacto, rescatado para lo corpóreo desde el oscuro mundo de las sombras, y estas imágenes son nuevas para Elia, dada hasta el presente a enamoramientos más livianos, a pasiones menos basadas en elementos físicos —nunca ha pensado ella así en los cuerpos irreprochables de sus amantes rubios, altos, expertísimos, olientes a colonia o a tabaco inglés—, y le provocan una intensidad en el anhelo, en la anticipación del placer, que tampoco ha conocido nunca antes de ahora, y que resultan en parte deliciosos, y en parte la alarman también ligeramente, como si pudieran marcar tal vez una nueva etapa, más peligrosa, en su irrevocable vocación de drogadicta, al hacerse acaso el requerimiento a partir de esta historia más específico e incluso más apremiante.
Y cuando ha llamado a Clara por teléfono y le ha dicho que vaya, y la tiene ya aquí —porque Clara acude en el acto a cualquiera de sus llamadas, y Clara ha imaginado quizás durante unos minutos, durante el trayecto en taxi desde su casa hasta esta casa, que este requerimiento urgente de Elia era la prueba irrefutable del error de Ricardo, de que Elia no podría ir a reunirse con él puesto que la citaba a ella aquí a estas horas de la mañana del lunes—, está Elia tan impaciente, tan nerviosa, tan alterada, que no quiere darse cuenta de la palidez de la muchacha, y no quiere tampoco detenerse a pensar —aunque el pensamiento la acosa de todos modos y finalmente la invade— que no han sido únicamente ella y Ricardo los que han pasado encerrados en su cubil el final de semana, sin salir casi del dormitorio, con el corazón en la garganta y una angustia —que en Clara habrá sido implacable, sin mezcla alguna de placer ni de espera, sólo con el respiro esperanzado que la tranquiliza unos instantes de que quizás en definitiva no habrá de pasar nada—, y no quiere recordar Elia, se esfuerza en no recordarlas, las palabras del poeta sobre el amor que por ella parece sentir esa muchacha, incapaz Elia por otra parte (y ella lo sabe) de dar jamás parecida relevancia al sentimiento de otro que a los que puede experimentar en sí misma, y se nota únicamente un poco incómoda, un instante incómoda —porque piensa que ya reparará luego fácilmente de algún modo, llevándola a cenar o al cine o pidiendo que le cepille el pelo, esta contrariedad, y sintiendo sobre todo que no prevalece en el mundo otra realidad alguna, anulada cualquier posible realidad por el hecho omnipresente de que ha llegado la hora de la cita y Ricardo debe de estarla ya esperando, y no es siquiera que esté dispuesta a pisotearlo todo y patearlos a todos ante la intensidad de su capricho (no es capricho la droga, es algo cuya carencia nos lleva a lo más hondo del pantano, y, caso de tratarse de un capricho, no dejaría de ser por ello cuestión de vida o muerte), sino que es algo mucho más simple y más terrible: todo y todos dejan de existir y Elia avanzaría sobre sus cadáveres, sin notarlos apenas bajo las plantas de los pies desnudos, si al otro extremo la aguardara esta realidad única que ha adquirido hoy el nombre de Ricardo—, se siente sólo Elia unos instantes levemente incómoda, mientras le explica a Clara, una Clara más pálida que nunca y ligeramente temblorosa, que hoy no la ha telefoneado ni la ha hecho venir para estar con ella, ni para ir juntas de compras o visitar museos o tomar un aperitivo a orillas del mar: sólo la quiere aquí porque pueden telefonear los niños desde Londres o desde Cambridge, y ella, Elia, no va a estar ya durante toda la mañana en casa.