III

La muerte de Fernando (me dijo Bruno) me ha hecho repensar no sólo su vida sino la mía, lo que revela de qué manera y en qué medida mi propia existencia, como la de Georgina, como la de muchos hombres y mujeres, fue convulsionada por la existencia de Fernando.

Me preguntan, me acosan: “usted que lo ha conocido de cerca”. Pero las palabras “conocido” y “cerca”, tratándose de Vidal, son poco menos que irrisorias. Es cierto que viví en su proximidad en tres o cuatro momentos decisivos y que conocí parte de su personalidad: esa parte que, como la de la luna, estaba vuelta hacia nosotros. También es cierto que tengo algunas hipótesis sobre su muerte, hipótesis que sin embargo no me siento inclinado a manifestar, tan grande es la probabilidad de equivocarse sobre él.

Estuve (materialmente) cerca de Fernando en algunos momentos de su vida, ya lo dije: durante nuestra niñez en Capitán Olmos, hacia 1923; dos años más tarde, en la casa de Barracas, cuando ya había muerto su madre y el abuelo lo había llevado allí; luego, en 1930, cuando muchachos en el movimiento anarquista y, finalmente, en encuentros fugaces en los últimos años. Pero ya en este último tiempo era un individuo ajeno completamente a mi vida, y en algún sentido ajeno a la existencia de todos (aunque no de Alejandra, claro que no). Era ya lo que verdaderamente se llama o se puede llamar un alienado, un ser extraño a lo que consideramos, quizá candorosamente, “el mundo”. Y todavía recuerdo aquel día, no hace mucho tiempo, cuando lo vi caminando como un sonámbulo por la calle Reconquista y pareció no verme, o hizo como que no me veía, pues ambas posibilidades son igualmente legítimas tratándose de él, cuando hacía más de veinte años que no nos encontrábamos y cuando para un espíritu corriente había tantos motivos para detenerse y conversar. Y si me vio, como es posible, ¿por qué fingió no verme? A esta pregunta no se le puede dar una respuesta unívoca, tratándose de Vidal. Una de las posibles contestaciones es que atravesase por entonces uno de sus períodos de delirio de persecución, en que podría huir de mi presencia no a pesar de ser un viejo conocido sino precisamente por eso.

Pero vastos espacios de su vida me son absolutamente desconocidos. Sé, claro, que anduvo por muchos países; aunque, refiriéndose a Fernando, más apropiado sería decir que “huyó” por diversos países. Hay rastros de esos viajes, de esas exploraciones. Hay vestigios fragmentarios de su paso a través de personas que lo vieron o sintieron hablar de él: Lea Lublín lo encontró una vez en el Dôme; Castagnino lo vio comiendo en una cantina cercana a la Piazza di Spagna, aunque apenas advirtió que lo reconocían se puso detrás de un diario, como si leyera con suma atención y miopía; Bayce confirmó un párrafo de su Informe: lo encontró en el café Tupí Nambá, de Montevideo. Y así todo. Porque nada sabemos a fondo y coherentemente de sus viajes, y mucho menos de aquellas expediciones por las islas del Pacífico o por el Tíbet. Gonzalo Rojas me contó que una vez le hablaron de un argentino “así y así” que anduvo haciendo averiguaciones en Valparaíso para embarcarse en una goleta que hace periódicamente viajes a la isla Juan Fernández; por sus datos y por mis explicaciones, llegamos a la conclusión de que era Fernando Vidal. ¿Qué fue a hacer a aquella isla? Sabemos que estaba vinculado con espiritistas y gente ocupada en magia negra; pero el testimonio de esa clase de individuos hay que considerarlo como problemático. De todos aquellos episodios oscuros, quizá lo único que pueda darse como fehaciente fue su encuentro con Gurdjieff en París, y eso por la pelea que tuvo con él y por las consecuencias policiales. Acaso usted me invoque sus memorias, el famoso Informe. Yo pienso que no se las puede tomar como documentos fotográficos de los hechos originarios, aunque deban considerarse como auténticas en un sentido más profundo. Parecen revelar sus momentos de alucinación y de delirio, momentos que en rigor abarcaron casi toda la última etapa de su existencia, esos momentos en que se encerraba o en que desaparecía. Esas páginas se me ocurren, de pronto, como si hundiéndose Vidal en los abismos del infierno agitara un pañuelo de despedida, como quien pronuncia delirantes e irónicas palabras de despedida; o quizá, desesperados gritos de socorro, oscurecidos y disimulados por su jactancia y por su orgullo.

Todo esto estoy tratando de contarle desde el principio, pero me veo arrastrado una y otra vez a decirle generalidades. Y hasta me es imposible pensar nada importante sobre mi propia vida que no tenga de alguna manera que ver con la vida tumultuosa de Fernando. Su espíritu sigue dominando al mío, aún después de su muerte. No me importa: no tengo el propósito de defenderme de sus ideas, de esas ideas que hicieron y deshicieron mi vida, aunque no la de él: como esos peritos en explosivos que pueden armar y desarmar sin riesgos una bomba. No volveré a plantearme, pues, esa clase de escrúpulos ni a hacer estas inútiles reflexiones laterales. Por otra parte, me considero lo bastante justiciero para admitir que era superior a mí. Mi acatamiento era natural, hasta el punto de sentir descanso y cierta voluptuosidad en su reconocimiento. Y no obstante nunca lo quise, aunque a menudo lo admirara. Detestándolo, nunca me fue indiferente. No era de esa clase de seres que se puede ver pasar a nuestro lado con indiferencia: instantáneamente nos atraía o nos repelía, y por lo general de los dos modos a la vez. Había en él como una fuerza magnética, que podía ser de atracción o de repulsión, y cuando entraban en su zona de influencia personas contemplativas o vacilantes como yo, eran sacudidas, como las pequeñas brújulas que entran en regiones convulsionadas por tormentas magnéticas. Para colmo, era un individuo cambiante, que pasaba de los más grandes entusiasmos a las más profundas depresiones. Ésa era una de sus cien contradicciones. De pronto razonaba con una lógica de hierro, y de pronto se convertía en un delirante que, aun conservando todo el aspecto del rigor, llegaba hasta los disparates más inverosímiles, disparates que sin embargo, le parecían conclusiones normales y verdaderas. De pronto le gustaba conversar brillantemente, y en cierto momento se convertía en un solitario al que nadie se habría atrevido a dirigirle la palabra. Mencioné, creo, la palabra “lujuria”, entre las que podrían caracterizar su condición; y sin embargo en algunos momentos de su vida se entregó a un ascetismo repentino y durísimo. Unas veces era contemplativo, otras se entregaba a una frenética actividad. Yo lo he visto en Capitán Olmos, de chico, cometer actos de horrible crueldad con animales indefensos y luego en actitudes de ternura que eran totalmente incompatibles. ¿Simulaba? ¿Era una representación que hacía ante mí, movido por su ironía, su cinismo? No lo sé. Había momentos en que parecía admirarse con un narcisismo que repugnaba, y al instante repetía sobre sí mismo los juicios más despreciativos. Defendía a América y luego se reía de los indigenistas. Cuando, arrastrado por sus epigramas o sarcasmos a propósito de nuestros proceres, alguien agregaba alguna minúscula contribución, era aniquilado en seguida con una ironía de signo opuesto. Era todo lo contrario, en suma, de lo que se estima por una persona equilibrada, o simplemente por lo que se considera una persona si lo que diferencia a una persona de un individuo es cierta dureza, cierta persistencia y coherencia de las ideas y sentimientos, no había ninguna clase de coherencia en él, salvo la de sus obsesiones, que eran rigurosas y permanentes. Era todo lo opuesto a un filósofo, a uno de esos hombres que piensan y desarrollan un sistema como un edificio armonioso; era algo así como un terrorista de las ideas, una suerte de antifilósofo. Tampoco su cara permanecía idéntica a sí misma. La verdad es que siempre pensé que en él habitaban varias personas diferentes. Y aunque sin duda era un canalla, me atrevería a afirmar que sin embargo había en él cierta especie de pureza, aunque fuera una pureza infernal. Era una especie de santo del infierno. Alguna vez le oí decir, justamente, que en el infierno, como en el cielo, hay muchas jerarquías, desde los pobres y mediocres pecadores (los pequeños burgueses del infierno, decía) hasta los grandes perversos y desesperados, los negros monstruos que tenían el derecho a sentarse a la derecha de Satanás; y es posible que sin decirlo explícitamente estuviera confesando en aquel momento un juicio sobre su propia condición.

Los locos, como los genios, se levantan, a menudo catastróficamente, sobre las limitaciones de su patria o de su tiempo, entrando en esa tierra de nadie, disparatada y mágica, delirante y tumultuosa, que los buenos ciudadanos contemplan con sentimientos cambiantes; desde el miedo hasta el odio, desde el aparente menosprecio hasta una especie de pavorosa admiración. Y sin embargo, esos individuos excepcionales, esos hombres fuera de la ley y de la patria conservan, a mi parecer, muchos de los atributos de la tierra en que nacieron y de los hombres que hasta ayer fueron sus semejantes aunque como deformados por un monstruoso sistema de proyección hecho con lentes torcidos y con amplificadores desaforados. ¿Qué clase de loco podía ser el Quijote sino un loco español? Y aunque su talla descomunal y su demencia lo universalizan y de alguna manera lo hacen comprensible y admirable a todos los hombres del mundo, hay en él rasgos que únicamente podían darse en ese país a la vez brutalmente realista y mágicamente descabellado que es España. A pesar de todo había mucho de argentino en Fernando Vidal. Buena parte de sus contradicciones eran, claro, consecuencia de su naturaleza individual, de su herencia enferma, y podían haberse producido en cualquier parte del mundo. Pero otras creo que eran producto de su condición de argentino, de cierto tipo de argentino. Y aunque pertenecía, por el lado de la madre, a una antigua familia, no era, sin embargo, como podría suponerse, la expresión unilateral y simple de la que ahora se llama la oligarquía nacional o por lo menos no tenía esas peculiaridades que la gente de la calle espera en esas personas, de la misma manera, y con la misma superficialidad, que invariablemente imagina flemáticos a los ingleses, desconcertándose cómicamente cuando se le menciona a individuos como Churchill. Cierto es que esas variantes que lo apartaban de la norma podían deberse por un lado a la herencia paterna y por otro al hecho de ser la familia Olmos algo excéntrica y desvaída (aunque también esto es genuinamente nacional en muchas viejas familias). Esta familia en decadencia daba la impresión de estar integrada por fantasmas o por distraídos sonámbulos, en medio de una realidad brutal que ni sentían, ni oían, ni comprendían; lo que curiosa, y hasta cómicamente les daba de pronto la ventaja paradójica de atravesar el durísimo muro de la realidad como si no existiera. Pero Fernando no pertenecía del todo a esa familia, pues poseía, aunque por golpes, por furiosos accesos, una frenética energía, bien que esa energía fuese empleada siempre para la negación o para la destrucción, rasgo éste que sin duda heredó de su padre, espíritu inferior pero dotado de una fuerza violenta y tenebrosa, fuerza que pasó a su hijo, aunque éste lo odiase y se negase a reconocerlo y hasta es posible que lo odiase y se negase a reconocerlo por lo mismo que descubría en sí mismo los atributos del hombre que tanto aborrecía y que, siendo chico, intentó envenenar. Esta inyección de la sangre de Vidal en la vieja familia produjo en la persona de Fernando, y más tarde en la de Alejandra, una violenta reacción, como sucede, creo, en ciertas plantas enfermizas o débiles cuando ciertos maléficos estímulos externos desarrollan cánceres que terminan por abarcar y finalmente por aniquilar todo con su monstruosa vitalidad. Así pasó con aquella estirpe antigua, tan generosa y conmovedoramente risible en su absoluta falta de realismo. Hasta el punto inverosímil de seguir viviendo en la vieja casa, en aquellos restos de Barracas, donde sus antepasados habían tenido su quinta y donde ahora, acorralados en sus últimos y miserables fragmentos, sobrevivían rodeados de fábricas y conventillos, y donde el bisabuelo dormitaba añorando las antiguas virtudes, aniquiladas por los duros días de nuestro tiempo. Del mismo modo que un caótico estruendo aniquila una candorosa y suave balada de otras épocas.

Yo también, a mi manera, estuve enamorado de Alejandra, hasta que comprendí que era a su madre Georgina a quien había querido, y que, al rechazarme, me proyectó sobre su hija. El tiempo me hizo comprender mi error, y volví entonces a mi primera (e inútil) pasión; pasión que supongo durará hasta que Georgina muera, hasta que tenga alguna mínima esperanza de tenerla a mi lado. Porque, aunque usted se asombre, todavía vive y no ha muerto como creía Alejandra… o como aparentaba que creía. Alejandra tenía muchos motivos para odiar a su madre, dado su temperamento y su concepción del mundo, y muchos motivos para darla por muerta.

Pero me apresuro a aclarar que, contra lo que usted podría suponer después de esto, Georgina es una mujer profundamente buena y por otra parte incapaz de hacer mal a nadie y mucho menos a su hija. ¿Por qué, entonces, Alejandra la odiaba de tal modo y mentalmente la había matado desde su niñez? ¿Y por qué Georgina vivía lejos de ella y, en general, apartada de todos los Olmos? No sé si le podré aclarar estos problemas y algunos otros que todavía se presentarán respecto a esa familia que tanto ha pesado en mi vida, y ahora en la de ese chico. Le confieso que me había propuesto no decirle nada sobre mi amor por Georgina, porque…, bueno…, digamos porque no soy propenso a hablar de mis tribulaciones personales. Pero ahora advierto que sería imposible iluminar algunos ángulos de la personalidad de Fernando sin contarle siquiera sea someramente lo de Georgina. ¿Le dije ya que era prima de Fernando? Sí, era hija de Patricio Olmos, hermana del Bebe, el loco del clarinete. Y Ana María, madre de Fernando, era hermana de Patricio Olmos, ¿entiende? De modo que Fernando y Georgina eran primos carnales y, además, y este dato es importantísimo, Georgina se parecía asombrosamente a Ana María: no sólo por sus rasgos físicos, como Alejandra, sino y sobre todo por su espíritu: era algo así como la quintaesencia de la familia Olmos, sin la contaminación de la sangre violenta y maligna de Vidal, refinada y bondadosa, tímida y un poco fantasmal, con una sensualidad delicada y profundamente femenina. En cuanto a sus relaciones con Fernando…

Imaginemos en un escenario una hermosa mujer que nos atrae por su expresión grave, por su seriedad y por su reconcentrada belleza, pero que está sirviendo de médium o de sujeto en un experimento de hipnotismo o de transmisión de pensamiento que realiza un individuo poderoso y funesto. Todos hemos asistido alguna vez a alguno de esos espectáculos, y todos hemos observado cómo ella sigue automáticamente las órdenes y las simples miradas del hipnotizador. Todos hemos notado esa mirada vacua, un poco como de ciego, que tienen las víctimas del experimento. Imaginemos que esa mujer nos atrae irresistiblemente y que, hasta cierto punto, en sus intervalos de vigilia o de plena conciencia se inclina un poco hacia nosotros. ¿Qué podemos hacer cuando está bajo el imperio del hipnotizador? Sólo desesperarnos y entristecernos.

Eso era lo que a mí me sucedía con Georgina. Y apenas en algunos excepcionales momentos pareció como si aquella fuerza maléfica cediera y entonces (oh! maravillosos, frágiles y fugaces momentos) ella reclinó su cabeza sobre mi pecho, llorando. Pero qué precarios eran aquellos instantes de dicha. Pronto volvía a recaer en el hechizo y entonces todo era inútil: yo movía mis manos delante de sus ojos, le hablaba, la tomaba del brazo, pero ella no me veía, ni me oía, ni me sentía en ninguna forma.

En cuanto a Fernando, ¿la quería?, ¿y cómo la quería? No podría darle una impresión segura. En primer término, creo que él no quiso nunca a nadie. Además, la conciencia de su superioridad era tan grande que ni los celos experimentaba; a lo más, cuando veía a alguien en torno de ella, apenas manifestaba algún imperceptible gesto de ironía o menosprecio. Sabía, por otro lado, que bastaba un levísimo movimiento suyo para desbaratar cualquier endeble sentimiento que estuviese desarrollándose, como basta un golpe-cito con un dedo para derrumbar el castillo de naipes que se levantó trabajosamente y como deteniendo la respiración. Y ella parecía esperar ese gesto de Fernando con ansiedad, como si fuera su más grande expresión de amor.

Era invulnerable. Recuerdo, por ejemplo, cuando Fernando se casó. Ah, pero claro, usted no lo sabe, naturalmente. Y tendrá otro motivo de asombro. No sólo porque se casó sino porque no lo hizo con su prima. En realidad, pensándolo bien, casi sería inconcebible que lo hubiera hecho, y en todo caso eso sí que habría sido asombroso de verdad. No: con Georgina tuvo relaciones clandestinas, pues por aquel tiempo su entrada en la casa de los Olmos estaba prohibida, y no dudo que don Patricio la hubiese matado, con toda la bondad que tenía. Y cuando Georgina tuvo su hija…, bueno, sería muy largo explicar todo y además no tendría objeto, pero acaso baste decir que se fue de la casa; más que todo por timidez y vergüenza, ya que ni don Patricio ni su mujer María Elena eran capaces de proceder vulgar y groseramente con ella; pero se fue, desapareció un poco antes de tener a Alejandra, y casi podría decirle, como se dice corrientemente, que se la tragó la tierra. Por qué, sin embargo, se separó de Alejandra cuando la chica tenía diez años, por qué la chica se fue a vivir con sus abuelos en la casa de Barracas, por qué nunca más Georgina volvió allá, todo eso me llevaría demasiado lejos, pero tal vez usted pueda en parte comprenderlo si recuerda lo que ya le dije sobre el odio, odio mortal y creciente, que Alejandra fue cobrando por su madre a medida que se hacía grande. Vuelvo, pues, a lo que estaba contando: el casamiento de Fernando. Cualquiera podría sorprenderse de que aquel nihilista, aquel terrorista moral que se burlaba de cualquier género de sentimientos e ideas burgueses pudiera casarse. Pero mucho más se sorprendería si supiese cómo se casó. Y con quién… Era una chica de dieciséis años, muy linda y de gran fortuna. A Fernando le gustaban muchísimo las mujeres hermosas y sensuales, tanto como las menospreciaba; pero esa inclinación se acrecentaba cuando eran de corta edad. Ignoro detalles porque en aquel tiempo yo no lo veía; y aunque lo hubiese frecuentado, tampoco habría conocido muchos detalles, porque era un hombre que podía vivir confortablemente en dos o más planos distintos. Pero oí frases por ahí, frases que debían tener una relación con la verdad tan dudosa como todo lo que se relacionaba con los actos e ideas de Fernando. Me dijeron, por supuesto, que le había echado el ojo a la fortuna de la muchacha, que ella era una chiquilina deslumbrada por aquel comediante; agregaban que Fernando había mantenido relaciones (algunos afirmaban que antes, otros que durante y después del casamiento) con la madre, una judía polaca de unos cuarenta años, de pretensiones intelectuales, que vivía dificultosamente con su marido, un señor Szenfeld dueño de fábricas textiles. Se murmuraba que mientras Fernando mantenía esas relaciones con la madre, la hija quedó embarazada y que a raíz de eso “no tuvo más remedio que casarse”, frase que me hizo reír mucho cuando me la contaron, tan descabellado era aplicarla a Fernando. Algunos informantes, que se consideran más autorizados que otros porque jugaban a la canasta en la casa de San Isidro, sostenían que se produjeron tormentosas escenas entre los actores de aquella grotesca comedia, violentas escenas de celos y amenazas; y que, y esto me resultaba también particularmente gracioso, Fernando sostuvo entonces que él no podía casarse con la señora Szenfeld, aunque ésta se divorciase, porque pertenecía a una vieja familia católica, y que, en cambio, su deber era casarse con la chica con quien había tenido relaciones.

Como usted puede suponer, para quien conocía a Fernando como yo, esas murmuraciones sólo podían proporcionarme una especie de dolorosa diversión; pero claro que encerraban parte de la verdad, como sucede siempre con las leyendas más fantásticas. Por lo pronto eran hechos ciertos; Fernando se casó con una chica judía de dieciséis años; usufructuó durante un par de años una hermosa casa en Martínez, comprada y regalada por el señor Szenfeld; dilapidó el dinero que seguramente obtuvo para el casamiento y, por fin, la misma casa, abandonando entonces a la chica.

Éstos son hechos.

En cuanto a las interpretaciones y murmuraciones, habría mucho que analizar. Tal vez no esté de más que le diga lo que pienso, ya que esos episodios echan alguna luz sobre la personalidad de Fernando, aunque no sea mucho más que la que pueda echar sobre la esencia del diablo el conocimiento de algunas de sus perrerías tragicómicas. Curioso: la palabra tragicómico es la primera vez que acude a mi mente con respecto a la personalidad de Fernando, pero creo que responde también a la verdad. Fernando fue una persona fundamentalmente trágica, pero hay momentos de su existencia que bordean el humor, bien que se trate de un humor tenebroso. Es seguro, por ejemplo, que en aquellos turbios sucesos de su casamiento debe de haber dado salida a uno de sus accesos de humorismo negro, ejecutando entonces uno de aquellos espectáculos de comicidad infernal que tanto lo deleitaban. Esa frase de las señoras de canasta, por ejemplo, esa frase sobre el catolicismo de su familia y sobre la imposibilidad de casarse con una divorciada. Frase doblemente extravagante, porque además de reírse del catolicismo de su familia y del catolicismo en general, y de todos y de cualquier principio o fundamento de la sociedad, se la decía a la madre de la muchacha con quien también mantenía relaciones íntimas. Esa forma de mezclar lo “respetable” con lo indecente era una de las especialidades de Fernando. Como las palabras que dicen que pronunció para quedarse con la hermosa casa de Martínez: “Ha hecho abandono del hogar”. Cuando en rigor la chica ha de haber huido espantada o, aun más probablemente, echada mediante algún diabólico recurso. Uno de los pasatiempos favoritos de Fernando era llevar a su casa mujeres que visiblemente eran sus amantes, convenciendo a la chica (su poder de convicción era casi ilimitado) de que las recibiese y agasajase; pero, sin duda, graduando el experimento, para que poco a poco ella fuera cansándose, hasta huir finalmente de la casa, que es lo que Fernando esperaba. De qué manera la propiedad quedó en sus manos, no lo sé; pero supongo que habrá sabido hacer las cosas con la madre (que seguía queriéndolo y teniendo por consiguiente celos de su hija) y con el señor Szenfeld. De qué manera este hombre haya podido llegar a ser amigo de alguien que la murmuración hacía amante de su mujer, cómo esa amistad o debilidad pudo alcanzar hasta el punto para que un lince de los negocios regalase una casa suntuosa a ese individuo que no sólo era amante de su mujer, sino que además hacía infeliz a su hija, todo eso será siempre uno de los misterios de la oscura personalidad de Vidal. Pero estoy persuadido de que a tales fines habrá realizado una sutilísima operación, semejante a esas que llevan a cabo los gobernantes maquiavélicos con los partidos opositores que a su vez están enemistados entre sí. Mi idea es la siguiente: Szenfeld odiaba a su mujer, que no sólo lo engañó con Fernando sino antes con un socio llamado Shapiro. Pudo sentir una viva satisfacción al enterarse de que por fin alguien la humillase y la hiciese sufrir a aquella pedante que a menudo lo despreciaba; y de esa viva satisfacción a la admiración y hasta el afecto puede haber un paso, ayudado por el talento de Fernando para seducir a alguien cuando se lo proponía, talento que era favorecido por su completa falta de sinceridad y de honestidad; ya que las personas sinceras y honestas, al mezclar en sus amistades las inevitables muestras de desagrado por las mil y una circunstancias que siempre aparecen entre los seres humanos, aun entre los mejores, no logran producir jamás esas proezas de encantamiento absoluto que pueden alcanzar los cínicos y mentirosos; y por los mismos mecanismos, en fin, en virtud de los cuales la mentira es siempre más agradable a las gentes que la verdad, afeada como está la verdad por las imperfecciones que tienen hasta los seres más cercanos a la perfección y a quienes más querríamos agradar y satisfacer. Por otro lado, la satisfacción del señor Szenfeld aumentaría al comprobar que los sufrimientos de su mujer provenían de la humillación provocada a su orgullo por motivos presumiblemente vinculados a la edad, ya que Fernando la engañaba con una chica joven y hermosa. Y, en fin (ingrediente que acaso también haya intervenido), porque en toda esa operación no resultaba perdidoso él, Szenfeld, ya que de todos modos su condición de marido engañado era anterior, sino el señor Shapiro, que por ser el engañador tendría probablemente un orgullo mucho más agudo, pero también más vulnerable, que el del señor Szenfeld. Y la derrota de Shapiro en ese terreno, que era el único en que tenía superioridad sobre su socio (porque Szenfeld, cualesquiera fueran sus fallas como marido, era un reconocido lince de los negocios), lo rebajaba a Shapiro a una situación tan humillante que por contraste renovó las fuerzas de Szenfeld. Y tanto debe de haber sido así que no sólo las empresas textiles recibieron impulsos de nuevas y audaces operaciones, sino que, a partir del casamiento de Fernando, fue notoria la simpatía casi protectora con que trataba a su socio delante de terceros.

En cuanto a Georgina, le contaré algo característico. El casamiento se produjo en el año 51. Por ese tiempo la encontré por la calle Maipú, cerca de la Avenida; cosa rarísima porque jamás ella venía por el centro. Hacía unos diez años que no la veía. A los cuarenta años, estaba apagada y envejecida, triste, más callada que nunca; y, aunque siempre fue reservada y de muy pocas palabras, en aquel momento su silencio era casi intolerable. Iba con un paquete. Como siempre, sentí una gran conmoción. ¿Dónde había estado encerrada en aquellos años? ¿En qué lugares absurdos vivía ocultamente su drama? ¿Qué había hecho en todo ese tiempo, qué había pensado y sufrido? Todo esto me habría gustado preguntarle, pero sabía que era inútil; y que si era arduo extraer de ella una conversación cualquiera, era totalmente imposible lograr respuesta a preguntas que afectaban su intimidad. Georgina me pareció siempre como esas casas que suele haber en algún barrio apartado, casi permanentemente cerradas y silenciosas, habitadas por personas grandes y enigmáticas; algún par de hermanos solterones, algún hombre solitario que ha sufrido una tragedia, algún artista frustrado o desconocido y misántropo con un canario y un gato; casas de las que no sabemos nada y que sólo se abren a cierta hora para dar entrada, en forma apenas notoria, a los comestibles; no a los vendedores o cadetes sino solamente a las cosas que traen y que, desde una puerta apenas entreabierta, son recogidas por un brazo del habitante solitario. Casas en las que de noche se enciende por lo general una sola luz, que quizá corresponda a una especie de cocina donde el hombre solitario también come y permanece; corriéndose luego la luz a otra pieza, donde presumiblemente duerme o lee o realiza algún trabajo disparatado como el de barcos en una botella. Luz solitaria que invariablemente me ha llevado a preguntarme, como ser curioso y que vive de conjeturas, ¿quién será ese hombre, o esa mujer, o ese par de solteronas? ¿Y de qué vivirá? ¿Tendrá una renta, habrá heredado? ¿Por qué no sale nunca? ¿Y por qué esa luz se mantiene hasta altas horas de la noche? ¿Acaso leerá? ¿O escribirá? ¿O será uno de esos seres solitarios y a la vez temerosos que sólo resisten la soledad con la ayuda de ese gran enemigo de los fantasmas, reales o imaginarios, que es la luz?

Necesité tomarla de un brazo, casi sacudirla, para que me reconociese. Parecía caminar medio dormida. Y era siempre asombroso verla viva en el tránsito caótico de Buenos Aires.

Una sonrisa se insinuó sobre su cara cansada, corno la suave iluminación de una vela que se enciende en una sala oscura, silenciosa y triste.

—Vení —le dije, llevándola hasta el London.

Nos sentamos y puse mi mano sobre una de ella. ¡Qué gastada la encontraba! No sabía, sin embargo, qué decirle ni qué preguntarle, ya que las cosas que de verdad me interesaban no se las podía preguntar, y las otras, ¿para qué preguntarlas? Me limitaba a contemplarla, como quien recorre en silencio viejos paisajes de otro tiempo, mirando con ternura y melancolía la obra de los años sobre su cara: árboles caídos, casas derruidas, molduras oxidadas, plantas desconocidas en el antiguo jardín, malezas y polvo sobre los restos de muebles.

Pero sin poder contenerme, con una abominable combinación de ironía y de pena, comenté:

—Así que Fernando se casó.

Fue de mi parte un acto repudiable, aunque inconsciente, del que me arrepentí en seguida.

De los ojos de Georgina empezaron a bajar dos lentísimas y apenas perceptibles lágrimas, como si de un hombre al borde de la muerte, por el hambre y la tortura, todavía se extrajese una última y pequeñísima confesión, apenas murmurada, mediante un último golpe brutal.

Es singular y habla muy mal de mí que en ese momento, en lugar de atenuar de algún modo mi desgraciado comentario anterior, dijera, con resentimiento:

—¡Y todavía lloras!

Por un segundo hubo en sus ojos un fulgor que se pareció al antiguo fulgor como un recuerdo a una realidad.

—¡Te prohíbo que juzgues a Fernando! —respondió.

Retiré mi mano.

Quedamos callados. Terminamos de tomar el café, en silencio. Luego dijo:

—Tengo que irme.

La antigua pena se apoderó de mí, esa pena que había quedado adormecida en tantos años de renunciamiento. Quién sabe cuándo la volvería a ver.

Nos despedimos en silencio. Pero cuando se había alejado unos pasos, se detuvo por un instante, se dio vuelta a medias, casi con timidez, y en su mirada me pareció advertir pena, ternura y desesperación. Pensé en correr hacia ella y en besar su cara ajada, sus ojos llorosos, su boca amargada; y en pedirle, en rogarle, que nos viéramos, que me permitiese estar cerca. Pero me contuve. Bien sabía que era utópico y que nuestros destinos tendrían que proseguir sin encontrarse, hasta la muerte.

A poco de aquel encuentro casual, ocurrió la separación de Fernando y su mujer. También supe que la casa de Martínez, el famoso regalo del señor Szenfeld, fue rematada y que Fernando se había ido a vivir en una casita de Villa Devoto.

Es probable que en ese intervalo hayan pasado muchas cosas y que esa operación haya sido la consecuencia de tumultuosas vicisitudes en la vida de Fernando; porque por ese tiempo sé que jugaba en la ruleta de Mar del Plata, perdiendo enormes sumas. También me dijeron que participó en un negocio o negociado de tierras, cerca del aeródromo de Ezeiza, aunque bien puede ser que eso sea una noticia apócrifa lanzada por alguno de los amigos de la familia Szenfeld. Pero lo cierto es que al final fue a parar a la modestísima casita de Villa Devoto donde, por otra parte, fue encontrado oculto el Informe sobre ciegos.

Ya le dije que Szenfeld lo ayudó. Ahora creo que mejor sería decir que “lo premió”, en ocasión de su increíble casamiento. Cayó enredado, como muchos otros, en la red de Fernando, hasta el punto de ayudarlo luego en sus especulaciones y de sacarlo de apuros en el período del juego. Con todo, por motivos que ignoro, la paradojal amistad con el señor Szenfeld terminó o debió de terminar, pues de otro modo no se explica el mísero final.

La última vez que lo encontré por la calle (no me refiero al encuentro por el barrio de Constitución, en que simuló no conocerme, o quizá no me vio, abstraído como iba, ya en el último período de su locura con los ciegos) iba acompañado con un individuo muy alto, rubio y de rostro durísimo y despiadado. Como casi me fui sobre Fernando, no pudo rehuirme y conversó algunas palabras conmigo, mientras el otro sujeto se apartaba y miraba hacia la calle, después que me lo presentó con un nombre alemán, que ahora no recuerdo. Pocos meses más tarde me encontré con su fotografía en la página policial de La Razón; su rostro despiadado, de labios filosos y apretados, era imposible de olvidar. Figuraba al lado de otros individuos buscados por la policía, como presuntos asaltantes del Banco de Galicia, sucursal Flores. Asalto perfecto y que según la hipótesis había sido realizado por comandos de la guerra. El sujeto éste era polaco y había actuado como comando en el ejército de Anders. Su apellido no era el que me había pronunciado Fernando.

Esta doblez me afirmó en la idea de que la policía no andaba equivocada. Algo grave preparaba aquel individuo en la época del encuentro fortuito. ¿Estaba Fernando vinculado a esa empresa? Es muy probable. De joven había dirigido aquella banda de asaltantes de Avellaneda, y, por otra parte, en su mala situación económica era más que probable que hubiese vuelto a su vieja pasión: el asalto de un banco. Método que siempre le pareció ideal para lograr de golpe una gran suma de dinero, al mismo tiempo que tenía para él un valor simbólico.

—El Banco —me dijo más de una vez, cuando éramos muchachos— así, con mayúscula, es el templo del espíritu burgués.

Sea como sea, su nombre no figuraba en aquella búsqueda policial.

Luego no lo vi durante los últimos dos años, en que parece haber estado sumido, a juzgar por los extraños papeles, en esa desatinada exploración del mundo subterráneo.

Desde que recuerdo vivió obsesionado por los ciegos y la ceguera.

Un poco antes de la muerte de su madre, cuando todavía vivíamos en Capitán Olmos, recuerdo un hecho característico. Había apresado un gorrión, lo llevó a aquella pieza que tenía arriba, a la que llamaba su fortín, y con una aguja le pinchó los ojos. Luego lo largó, y el pájaro, enloquecido de dolor y de miedo, se lanzaba frenéticamente contra las paredes, sin acertar a salir por la ventana. Yo, que traté de detenerlo en aquella mutilación, me sentí mareado. Creí que mientras bajaba la escalera me desmayaría, y hube de agarrarme durante un buen tiempo de la baranda hasta reponerme; mientras oía que Fernando, allá arriba, se reía de mí.

Y aunque muchas veces me había dicho que les sacaba los ojos a pájaros y otros animales, era la primera vez que lo vi haciéndolo. Y también la última. Nunca podré ya olvidar la espantosa sensación de aquella mañana.

A raíz de ese episodio no volví más a su casa ni a la estancia, privándome de lo que para mí era lo más importante: ver y oír a su madre. Pero, ahora lo pienso, precisamente por eso, porque no resistía saberla madre de un chico como Fernando. Y la mujer de un hombre como Juan Carlos Vidal, personaje que aún hoy recuerdo con repugnancia.

Fernando odiaba a su padre. Por aquel tiempo tenía doce años, y era moreno y duro como él. Y aunque lo odiaba, manifestaba muchos rasgos semejantes con él, no sólo rasgos físicos sino de temperamento. Su cara tenía algunos de los atributos que eran característicos de los Olmos: sus ojos verdes, sus pómulos pronunciados. Todo lo demás era de su padre. Con los años fue repudiando crecientemente aquella semejanza, y pienso que esa semejanza era una de las principales causas del rencor que de pronto estallaba contra sí mismo. Su misma violencia, su sensualidad cruel, todo aquello provenía del lado paterno.

Yo le tenía miedo. Era callado y de pronto tenía estallidos de cólera ciega. Su risa era dura. Tal vez como reacción contra su padre, que era mujeriego y borracho, durante muchos años de su juventud no probó el alcohol y muchas veces lo vi entregarse a un sorprendente ascetismo, como si quisiera mortificarse. Períodos que rompía entregándose a una lujuria sádica, en los que utilizaba las mujeres para una especie de infernal satisfacción, despreciándolas al mismo tiempo y rechazándolas luego con irónica violencia, acaso como culpables de su imperfección. A pesar de sus simulaciones y payasadas era solitario y estoico, no tenía amigos ni los quería o podía tener. Creo que únicamente quiso a su madre, aunque me resulta arduo imaginar que aquel muchacho pudiera querer a nadie, si por esa palabra intentamos expresar alguna forma del afecto, del cariño o del amor. Quizá sólo sintiera por su madre una pasión enfermiza e histérica. Recuerdo un hecho: yo había pintado una acuarela de un alazán llamado Fritz que Ana María montaba a menudo y quería mucho; ella se entusiasmó con el retrato y me besó con pasión; entonces Fernando se vino contra mí y me agredió; como ella nos separara y retara a su hijo, Fernando desapareció y cuando lo encontré, al lado del arroyo donde solía bañarse, traté de reconciliarme con él; me escuchó en silencio mordiéndose las uñas, como era común en él cuando estaba atormentado, y de pronto saltó sobre mí con un cortaplumas abierto. Luché con desesperación, sin entender aquella furia, y como me fue posible arrancarle el cortaplumas y arrojarlo lejos, él se separó de mí, recogió el arma y, ante mi gran sorpresa, ya que imaginé que volvería a atacarme, se lo clavó en su propia mano.

Deberían pasar años para que yo comprendiera qué orgullo explicaba aquel suceso.

Al poco tiempo después sucedió lo del gorrión, y no lo volví a ver más, ni volví nunca por su casa ni por la estancia. Teníamos doce años, y en invierno, a los pocos meses, murió Ana María: según algunos a disgustos; según otros, con píldoras para el sueño. En mí, los sentimientos de tristeza de aquel día aciago resurgen unidos a la derrota de Firpo con Dempsey (no se hablaba de otra cosa) y la música del shimmy La danza de las libélulas, que tocaba con serrucho José Bohr en un disco del fonógrafo de los Iturrioz, al lado de mi casa.

Pasaron tres años hasta volverlo a encontrar. Solo, con mis cómicos quince años, en la pensión de Buenos Aires, durante los largos domingos mi pensamiento volvía insistentemente a Capitán Olmos. Creo haberle dicho que casi no he reconocido a mi madre, que murió cuando yo tenía dos años. ¿Cómo puede extrañar que para mí Capitán Olmos fuese en buena medida el recuerdo de Ana María? La veía en aquellos atardeceres de la estancia, en verano, recitando aquellos versos en francés que yo no comprendía, pero me producían, en la voz grave de Ana María, una sutil voluptuosidad. “Están allí”, pensaba, “están allí”. Y en aquel verbo en plural, en un candoroso autoengaño con la conjugación, en el fondo de mi alma y de mi voluntad la incluía: como si en aquella vieja casa de Barracas que yo conocía casi como si la hubiese visto (tanto Ana María me había hablado de ella), su alma sobreviviese de alguna manera; como si en su hijo, en su repugnante hijo, en Georgina, en el padre y en las hermanas, prefigurada o desfigurada, pudiese rastrearse la huella de Ana María. Y yo rondaba por el caserón, sin animarme nunca a llamar. Hasta que un día vi a Fernando que venía hacia la casa, y no quise o no pude huir.

—¿Vos? —me preguntó con una sonrisa despectiva.

Volví a experimentar ante él la incomprensible sensación de culpa de siempre.

¿Qué andaba haciendo por ahí? Sus ojos penetrantes y malignos me impedían mentir. Por lo demás, era inútil: bien adivinaba que yo andaba rondando la casa. Y yo me sentí como un delincuente primerizo y torpe, tan incapaz de hablarle de mis sentimientos, de mi nostalgia, como de escribir un poema de amor romántico entre los cadáveres de una sala de disección. Y vergonzantemente callado, admití que Fernando me llevase como por limosna, porque de todos modos vería aquella casa. Y mientras atravesábamos el parque en el atardecer, me llegó el intenso perfume del jazmín del país, que para mí siempre sería “del páis”, con acento en la a, y que para siempre significaría: lejos, madre, ternura, nunca más. En el Mirador me pareció ver el rostro de una vieja, una especie de fantasma en la penumbra, que sigilosamente se retiró. El cuerpo principal de la casa se une al pequeño bloque en que está el Mirador por una galería cubierta, formando así una especie de península. Ese pequeño bloque está formado por dos piezas, que seguramente en otro tiempo fueron ocupadas por parte de la servidumbre, por la planta baja del Mirador (que, como vi después, en la prueba a que me sometió Fernando, era un depósito de trastos que se comunicaba con la planta superior mediante una escalera de madera) y una escalera metálica de caracol, que subía por la parte externa hasta la terraza, que daba al Mirador. Esa terraza cubría las dos grandes piezas a que me refiero y estaba rodeada, como era habitual en muchas construcciones de aquel tiempo, por una balaustrada, en ese momento ya semiderruida. Sin pronunciar palabra, Fernando marchó por aquel corredor y entró en una de las dos piezas. Prendió la luz y comprendí que debía de ser su habitación: tenía una cama, una antigua mesa de comedor que le servía de escritorio, una cómoda y una serie de muebles derrengados y al parecer inútiles, pero que se guardarían allí por no tener donde ponerlos, ya que la casa había sufrido una serie de reducciones. Acabábamos de llegar y por una puerta, que comunicaba con la segunda habitación apareció un chico que me produjo un instintivo rechazo. Sin saludar, sin explicaciones, preguntó: “¿Lo trajiste?” y Fernando, secamente, dijo “no”. Lo miré con asombro: de unos catorce años, tenía una enorme cabeza alargada como pelota de rugby, una piel como el marfil, unos pelos lacios y finos, una mandíbula prognática, una nariz afilada y unos ojos afiebrados que me produjeron un rechazo instintivo: el rechazo que acaso podríamos sentir por un ser de otro planeta, casi idéntico a nosotros, pero con diferencias oscuramente temibles.

Fernando no contestó, mientras el otro, mirándolo con sus ojos afiebrados dirigía a su boca la embocadura de una flauta o clarinete y empezaba a tocar una especie de proyecto de frase. Fernando revolvía en una pila polvorienta de Tit-bits que había en un rincón del suelo, pareciendo buscar algo especial, tan ajeno a mi presencia como si yo fuera uno de los habitantes normales de la casa. Por fin separó un número que tenía en la tapa al héroe de Justicia alada. Cuando vi que se disponía a salir y que al parecer hacía caso omiso de mi persona, me sentí molestísimo: no podía salir con él, como si fuera su amigo, pues él no me había pedido que entrara y tampoco ahora me invitaba a acompañarlo; tampoco me podía quedar en aquella habitación y mucho menos con el extraño muchacho del clarinete. Por un instante me sentí el ser más desdichado y ridículo del mundo. Por otra parte, ahora comprendo que en aquel momento Fernando hacía todo eso con deliberación, por pura perversidad.

De modo que, cuando hizo su aparición la chica pelirroja y me sonrió, experimenté un enorme alivio. Sin saludarme, sonriendo irónicamente, Fernando se fue con su revista y yo me quedé mirando a Georgina: había cambiado bastante; ya no era la chica flaquita que yo había conocido en Capitán Olmos cuando la muerte de Ana María; ahora tenía catorce o quince años y empezaba a acercarse a su retrato definitivo como el burdo y rápido boceto de un pintor a la obra final. Quizá por ver que sus pechos empezaban a marcarse debajo de su tricota, me sonrojé y miré hacia el suelo.

—No lo trajo —dijo el Bebe, con el clarinete en la mano.

—Bueno, ya lo traerá —contestó ella, con el tono de una madre que engaña a su chico.

—¿Cuándo? —insistió el Bebe.

—Pronto.

—Sí, ¿pero cuándo?

—Le digo que pronto, ya va a ver. Ahora se sienta ahí y toca el clarinete, ¿eh?

Lo llevó suavemente de un brazo a la otra pieza, al mismo tiempo que me decía: “Vení, Bruno”. Los seguí y entré: era probablemente la habitación en que dormían los dos hermanos, y se diferenciaba completamente del cuarto de Fernando, a pesar de que los muebles eran tan viejos y derrengados como los otros; pero había algo, una tonalidad delicada y femenina.

Lo llevó hasta una silla, lo hizo sentar y le dijo:

—Ahora se queda ahí y toca, ¿eh?

Luego, como una dueña de casa que se dispone a atender sus visitas después de tomar algunas disposiciones hogareñas, me mostró sus cosas: un bastidor donde estaba bordando un pañuelo para su padre, una gran muñeca negra que se llamaba Elvira, a quien de noche acostaba consigo, y una colección de fotografías de actores y actrices de cine, pegadas con chinches en la pared: Valentino vestido de sheik, Pola Negri, Gloria Swanson en Los diez mandamientos, William Duncan, Perla White. Discutimos los méritos y los defectos de cada uno y de los filme en que trabajan, mientras el Bebe repetía aquella misma frase con el clarinete. Ella prefería por encima de todos a Rodolfo Valentino; yo me inclinaba más bien por Eddie Polo, aunque admitía que Valentino era grandioso. En cuanto a cintas, me pronuncié con calor por El rastro del octopus, pero Georgina dijo, y yo le encontré razón, que era demasiado terrible y que ella, en los momentos peores, tenía que mirar hacia otra parte.

El Bebe dejó de tocar y nos miraba, con sus ojos afiebrados.

—Toque, Bebe —dijo ella mecánicamente, mientras empezaba a bordar en su bastidor.

Pero el Bebe seguía mirándome en silencio.

—Bueno, entonces muéstrele a Bruno su colección de figuritas —admitió.

El Bebe se iluminó y dejando el clarinete, entusiasmado, sacó desde abajo de su cama una caja de zapatos.

—Muéstrele, Bebe —repitió ella, seriamente, sin dejar de mirar su bastidor, en esa forma mecánica que usan las madres para dar indicaciones a sus hijos mientras están absortas en tareas importantes del hogar.

El Bebe se puso a mi lado y me mostró su tesoro.

—¿Lo tenés a Onzari? —le pregunté.

Se daban hasta seis o siete Bidoglio por un Onzari.

—Claro que sí —me dijo, y lo buscó.

Después de mostrármelo, me admiró poniendo en el suelo equipos completos muy difíciles, como el de los escoceses.

De pronto tuvo un acceso de tos. Georgina dejó su bastidor, fue hasta un armario y sacó un frasco de alquitrán Guyot. Congestionado y con los ojos lagrimeando, el Bebe hizo un gesto negativo con la mano, pero con suave firmeza Georgina le hizo tragar una cucharada grande.

—Si no se cura, tonto, no podrá tocar el clarinete —le dijo.

Así fue mi primer encuentro con Georgina en su casa: habría de asombrarme de los dos o tres encuentros posteriores, en que ella, en presencia de Fernando se convertía en un ser indefenso. Lo curioso es que nunca pasé de aquellas dos habitaciones casi suburbanas de la casa (fuera de la experiencia terrorífica del Mirador, que ya le contaré) y del contacto con aquellos tres muchachos, de aquellos tres seres tan disímiles y tan extraños: una exquisita niña llena de delicadeza y feminidad, pero subyugada por un ser infernal, un retardado mental o algo por el estilo y un demonio. De los otros habitantes de la casa tuve noticias inciertas y esporádicas, pero en las pocas veces que estuve allá no me fue posible ver nada de lo que transcurría entre las paredes de la casa principal, y mi timidez de aquel tiempo me impidió inquirir a Georgina (a la única que podía haberle preguntado) cómo eran y cómo vivían sus padres, su tía María Teresa y su abuelo Pancho. Al parecer, aquellos chicos vivían con independencia en las dos piezas del fondo, bajo el dominio de Fernando.

Años más tarde, hacia 1930, conocí al resto de los que habitaban aquella casa y ahora comprendo que con tales personajes cualquier cosa que sucediera o dejara de suceder en la casa de la calle Río Cuarto era perfectamente esperable. Creo haberle dicho que todos los Olmos (con excepción, claro está, de Fernando y su hija, y por los motivos que ya mencioné) padecían una suerte de irrealismo, daban la impresión de no participar de la brutal realidad del mundo que los rodeaba: cada vez más pobres, sin atinar a nada sensato para ganar dinero o por lo menos para mantener los restos de su patrimonio, sin sentido de las proporciones ni de la política, viviendo en un lugar que era ocasión de comentarios irónicos y malévolos de sus parientes lejanos; cada día más alejados de su clase, los Olmos daban la impresión de constituir el final de una antigua familia en medio del furioso caos de una ciudad cosmopolita y mercantilizada, dura e implacable. Y mantenían, y desde luego sin advertirlo, las viejas virtudes criollas que las otras familias habían arrojado como un lastre para no hundirse: eran hospitalarios, generosos, sencillamente patriarcales, modestamente aristocráticos. Y quizá el resentimiento de sus parientes lejanos y ricos se debía en parte a que ellos, en cambio, no habían sabido guardar esas virtudes y habían entrado en el proceso de mercantilización y de materialismo que el país empezó a sufrir desde fines de siglo. Y, del mismo modo que ciertas personas culpables cobran odio a los inocentes, así los pobres Olmos, candorosa y hasta cómicamente aislados en la antigua quinta de Barracas, eran el destinatario del resentimiento de sus parientes: por seguir viviendo en un barrio ahora plebeyo en lugar de haber emigrado al Barrio Norte o a San Isidro; por seguir tomando mate en lugar de té; por ser pobres y no tener dónde caerse muertos; y por alternar con gente modesta y sin tradición. Si agregamos que nada de todo esto era deliberado en los Olmos, y que todas esas virtudes, que a los tres se les ocurrían indignantes defectos, eran practicadas con inocente sencillez, es fácil comprender que aquella familia constituyó para mí, como para otras personas, un conmovedor y melancólico símbolo de algo que se iba del país para no volver nunca más.

Al salir aquella noche de la casa, cuando ya estaba a punto de transponer la puerta de la verja, mis ojos se volvieron, no sé por qué, hacia el Mirador. La ventana estaba débilmente iluminada, y me pareció entrever la figura de una mujer que espiaba.

Vacilé mucho en volver: la presencia de Fernando me detenía, pero la de Georgina me hacía soñar y ansiaba verla de nuevo. Entre las dos fuerzas contrarias, mi espíritu parecía disputado y no me decidía a retornar. Hasta que por fin fue más fuerte mi deseo de ver nuevamente a Georgina. En todo aquel intervalo había reflexionado y volvía dispuesto a averiguar cosas, y si era posible, a conocer a los padres de ella. “Puede ser”, me decía para animarme, “que Fernando no esté”. Suponía que tendría amigos o conocidos, pues recordaba aquella búsqueda del número de Tit-bits y su salida, que no podía atribuirse sino a un encuentro con otros muchachos; y aunque lo conocía lo suficiente ya a Fernando para intuir, aun a mi edad, que no podía tener amigos, no era imposible, en cambio, que mantuviese algún otro género de vinculación con otros muchachos: más tarde confirmaría esa presunción y, aunque con reticencias, Georgina me confesaría que su primo dirigía una banda de muchachos inspirada en algunas películas de episodios como Los misterios de Nueva York y La moneda rota, banda que tenía sus juramentos secretos, sus puños de hierros y oscuros propósitos. Visto ahora a distancia, aquella organización me parece algo así como el ensayo general de la que tuvo más tarde hacia 1930, cuando organizó la banda de pistoleros.

Me instalé en la esquina de Río Cuarto e Isabel la Católica desde el mediodía. Pensé: después del almuerzo puede o no salir; si sale, aunque sea tarde, yo entraré.

Puede usted imaginarse mi interés por ver nuevamente a Georgina si le digo que esperé en aquella esquina desde la una hasta las siete. A esa hora vi que salía Fernando y entonces corrí por Isabel la Católica hasta casi la otra esquina, a una distancia suficientemente grande como para que pudiera escurrir mi cuerpo en caso de tomar él por la misma calle, o de poder volver hasta la casa si veía que él seguía de largo por Río Cuarto. Así fue: pasó de largo. Entonces me precipité hacia la casa.

Tengo la certeza de que Georgina se alegró de verme. Por otro lado, había insistido para que volviera.

Le pregunté sobre su familia. Me habló de su madre y de su padre. También de su tía María Teresa, que vivía siempre anunciando enfermedades y catástrofes. Y de su abuelo Pancho.

—El que vive allí arriba —dije yo, mintiendo, porque intuía que “allí arriba” se escondía un secreto.

Georgina me miró con un gesto de sorpresa.

—¿Allí arriba?

—Sí, en el Mirador.

—No, el abuelo no vive allí —respondió evasivamente.

—Pero vive alguien —le dije. Me pareció que le molestaba contestar.

—Me parece haber visto a alguien, la otra noche.

—Vive Escolástica —respondió, por fin, de mala gana.

—¿Escolástica? —pregunté asombrado.

—Sí, antes ponían nombres así.

—Pero no baja nunca.

—No.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros. La miré con cuidado.

—Me parece haber oído a Fernando algo.

—¿Algo? ¿Algo de qué? ¿Cuándo?

—De una loca. Allá, en Capitán Olmos. Enrojeció y bajó la cabeza.

—¿Te dijo eso? ¿Te dijo que Escolástica era loca?

—No, dijo algo de una loca. ¿Es ella?

—No sé si es loca. Yo nunca hablé con ella.

—¿Nunca hablaste con ella? —pregunté con extrañeza.

—No, nunca.

—¿Y por qué?

—¿No te dije que no baja nunca?

—Pero, ¿y vos nunca subiste?

—No. Nunca. Me quedé mirándola.

—¿Qué edad tiene?

—Ochenta y cuatro años.

—¿Es abuela tuya?

—No.

—¿Bisabuela?

—No.

—¿Qué es, entonces?

—Es tía segunda de mi abuelo. La hija del Comandante Acevedo.

—¿Y desde cuándo vive arriba?

Georgina me miró: sabía que no lo creería.

—Desde 1853.

—¿Sin bajar nunca?

—Sin bajar.

—¿Por qué?

Volvió a encogerse de hombros.

—Creo que por la cabeza.

—¿La cabeza? ¿Qué cabeza?

—La del padre, la cabeza del Comandante Acevedo. La echaron por la ventana.

—¿Por la ventana? ¿Quiénes?

—La Mazorca. Entonces corrió con la cabeza.

—¿Corrió con la cabeza? ¿Para dónde?

—Para allá, para el Mirador. Y no bajó nunca más.

—¿Y por eso está loca?

—Yo no lo sé. Yo no sé si está loca. Nunca subí.

—¿Y Fernando tampoco subió?

—Fernando, sí.

En ese momento vi, con temor y desaliento, que volvía Fernando. Evidentemente no había salido sino para hacer alguna cosa muy rápida.

—¡Ah, volviste! —se limitó a decirme escrutándome con sus ojos penetrantes, como si tratara de averiguar cuáles podían haber sido los móviles de mi nueva visita.

Desde el momento en que entró su primo, Georgina se transformó. Quizá la vez anterior mi nerviosidad me había impedido advertir la influencia que ejercía sobre su manera de ser la presencia de Fernando. Se volvía muy tímida, no hablaba, sus movimientos se hacían más torpes, y cuando se veía obligada a decir algo que yo le preguntaba respondía mirando de reojo hacia su primo. Fernando, por otra parte, se había instalado en su cama y desde allí, acostado, mordiéndose las uñas con encarnizamiento, nos miraba. La situación se volvió muy incómoda, hasta que de pronto él sugirió que ya que estaba inventásemos algún juego, pues, según dijo, estaba muy aburrido. Pero su mirada no demostraba aburrimiento, sino algo que yo no alcanzaba a discernir.

Georgina lo miró con temor, pero luego bajó la cabeza, como esperando su veredicto.

Fernando se sentó en la cama y parecía cavilar, siempre mirándonos y mordiéndose las uñas.

—¿Dónde está el Bebe? —preguntó, al fin.

—Está con mamá.

—Traélo.

Georgina fue a cumplir la orden. Nos quedamos en silencio hasta que llegaron, el Bebe con su clarinete.

Fernando explicó la cosa: ellos tres se esconderían en diferentes lugares de las dos piezas, de la leñera o del jardín (era ya de noche). Yo debería buscarlos y reconocerlos, sin hablar ni preguntar nada, mediante el tacto de la cara.

—¿Para qué? —pregunté estupefacto.

—Ya te explicaré después. Si acertás tendrás un premio —dijo con una risita seca.

Yo temía que estuviese burlándose de mí, como en otro tiempo en Capitán Olmos. Pero también temía negarme, porque en esos casos él siempre aducía que me negaba por pura cobardía, ya que sabía que sus juegos encerraban invariablemente algo terrible. Pero yo me preguntaba ¿qué podía encerrar de terrible en este caso? Parecía más bien una broma estúpida, algo para hacerme quedar groseramente en ridículo. Miré a Georgina como buscando en su rostro algún indicio, algún consejo. Pero Georgina ya no era la de antes: su rostro lívido y sus ojos muy abiertos demostraban una especie de fascinación o de miedo o de las dos cosas a la vez.

Fernando hizo apagar las luces, se escondieron, y yo, a tropezones, empecé a buscarlos. Pronto, inocentemente sentado en su cama, reconocía al Bebe. Pero ya Fernando había establecido que debía encontrar y reconocer por lo menos a dos.

No había nadie más en aquella habitación. Me quedaban por explorar la otra y la leñera. Con cuidado, tropezando aquí y allá, recorrí el cuarto de Fernando, hasta que me pareció oír, en medio del silencio, la respiración de uno de los dos restantes. Rogué a Dios que no fuera Fernando, pues, no sé por qué, encontrarlo así en la oscuridad me parecía abominable. Con cautela, con oído tenso, seguí avanzando en la dirección en que parecía provenir aquel apagado rumor. Me llevé por delante una silla. Con los brazos tendidos hacia adelante siempre tanteando a izquierda y derecha, llegué a una de las paredes: húmeda, polvorienta, con el papel despegado. Tocando la pared, me desplacé hacia mi derecha, del lado de donde me parecía venir el apagado eco de una respiración. Mis manos tropezaron primero con un armario, luego mis rodillas se llevaron por adelante la cama de Fernando. Me agaché y palpando verifiqué si alguien estaba acostado o sentado, pero no encontré a nadie. Siguiendo ahora el borde de la cama, siempre hacia la derecha encontré primero la mesita de luz y de nuevo la pared desconchada. Ahora estaba seguro: la respiración se hacía más nítida, se convertía en un jadeo levísimo pero nervioso, seguramente como consecuencia de mi acercamiento. Una absurda emoción agitaba mi corazón como si estuviera al borde de un secreto temible. Mi avance se fue haciendo casi insensible, muy lento. Hasta que de pronto mi mano derecha tocó el borde de un cuerpo. La retiré como si hubiera tocado un hierro al rojo, pues comprendí instantáneamente que era el cuerpo de Georgina.

—Fernando —dije en voz baja, mintiendo como por vergüenza.

Pero no me respondió.

Mi mano volvió, temerosa pero anhelosamente hacia ella, pero levantándola a la altura de su cara. Encontré su mejilla y luego su boca, que sentí apretada y temblorosa.

—Fernando —volví a mentir, sintiendo que me enrojecía, como si pudieran verme.

No tuve respuesta y todavía hoy me pregunto por qué. Pero en aquel momento me pareció que era como autorizándome a proseguir la investigación, porque, de proceder de acuerdo con las reglas estipuladas por Fernando, debía haber declarado ya mi equivocación. Era como estar cometiendo un robo, pero un robo autorizado por la víctima, lo que todavía me asombra.

Mi mano, lentamente, con trémula vacilación, se detuvo sobre su mejilla, recorrió sus labios y sus ojos, como en una señal de reconocimiento, como vergonzante caricia (¿le dije ya que en esos dos años Georgina había dado un salto y que aquella adolescente empezaba a recordar a Ana María?). Su respiración se volvió intensísima, como si estuviera realizando un gran esfuerzo, agitada. Por un instante casi grito “¡Georgina!”, para luego salir corriendo, desesperado. Pero me contuve y seguí con mi mano sobre su rostro, sin que ella hiciese nada para apartarse, en una actitud que acaso determinó mi descabellada esperanza a lo largo de tantos años, hasta hoy mismo.

—Georgina —dije al fin, roncamente, con voz apenas inteligible.

Y entonces ella, a punto de romper en llanto, exclamó en voz baja:

—¡Basta! ¡Déjame!

Y huyó hacia la puerta.

Yo salí tras ella con lenta torpeza, sintiendo que algo muy turbio y contradictorio había sucedido, pero sin saber cómo interpretarlo. Mis piernas vacilaban como si hubiese estado en un gran peligro. Cuando entré a la otra pieza, ya iluminada, sólo estaba el Bebe: Georgina había desaparecido. Casi en seguida llegó Fernando, que me escrutó con mirada sombría, como si aquel fuego perverso que ardía en su interior ahora llamease en medio de tinieblas.

—Ganaste —comentó con voz dominante y seca—. Como premio, mañana podrás hacer una prueba más importante.

Comprendí que debía irme y que Georgina no reaparecería. El Bebe, con el clarinete en la mano, con la boca entreabierta, me miraba con sus ojos extraviados y brillantes.

—Bueno —dije, saliendo.

—Mañana a la noche después de comer, a las once —me dijo.

Durante toda aquella noche cavilé sobre lo que me había pasado y sobre lo que podría suceder al día siguiente. Me aterraba la idea de que Fernando fuera más lejos por el mismo camino, aunque no veía claro por qué, aunque comprendía que de por medio estaba la figura de Georgina. ¿Por qué ella no había negado apenas yo dije el nombre de Fernando? ¿Por qué había seguido en silencio, como autorizando el gesto de mi mano? Al otro día, a las once de la noche en punto yo estaba en la pieza de Fernando. Ya estaban esperándome él y Georgina. Advertí en los ojos de Georgina una expresión de pavorosa expectativa, acentuada por la palidez marmórea de su cara. Como jefe que da instrucción a una patrulla, con fría precisión, Fernando me dijo:

—En el Mirador, ahí arriba, vive la vieja Escolástica. A estas horas ya duerme. Vos vas a entrar con esta linterna, vas a ir hasta una cómoda que hay del lado opuesto de la cama, vas abrir el segundo cajón a partir de arriba, vas a buscar una caja de sombreros que hay allí y la vas a traer.

Con voz fantasmal, mirando hacia el suelo, Georgina dijo:

—¡La cabeza no, Fernando! ¡Cualquier otra cosa, pero la cabeza no!

Fernando insinuó con un gesto de desprecio.

—Qué importancia tendría cualquier otra cosa. La cabeza.

Yo, a punto de desmayarme, recordé la historia que me había contado Georgina. No era posible, esas cosas no pasaban nunca en la realidad. Y además, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Quién me obligaba?

—¿Por qué tengo que hacerlo? ¿Quién me obliga? —aduje con voz desfalleciente.

—¿Cómo por qué? ¿Por qué se sube al Aconcagua? No hay ninguna utilidad en subir al Aconcagua, Bruno. ¿O sos un cobarde?

Comprendí que no podía rehuir.

—Muy bien, dame la linterna y decíme cómo se sube.

Fernando me entregó la linterna y se dispuso a indicarme la forma de subir al Mirador.

—Un momento —dije—. ¿Y si la vieja se despierta? Puede despertarse, puede gritar, ¿qué debo hacer?

—La vieja casi no ve y casi no oye, y casi no puede moverse. No te preocupes. Lo peor que puede suceder es que tengas que bajar sin la cabeza, pero espero que tengas el valor suficiente para traerla.

Ya le expliqué que debajo del Mirador había un depósito de trastos desde donde se podía subir por una antigua escalera de madera. Fernando me llevó hasta aquel depósito, que ni siquiera tenía luz eléctrica, y me dijo:

—Al llegar arriba te vas a encontrar con una puerta que no tiene llave. La abrís y entras en el Mirador. Nosotros te esperamos en mi cuarto.

Se fue y yo quedé con la linterna en medio de aquel sombrío depósito, oyendo los golpes ansiosos de mi corazón. Después de unos momentos en que me pregunté una vez más qué clase de locura era aquélla y quién me obligaba a subir sino mi propio orgullo, puse mi pie en el primer escalón. Subí con temor creciente y con una lentitud que se me ocurrió vergonzosa. Pero subí.

Efectivamente, había al término de la escalera un pequeño rellano y en él una puerta que daba a la habitación de la anciana loca. Yo sabía que era casi una desvalida, pero de todos modos mi miedo era tal que sudaba copiosamente y temía descomponerme del estómago. Advertí, para colmo, que mi cuerpo o mi sudor tenía un insoportable y feísimo olor. Pero ya no podía retroceder y siendo así lo mejor era proceder cuanto antes.

Moví el picaporte con cuidado, tratando de no hacer el menor ruido, ya que, por supuesto, todo aquello resultaría menos horrible si la loca no se despertaba. La puerta se abrió con un chirrido que me pareció tremendo. La oscuridad del cuarto era completa. Por un instante vacilé entre iluminar con mi linterna la cama donde reposaba la vieja, para ver si dormía, y el temor de despertarla justamente con la luz. Pero, ¿cómo podía entrar en aquella pieza desconocida, con una loca encerrada allí, sin verificar, al menos, si la vieja estaba dormida o incorporada, observándome? Con una mezcla de repulsión y de pavor, levanté mi linterna y recorrí circularmente el cuarto, a la búsqueda de la cama.

Casi me desmayo: la anciana no estaba durmiendo sino de pie al lado de su cama, mirándome con los ojos abiertos y despavoridos. Era una viejecita casi momificada, muy pequeña, muy flaca, casi un esqueleto viviente apenas. De sus labios resecos salió algo que me pareció referirse a la Mazorca, pero no puedo asegurarlo, porque apenas vi su figura en las tinieblas huí hacia la salida y descendí corriendo la escalera. Al llegar a la pieza de Fernando me desmayé.

Cuando recobré el conocimiento, Georgina me tenía con sus brazos la cabeza y de sus ojos caían enormes lágrimas. Tardé un buen rato en recordar mi situación anterior y entonces experimenté una infinita vergüenza. Estaba solo, con Georgina. Fernando se habría retirado, diciendo alguna venenosa ironía sobre mi valor: estaba seguro.

—Estaba levantada —balbuceé.

Georgina no decía nada: se limitaba a llorar en silencio.

Aquellos primos empezaron a ser para mí un indescifrable arcano, que a la vez me atraía y me asustaba. Eran como dos oficiantes de un rito desconocido, del que yo no alcanzaba a comprender el significado y del que se podían esperar atrocidades. De pronto me imaginaba que Fernando se burlaba de mí, y de pronto temía que estuviera preparando una trampa siniestra. Aquellos dos primos vivían aislados del resto de la casa, solitarios, como un rey con un único súbdito, aunque más apropiado sería decir, como un sumo sacerdote con un único creyente, y como si a mi llegada yo me hubiese convertido en única víctima de aquel culto tenebroso. Fernando despreciaba el resto del mundo, o lo ignoraba orgullosamente, mientras que a mí me exigía algo que yo no podía discernir bien, y que pienso estaba relacionado a sentimientos turbios, a emociones sombrías y a voluptuosidades, a las que debían sentir los sacerdotes aztecas que en lo alto de las pirámides sagradas extraían el palpitante y caliente corazón de sus sacrificados. Y, lo que me resulta aún más inexplicable, yo me sometía también con cierta oscura sensualidad al sacrificio en que Georgina oficiaba como una aterrada hierofántida.

Porque aquellos episodios fueron apenas el comienzo. Muchas extrañas y perversas ritualidades se sucedieron hasta que huí, hasta que comprendí, con doloroso pavor, que aquella pobre criatura ejecutaba ciegamente, como hipnotizada, las órdenes de Fernando.

Ahora, después de treinta años, trato todavía de comprender la relación exacta que había entre ellos dos, y me es imposible. Eran como dos universos opuestos y, sin embargo, de algún modo estaban entrañablemente unidos por un vínculo ininteligible pero poderoso. Fernando la dominaba, pero no podría afirmar que fuese únicamente un pavor sagrado lo que a ella ataba a su primo: a veces me parece que en Georgina existía una especie de compasión. ¿Compasión por un monstruo como Fernando? Sí. Ella huía de pronto de sus actos demoníacos, y la he visto llorar horrorizada en algún oscuro rincón de la casa de Barracas. Pero también la recuerdo defendiéndolo con maternal energía cuando yo lo atacaba. “No imaginas cuánto sufre”, me decía. Ahora, considerando serenamente su personalidad y muchos de sus actos, admito que, en efecto, Fernando no tenía esa fría indiferencia que dicen caracteriza a los criminales natos; ya le dije antes que más bien se tenía la sensación de una caótica y desesperada lucha interior. Pero debo confesarle que no tengo la suficiente grandeza de alma para compadecer a seres como Fernando. Esa grandeza la tenía en cambio, Georgina.

¿Qué clase de sufrimientos?, me dirá usted. Muchos y de toda índole: físicos, mentales y hasta espirituales. Los físicos y mentales estaban a la vista. Sufría alucinaciones, tenía sueños enloquecedores, de pronto perdía la conciencia. Lo he visto, aun sin desmayarse, como si se volviera ausente, sin hablar ni oír ni ver a los que tenía delante, “Ya le pasará”, me decía entonces Georgina, que lo seguía con angustia. Otras veces (me contaba Georgina) le decía: “Te estoy viendo, sé que estoy aquí, a tu lado, pero también sé que estoy en otra parte, muy lejos, en un cuarto oscuro y cerrado. Me buscan para sacarme los ojos y matarme”. Caía de la exaltación más violenta a la pasividad y la melancolía más absolutas: entonces se convertía, según Georgina, en el ser más indefenso y desamparado del mundo, y como un niño pequeñito se acurrucaba sobre la falda de su prima.

Desde luego, nunca lo vi yo en ninguno de esos extremos humillantes, y creo que de haberlo visto Fernando habría sido capaz de asesinarme. Pero me lo dijo Georgina y nunca ella dijo ninguna mentira, y nunca ante ella creo que Fernando haya simulado, maestro, sin embargo, de la simulación, como realmente era.

Lo que yo vi de él siempre fue desagradable. Se consideraba por encima de la sociedad y de la ley. “La ley está hecha para los pobres diablos”, afirmaba. Por alguna razón que no alcanzo a comprender, le apasionaba el dinero, pero creo que veía en él algo más que el simple dinero de la gente normal. Veía algo mágico y demoníaco, y le gustaba referirse a él como al “oro”. Tal vez a esa extraña inclinación se debiese su pasión por la alquimia y por la magia. Pero su morbosidad era más patente en todo lo que directa o indirectamente tuviera referencia con los ciegos. La primera vez que lo verifiqué personalmente fue todavía en Capitán Olmos, cuando íbamos caminando por la calle Mitre hacia su casa y de pronto vimos avanzar hacia nosotros al ciego que tocaba el tambor en la banda del pueblo. Fernando casi se desvaneció y se vio obligado a tomarse de mi brazo, y entonces sentí que temblaba como un palúdico y que su cara se volvía blanca y rígida como la de un muerto. Tardó mucho tiempo en reponerse, debió sentarse en el borde de la vereda y luego tuvo un acceso de ira contra mí insultándome histéricamente, porque lo había sostenido del brazo para que no se cayera.

Un día de invierno de 1925 terminó aquel período alucinante de mi vida. Cuando entré en la pieza de Georgina, la encontré llorando en la cama. Me precipité a acariciarla, a preguntarle, pero ella sólo atinaba a repetirme “Quiero que te vayas, Bruno, y que no vengas más. ¡Por el amor de Dios!” Yo había conocido dos Georginas: una, dulce y femenina como su madre; y otra poseída por los poderes de Fernando. Ahora veía aquella Georgina deshecha e indefensa, aterrorizada y rota, que me pedía que huyese y que nunca más volviera. ¿Por qué? ¿Cuál era la espantosa verdad que me quería ocultar? Nunca me lo dijo, aunque después, con los años y la experiencia, lo sospeché y lo confirmé. Pero lo desconsolador de todo aquello no era ni el terror de Georgina ni la destrucción de un alma delicada y tierna por el espíritu satánico de Fernando: lo desconsolador era que ella lo amaba.

Insistí estúpidamente, pero terminé comprendiendo que ya nada podía ni debía hacer yo en aquel pequeño rincón del mundo que parecía esconder un ominoso secreto.

No volví a ver a Fernando hasta 1930.

Siempre es fácil profetizar el pasado, decía él, mordazmente. Ahora, después de casi treinta años, pequeños acontecimientos de aquel tiempo, al parecer casuales y sin trascendencia, revelan su sentido; como para el que acaba de leer una larga novela, una vez que los destinos están definitivamente cerrados, como con la muerte en la vida real, cobran un sentido profundo y muchas veces trágico, palabras tan triviales como “Alejo Karámazov era el tercer hijo de un propietario rural de nuestro distrito”. Nunca se sabe, hasta el final, si lo que un día cualquiera nos sucede es historia o simple contingencia, si es todo (por trivial que parezca) o es nada (por doloroso que sea). Hechos minúsculos me pusieron nuevamente en el camino de Fernando, después de varios años de alejamiento, como si ineluctablemente estuviera en mi destino y como si los esfuerzos para alejarme de él hubiesen sido vanos.

Pienso en aquel tiempo tan remoto y las palabras que acuden a mi mente son palabras como ajedrez, Capablanca y Alekhine, Al Jolson, Cantando bajo la lluvia, Sacco y Vanzetti, Sandino y Nicaragua. ¡Extraña y melancólica mezcla! Pero, ¿qué conjunto de palabras unidas al recuerdo de nuestra juventud no es extraña y melancólica? Todo lo que esas palabras pueden sugerir iba a culminar con aquel duro pero fascinante período en que la vida del país y nuestra propia existencia iban a sufrir un cambio radical. Momento precisamente vinculado a la presencia de Fernando, como si él fuese un símbolo oscuro de aquella época de mi vida y a la vez la causa más poderosa de mis cambios. Porque en aquel año 30 mi existencia entró en uno de sus momentos de crisis, es decir, de enjuiciamiento, y todo empezó a vacilar bajo mis pies: el sentido de mi vida, el sentido de mi país y el sentido de la raza humana en general: ya que cuando enjuiciamos nuestra propia existencia inevitablemente ponemos en juicio a la humanidad entera. Aunque también podría decirse que cuando empezamos a juzgar a la humanidad entera es porque en realidad estamos escrutando el fondo de nuestra propia conciencia.

Fueron años dramáticos y exaltados.

Pienso por ejemplo en Carlos, del que nunca supe su verdadero apellido. Todavía lo estoy viendo, todavía me conmueve, inclinado encarnizadamente sobre aquellas ediciones baratas de treinta o cuarenta centavos, moviendo los labios con enorme trabajo, apretando los puños contra las sienes, como un muchacho desesperado que, sudando, penosamente, busca y finalmente desentierra un cofre en el que le han dicho que está la clave de su existencia desdichada, el significado críptico de sus sufrimientos de muchacho obrero. ¡La Patria! ¿La patria de quién? Habían llegado por millones de las cuevas de España, de las miserables aldeas de Italia, de los Pirineos. Parias de todos los confines del mundo, hacinados en las bodegas pero soñando: allá les espera la libertad, ahora no serían más bestias de carga. ¡América! El país mítico donde el dinero se encontraba tirado en las calles. Y luego el trabajo duro, los salarios miserables, las jornadas de doce y catorce horas. Ésa había sido finalmente la verdadera América para la inmensa mayoría: miseria y lágrimas, humillación y dolor, añoranza y nostalgia. Como niños engañados con cuentos de hadas y llevados a la esclavitud. Y entonces ellos, o sus hijos, dirigían sus miradas a otras utopías, a tierras futuras de las que hablaban libros violentos y a la vez llenos de ternura por ellos, por los miserables; libros que les hablaban de tierra y libertad, y los empujaban a la revuelta. Y entonces mucha sangre corrió en las calles de Buenos Aires, y muchos hombres y mujeres y hasta niños de esos infelices murieron en 1905, en 1908, en 1910. ¡El Centenario de la Patria! ¿De la patria de quién?, se preguntaba Carlos con una mueca irónica y dolorida. No había patria, ¿no lo sabía yo? Había el mundo de los amos y el mundo de los esclavos. ¡Pan y libertad!, gritaban obreros venidos de cualquier parte, mientras los señores, aterrorizados y furiosos, lanzaban la policía y el ejército sobre aquella turbamulta. Y así más sangre y entonces más huelgas y manifestaciones y nuevamente atentados y bombas. Y mientras el hijo del señor estudiaba en algún liceo de Suiza o de Inglaterra o de Francia, el hijo de aquel obrero sin nombre trabajaba en los frigoríficos por cincuenta centavos al día, se volvía tuberculoso en las cámaras frías y finalmente agonizaba en anónimos e inmundos hospitales. Y mientras aquel otro muchacho leía a Keats y Baudelaire, este otro descifraba con dificultad, como Carlos en ese momento, algún texto de Malatesta o Bakunin; y algún niño llamado Roberto Arlt aprendía en las calles el sentido general de la existencia humana. Hasta que estalló la Gran Revolución. ¡La Edad de Oro estaba próxima! ¡De pie los pobres del mundo! El Apocalipsis de los Poderosos. Y nuevas generaciones de muchachos pobres y de estudiantes inquietos o disconformes leyeron a Marx y Lenin, a Gorki y Kropotkin. Y uno de ellos era aquel Carlos, que ahora yo vuelvo a ver, como si lo tuviera delante de mí, como si no hubieran pasado treinta años, deletreando aquellos libros, empecinado y ansioso. Se me aparece ahora como un símbolo de aquel colapso del 30, cuando, con el derrumbe de sus templos de Wall Street, la religión del Progreso Indefinido empezó a llegar a su término. Quebraban cadenas de imponentes bancos, grandes industrias se hundían, decenas de millones se suicidaban. Y la crisis de la metrópoli de aquella arrogante religión laica se extendía en violentos maremotos hasta las regiones más remotas del planeta. Y aquí cayó Yrigoyen, en Puerto Nuevo empezó a levantarse un mundo de ex hombres, largas filas esperaban en las ollas populares, emplea-duchos, sin empleo oían extáticamente en el Marzotto amargos y descreídos tangos de Discépolo, Scalabrini escribía un manual del porteño solitario, Barceló dominaba Avellaneda con sus prostíbulos y garitos. La hora del bar automático y de los rufianes.

La miseria y el descreimiento se apoderaban acremente de la ciudad babilónica. Rufianes, asaltantes solitarios, salones con espejos y tiro al blanco, borrachos y vagos, desocupados, mendigos, putas a dos pesos. Y como fulgurantes enviados del Castigo y la Esperanza aquellos hombres y muchachos que se unían en tugurios a preparar la Revolución Social.

Carlos, entonces.

Fue uno de los eslabones que me condujo de nuevo a Fernando, aunque luego se alejó de él como un santo del Demonio. Acaso usted mismo lo haya conocido, porque tenía relaciones con el grupo de anarquistas de La Plata, y hasta ahora creo recordar que en alguna ocasión lo mencionó. Pienso que su amarga experiencia con Fernando fue lo que lo separó del anarquismo y lo llevó al movimiento comunista; aunque, como usted puede figurarse, ese simple hecho no podía transformar su mentalidad, que permaneció siempre la misma; mentalidad que explica su expulsión del movimiento comunista bajo la acusación de terrorismo. No supe más de él hasta 1938, en aquel invierno de 1938, cuando empezaron a llegar a París, ilegalmente, los hombres y mujeres que lograron atravesar los Pirineos después de la derrota en España. Paulina (pobre Paulina) a quien oculté varias veces en mi pieza de la Rue des Écoles, me contó la muerte de Carlos en el mismo tanque en que murió Etchebehere, otro argentino. ¿Qué, se había vuelto trotskista? Paulina lo ignoraba: sólo lo había visto una vez: hosco y solitario como siempre, estoico, impenetrable.

Carlos era un espíritu religioso y puro. ¿Cómo podía aceptar y comprender a comunistas como Crámer? ¿Cómo podía aceptar y comprender a los hombres en general? La encarnación, el mal original, la caída, ¿cómo aquel ser purísimo podía admitir esa contaminada condición del hombre? Pero es sobremanera curioso que seres que en cierto modo no son humanos ejerzan tan grande influencia sobre los meramente humanos. Yo mismo fui arrastrado al comunismo por la sola fuerza de su presencia y de su pureza, y su alejamiento también produjo el mío, acaso porque yo era un adolescente que no terminaba de aceptar la dura realidad. Dudo que ahora juzgase con la misma severidad a los militantes como Crámer, sus luchas por el poder personal, sus mezquindades, sus hipocresías y sordideces. Porque ¿cuántos hombres tendrían derecho a hacerlo? Y porque ¿dónde, Dios mío, sería posible encontrar seres humanos exentos de esa basura sino en los dominios, casi ajenos a la condición humana, de la adolescencia, la santidad o la locura?

Como un mensajero que ignora el contenido de la carta, aquel muchacho desconocido era el que habría de ponerme una vez más en el camino de Fernando.

En los últimos días de enero de 1930, cuando, terminadas mis vacaciones en Capitán Olmos, yo volvía para inscribirme en aquella pensión de la calle Cangallo, casi en forma mecánica, por la fuerza de la costumbre, me dirigí al café La Academia. ¿A qué iba? A ver a Castellanos, a Alonso, a seguir las eternas partidas de ajedrez. A ver lo de siempre. Porque todavía no había llegado el momento de comprender que la costumbre es falaz y que nuestros pasos mecánicos no nos conducen siempre a la misma realidad; porque ignoraba todavía que la realidad es sorpresiva y, dada la naturaleza de los hombres, a la larga, trágica.

Con Alonso jugaba un nuevo que se parecía a Emil Ludwig. Se Llamaba Max Steinberg. Puede parecer asombroso que gente desconocida y al parecer encontrada por azar, me llevara hasta alguien que había nacido en mi mismo pueblo, que pertenecía a una familia vinculada a la nuestra tan entrañablemente. Aquí deberíamos admitir uno de los axiomas maniáticos de Fernando: no hay casualidades sino destinos. No se encuentra sino lo que se busca, y se busca lo que en cierto modo está escondido en lo más profundo y oscuro de nuestro corazón. Porque si no, ¿cómo el encuentro con una misma persona no produce en dos seres los mismos resultados? ¿Por qué a uno el encuentro con un revolucionario lo lleva a la revolución y al otro lo deja indiferente? Razón por la cual parece como que uno termina por encontrarse al final con las personas que debe encontrar, quedando así la casualidad reducida a límites muy modestos. De modo que esos encuentros que en la vida de cada uno nos parecen asombrosos, como el reencuentro mío con Fernando, no son otra cosa que la consecuencia de esas fuerzas desconocidas que nos aproximan a través de la multitud indiferente, como las limaduras de hierro se orientan a distancia hasta los polos de un poderoso imán; movimientos que constituirían motivo de asombro para las limaduras si tuviesen alguna conciencia de sus actos sin alcanzar a tener, empero, un conocimiento pleno y total de la realidad. Así, marchamos un poco como sonámbulos, pero con la misma seguridad de los sonámbulos, hacia los seres que de algún modo son desde el comienzo nuestros destinatarios. Y he caído en estos pensamientos porque estaba a punto de decirle, hace un instante, que mi vida, hasta el encuentro con Carlos, había sido la de un estudiante cualquiera: con sus típicos problemas e ilusiones, con sus bromas en las aulas o en la pensión, con sus primeros amores y con sus audacias y timideces. Y ya antes de empezar a escribir esas palabras comprendí que no era del todo cierto, que iba a dar una idea equivocada de mi período anterior al encuentro, y que esa idea equivocada iba a ser sorprendente de lo que en verdad fue mi reencuentro con Fernando. El asombro queda reducido y generalmente aniquilado cuando miramos más a fondo las circunstancias que rodearon al hecho aparentemente insólito. Y así, en definitiva, parece quedar relegado al mero mundo de las apariencias, como hijo de la miopía, la torpeza y la distracción. En aquellos cinco años, en efecto, yo había vivido obsesionado con aquella familia, y no lograba apartar de mi recuerdo ni a Ana María, ni a Georgina ni a Fernando: latían en lo más hondo de mi ser y se me aparecían con frecuencia en mis sueños. Pienso ahora también que, ya en aquellos encuentros de 1925, yo le había oído a Fernando repetidas veces su plan de formar con el tiempo una banda de asaltantes y terroristas. Y ahora creo que aquella idea suya, que en ese momento me pareció disparatada, quedó grabada sin embargo en mi interior y acaso mi acercamiento inicial a los grupos anarquistas fue determinado, sin saberlo yo mismo, como tantos otros movimientos de mi espíritu, por ideas y obsesiones de Fernando. Ya le expliqué que este hombre ejerció sobre una cantidad de muchachos y muchachas una influencia invencible y a menudo perniciosa, ya que sus ideas y hasta manías se propagaron en una cantidad de seres que resultaban así como la caricatura turbia y barata de aquel demonio. De este modo usted podrá comprender lo que antes le expliqué: que no fue tan sorprendente mi reencuentro con él, ya que de cuantas personas iba conociendo yo apartaba, sin saberlo, las que no me aproximaban a Fernando, y cuando advertí que Max y que Carlos pertenecían a grupos anarquistas, inmediatamente me adherí a ellos; y como esos grupos, aquí como en cualquier parte del mundo, son muy minoritarios y están siempre vinculados entre sí (aunque, como pasó en este caso, por la incompatibilidad o la desaprobación), yo tenía que encontrarme, fatalmente, con Fernando. Me dirá usted por qué, si ése era mi propósito final, no lo busqué a Fernando en su propia casa de Barracas; pero entonces yo deberé responderle que encontrarlo a Fernando no era de ningún modo un propósito consciente sino una obsesión casi inconfesable; por el contrario, jamás mi razón y mi conciencia habían aprobado ni mucho menos recomendado ir en busca de aquel individuo que sólo podía traerme, como me trajo, perturbación y dolor. Hubo, todavía, otros factores que facilitaron aquel movimiento inconsciente. Creo haberle dicho que perdí tempranamente a mi madre y que, para colmo, me mandaron a estudiar a una gran ciudad tan alejada de mi casa. Estaba solo, era tímido y por desgracia tenía una sensibilidad desdichada. ¿Qué podía parecerme el mundo sino un caos lleno de maldad, de injusticia y de sufrimiento? ¿Cómo no iba a refugiarme en la soledad y en esos mundos lejanos de la fantasía y de la novela? Es casi inútil que le diga que adoraba a Schiller y sus bandidos, a Chateaubriand y sus héroes americanos, al Goetz von Berlichingen. Estaba preparado para leer a los rusos y quizá los hubiera leído ya en aquel momento si en lugar de ser hijo de burgueses que era hubiese sido, como tantos otros muchachos que después conocí, hijo de obreros o de familia pobre; pues, en aquellos muchachos, la Revolución Rusa era el gran acontecimiento de nuestro tiempo, la gran esperanza, y era más fácil encontrar jóvenes que leían a Gorki que a Mansilla o Cané. He ahí una de las grandes contradicciones de nuestra formación y uno de los hechos que durante tanto tiempo cavó abismos entre nosotros y nuestra propia patria; por tomar contacto con una realidad fuimos enajenados de otra. Pero ¿qué es nuestra patria sino una serie de enajenaciones? Sea como fuera, así terminé mi bachillerato en 1929. Me acuerdo todavía algunos días después de terminados los exámenes, cuando el colegio quedó en esa soledad melancólica tan característica y total en que quedan los colegios cuando sus muchachos se han dispersado en las grandes vacaciones. Sentí entonces la necesidad de ver por última vez el lugar en que habían transcurrido cinco años que no volverían más. Fui a los jardines y me senté sobre el borde de uno de los canteros y permanecí pensativo durante un buen tiempo. Luego me levanté y me acerqué a aquel árbol en que varios años antes había grabado mis iniciales, cuando todavía era un niño: B.B. 1924. ¡Qué solo me encontraba en aquel entonces! ¡Qué indefenso y triste, un chico de pueblo, en una ciudad ajena y monstruosa!

A los pocos días me iba a Capitán Olmos. Serían las últimas vacaciones en mi pueblo. Mi padre estaba ya envejecido pero seguía siendo duro y áspero. Me sentía lejos de él y de mis hermanos, mi alma estaba agitada por vagos impulsos, pero todos mis deseos eran inciertos e imprecisos. Intuía que algo se avecinaba, pero no acertaba a comprender qué, aunque mis sueños y mis obsesivas vueltas en torno de la casa de los Vidal podían habérmelo advertido. De todos modos pasé aquellas vacaciones mirando mi pueblo sin verlo. Tenían que transcurrir muchos años, sufrir yo muchos golpes, perder grandes ilusiones y conocer multitud de gente para recuperar en cierto modo a mi padre y a mi pueblo natal; ya que siempre el camino hacia lo más íntimo es un largo periplo que pasa por seres y universos. Así lo recuperaría a mi padre. Pero, como casi siempre pasa, cuando era demasiado tarde. Si en aquel entonces hubiera intuido que lo veía sano por última vez, si hubiera adivinado que veinticinco años después lo vería convertido en un sucio montón de huesos y vísceras en podredumbre, mirándome tristemente desde el fondo de unos ojos ya casi ajenos a este mundo, entonces habría tratado de comprender a aquel hombre áspero pero bueno, enérgico pero candoroso, violento pero puro. Pero siempre entendemos demasiado tarde a los seres que más cerca están de nosotros, y cuando empezamos a aprender este difícil oficio de vivir ya tenemos que morirnos, y sobre todo ya han muerto aquellos en quienes más habría importado aplicar nuestra sabiduría.

Cuando volví a Buenos Aires aún no tenía idea de lo que habría de estudiar. Quería todo o quizá no quería nada. Me gustaba pintar, escribía cuentos y poemas. Pero ¿era eso una profesión? ¿Se podía decirle en serio a la gente que uno querría dedicarse a pintar o escribir? ¿No eran más bien pasatiempos de gente desocupada y sin responsabilidad? Todos los demás parecían tan sólidos instalados en las facultades de medicina o de ingeniería, estudiando la forma de curar una escarlatina o de levantar un puente, que yo mismo me tomaba en broma. Por esa especie de pudor, pues, ingresé en la facultad de Derecho, aunque en lo más íntimo de mi espíritu estaba seguro de que jamás sería capaz de trabajar como abogado.

Me estoy apartando de lo que a usted le interesa, pero es que me resulta imposible hablar de las personas que para mí han tenido mayor importancia sin referirme a mis sentimientos de aquel tiempo. Porque ¿cómo esos seres podían tener importancia para mí sino precisamente a causa de mis propias ansiedades y sentimientos?

Vuelvo, pues, a Max.

Mientras terminaban la partida lo observé con curiosidad. Era uno de esos judíos blandos y perezosos, con tendencia a engordar. Su nariz era aguileña y gruesa, pero en conjunto su cara, con su alta frente, tenía una apacible nobleza. Y cierta serenidad contemplativa y reflexiva la hacía más apropiada para un hombre maduro, de vuelta de muchas cosas. Era abandonado en el vestir, le faltaban botones, la corbata estaba mal anudada, todo estaba puesto como al azar, como por la simple obligación de no andar desnudo por las calles. Más tarde advertí que no tenía el menor sentido práctico ni la menor idea de cómo manejar su dinero: a los pocos días de recibir su mensualidad, que gastaba sin ton ni son, debía empeñar libros, ropa y un anillo regalo de su madre que invariablemente iba a parar al montepío. Cuando conocí su familia, comprobé que su padre era tan apacible pero tan insensato como él. Y tanto padre como hijo resultaban así devastadores ejemplos para los que tienen una imagen convencional del judío. Ambos estaban desprovistos de sentido práctico, eran alocados (suave, serenamente alocados), eran pacíficos y buenos amigos, contemplativos y perezosos, desinteresados y radicalmente ineptos para ganar dinero, líricos y absurdos. Después, cuando empecé a verlo en su pensión, pude verificar el desorden en que vivía: dormía a cualquier hora y comía cualquier cosa desde su misma cama, para lo cual guardaba enormes sandwiches de salame o queso en su mesita de luz. Allí también tenía un calentador y un mate, que, sin moverse de la cama, tomaba interminablemente, alternando con cigarrillos. En aquel camastro inmundo, a medio vestir, estudiaba y seguía con su ajedrez de bolsillo partidas célebres, consultando a cada instante con libros y revistas especializadas.

Por aquel muchacho conocí a Carlos: como si atravesando un puente de goma que amenazaba derrumbarse en cualquier momento, llegara a un territorio durísimo y mineral, un continente basáltico con formidables volcanes pronto a estallar. Con los años observé cuántas veces hay seres que sólo sirven de transitorios puentes para dos personas que luego han de mantener una vinculación profunda y decisiva: como esos puentes frágiles que improvisan los ejércitos sobre un abismo, y que son recogidos una vez que las tropas los han pasado.

Lo encontré una noche en la pieza de Max. A mi llegada se callaron. Me lo presentó, pero sólo alcancé a distinguir su nombre. Creo que su apellido era italiano. Era un muchacho muy flaco, de ojos saltones. Había algo duro y áspero en su rostro y en sus manos, y me pareció violentamente contenido y reconcentrado. Parecía haber sufrido mucho, y además de su visible pobreza existían en su espíritu, seguramente, otras causas de angustia y de sufrimiento. Pensando más tarde sobre él, cuando por su contacto con Fernando me despertó intenso interés, me pareció que era puro espíritu, como si su carne hubiese sido calcinada por la fiebre; como si su cuerpo, atormentado y quemado, se hubiera reducido a un mínimo de huesos y de piel, y a unos pocos pero durísimos músculos para moverse y para soportar la tensión de su existencia. No hablaba, y sus ojos ardían de pronto con el fuego de la indignación, mientras sus labios, como cortados a cuchillo en su cara rígida, se apretaban para cerrar grandes y angustiosos secretos.

En aquel tiempo me admiró la relación de Max con Carlos: como cortar un pan de manteca con un filoso cuchillo de acero. Todavía no había llegado la época en que uno sabe que nada de los seres humanos debe asombrarnos. Ahora comprendo que había en Max condiciones adecuadas para aquella amistad tan curiosa en apariencia: la gran bondad, que debía aplacar la tensión espiritual de Carlos como el agua la sed de un hombre que ha atravesado grandes desiertos; y su misma blandura, que le permitía juntar seres tan diferentes y duros como Carlos y Fernando sin que se produjesen golpes demasiado fuertes, como un amortiguador. Y, por lo demás, ¿qué policía del mundo podía imaginar que alguien como Max mantuviese relaciones con anarquistas y pistoleros?

Eso en cuanto a Carlos. Porque en lo que a Fernando se refería, sospeché primero, y luego comprobé, un motivo mucho más sórdido: la madre de Max. No sé si le he dicho que tenía una rara inclinación a dos tipos de mujeres: las muchachas muy jóvenes y las mujeres maduras. Y como su capacidad de simulación era ilimitada, podía seducir por igual a una chiquitina que gusta caminar con las manos entrelazadas, que a una mujer con ese vasto y generalmente amargo conocimiento de los hombres que suelen tener. Si un hombre tiene el rostro más auténtico cuando está en soledad, el más auténtico rostro de Fernando era despiadado y cruel, como tallado a cuchillo; pero del mismo modo que un vendedor de tienda golpeado por cualquier adversidad puede (y debe), sin embargo, poner una expresión agradable al comprador, así Fernando era capaz de organizar en la superficie de su cara la más perfecta imitación de ternura, comprensión, romanticismo o candor, según el cliente. Lo ayudaba su total desprecio por la raza humana y en particular por la mujer, y en esa comedia siniestra creo que no sólo encontraba el mejor sistema para satisfacer su lubricidad sino también una de sus maneras de despreciarse a sí mismo. Se mofaba de las teorías simplistas sobre la mujer que constituyen ciertos lugares comunes tanto de los que creen que la mujer es romántica y debe ser conquistada con claros de luna como de los que imaginan que debe ser maltratada. En su opinión hay mujeres que necesitan un ramo de flores y otras una cachetada, y otras (y a veces las mismas, según las circunstancias) las dos cosas. Pero a la larga las maltrataba a todas, a veces en forma tan cruel como la de bostezar en algún momento culminante del acto sexual.

La madre de Max tendría en aquel entonces unos cuarenta años y, a pesar de ser judía, su tipo era completamente eslavo, aunque morena. No sé si era hermosa, lo que sé es que era subyugante: desde sus ojos intensos, que parecían arder en un fuego de pasión, hasta su historia. Inútil explicarle, pues, que nada tenía Max que recordara a su madre: había heredado, en cambio, los atributos físicos y espirituales de su padre.

Nadia era fascinante, o quizás a mí me fascinó tanto por su historia. Su madre había sido estudiante de medicina en San Petersburgo y junto con Vera Figner uno de los fundadores del movimiento Tierra y Libertad. Como tantos otros, abandonó sus estudios para hacer propaganda revolucionaria entre los campesinos y finalmente pudo huir cuando el zarismo, a raíz de la serie de atentados, se dispuso a aniquilar el movimiento. Se unió a los grupos de Zurich, conoció a un joven deportado de nombre Isaiev, y de su matrimonio nació Nadia. La infancia y la adolescencia fueron agitadas, desplazándose de un país a otro de Europa, hasta que volvieron a Suiza, donde Nadia se casó con un estudiante crónico de medicina llamado Steinberg. Vinieron a la Argentina, ella estudió medicina y luchando enérgicamente educó y alimentó a su familia.

Con su cara un poco tártara, con su pelo renegrido y lacio peinado al medio y estirado hacia atrás, donde era recogido en un rodete, Nadia parecía escapada de alguna película rusa.

—Pero ¿qué clase de judía es usted? —me atreví un día a preguntarle.

—Descendemos de pogroms —me repitió sonriendo.

Y sin embargo, años después, cuando mi experiencia con judíos fue más profunda, observé cómo de pronto Nadia se encogía de hombros o movía la mano con un gesto que rectificaba sutil pero vertiginosamente la máscara eslava. Y entonces advertí que esa clase de indicios era frecuente entre judíos como los Steinberg: rostros a menudo eslavos o tártaros, té con viejos samovares de familia, adoración por Pushkin o Gogol o Dostoievsky (que leían en ruso); y de pronto, cuando uno se había acostumbrado a ellos como a la penumbra de un cuarto mal iluminado, debajo de los rasgos obvios y notorios empezaban a advertirse indicios de la raza milenaria; indicios no siempre físicos, a veces imperceptibles minucias de la sonrisa o de la voz, cuando no del pensamiento o de la acción. Y así, en medio de una fuerte cara eslava se insinuaba de pronto una sonrisa de tristeza, como si de un poderoso disfraz viésemos salir al cabo una frágil muchacha que teme ser asaltada. Otras veces era aquel encogerse de hombros de Nadia, que implicaba cierta irónica desconfianza hacia el mundo de los gohim, cierta dolorosa desilusión y la tácita reminiscencia de trágicos episodios. Y aquellos rasgos físicos o indicios espirituales, que surgían sutilmente del rostro eslavo como las líneas más finas y delicadas que el dibujante va enriqueciendo sobre el esquema básico, terminaban por manifestarse finalmente en esa forma peculiar que el judío da a sus razonamientos y que, contra lo que la mayor parte de la gente supone, tiene muy poco que ver con un racionalismo riguroso; pues mientras la lógica se basa en la afirmación de que A es A, un judío preferirá en cambio afirmar preguntando ¿por qué A no ha de ser A?, encogiéndose de hombros y como descartando su responsabilidad en el asunto, ya que nunca se sabe cómo y por qué puede empezar una persecución. Y ese encogimiento de hombros, ese movimiento de manos, ese fruncimiento de frente, tiñen, deforman y retuercen la ley de identidad con sentimientos confusos, con recónditas ironías, con vagos y callados comentarios que alejan al judío del puro racionalismo tanto como un análisis proustiano de los sentimientos de un tratado de psicología.

Sea como sea, por Nadia aprendí a querer y admirar a ese vasto territorio de borrachos y nihilistas, charlatanes y tuberculosos, burócratas y generales que era la Rusia de los zares.

Max entró en relaciones con Fernando la noche de un sábado del año 1928, en un ateneo de Avellaneda llamado Amanecer, donde González Pacheco daba una conferencia sobre el tema “Anarquismo y Violencia”. Por aquel tiempo se debatía ásperamente el problema, sobre todo como consecuencia de los atentados y asaltos de Di Giovanni. Aquellos debates eran peligrosísimos, pues una buena parte de los asistentes iban armados y porque el anarquismo estaba dividido en fracciones que se odiaban a muerte. Porque es un error imaginar, como a menudo suponen los que ven a un movimiento revolucionario desde lejos o desde afuera, que todos sus integrantes ofrecen un tipo definido de personas; error de perspectiva semejante al que cometemos cuando adjudicamos atributos bien definidos a lo que podría llamarse el Inglés, con mayúscula, poniendo candorosamente en un mismo casillero a personas tan disímiles como el hermoso Brummell y un estibador del puerto de Liverpool; o como cuando afirmamos que todos los japoneses son iguales, ignorando o inadvirtiendo sus diferencias individuales, en virtud de ese mecanismo psicológico que desde fuera nos hace sobre todo percibir los rasgos comunes (ya que es lo que primero y superficialmente salta a la vista), pero que se invierte para hacer percibir las diferencias cuando se está dentro de esa comunidad (ya que lo importante entonces son los rasgos distintivos).

Pero la gama era infinita. Había el tolstoiano que se negaba a comer carne porque era enemigo de toda muerte violenta, y que muy a menudo era esperantista y teósofo; y el partidario de la violencia hasta en sus formas más indiscriminadas, ya porque sostuviera que el Estado sólo puede combatirse mediante la fuerza, ya porque, como en el caso de Podestá, daba así salida a sus instintos sádicos. Había el intelectual o estudiante que llegaba al movimiento a través de Stirner y Nietzsche, como Fernando, generalmente individualistas acérrimos y asocíales, que muchas veces terminaron apoyando al fascismo; y obreros casi analfabetos que se acercaban al anarquismo en busca de una esperanza instintiva. Había resentidos que volcaban así su odio contra el patrón o la sociedad, y que a menudo terminaban convirtiéndose en despiadados patrones cuando lograban alguna fortuna o en miembros del cuerpo policial; y seres purísimos llenos de bondad y de grandeza, y que aun siendo bondadosos y puros eran capaces de llegar al atentado y la muerte, como en el caso de Simón Radovitsky, llevados por un cierto tipo de espíritu justiciero, al destruir al hombre que juzgaban culpable de la muerte de mujeres y niños inocentes. Existía el vividor que con el cuento del anarquismo la pasaba muy bien, comiendo y durmiendo gratuitamente en casa de compañeros, a los que en ocasiones terminaba robándoles algo o quitándoles la mujer, y que cuando por sus excesos recibía alguna tímida recriminación del dueño de casa contestaba con desprecio “pero qué clase de anarquista es usted, camarada”. Y existía el linyera partidario de la vida libre del pájaro, del contacto con el sol y el campo, que salía con su bulto al hombro a recorrer países y a predicar la buena nueva, trabajando en alguna cosecha, arreglando algún molino o algún arado, y de noche, en el galpón de la peonada, enseñando a leer y a escribir a los analfabetos, o explicándoles en palabras sencillas pero fervientes el advenimiento de la nueva sociedad donde no habrá ni humillación ni dolor ni miseria para los pobres, o leyéndoles páginas de algún libro que llevaba en su hatillo: páginas de Malatesta a los campesinos italianos, o de Bakunin; mientras sus interlocutores silenciosos, tomando mate en cuclillas o sentados sobre algún cajón de kerosén, cansados por la jornada de sol a sol, acaso rememorando alguna remota aldea italiana o polaca, se entregaban a medias a aquel sueño maravilloso, queriéndolo creer pero (instigados por la dura realidad de todos los días) imaginando su imposibilidad, en forma semejante a los que abrumados de desdichas sin embargo a veces sueñan con el paraíso final; y acaso entre aquellos peones, algún criollo, que pensaba que Dios había hecho el campo y el cielo con sus estrellas para todos por igual, esa clase de criollo que añoraba la vieja y altiva vida libre de la pampa sin alambrados, ese paisano individualista y estoico, hacía finalmente suya la buena de aquellos remotos apóstoles de nombres raros y, ya para siempre, abrazaba con ardor la doctrina de la esperanza.

Y cuando aquella noche de 1928 un zapatero tolstoiano sostuvo que nadie tenía derecho a matar a nadie, y mucho menos en nombre del anarquismo; y que hasta la vida de los animales era sagrada, motivo por el cual él se alimentaba con verdura, un joven desconocido, de quizá diecisiete años, alto y moreno, de ojos verdosos y expresión irónica y dura, respondió:

—Es probable que comiendo lechuga usted mejore el funcionamiento de sus intestinos, pero me parece muy difícil que logre echar abajo la sociedad burguesa.

Todos miraron a aquel joven desconocido.

Y otro tolstoiano salió en defensa del zapatero, recordando la leyenda de cuando Buda se dejó devorar por un tigre para aplacar su hambre. Pero un partidario de la violencia justa preguntó qué habría hecho Buda si hubiera visto que el tigre no se precipita sobre él sino sobre un niño indefenso. Después de lo cual la discusión se hizo tormentosa, sarcástica, lírica, agraviante, tonta, candorosa o brutal según los temperamentos, demostrando una vez más que una sociedad sin clases y sin problemas sociales tal vez sea tan violenta e inarmónica como ésta. Salieron una vez más los mismos argumentos y los mismos recuerdos: ¿no se justificaba que Radovitsky hubiese matado al jefe de policía culpable de la masacre del primero de mayo de 1909? ¿No reclamaban venganza los ocho proletarios muertos y los cuarenta heridos? ¿No había mujeres entre los sacrificados? Sí, quizá. El Estado Burgués defendía implacablemente sus privilegios, armado hasta los dientes, no perdonaba vida ni libertad, la justicia y el honor no existían para esos déspotas que sólo perseguían el mantenimiento de sus privilegios. Pero ¿y los inocentes que se mataban a veces con las bombas anarquistas? Y además, ¿podría alcanzarse una sociedad mejor mediante la violencia y la venganza? ¿No eran los anarquistas los verdaderos depositarios de los mejores valores humanos: de la justicia y la libertad, de la hermandad y el respeto al ser viviente? Y luego ¿era admisible que en nombre de esos altos principios se aplastase a meros pagadores de bancos o de casas de comercio, que al fin de cuentas eran inocentes, y se los masacrara para obtener dinero que se utilizaba para colmo con fines dudosos? Momento en que el debate terminó en medio de un gran tumulto de insultos, de gritos y finalmente de armas. Tumulto que apenas logró apaciguar González Pacheco recurriendo a su talento oratorio y recordando a los anarquistas presentes que de ese modo justificaban las peores acusaciones de la burguesía.

En aquellas circunstancias, me contó Max, encontró a Fernando. Le llamó la atención su frase epigramática y su rostro. Salieron con él y con otro llamado Podestá, a quien después conocí. Así se dio el primer paso en la formación de la banda que seguramente quería organizar y encabezar ese Podestá, pero que inevitablemente encabezaría Fernando. Era Osvaldo R. Podestá un sujeto que cuando lo conocí me repelió instantáneamente: había en él algo equívoco y tortuoso. Sus maneras eran suaves, casi afeminadas, y era relativamente culto, pues había alcanzado el cuarto año del bachillerato antes de unirse a la banda de Di Giovanni. Entornaba los ojos y miraba medio de costado en una forma desagradable. Con el tiempo confirmé aquella primera impresión, cuando conocí su trayectoria; cuando con el fusilamiento de Di Giovanni, perseguido el movimiento con toda la fuerza de la ley marcial, después del asalto que con la banda de Fernando hicieron al pagador de la casa Braceras, huyó al Uruguay en una lancha de contrabandistas y luego pasó a España. Allá empezó a actuar en el pistolerismo sindical, trabajando en una lucha a muerte con la patronal (hubo trescientos muertos en esos años que precedieron a la guerra civil), pero, por algún motivo que desconozco, se hizo sospechoso de actuar en conveniencia con la policía. En prueba de la lealtad, se ofreció a matar a la persona que se le designase. Se le indicó al propio jefe de policía de Barcelona, y Podestá lo mató a tiros, con lo que parece que renovó su crédito. Pero cuando se produjo la guerra civil, cometió tales atrocidades con su banda, que la Federación Anarquista Ibérica decretó su muerte. Sabedor de la decisión, Podestá y dos de sus amigos intentaron huir desde el puerto de Tarragona en un bote a motor cargado de objetos y dinero, pero fueron ametrallados a tiempo.

Que alguien como Fernando tuviese a un ser como Podestá en su banda es explicable. Lo singular es que un muchacho como Carlos haya podido actuar con semejante compañía, y sólo su misma pureza puede explicar el fenómeno. No debe usted olvidar, además, que el poder de convicción de Fernando era ilimitado y no debe haberle resultado muy dificultoso probarle que aquél era el único medio de lucha contra la sociedad burguesa. No obstante lo cual terminó apartándose asqueado de ellos, cuando por fin advirtió que el dinero de sus asaltos no iba a engrosar el fondo de ningún sindicato ni a ayudar las familias o huérfanos de camaradas presos o deportados. Pues precisamente su alejamiento se produjo cuando supo que Gatti no había recibido los fondos que Fernando se había comprometido a darle para la fuga del penal de Montevideo, y la fuga, que ya no podía postergarse, fue organizada con dinero urgentemente obtenido por otro lado. Carlos estimaba mucho a Gatti (yo mismo lo verifiqué) y aquel suceso fue para él definitivamente revelador. Quizá usted recuerde la famosa fuga del penal de Montevideo, en que catorce condenados escaparon por un túnel de más de treinta metros excavado bajo la dirección de Gatti, a quien se lo conocía por “el ingeniero”, desde una presunta carbonería establecida frente a la cárcel. Gatti trabajaba científicamente, utilizaba brújula, mapas, una pequeña excavadora eléctrica y una vagoneta arrastrada sobre rieles mediante cuerdas que evitaban el ruido; la tierra se acumulaba en bolsas aparentemente de carbón, que luego eran retiradas en camiones. Estas complicadas y largas operaciones demandaban muchísimo dinero, que en su mayor parte salía de los asaltos. Pero, como usted comprenderá, y como Fernando solía decir con sorna, todo resultaba a la postre una especie de autofagia: se asaltaba para sacar de la cárcel a anarquistas presos por asaltos anteriores.

Los anarquistas tenían dos grandes recursos para la obtención de fondos: el asalto y la falsificación. Y ambos justificados filosóficamente, pues ya que según algunos de sus teóricos la propiedad es un robo, mediante el asalto se restituía a la comunidad algo que un individuo había indebidamente hecho suyo; y con la emisión de papel moneda falsificado no sólo se trataba de obtener dinero para las evasiones y para las huelgas sino que, en alguna forma, sobre todo cuando se intentaba en gran escala, se trataba de arruinar al fisco y desmoronar la nación. Siguiendo el ejemplo histórico de Inglaterra cuando con sus famosos asignados falsos que enviaba en barcos de pescadores intentó sabotear al gobierno de la revolución en Francia, los anarquistas en muchas ocasiones realizaron falsificaciones en gran escala. Era una tarea subterránea que los subyugaba y que por otra parte no les resultaba difícil, dada la inclinación de muchos militantes a las artes gráficas. Di Giovanni organizó un gran taller de grabación donde se imprimieron billetes de diez pesos; y en aquel taller trabajó un tipógrafo español llamado Celestino Iglesias, hombre puro y generoso, que Fernando conoció entonces y que en los últimos años que precedieron a su muerte, volvió a buscar para una falsificación, antes del accidente que le costó la vista.

Pero volvamos a nuestro reencuentro.

Fue en enero de 1930. Habíamos ido con Max a ver Alta traición, y, cuando llegamos al bar, todavía discutiendo sobre Emil Jannings y sobre las ventajas y desventajas del cine parlante (Max, como René Clair y como Chaplin, se horrorizaba de las perspectivas del cine sonoro), vimos que Fernando lo estaba esperando sentado cerca de la mesita habitual que ocupaba el tablero de Max. Lo reconocí en seguida, aunque ahora era un hombre; sus rasgos se habían fortalecido, pero no transformado, pues pertenecía a ese tipo de seres humanos que desde muy niños tienen ya rasgos fuertes que los años no modifican sino para acentuarlos. Podría haberlo reconocido en medio de una multitud caótica, tan acusados e inolvidables eran los rasgos de aquella cara.

No sé si él me desconoció realmente o en todo caso hizo como que me desconocía. Le extendí la mano.

—Ah, Bruno —comentó, dándome la mano como distraído.

Se apartaron y Fernando dijo algunas cosas en voz baja a Max. Yo lo miraba sin salir de mi asombro, un asombro que me había dejado casi sin habla. Porque aunque más tarde encontré toda serie de explicaciones a aquel reencuentro, tal como se lo he dicho antes, en aquel momento su aparición me pareció una especie de milagro. De milagro negro.

Cuando se separaron, se volvió ligeramente hacia mí y me hizo un gesto con la mano, a manera de despedida. Le pregunté a Max si le había hablado de mí, si le había dicho de dónde nos conocíamos.

—No, no me dijo nada —comentó Max.

Claro, para él no resultaba tan sorprendente aquel encuentro: hay tanta gente que se conoce en una ciudad.

Así volví a entrar en la órbita de Fernando, y aunque lo vi en contadas ocasiones, sus frases, sus teorías y sus ironías tuvieron enorme importancia en aquel período crítico de mi vida. En realidad, no participé nunca en las actividades secretas de su banda pero seguí ansiosamente, desde lejos, y a través de Max o de Carlos, los indicios de aquella existencia tormentosa. En qué medida y en qué forma un muchacho como Max podría participar de aquella organización, hasta hoy es para mí un insondable secreto. Yo creo probable que desempeñase algún papel lateral o de contacto, porque ni por temperamento ni por sus ideas era adecuado para la acción, y mucho menos para una acción de semejante clase. Y aún hoy me pregunto por qué motivo Max estaba cerca de aquella banda. ¿Por curiosidad? ¿Por cierta herencia o por influencia, aunque fuera remota, de su historia familiar? Todavía a veces me sonrío a solas de aquella incongruente presencia de Max. Era tan contemporizador que habría encontrado razones hasta para ser amigo del propio jefe de policía de Buenos Aires, y sin duda alguna habría jugado con él una buena partida de ajedrez de habérsele ofrecido la ocasión. Y era tan desatinado encontrarlo entre aquella gente como si alguien, en medio de un terremoto, leyese plácidamente el diario en una poltrona. Entre asaltantes y terroristas que hablaban de falsificaciones, de gelinita y de túneles, Max me comentaba Le Roi David, que Honegger dirigía en esos momentos en el Colón; o de Tairoff, que estaba en el teatro Odeón; o analizaba largamente la mejor partida de Capablanca con Alekhine. O salía de pronto con sus rasgos de humor, que eran tan inadecuados para todo aquello como una copita de oporto en una reunión de feroces bebedores de gin.

A partir del 2 de setiembre los acontecimientos se precipitaron: manifestaciones de estudiantes, tiroteos, luego la muerte del estudiante Aguilar, huelgas y por fin la revolución del 6 y la caída del presidente Yrigoyen. Y con aquélla (ahora lo sabemos) el fin de toda una época del país. Ya nunca más volveríamos a ser lo que habíamos sido.

Con la junta militar y el estado de sitio todo el movimiento sufrió un golpe terrible: se allanaban locales obreros y estudiantiles, se deportaba a los obreros extranjeros, se torturaba y se diezmaba el movimiento revolucionario.

En medio de aquel caos, yo perdí de vista a Carlos, pero sospeché que debía de andar en algo muy peligroso. Y cuando el 1° de diciembre leí en los diarios el asalto al pagador de Braceras, en la calle Catamarca, instantáneamente recordé una larga y sospechosa recorrida que unos dos meses antes había hecho Carlos en mi compañía, con el pretexto de buscar un local para una imprenta clandestina. No tuve dudas de que aquel asalto había sido obra de la banda de Fernando, y más tarde lo comprobé. Fue precisamente aquel asalto el último en que Carlos participó, pues ya por entonces se convenció, finalmente, de que los objetivos que perseguía Fernando nada tenían de común con los suyos. Y aunque Fernando se había encargado de minar sus simpatías por el comunismo con argumentos cínicos pero demoledores, Carlos ingresó en una célula del partido comunista, en Avellaneda. Yo había oído en algunas ocasiones aquellos argumentos de Fernando, argumentos e ironías que Carlos escuchaba mirando al suelo, con las mandíbulas apretadas. Ya por aquel tiempo Carlos era trabajado por muchachos comunistas y empezaba a encontrar ventajas considerables en el otro movimiento: parecían luchar por algo sólido y preciso, demostraban que el terrorismo individual era inútil cuando no pernicioso, criticaban con fundamentos serios a un movimiento que había permitido el surgimiento de bandas como las de Di Giovanni, y, en fin, demostraban que contra la fuerza organizada del estado burgués sólo era eficaz la fuerza organizada del proletariado. Pero Fernando no le criticaba, como otros anarquistas, la formación de un nuevo estado, más duro quizá que el anterior, la instauración de una dictadura que suprimiese la libertad individual en beneficio de la comunidad futura: no, le reprochaba su mediocridad y su aspiración a resolver los problemas últimos del hombre con siderurgia, hidroelectricidad, zapatos y buena comida.

Lo horrible, a mi juicio, no era que Fernando tratara de destruir la fe naciente de Carlos con argumentos sofísticos: lo grave es que a él no le importaba absolutamente nada todo aquello del comunismo y de anarquismo, y sólo largaba sus armas dialécticas con puros fines de destrucción de un ser tan desamparado como Carlos.

Pero, como digo, eso fue antes del asalto a Braceras. Desde ese momento no vi más a Carlos hasta 1934. Y en cuanto a Fernando lo perdí de vista hasta veinte años después.

En enero de 1931, después de una delación, la policía sorprendió a Di Giovanni en una imprenta clandestina. Perseguido a través de las calles del centro y de las azoteas de varias casas, en medio de descargas, fue finalmente acorralado y apresado. En la madrugada del primero de febrero fue fusilado lo mismo que su compañero Scarfó. Murieron gritando ¡Viva la Anarquía! Pero en realidad aquellos gritos parecieron anunciar su muerte definitiva en esta región del mundo.

Y con ella, el fin de muchas cosas.

El reencuentro con Fernando y la crisis por la que atravesaba y que me hacía sentir más solo que durante los últimos años del bachillerato, aumentó mis ansias de volver “a los Vidal” en un grado casi intolerable.

Yo fui siempre un contemplativo, y de pronto me había encontrado en medio de un torrente, del mismo modo que la creciente de un río de montaña arrastra muchas cosas que hasta unos momentos antes se encontraban plácidamente contemplando el mundo. Por eso mismo, quizá todo aquel tiempo se me aparece, ahora que han pasado los años, tan irreal como un sueño, tan seductor (pero tan ajeno) como el mundo de una novela.

Repentinamente complicado por los hechos policiales y por mi relación con Carlos, mi pensión allanada por la policía, hube de refugiarme en la pensión donde vivía Ortega, un estudiante de ingeniería que en aquel tiempo había estado tratando de llevarme al comunismo. Vivía cerca de Constitución, sobre la calle Brasil, en una pensión de una viuda española que lo adoraba. No fue difícil, pues, que me encontrara una solución por un tiempo. Y sacando los trastos de una piecita que daba a la calle Lima, me puso un colchón.

Aquella noche tuve un sueño agitado. Al despertarme casi me asusté, en la madrugada, no recordé inmediatamente los hechos del día anterior y hasta que tuve plena conciencia miré con sorpresa la confusa realidad que me rodeaba. Pues no nos despertamos de golpe, sino en un complejo y paulatino proceso en que vamos reconociendo el mundo originario como quien viene de un larguísimo viaje por continentes lejanos e imprecisos, y en que después de siglos de existencia oscura hemos perdido la memoria de nuestra existencia anterior, y sólo recordamos de ella fragmentos incoherentes. Y después de un tiempo inconmensurable, la luz del día empieza tenuemente a iluminar las salidas de aquellos laberintos angustiosos y entonces corremos con ansiedad hacia el mundo diurno. Y llegamos al borde del sueño como náufragos exhaustos que logran alcanzar la playa después de una larga lucha con la tempestad. Y allí, semiinconscientes todavía, pero ya tranquilizándonos poco a poco, empezamos a reconocer con gratitud algunos de los atributos del mundo cotidiano, el tranquilo y confortable universo de la civilización. Antoine de Saint-Exupéry cuenta cómo después de una angustiosa lucha con los elementos, perdido en el Atlántico, cuando ya él y su mecánico casi no conservaban esperanzas de llegar a tierra, alcanzaron a divisar una débil lucecita en la costa africana, y con el último litro de combustible alcanzaron finalmente la ansiada costa; y cómo entonces aquel café con leche que tomaron en una cabana fue el humilde pero trascendental signo de contacto con la vida entera, el pequeño pero maravilloso reencuentro con la existencia. Del mismo modo, cuando retornamos de aquel universo del sueño, una mesita cualquiera, un par de zapatos gastados, una simple lámpara familiar, son conmovedoras luces de la costa que ansiamos alcanzar, la seguridad. Razón por la cual nos angustiamos cuando uno de esos fragmentos de la realidad que empezamos a distinguir no es el que esperábamos: aquella conocida mesita, ese par de zapatos gastados, la lámpara familiar. Tal como nos suele suceder cuando despertamos de pronto en una pieza desconocida, en la fría y despojada habitación de un hotel anónimo, o en el cuarto en que el azar de las circunstancias nos ha arrojado la noche anterior.

Poco a poco fui comprendiendo que aquella pieza no era la mía y con ello fui recordando aquella jornada de allanamientos y policía. Ahora, a la luz de la mañana, se me aparecía como disparatada y totalmente ajena a mi espíritu. Una vez más advertía que los hechos alcanzaban con su violencia irracional hasta a los seres más inapropiados. Por una serie de curiosos encadenamientos, yo, que creo haber nacido para la contemplación y la pasiva reflexión, me he encontrado en el medio de confusos y hasta peligrosísimos sucesos.

Me levanté, abrí la ventana y miré hacia abajo la ciudad indiferente.

Me sentí solo y desconcertado. La vida se me presentaba complicada y agresiva.

Ortega apareció con su optimismo sano de siempre, haciéndome bromas sobre los anarquistas. Y antes de irse a la facultad me dejó una obra de Lenin que me encareció leyera, pues allí hacía una crítica definitiva del terrorismo. Yo que bajo la influencia de Nadia había leído las memorias de Vera Figner, enterrada en vida en las cárceles del zar como consecuencia del atentado, no pude leer con simpatía aquel análisis despiadado e irónico. “Desesperación pequeñoburguesa.” ¡Qué grotescos aparecían aquellos románticos a la luz implacable del teórico marxista! Con los años he ido comprendiendo que la realidad estaba más cerca de Lenin que de Vera Figner, pero mi corazón ha permanecido siempre fiel a aquellos héroes candorosos y un poco disparatados.

El tiempo pareció de pronto paralizarse, para mí. Ortega me había recomendado que no saliera por unos días de la pensión, hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Pero a los tres días 110 pude más y empecé a salir, suponiendo que era imposible que la policía reconociese a un muchacho sin antecedentes.

Al mediodía entré en uno de los bares automáticos de Constitución y comí. Me producía extrañeza encontrar en las calles y en los cafés tanta gente despreocupada y libre de problemas. Dentro de la piecita yo leía obras revolucionarias y me parecía que el mundo podía estallar en cualquier momento; luego, al salir, encontraba que todo seguía un curso pacífico: los empleados iban a sus empleos, los comerciantes vendían y hasta se podía ver gente sentada en los bancos de las plazas, sentada perezosamente y viendo desfilar las horas: iguales y monótonas. Una vez más, y no sería la última, me sentía un poco extraño en el mundo, como si hubiese despertado de pronto y desconociese sus leyes y su sentido. Caminaba al azar por las calles de Buenos Aires, miraba a sus gentes, me sentaba en un banco de la plaza Constitución y pensaba. Luego volvía a mi piecita y me sentía más solo que nunca. Y únicamente sumergiéndome en los libros parecía encontrar de nuevo la realidad, como si aquella existencia de las calles fuera, en cambio, una suerte de gran sueño de gente hipnotizada. Faltaban muchos años para que comprendiera que en aquellas calles, en aquellas plazas y hasta en aquellos negocios y oficinas de Buenos Aires había miles de personas que pensaban o sentían más o menos lo que yo sentía en ese momento: gente angustiada y solitaria, gente que pensaba sobre el sentido y el sinsentido de la vida, gente que tenía la sensación de ver un mundo dormido a su alrededor, un mundo de personas hipnotizadas o convertidas en autómatas.

Y en aquel reducto solitario me ponía a escribir cuentos. Ahora advierto que escribía cada vez que era infeliz, que me sentía solo o desajustado con el mundo en que me había tocado nacer. Y pienso si no será siempre así, que el arte de nuestro tiempo, ese arte tenso y desgarrado, nazca invariablemente de nuestro desajuste, de nuestra ansiedad y nuestro descontento. Una especie de intento de reconciliación con el universo de esa raza de frágiles, inquietas y anhelantes criaturas que son los seres humanos. Puesto que los animales no lo necesitan: les basta vivir. Porque su existencia se desliza armoniosamente con las necesidades atávicas. Y al pájaro le basta con algunas semillitas o gusanos, un árbol donde construir su nido, grandes espacios para volar; y su vida transcurre desde su nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que no es desgarrado jamás ni por la desesperación metafísica ni por la locura. Mientras que el hombre, al levantarse sobre las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases de su grandeza pero también los orígenes de su angustia; porque con sus manos y con los instrumentos hechos con sus manos iba a erigir esa construcción tan potente y extraña que se llama cultura e iba a iniciar así su gran desgarramiento, ya que habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios que su espíritu le sugiera. Será ese ser dual y desgraciado que se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo de sus dioses, que habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el paraíso celeste de su redención. Ese ser dolorido y enfermo del espíritu que se preguntará, por primera vez, sobre el porqué de su existencia. Y así las manos, y luego aquella hacha, aquel fuego, y luego la ciencia y la técnica habrán ido cavando cada día más el abismo que lo separa de su raza originaria y de su felicidad zoológica. Y la ciudad será finalmente la última etapa de su loca carrera, la expresión máxima de su orgullo y la máxima forma de su alienación. Y entonces seres descontentos, un poco ciegos y un poco como enloquecidos, intentan recuperar a tientas aquella armonía perdida con el misterio y la sangre, pintando o escribiendo una realidad distinta a la que desdichadamente los rodea, una realidad a menudo de apariencia fantástica y demencial, pero que, cosa curiosa, resulta ser finalmente más profunda y verdadera que la cotidiana. Y así, soñando un poco por todos, esos seres frágiles logran levantarse sobre su desventura individual y se convierten en intérpretes y hasta en salvadores (dolorosos) del destino colectivo.

Pero mi desdicha ha sido siempre doble, porque mi debilidad, mi espíritu contemplativo, mi indecisión, mi abulia, me impidieron siempre alcanzar ese nuevo orden, ese nuevo cosmos que es la obra de arte; y he terminado siempre por caer desde los andamios de aquella anhelada construcción que me salvaría. Y al caer, maltrecho y doblemente entristecido, he acudido en busca de los simples seres humanos.

Así también en aquel momento: todo lo que construía eran torpes y fallidos intentos, y una y otra vez, a cada fracaso, como cada vez que me he sentido solo y confuso, en medio de mi soledad oía quedamente, allá en el fondo de mi espíritu, mezclado a confusos rumores de una madre fantasmal que apenas recordaba, el rumor de Ana María, la única aproximación a una madre carnal que conocí. Era como el eco de aquellas campanas de la catedral sumergida de la leyenda, que la tempestad y el viento sacuden. Y como siempre que mi vida oscurecía, aquel remoto tañido se empezaba a oír con mayor intensidad, como un llamado, como si dijera “no olvides que siempre estoy aquí, que siempre puedes acudir a mi lado”. Y de pronto, uno de aquellos días, el llamado creció hasta ser irresistible. Y entonces salté de la cama, donde pasaba largas horas de cavilación inútil, y corrí con la repentina y ansiosa idea de que debía haber acudido antes, mucho antes, para recuperar lo que quedaba de aquella infancia, de aquel río, de aquellas lejanas tardes de la estancia, de Ana María. De Ana María.

Me equivocaba, pues no siempre nuestras ansiedades nos conducen a la verdad. Aquel reencuentro con Georgina fue más bien un desencuentro y el comienzo de una nueva desventura que en cierto modo ha perdurado hasta ahora y que seguramente proseguirá hasta mi muerte. Pero esta historia no es ya la que a usted le interesa.

Sí, claro: la vi en numerosas ocasiones, caminé con ella por esas calles, fue bondadosa conmigo. Pero ¿quién ha dicho que sólo pueden hacernos sufrir los malvados?

No sólo era callada sino que sus palabras eran reticentes, como si viviera bajo un perpetuo temor. No fueron sus palabras las que me explicaron lo que Georgina era en aquel momento de su vida ni los sufrimientos que padecía. Fueron sus pinturas. ¿Le dije que ella pintaba desde niña?

No vaya a creer que sus cuadros me dijeran cosas directas, pues en ellos no había ni siquiera figuras humanas, y mucho menos anécdota. Eran naturalezas muertas: una silla al lado de una ventana, un florero. Pero, qué milagro: uno dice “silla” o “ventana” o “reloj”, palabras que designan meros objetos de ese frígido e indiferente mundo que nos rodea, y sin embargo de pronto transmitimos algo misterioso e indefinible, algo que es como una clave como un patético mensaje de una profunda región de nuestro ser. Decimos “silla” pero no queremos decir “silla”, y nos entienden. O por lo menos nos entienden aquellos a quienes está secretamente destinado el mensaje, críptico, pasando indemne a través de las multitudes indiferentes y hostiles. Así que ese par de zuecos, esa vela, esa silla no quiere decir ni esos zuecos, ni esa vela macilenta, ni aquella silla de paja, sino Van Gogh, Vincent (sobre todo Vincent): su ansiedad, su angustia, su soledad; de modo que son más bien su autorretrato, la descripción de sus ansiedades más profundas y dolorosas. Sirviéndose de aquellos objetos externos e indiferentes, esos objetos de ese mundo rígido y frío que está fuera de nosotros, que acaso estaba antes de nosotros y que muy probablemente seguirá permaneciendo, indiferente y helado, cuando hayamos muerto, como si esos objetos no fueran más que temblorosos y transitorios puentes (como las palabras para el poeta) para salvar el abismo que siempre se abre entre uno y el universo; como si fueran símbolos de aquello profundo y recóndito que refleja; indiferentes y objetivos y grises para los que no son capaces de entender la clave pero cálidos y tensos y llenos de intención secreta para los que la conocen. Porque en realidad esos objetos pintados no son los objetos de aquel universo indiferente sino objetos creados por aquel ser solitario y desesperado, ansioso de comunicarse, que hace con los objetos lo mismo que el alma realiza con el cuerpo: impregnándolo de sus anhelos y sentimientos, manifestándose a través de las arrugas carnales, del brillo de sus ojos, de las sonrisas y de las comisuras de sus labios; como un espíritu que trata de manifestarse (desesperadamente) con el cuerpo ajeno, y a veces groseramente ajeno, de una histérica o de una médium profesional y fría.

Así yo también pude saber algo de lo que pasaba en la parte más oculta, y por mí más añorada, del alma de Georgina.

¿Para qué, Dios mío? ¿Para qué?

Sobre héroes y tumbas
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