I

Hecho curioso (curioso desde el punto de vista de los acontecimientos posteriores), pocas veces Martín fue tan feliz como en las horas que precedieron a la entrevista con Bordenave. Alejandra estaba de excelente humor y tenía ganas de ir al cine: ni siquiera se disgustó cuando aquel Bordenave malogró esa intención citando a Martín a las siete. Y en momentos en que Martín se disponía a preguntar por el bar americano, ella lo arrastró de un brazo, como quien conoce el lugar: primer episodio que enturbió la felicidad de aquella tarde.

Un mozo se lo señaló. Estaba con dos señores, discutiendo con papeles sobre la mesa. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y elegante, bastante parecido a Anthony Edén. Pero unos ojos ligeramente irónicos y cierta sonrisa lateral le daban un aire muy argentino. “Ah, es usted”, le dijo, y excusándose ante aquellos caballeros, lo invitó a sentarse en torno de una mesa cercana; pero como Martín, balbuceando, mirara en dirección de Alejandra, Bordenave, después de mantener unos segundos la mirada sobre ella, dijo “Ah, muy bien, vamos entonces para allá”.

Fue notorio para Martín el desagrado que aquel hombre provocó en Alejandra, que durante el tiempo que duró la entrevista se mantuvo dibujando pájaros sobre una servilleta de papel: uno de los signos de desagrado que Martín le conocía muy bien. Atormentado por aquel brusco cambio de humor, Martín debía hacer esfuerzos para seguir la conversación de Bordenave, quien, al parecer, hablaba de cosas ajenas a la misión que Martín tenía. En suma, le pareció un aventurero sin escrúpulos, pero lo importante era que el desalojo quedaba sin efecto.

Cuando salieron, cruzaron la calle, se sentaron en un banco de la plaza y Martín, preocupado, le preguntó a Alejandra qué le había parecido aquel individuo.

—Qué me va a parecer. Un argentino.

A la luz del fósforo que encendió para el cigarrillo, Martín observó que su cara se había endurecido. Luego permaneció callada. Martín, por su parte, se preguntaba qué podía haberla transformado tan repentinamente, pero era obvio que la causa era Bordenave. Aquel hombre había hablado, innecesariamente, de hechos que no le dejaban bien, a propósito de los italianos que estaban con él. ¿Qué podía ser? Lo cierto es que su aparición había enturbiado la paz anterior como la entrada de un reptil en un pozo de agua cristalina del que bebemos.

Alejandra dijo que le dolía la cabeza, y que prefería volver a su casa para acostarse. Y cuando se iban a separar, allá en la calle Río Cuarto, abrió por fin la boca para comunicarle que conversaría con Molinari, pero que no se hiciese ninguna ilusión.

—¿Y cómo hago? ¿Me darás una carta?

—Ya veremos. Quizá lo llame por teléfono y te deje un mensaje.

Martín la miró asombrado: ¿Un mensaje? Sí, ya tendría noticias.

—Pero… —balbuceó.

—¿Pero qué?

—Quiero decir… ¿No me lo podes comunicar mañana, cuando nos veamos?

El rostro de Alejandra aparecía envejecido.

—Mira. No te puedo decir ahora cuándo nos veremos.

Martín, consternado, farfulló algo sobre lo que habían convenido aquella misma tarde para el día siguiente. Entonces ella exclamó:

—¡No me siento bien! ¿No lo ves?

Martín se dio vuelta para irse, mientras ella abría la puerta de la verja. Y había comenzado a alejarse cuando oyó que lo llamaba.

—Espera.

Con una voz menos dura le dijo:

—Mañana a la mañana le telefonearé a ese hombre, y al mediodía te dejaré un mensaje.

Estaba ya entrando cuando agregó con una risa dura y aviesa:

—Fíjate en la secretaria que tiene, esa rubia.

Martín se quedó perplejo, mirándola.

—Es una de sus amantes.

Éstos son los hechos de aquel día. Tendría que pasar un tiempo para que Martín volviera a considerar aquella entrevista con Bordenave, como después de un crimen se examina con atención un lugar o un objeto al que nadie dio antes importancia.

Sobre héroes y tumbas
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