II
Al otro día, Esther Milberg lo llamó por teléfono a Bruno para decirle que en La Razón acababa de leer la noticia policial (seguramente los diarios de la mañana no habían tenido tiempo de dar la noticia). Bruno ignoraba todo: Martín vagaba como un idiota por las calles de Buenos Aires, y aún no había llegado a casa de Bruno.
En el primer momento, Bruno no atinó a hacer nada. Luego, aunque en realidad era inútil, corrió a Barracas para ver los restos del incendio. Un agente de policía impedía acercarse a la casa. Preguntó por el viejo Olmos, por la sirvienta, por el loco. Con lo que el agente pudo decirle y con las informaciones que obtuvo después, llegó a la conclusión de que los Acevedo habían tomado rápidas decisiones, indignados y asustados por la información de los diarios de la tarde (no tanto por el hecho mismo, porque, supuso, a los Acevedo no podría sorprenderles nada de lo que proviniera de aquella familia de locos y degenerados), información que proyectaba una ola de escándalo y de habladurías sobre toda la familia, aunque más no fuera que por el lejano parentesco. De modo que ellos, la rama rica y sensata, que siempre habían trabajado con eficacia para que aquella desagradable parte de la familia se mantuviese en el anonimato (hasta el punto de que eran muy pocos los que en la sociedad de Buenos Aires conocían su sobrevivencia y, sobre todo, su parentesco), se encontraban de pronto con semejante escándalo en la crónica policial. De modo que (seguía pensando Bruno) se habrían apresurado a llevárselos a Don Pancho, al Bebe y hasta a la propia Justina para que no quedaran rastros y con el fin de que los periodistas no pudieran obtener partido de aquellos seres irresponsables. Porque había que descartar la posibilidad del afecto o la compasión, conociendo como conocía Bruno el odio que los Acevedo profesaban a aquel residuo lastimoso de un pasado brillante.
Esa misma noche, cuando volvió a su casa, supo que había estado a buscarlo “aquel muchacho flaco”, muchacho que, según la expresión recriminatoria de Pepa (que siempre parecía responsabilizar a Bruno de los defectos de sus amigos), ahora parecía además un extraviado. Y ese “además” lo hizo sonreír en medio del horror, pues indicaba una serie de defectos que su ama de llaves habría sucesivamente encontrado en el pobre Martín hasta llegar a esa última y calamitosa condición de “extraviado”, palabra que exactamente correspondía a la real y espantosa situación de su espíritu: como un niño que se ha perdido en un bosque nocturno, tembloroso y asustado. ¿Cómo podía sorprenderle que hubiese venido en su búsqueda? Aunque era tan reservado, hasta el punto de que nunca le había oído una frase completa sobre nada, y mucho menos sobre Alejandra, ¿cómo no iba a recurrir a él, a la única persona sobre la que podía descargar parte de su angustia y acaso encontrar algún género de explicación, de consuelo o de apoyo? Bruno, claro, no ignoraba la índole de la relación entre ellos, no porque Alejandra le hubiera contado (no era del tipo de persona para hacer ese género de confidencias) sino por la índole de silencioso refugio que aquel muchacho había buscado a su lado, por algunas palabras que de vez en cuando balbuceaba sobre Alejandra, pero, sobre todo, por esa insaciable sed que los enamorados tienen de oír todo lo que de alguna manera puede referirse al ser que aman; ignorando que preguntaba o escuchaba a una persona que de algún modo también había sentido amor por Alejandra (aunque fuera la reverberación o la proyección falaz y momentánea del otro, del verdadero amor por Georgina). Pero si bien sabía o intuía que Martín mantenía cierto género de relaciones con Alejandra (y la expresión “cierto género” era inevitable tratándose de ella), ignoraba los detalles de aquella amistad amorosa que Bruno había seguido con asombro; porque, aunque Martín era un muchacho en varios sentidos excepcional, era realmente eso: un muchacho, casi un adolescente, mientras que Alejandra, aunque con sólo un año más de edad física, tenía una espantable y casi milenaria experiencia. Asombro que revelaba (se decía a sí mismo Bruno) una pertinaz y al parecer inextinguible frescura en su propia alma, pues bien sabía (pero sabía con el intelecto, no con el corazón) que nada de lo que se refiriese a seres humanos debería causar jamás asombro y sobre todo porque, como decía Proust, los “aunque” son casi siempre “porqués” desconocidos, y debía haber sido sin duda aquel abismo de edad espiritual y de experiencia del mundo el que precisamente podía explicar el acercamiento de una mujer como Alejandra a un chico como Martín. Esta intuición fue poco a poco confirmada después de la muerte y del incendio, a medida que oyó aquellos confusos pero maniáticos y a veces minuciosos detalles de la relación con Alejandra. Maniáticos y minuciosos no porque Martín fuese un anormal o una especie de loco, sino porque la maraña alucinante en que se había movido siempre el espíritu de Alejandra lo forzaba a ese análisis casi paranoico; ya que el dolor producido por una pasión con obstáculos, y sobre todo con obstáculos oscuros e inexplicables, es siempre causa más que suficiente (pensaba Bruno) para que el hombre más sensato piense, sienta y actúe como un enajenado. Claro que esos relatos no los hizo en aquella primera noche que siguió al incendio, en que Martín se apareció, después de caminar por las calles de Buenos Aires, casi idiotizado por el crimen y el incendio; sino después, en aquellos pocos días y noches que siguieron hasta que tuvo la malhadada idea de pensar en Bordenave; aquellos días y noches en que se instalaba a su lado, a veces sin hablar durante horas, y a veces hablando como un individuo al que se ha aplicado una de esas drogas de la verdad; o quizá, para decirlo más apropiadamente, alguna de esas drogas que hacen brotar tumultuosas y delirantes imágenes de las zonas más profundas y más herméticas del ser humano. Y también años después, cuando vendría a verlo desde aquel remoto sur, en virtud de ese afán (pensaba Bruno) que tienen los hombres de aferrarse a cualquier despojo de alguien que quisieron mucho, esos despojos del cuerpo y del alma que han quedado abandonados por ahí: en esa especie de destrozada e incierta inmortalidad de los retratos, de las frases que alguna vez dijeron a otros, del recuerdo de alguna expresión que alguien recuerda, o dice recordar, y hasta de esos pequeños objetos que de ese modo alcanzan un valor simbólico y desmesurado (una cajita de fósforos, una entrada de cine); objetos o frases que producen entonces el milagro de hacer presente aquel espíritu aunque fugaz, inasible y desesperadamente presente, del mismo modo que un recuerdo querido con algún transitorio golpe de perfume o un fragmento de música; fragmento que no tiene por qué ser importante ni profundo, y que bien puede ser humilde y hasta trivial melodía que en aquel tiempo mágico nos hizo reír por su vulgaridad, pero que ahora, ennoblecida por la muerte y la separación eterna, nos parece conmovedora y profunda.
—Porque usted —le dijo Martín en aquel retorno, levantando por un instante la cabeza que empecinadamente miraba hacia el suelo, en aquel gesto de su juventud y seguramente de su infancia que no cambiaría y que, como las impresiones digitales, acompañan a uno hasta la muerte—, porque usted también la quiso, ¿no es así?
Conclusión a la que, ¡por fin!, habría llegado allá en el sur, en larguísimas y silenciosas noches de meditación. Y Bruno, encogiéndose de hombros, permaneció callado. Porque, ¿qué podría decirle?, ¿y cómo explicarle lo de Georgina y aquella suerte de espejismo de la infancia? Y, sobre todo, porque ni siquiera estaba seguro de que fuese cierto, al menos cierto en el sentido en que Martín podía imaginarlo. Así que no respondió y se limitó a mirarlo ambiguamente, pensando que después de varios años de silencio y de lejanía, de años de cavilación en aquellas soledades, aquel muchacho estoico todavía necesitaba contar a alguien su historia; y porque acaso todavía, ¡todavía!, esperaba encontrar la clave del trágico y maravilloso desencuentro, respondiendo a esa necesidad ansiosa, pero cándida, que los seres humanos sienten de encontrar esa presunta clave; siendo que, probablemente, esas claves, de existir, han de ser tan confusas y a su vez tan insondables como los acontecimientos mismos que pretenden explicar. Pero en aquella primera noche que siguió al incendio, Martín parecía un náufrago que hubiese perdido la memoria. Había vagado por las calles de Buenos Aires y cuando estuvo frente a él ni siquiera supo qué decirle. Lo veía a Bruno fumando, esperando, mirándolo, comprendiéndolo, ¿pero qué? Alejandra estaba muerta, bien muerta, horriblemente muerta por las llamas y todo era inútil v en cierto modo fantástico. Y cuando se decidió a irse, Bruno le apretó el brazo y le dijo algo que no entendió bien o que en todo caso después le fue imposible recordar. Luego, por la calle, volvió a andar como un sonámbulo y volvió a recorrer aquellos lugares donde parecía como si en cualquier momento ella pudiera surgir.
Pero poco a poco Bruno fue sabiendo cosas, fragmentos, en aquellas otras entrevistas, en aquellos absurdos y por momentos insoportables encuentros. Martín hablaba de pronto como un autómata, decía frases inconexas, parecía buscar algo así como un rastro precioso en arenas de una playa que han sido barridas por un vendaval. Frágiles huellas de fantasmas, además. Buscaba la clave, el sentido oculto. Y Bruno podía saber, tenía que saber: ¿no conocía a los Olmos desde su infancia?, ¿no había visto casi nacer a Alejandra?, ¿no había sido amigo o algo así de Fernando? Porque él, Martín, no entendía nada: sus ausencias, esos extraños amigos, Fernando, ¿qué? Y Bruno se limitaba a mirarlo, a comprenderlo y seguramente a compadecerlo. La mayor parte de los hechos decisivos recién los supo Bruno cuando Martín volvió de aquella región remota en que se había enterrado, cuando el tiempo parecía haber asentado aquel dolor en el fondo de su alma, dolor que parecía volver a enturbiar su espíritu con la agitación y el movimiento que le trajo aquel reencuentro con los seres y las cosas que estaban indisolublemente unidos a la tragedia. Y aunque para ese entonces la carne de Alejandra estaba podrida y convertida en tierra, aquel muchacho, que ya era un verdadero hombre, seguía no obstante obsesionado por su amor, y quién cabe por cuántos años (probablemente hasta su propia muerte) seguiría obsesionado; lo que, a juicio de Bruno, constituía algo así como una prueba de la inmortalidad del alma.
El “tenía” que saber, se decía a sí mismo Bruno, con triste ironía. Claro que “sabía”. Pero, ¿en qué medida, con qué calidad de conocimiento? Pues ¿qué conocemos en definitiva del misterio último de los seres humanos, aun de aquellos que han estado más cerca de nosotros? Lo recordaba en aquella primera noche allí; se le ocurría uno de esos chicos que aparecen fotografiados en los diarios, después de terremotos o descarrilamientos nocturnos, sentados sobre algún atado de ropa o sobre algún montón de escombros, con los ojos gastados y envejecidos repentinamente, con ese poder que tienen las catástrofes para realizar sobre el cuerpo y sobre el alma del hombre, en pocas horas, la devastación que lentamente traen los años, las enfermedades las desilusiones y muertes. Después superponía a aquella imagen desolada otras posteriores, donde, como esos inválidos, que se levantan con el tiempo de sus propias ruinas, ayudados de muletas, ya lejos de la guerra en que casi murieron, pero ya sin ser lo que eran antes, pues sobre ellos pesa, y para siempre, la experiencia del horror y de la muerte. Lo veía con los brazos caídos, con la mirada fija en un punto que generalmente quedaba detrás y a la derecha de la cabeza de Bruno. Parece escarbar en su memoria con encarnizamiento callado y doloroso, como un herido de muerte que intenta extraer de su carne desgarrada, con infinito cuidado, la flecha envenenada. “Qué solo está”, pensaba entonces Bruno.
—No sé nada. No entiendo nada —decía de pronto—.
Aquello con Alejandra era…
Y dejaba la frase sin terminar, mientras levantaba su cabeza, que había estado inclinada hacia el suelo, y miraba por fin a Bruno, pero como si a pesar de todo no lo viese.
—Más bien… —balbuceaba, buscando las palabras con empecinada ansiedad, como si temiera no dar la idea exacta de lo que había sido “aquello con Alejandra”; y que Bruno, con veinticinco años más, podía completar fácilmente diciéndose “aquello que a la vez fue maravilloso y siniestro”.
—Usted sabe… —murmuraba, apretándose dolorosa-mente los dedos—, no tuve una relación clara… nunca entendí…
Sacaba su famoso cortaplumas blanco, lo examinaba, lo abría.
—Muchas veces pensé que era como una serie de fogonazos, de…
Buscaba la comparación.
Como estallidos de nafta, eso es…, como estallidos de nafta en una noche oscura, en una noche tormentosa…
Sus ojos se volvían a fijar sobre Bruno, pero seguramente miraban hacia su propio mundo interior, obsesionados por aquella visión.
Fue en aquella ocasión, después de una pausa meditativa, cuando agregó:
—Aunque a veces…, muy pocas veces, es cierto… me pareció que pasaba a mi lado una especie de descanso.
Descanso (pensaba Bruno) como el que pasan en un hoyo o en un refugio improvisado los soldados que avanzan a través de un territorio desconocido y tenebroso, en medio de un infierno de metralla.
—Tampoco podría precisar qué clase de sentimientos…
Levantó nuevamente su mirada, pero esta vez para verlo de verdad, como pidiéndole una clave, pero como Bruno no dijera nada, la volvió a bajar, examinando el cortaplumas blanco.
—Claro —murmuró—, eso no podía durar. Como en tiempos de guerra, cuando se vive al instante… supongo… porque el porvenir es incierto, y siempre terrible.
Después le explicó que en aquel mismo frenesí fueron apareciendo las señales de la catástrofe, como es posible imaginar lo que va a ocurrir en un tren en que el maquinista ha enloquecido. Lo inquietaba, pero al mismo tiempo lo atraía. Volvió a mirarlo a Bruno.
Y entonces Bruno, tanto por decir algo, tanto por llenar aquel vacío, dijo:
—Sí, comprendo.
Pero, ¿qué es lo que comprendía? ¿Qué?