XIX

Ahí empezaba la etapa más ardua y arriesgada de mi investigación.

Me detuve en la plaza a reflexionar sobre los próximos pasos que podría y debería dar.

Era obvio que no podía seguirlos inmediatamente, dadas las peligrosas características de la secta. Quedaban dos posibilidades: o esperar a que ellos salieran y luego, una vez alejados, subir a mi turno para indagar lo que pudiera; o subir después de un lapso prudencial, sin esperar la salida de ellos.

Aunque esta segunda variante era más riesgosa también ofrecía más perspectivas, con la ventaja de que si no sacaba nada en limpio de mi inspección siempre restaba de cualquier modo la segunda posibilidad de esperar luego su salida, sentado en un banco de la plaza. Esperé unos diez minutos y empecé a subir cautelosamente. Aunque era imaginable que la gestión, o presentación, o lo que fuere, de Iglesias no iba a ser cuestión de minutos sino de horas; o yo tenía una idea totalmente errónea de lo que era aquella organización. La escalera era sucia y gastada, pues pertenece a una de esas antiguas casas que en algún tiempo tuvieron pretensiones pero que ahora, descuidadas y sucias, son por lo general casas de inquilinato: ya son grandes para una sola familia pobre y excesivamente infectas para una familia de cierta posición. Y me hacía esta reflexión porque si la casa era de inquilinato, el problema se me complicaba en forma casi laberíntica: ¿a quién irían a ver y en cuál de los departamentos? Por otra parte se me ocurría muy verosímil que el jerarca, o el informante del jerarca, viviese en forma tan humilde y hasta miserable.

Mientras subía la escalera, estos pensamientos me llenaban de incertidumbre y me amargaban, pues era desalentador que después de tantos años de espera pudiese desembocar en la entrada de un laberinto.

Felizmente tengo la propensión a imaginar siempre lo peor. Digo “felizmente” porque de ese modo mis preparativos son más fuertes que los problemas que la realidad luego me depara; y aunque dispuesto para lo peor, esa realidad me resulta menos difícil que lo previsto.

Así, fue, por lo menos, en lo que se refería al problema inmediato de aquella casa. En cuanto a lo otro, por primera vez en mi vida fue peor de lo que esperaba.

Cuando llegué al rellano del primer piso, verifiqué que había una sola puerta y que la escalera moría allí mismo; no había, por lo tanto, ningún altillo ni existía entrada a dos departamentos: con todo, el problema era el más sencillo que podía presentarse.

Permanecí cierto tiempo frente a aquella puerta cerrada, con los oídos atentos al menor rumor de pasos y con mis piernas listas para bajar. Arriesgando todo, coloqué mi oído contra la hendidura y traté de recoger cualquier indicio, pero nada oí.

Se tenía la impresión de que aquel departamento estaba deshabitado.

No quedaba sino esperar en la plaza. Bajé y, sentándome en un banco, decidí aprovechar el tiempo para estudiar todo lo que concernía a aquel sitio.

Ya dije que la edificación es extraña, pues se extiende a lo largo de una cuadra y sobre una recta tangente al círculo de la Iglesia. La parte central, la que toma contacto con el cuerpo de la Iglesia, pertenece seguramente a ella y supongo que alberga la sacristía y algunas dependencias eclesiásticas. Pero el resto de la edificación, a izquierda y derecha, está habitado por familias, como lo demuestran macetas con flores en los balcones y ropas, canarios, etcétera. Sin embargo, no podía pasar inadvertido a mi examen que las ventanas correspondientes al departamento de los ciegos mostraban algunas diferencias: no había ninguno de esos atributos que revela la presencia de gente y, además, estaban cerradas. Se podría argüir que los ciegos no necesitan luz. Pero ¿y el aire? Por otra parte, estos indicios confirmaban los que había recibido escuchando a través de la puerta, allá arriba. Mientras vigilaba la salida seguí cavilando sobre el singular hecho, y después de darle muchas vueltas llegué a una conclusión que me pareció sorprendente pero irrefutable: En aquel departamento no vivía nadie.

Y digo sorprendente porque si en él no habitaba nadie, ¿para qué había entrado Iglesias con el hombrecito parecido a Pierre Fresnay? La inferencia era también irrefutable: el departamento sólo servía de entrada a otra cosa. Y me dije “cosa” porque si bien podía ser otro departamento, acaso el departamento vecino al que podía tener acceso por alguna puerta interior, también era posible que fuese “algo” menos imaginable, tratándose, como se trataba, de ciegos. ¿Un pasaje interior y secreto hacia los sótanos? No era improbable.

En fin, razoné que en ese momento era inútil seguir exprimiéndome el cerebro, ya que luego, apenas salieran los dos hombres, tendría ocasión para efectuar un examen más a fondo del problema.

Yo había previsto que la presentación de Iglesias iba a ser algo complicado y por lo tanto moroso; pero debió de ser más complicado de lo que supuse porque recién salieron a las dos de la madrugada. Hacia la medianoche, después de ocho horas de espera atenta, cuando la oscuridad hacía más misterioso aquel extraño rincón de Buenos Aires, mi corazón fue comprimiéndose como si empezara a sospechar alguna abyecta iniciación en recónditos subterráneos, en húmedos hipogeos, a cargo de algún tenebroso y ciego mistagogo; y como si esas tétricas ceremonias me trajesen la premonición de las jornadas que me esperaban.

¡Las dos de la madrugada!

Me pareció que la marcha de Iglesias era más incierta a la entrada y tuve la sensación de que algo enorme agobiaba su espíritu. Pero tal vez todo eso haya sido una pura impresión de mi parte, provocada por el lúgubre conjunto de circunstancias: mis ideas sobre la secta, la mortecina iluminación de la plaza, la inmensa cúpula de aquella iglesia y, sobre todo, la luz equívoca que proyectaba sobre la escalera la sucia lamparita que colgaba en lo alto de la entrada.

Esperé que se fueran, observé cómo se alejaban hacia el lado de Cabildo y, cuando estuve seguro de que ya no volverían, corrí hacia la casa.

En el silencio de la madrugada, el ruido de mis pasos parecía estruendoso y cada chirrido de aquellos escalones descolados me hacía echar una mirada a mis espaldas.

Cuando llegué al rellano me esperaba la más grande sorpresa que había tenido hasta ese momento: !la puerta tenía candado! Esto sí que en ningún momento lo había previsto.

El desaliento me aplastó y hube de sentarme en el primer escalón de aquella maldita escalera. Así permanecí un buen tiempo, anonadado. Pero pronto empezó a funcionar mi cabeza y mi imaginación me fue ofreciendo una serie de hipótesis:

Ellos acababan de salir y después nadie más lo había hecho, de modo que el candado fue quitado al entrar y puesto al salir por el hombre que se parecía a Pierre Fresnay. Por lo tanto, si en aquella casa había algún género de habitantes o si daba, mediante un pasaje secreto, a “algo” habitado, en cualquier forma esos seres no salían ni entraban por la puerta que ahora tenía ante mis ojos. Ese “algo”, pues, ese departamento o casa o cueva o lo que fuere, tenía otra salida o varias salidas más, acaso a otras zonas del barrio o de la ciudad. ¿La puerta con candado estaba entonces reservada para el mensajero o intermediario bajito? Bueno, sí: para él o para otros individuos que desempeñasen tareas semejantes, a cada uno de los cuales había que suponer provisto de una llave idéntica.

Esta primera serie de razonamientos me confirmó en la presunción que tuve al observar la casa desde la placita: allí no vivía nadie. Desde ya podía dar por segura, pues, una conclusión de importancia para mis etapas siguientes: aquel departamento era meramente un pasaje HACIA OTRA PARTE.

¿Qué podía ser aquella “otra parte”? Eso no lo podía imaginar, y lo único que cabía era la audaz tentativa de violar aquel candado, entrar en la casa misteriosa y ver una vez en ella, adonde podía conducir. Para eso me era necesario una ganzúa o, simplemente, romper aquello con tenaza o cualquier medio violento parecido.

Mi impaciencia ahora era tanta que no podía esperar otro día. Descarté la idea de romper el candado por el ruido que produciría la operación, y pensé que lo mejor era recurrir a la ayuda de uno de mis conocidos. Bajé, fui hasta Cabildo y esperé el paso de un taxi, que a esas horas de la madrugada no faltaban. La suerte parecía estar de mi lado: a los pocos minutos pude tomar uno y le ordené me llevara hasta la calle Paso. Allí subí a la rural y con ella me dirigí a la casa de Floresta donde vive F. Le expliqué a gritos (es famoso por su sueño pesado) que necesitaba abrir un candado esa misma noche. Cuando se despejó y cuando se enteró de qué clase de cerradura se trataba, casi se echa de nuevo en la cama, tan indignado estaba; despertarlo a él para abrir un candado era como consultarlo a Stavisky para una estafa de mil francos. Lo sacudí, lo amenacé y finalmente lo arrastré a mi camioneta; corriendo como si la organización fuera a derrumbarse aquella misma noche, llegué en poco más de media hora hasta la placita de Belgrano. Detuve el auto en la calle Echeverría y, después de verificar que ninguna persona se encontraba en los alrededores, descendimos con F. y caminamos hacia nuestra casa.

La operación de abrir el candado le llevó cosa de medio minuto, después de lo cual le dije que tendría que volverse solo a Floresta, porque yo tardaría mucho en aquella casa. Eso lo puso más furioso aún, pero lo convencí de que se trataba de algo de gran importancia para mí y que, en todo caso, en Cabildo era fácil encontrar taxis. Rechazó con dignidad el dinero que intenté darle para el taxi y se retiró sin saludarme.

Debo decir que mientras iba en mi coche hacia la calle Paso me asaltó una pregunta: ¿Por qué cuando yo subí por primera vez no había candado? Bueno, era lógico que no lo hubiera ya que los dos hombres habían entrado y no podían volver a colocar un candado por la parte de afuera. Pero si aquella entrada era tan importante, como todo lo hacía suponer, ¿cómo se explicaba que la dejasen abierta a cualquier intruso? Pensé que todo eso se explicaba si al entrar el hombrecito corría un cerrojo o ponía una tranca desde el interior.

Tal como era de esperar, en el interior reinaba la más completa oscuridad y un silencio de muerte. La puerta se abrió con una serie de ruidos que me parecieron estruendosos. Con mi linterna iluminé la parte posterior de la puerta y vi, con satisfacción, que tenía un pasador y que ese pasador, de bronce, no estaba oxidado, lo que revelaba su uso.

Mi presunción sobre el cierre interior se confirmaba y con ella la hipótesis (temible) de que aquella puerta no podía quedar abierta en ningún momento.

Mucho tiempo después, reflexionando sobre estos hechos, me pregunté por qué si era tan importante estaba cerrada con un candado que F. podía violar en poco más de medio minuto. El hecho bastante llamativo, tenía una sola explicación: hacerla aparecer una casa cualquiera, una casa que por un motivo o por otro está desocupada.

Si bien yo venía con la convicción de que allí no había ninguna clase de habitantes, entré con cuidado y empecé a iluminar las paredes de la primera pieza… No soy cobarde, pero cualquiera en mi situación habría sentido el mismo temor que yo en aquellos momentos al recorrer, lenta y cuidadosamente, aquel desmantelado y vacío departamento sumido en las tinieblas. Y, hecho significativo, ¡golpeando las paredes con mi bastón blanco, como un auténtico ciego! No había reflexionado hasta ahora en ese inquietante signo, aunque siempre pensé que no se puede luchar durante años contra un poderoso enemigo sin terminar por parecerse a él; ya que si el enemigo inventa la ametralladora, tarde, o temprano, si no queremos desaparecer, también hay que inventarla y utilizarla y lo que vale para un hecho burdo y físico como un arma de guerra, vale, y con más profundos y sutiles motivos, para las armas psicológicas y espirituales: las muecas, las sonrisas, las maneras de moverse y de traicionar, los giros de conversación y la forma de sentir y vivir; razón por la cual es tan frecuente que marido y mujer terminen por parecerse.

Sí: poco a poco yo había ido adquiriendo mucho de los defectos y virtudes de la raza maldita. Y, como casi siempre sucede, la exploración de su universo había sido, también lo empiezo a vislumbrar ahora, la exploración de mi propio y tenebroso mundo.

La luz de mi linterna me reveló pronto que en aquella primera pieza no había nada: ni un mueble, siquiera un trasto olvidado; todo era polvo, pisos agujereados y paredes desconchadas, con restos podridos y colgantes de antiguos y prestigiosos empapelados. Este examen me tranquilizó bastante porque me hacía suponer lo que ya había previsto desde la placita: que la casa estaba deshabitada. Recorrí entonces con mayor firmeza y rapidez el resto de las dependencias y fui poco a poco completando y confirmando esa primera impresión. Y entonces comprendí por qué era innecesario tomar con la puerta de entrada medidas de excesiva precaución; ya que si por azar algún ladrón violaba el candado habría de salir muy pronto desilusionado.

Para mí era distinto, porque sabía que esa casa fantasmal no era un fin sino un medio.

De otro modo había que suponer que el hombrecito insignificante que había ido en busca de Iglesias era una especie de chiflado que había traído al español hasta semejante antro, donde, en una oscuridad absoluta y sin tener ni siquiera donde sentarse, le había hablado durante diez horas de algo que, por terrible que fuese, le habría podido contar en la propia pieza del tipógrafo.

Se imponía buscar la salida a otra parte. Lo primero y más sencillo era pensar en una puerta, visible o secreta, que diese a la casa de al lado; lo segundo y menos sencillo (pero no por eso menos probable, ya que ¿por qué ha de ser sencillo algo referente a seres tan monstruosos?), lo segundo era suponer que esa puerta visible o secreta daba a un pasadizo que llevase a sótanos o a lugares más distantes y peligrosos. En cualquier caso mi tarea consistía ahora en buscar la puerta secreta.

Verifiqué en primer lugar todas las puertas visibles: sin excepción eran de comunicación entre las diferentes habitaciones y dependencias. La puerta era, como por otra parte se debía presumir, invisible, o, por lo menos, invisible a primera vista.

Recordé situaciones que había visto en películas o leído en libros de aventuras: cualquier recuadro o marco de un retrato podía ser la puerta disimulada. Como no había ningún retrato en la casa abandonada no era necesario perder tiempo en eso.

Recorrí, pieza por pieza, las paredes desconchadas para ver si en algún rincón o cornisa o zócalo disimulaban botones eléctricos o cualquier otra clase de mecanismo semejante.

Nada.

Con mayor atención examiné las dos dependencias que por su naturaleza, ofrecen más particularidades: el baño y la cocina. Aunque destartalados presentaban, en efecto, ricas posibilidades que no podían encontrarse en los otros cuartos. El inodoro, sin tapa, no ofrecía mayores perspectivas, no obstante lo cual traté de hacer girar los viejos goznes de la tapa inexistente; luego tiré la cadena, destapé el tanque, apreté o traté de hacer rotar toda clase de canillas, intenté levantar la vieja bañadera, etcétera. Un análisis parecido hice en la cocina, sin resultado.

El examen fue tan reiterado y cuidadoso que si no hubiese sabido que aquellos dos hombres habían estado esa misma tarde allí habría abandonado la empresa.

Me senté, desalentado, sobre la vieja cocina de gas. Por experiencias anteriores sabía que llegado a un punto no vale la pena repetir los mismos razonamientos porque se forma una huella mental que impide salidas laterales.

Me encontré de pronto comiendo chocolatines, lo que hubiera sido comiquísimo para cualquier espectador escondido por ahí e invisible para mí. Y estaba casi riéndome para mis adentros de esa escena imaginaria cuando casi me muero de la impresión: ¿quién me garantizaba que, en efecto, alguien no estaba observándome desde un lugar invisible?

Había techos agujereados, había paredes desconchadas que podían ocultar orificios por los que se podía vigilar desde la casa vecina. Nuevamente me poseyó el terror y por unos minutos apagué la linterna, como si esa precaución tardía pudiese serme de alguna utilidad. En medio de las tinieblas, tratando de adivinar el sentido del más mínimo crujido, tuve sin embargo la suficiente lucidez para comprender que mi precaución era no sólo idiota por lo inútil sino casi contraproducente, ya que sin luz era más indefenso que con ella. Encendí, pues, nuevamente mi previsora linterna y, aunque más nervioso que antes, traté de pensar en el secreto que debía esclarecer.

Obsesionado con la idea de los agujeros de vigilancia, empecé a examinar con el haz de luz los techos de la casa abandonada: eran esos cielos rasos de yeso, construidos sobre una trama de madera, y, en efecto, presentaban grandes pedazos caídos, molduras rotas. Por supuesto, era posible, a través de semejantes boquetes, la vigilancia de una o varias personas, pero en todo caso tampoco en los techos se advertía algo que se pareciese a una entrada o acceso. Además en tal caso se necesitaría una escalera y no la había en ninguna parte del departamento. A menos que la escalera fuese retirada desde arriba una vez cumplida su misión: una de esas escalerillas de cuerda.

Y estaba mirando los techos y pensando en esta variante cuando se me ocurrió por fin la solución: ¡los pisos! Era lo más simple y, como muchas veces sucede, lo último que se nos ocurre.

Sobre héroes y tumbas
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