Capítulo Uno


Enero de 1816

Londres, Inglaterra


Podría ser peor, se recordó Lord Carlisle a sí mismo mientras que dirigía sus entrecerrados ojos a este último campo de batalla. Habían pasado tres años desde que había puesto un pie en un baile de salón. Los estilos habían cambiado y las caras habían envejecido, pero las veladas londinenses se mantenían tan traicioneras como siempre. Trató de relajarse. Al menos nadie le estaba disparando.

Cuando había dejado su casa, simplemente era el señor Oliver York, heredero de un silencioso dictador que había estado seguro que viviría para siempre. Lleno de hastío y patriotismo, Oliver había desafiado a su padre y se había marchado para enfrentarse a los franceses con sus tres mejores amigos. Porque, ¿qué era lo peor que podía pasar?

Respuesta: la guerra.

Había perdido a sus tres mejores amigos. Edmund había sido derribado por un rifle enemigo. Xavier no había hablado una palabra en meses. Y Bartolomew... Oliver habría perdido a ese amigo en concreto si no hubiera tenido la mala gracia de salvar la vida del hombre.

No es que Oliver pudiera culparlo. Bart había vuelto a Inglaterra sin su pierna izquierda y su hermano. Hubiera preferido caer antes de haber dejado morir a su gemelo y lo habría logrado si Oliver no hubiera levantado su cuerpo mutilado en sus brazos y hubiera cruzado a pie la sangrienta batalla, sorteando a los últimos supervivientes de tal carnicería.

Era un milagro que el hombre hubiera sobrevivido, y más milagro aún que no se hubiera alzado con la primera espada que hubiera encontrado y se la hubiera clavado a Oliver entre sus costillas.

Héroes, todos ellos. Héroes y asesinos.

Cada uno tenía sangre en las manos. Cicatrices en sus corazones. No era posible atravesar el cuello de alguien con una bayoneta para salvar la propia vida, y luego regresar a Londres haciendo carreras de carruajes y apuestas borrachas.

Borracho, sí. Ponerse borracho era una de las tareas que mejor se le daba. El alcohol era lo único que adormecía la ira. Y la culpa.

No había habido ningún servicio postal en primera línea de fuego, por lo que había tenido que regresar hasta su propia puerta antes de que las noticias hubieran comenzado a llegarle.

Había perdido a su padre. Oliver era ahora conde. Enhorabuena.

Su padre—por subsecuente escándalo mostrado en los periódicos—había sufrido un final prematuro en la cama de su última amante cuando su cocinero, inconsciente de su alergia a los mariscos, había enviado un bol de ensalada con limón y gambas a sus aposentos.

Muerte por ensalada. Y así de simple, Oliver había heredado un condado.

No tenía ni el menor conocimiento sobre cómo ser conde, por supuesto. Rara vez su padre se lo había explicado, así que Oliver no estaba en condiciones de sustituirlo. Necesitaría meses para revisar todos los diarios y la correspondencia.

Tampoco estaba en el mercado para conseguir esposa. Apenas podía ser responsable de sí mismo. Ya tenía bastante con tratar de hacer malabarismos con esta bestia de un condado como para tener que añadir un ser dependiente a la mezcla. No con un futuro incierto y un pasado que era una pesadilla.

Los hombres de su clase no se casaban por amor. Los hombres con su pasado no deberían casarse en absoluto.

La guerra le había enseñado que no había mayor vulnerabilidad que ser incapaz de salvar a alguien que le importaba, como sus mejores amigos.

Xavier aún tenía una oportunidad de recuperarse. Por el momento, estaba sentado en la biblioteca en silencio, como un muñeco gigante, pero Oliver tenía fe en que su apático amigo saliera de su fuga.

Esa creencia era precisamente la razón por la que Oliver, salvador de todas las personas que no deseaban ser salvadas, había subido a su amigo a un carruaje y los había obligado a ambos a volver a un entorno vivo lleno de luces y color. Él podría estar muerto por dentro, pero se negaba a permitir que lo mismo le ocurriera a Xavier.

El capitán Xavier Grey había sido el más ruidoso y alegre de todos ellos. Ahora, era una respiración entrecortada en un estado de catatonia.

Los cirujanos estaban perdidos. Él estaba más muerto que vivo, pero no había nada visiblemente que le ocurriese. Tal vez todo lo que necesitaba era un poco de re-asimilación. Vino. Mujeres. Bailar. Un recordatorio de todo por lo que habían luchado y por lo que todavía merecía la pena vivir.

Así que Oliver había ido en búsqueda de su amigo y un ejército de sastres. Los dos tenía la misma pinta de dandy ahora mismo que Brummel en sí mismo. Xavier había sido bastante fácil de mangonear, dado que era mudo y maleable como la cera, tal vez incluso un poco más marchito.

Y ahora estaban en un baile. Solo ver la determinación en el rostro de Oliver aseguraba que nadie les negaría la entrada. Pero, ¿qué iba a hacer con Xavier? Su amigo se había caído de su silla cuando había tratado de sentarlo en el salón de baile con las solteronas, por lo que Oliver se había visto obligado a conformarse con quedarse con él en la biblioteca, en un sillón orejero con un montón de almohadas.

Eso había funcionado. Un poco. El hombre no había cambiado de postura en las últimas dos horas, y probablemente se quedaría allí sentado como un trozo de arcilla aunque se produjera un Armagedón.

Oliver caminó desde la biblioteca de nuevo a la sala de baile. Era evidente que no iba a lograr sanar a Xavier esta noche. Tal vez el más necesitado de vino, mujeres y baile, era él mismo.

Excepto que la ratafía estaba caliente, el vino, amargo, y la música, descoordinada. Las debutantes solo se sentían atraídas por su título ignominiosamente ganado. Los hombres solo se acercaban a él para escuchar historias gore de guerra salpicadas de sangre que Oliver no tenía ganas de volver a contar y mucho menos, revivir.

Salón de baile Waterloo. La orquesta era ensordecedora, el perfume, empalagoso, los remolinos, de satén y encaje—todo era el mismo infierno que el campo de batalla del que había escapado.

Cualquiera que fantaseara con la guerra era un imbécil. Cualquiera que fantaseara con heredar un título era un imbécil aún más grande. Todo este salón de baile estaba abarrotado de imbéciles, y Oliver era el mayor de todos por pensar que Xavier era un soldado que podía salvarse, y que esta velada era una contienda que él podía ganar. Ya no conocía a estas personas. No estaba ni siquiera seguro de desear conocerlas. Cerró sus manos en puños.

Oliver los miraba mientras planificaban sus ataques, mientras agudizaban sus afilados ingenios. Todos ellos, peones en la misma guerra, jugando las piezas que habían nacido para jugar. Podía haberse librado de haber heredado su condado igual que una mujer florero podría librarse de ser etiquetada como—

Oliver frunció el ceño. Con el surco de su frente profundizándose cada vez más, miró a través del torbellino de parejas bailando y volvió a contraer la cara.

Había una chica. Al otro lado de la habitación. Apoyada contra la pared. Una muchacha bonita que no se sabía su parte.

No era una mujer florero, esta joven, a pesar de su postura remilgada. Las verdaderas mujeres florero vestían con colores apagados y hacían todo lo posible por mezclarse entre las sombras. Esta en concreto llevaba un vestido de seda y encaje propio de una emperatriz. Sus colores podrían cegar a un pavo real. Su escote tentaría al mismísimo Príncipe de Gales.

Y, sin embargo, algo en ella daba la impresión de que su insinuante escote y opulentos atavíos no eran más que parte de un disfraz. La verdadera ella—quienquiera que fuera—estaba oculta a simple vista. Oliver estrechó la suya. Algo en el conjunto de su mandíbula, la rigidez de su espalda y la suavidad de sus maduros y carnosos labios...

Incluso mientras la miraba, ella atrapó su regordete labio inferior bajo la hilera de unos dientes blancos. Cabello oscuro. Piel pálida. Curvas voluptuosas. Él cambió el peso de su cuerpo.

Esta Blancanieves pertenecía a un tipo diferente de cuento de los que se leían antes de dormir. ¿Qué hombre no querría sentir esos labios suaves y rojos en cada parte de su cuerpo? Ella debía haber enamorado a medio Londres a estas alturas. El encaje virginal en su escote, la forma en que esas pestañas negras y gruesas parpadeaban un par de veces más de lo estrictamente necesario...

La media sonrisa intrigada de Oliver murió en su rostro cuando se dio cuenta de la verdad. Ella no estaba coqueteando. Su tentadora mujer florero estaba incómoda. Nerviosa. Sus dedos se cerraron en puños. ¿Dónde diablos estaba su acompañante? ¿Sus amigas? Infierno, ¿sus pretendientes? Estaba completamente sola. Una dama tan hermosa, con piel clara y pelo oscuro, no podía tener dificultades para atraer a un hombre.

“¿Ya le has echado el ojo a la nueva, Carlisle?” susurró una voz por detrás de su hombro. “Será mejor que aplaques tu fuego con ella ahora, antes de que todos se la hayan beneficiado. La señorita Macarrones no parecerá ni la mitad de núbil una vez tenga la boca llena de—”

“¿Macarrones?” interrumpió Oliver, apenas logrando aplacar su impulso por estrellar su puño ciegamente en la cara de su orador. No sería capaz de resistirse a la tentación por mucho tiempo. La guerra tenía ese efecto en los hombres.

La voz se rio entre dientes. “Es una yanqui. Lo mejor que podríamos hacer es taparle la boca con una mano porque no íbamos a entender ninguna palabra que saliera por su boca de todos modos.”

Ay, Dios Santo. El misterioso interlocutor era Phineas Mapleton, el peor chismoso de la alta sociedad.

“No es que alguien fuera a tener ganas de mantener una conversación con ella, a decir verdad,” continuó Mapleton. “Todas las mujeres dignas de respeto ya le han evitado. Las únicas criaturas que siguen interponiéndose en su camino son los anfitriones desesperados y los libertinos que planean darle un revolcón o dos. Dinero sucio, actos sucios. No hay mucho más que una muchacha de esa guisa pueda esperar. El viejo de Jarvis ya ha anotado su nombre en la lista de White como el primero en beneficiársela. Yo también me he apostado quinientas libras a que lo hará. ¿Quieres añadir tu nombre al montón?”

La boca de Oliver se curvó con disgusto. Los salones de baile eran realmente traicioneros. Este mequetrefe tenía una americana inocente en su punto de mira, una que no parecía tener dueña, y mucho menos amigas que la ayudaran a mantenerse apartada de los lobos como Mapleton.

Las sienes de Oliver comenzaron a palpitar mientras se obligaba a abrir sus puños. Este era un tipo diferente de combate, se recordó. Lo peor que podía hacer era montar una escena con Mapleton. El escándalo sería horrible.

Sin embargo, tampoco podía alejarse. No cuando la mujer florero necesitaba que alguien la rescatara. Salvar a la damisela en apuros era su maldito talón de Aquiles, sin importar lo desastroso que pudiera llegar a ser. Deseaba que su heroísmo funcionase por primera vez.

Mantuvo los ojos fijos en la bonita americana de pelo negro, con cada uno de sus músculos tensos para pasar a la acción. Los minutos corrían como si fuera una eternidad. Nadie se acercaba a ella. No tenía a nadie con quien bailar ni hablar. Parecía... perdida. Una belleza solitaria. Asustada y desafiante al mismo tiempo.

Sería mejor para ambos que Oliver se diera la vuelta en ese preciso instante, que nunca se encontrara con su mirada. Que nunca intercambiaran una sola palabra. La dejaría a su suerte y él continuaría con la suya.

Ya era demasiado tarde.


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