Capítulo 2

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Benedicto St. John, vizconde de Sheffield, mantenía una complicada relación con su reloj de bolsillo.

No estaba casado con él, por supuesto. Además de ser una idea estúpida, seguía teniendo la misma opinión sobre el matrimonio que había conservado durante los últimos treinta y cinco años: todavía no había llegado su momento. Simplemente no tenía tiempo para una esposa.

No, el problema—o la alegría, dependiendo del punto de vista del privilegiado—de su relación con su reloj de bolsillo era que las ocho en punto de producían dos veces al día. Benedicto se aferraba a ese mágico número porque marcaba dos aspectos muy diferentes de su vida.

Desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde, era el concentrado, testarudo Lord Sheffield, que ni siquiera malgastaba ni un solo minuto de su tiempo pensando en mujeres, carne de caballo, ni celebraciones. A las ocho de la tarde, sin embargo, la tortilla daba la vuelta.

¡Ay el tonto que se atreviera a hacer llegar asuntos de negocios a los oídos de Benedicto durante esas preciosas horas en las que se distanciaba del implacable peso de sus funciones como lord! Con el mismo tesón con el que todo su ser se concentraba en los impuestos, los arrendatarios, la política y la tierra durante sus horas de trabajo, él se lanzaba con el mismo empeño y la misma imprudencia en entretenimientos que aturdían su mente durante sus horas nocturnas.

Era la única manera factible para él de estar desayunado y sentado en su escritorio a las ocho en punto cada mañana. Solo tenía que emplear cada fibra de su cuerpo en sus asuntos hasta las ocho de la tarde, hora en la que finalmente podía emplear su cuerpo en...bueno, también sus asuntos, unos muchos más agradables en los que no debería estar pensando en este momento, ya que aún le quedaba media hora para estar en su oficina. Si mantenía su mente despejada, podría hacer un balance más de sus cuentas antes de ir al teatro, donde tenía la intención de seleccionar una nueva amante para una sesión de actuaciones fuera del escenario.

Cuentas. Claro. Centrándose, mojó su pluma en la tinta y comenzó a calcular el total de la primera fila de sumas. Había conseguido repasar las primeras páginas antes de que su mayordomo apareciera en la puerta.

Benedicto frunció el ceño. Nadie preguntaba por él durante sus horas de trabajo y sin acuerdo previo. “¿Sí, Coombs?”

“Me temo que ha venido una tal Lady Amelia Pembroke a verle, mi lord. Se ha mostrado bastante insistente.”

“¿Puedo confiar en que le informó de que no iba a ser recibida y se negó a dejarla entrar?”

“Por supuesto.” Coombs vaciló antes de continuar, “Ella dijo simplemente que esperaría hasta ser recibida.”

Benedicto soltó su pluma. “¿Esperar dónde, por el amor de Dios?”

“En las escaleras frontales, mi lord. Me temo que la señorita trajo…la señorita trajo…un libro. No está dispuesta a ceder.”

Benedicto inclinó la cabeza, impresionado. En lugar de tratar de irrumpir en su camino, había venido dispuesta a esperarle—fuera en la escalera principal, donde todos los ojos en cada casa bajo la luna creciente le estarían mirando. Intrigado a pesar de todo, él tiró de su cadena y miró la hora en su reloj.

Quedaba un cuarto de hora para las ocho. Maldita sea.

“¿La señorita ha mencionado si me requería por negocios o por placer?”

“Ambos, mi lord.”

Él tosió. “¿Ambos?”

“No ha dado más detalles. Dijo...dijo que explicarle los entresijos de su plan a un mayordomo sería un desperdicio de nuestro valioso tiempo, y que cada uno de nosotros seríamos mucho más eficientes si nos ocupáramos solo de las tareas que dominamos. Luego sacó un libro y un par de gafas y se sentó en el escalón de la entrada para leer.”

Benedicto canceló mentalmente sus planes para ir al teatro. Le encantaban las actrices, las encontraba eternamente entretenidas, pero se veía obligado a admitir que ni una sola vez se había sentido intrigado por una. Eran criaturas simples y hermosas, lo cual era precisamente lo que le gustaba de ellas. Después de un largo día de discusiones en la Cámara de los Lores, negociando contratos o administrando propiedades, le gustaba desconectar la mente y dejar que el resto de su cuerpo reinase durante unas horas.

Al menos, siempre había pensado que disfrutaba con eso. Estaba empezando a sospechar que le gustaba estar aún más intrigado. Consultó la hora de nuevo.

Aún las ocho menos cuarto.

Entonces, un repentino pensamiento cruzó por su mente. “¿Quiere decir que tenemos una señorita con su derrière congelándose sentada sobre nuestro hormigón cubierto de aguanieve?”

Coombs negó con la cabeza. “No, en absoluto, mi lord. Ella trajo varias alfombras y calentador, y ha mandado a su chófer a arar los escalones para ella. El caballero no le quita ojo, incluso si no es capaz de convencerla de que vuelva al carruaje.”

Benedicto tamborileó los dedos sobre su pierna. No solo había venido preparada en caso de que tuviera que esperar—¡también había sabido que eso era exactamente lo que iba a suceder! Había tenido en cuenta la pérdida de tiempo, la denegación de su entrada, las malas condiciones del porche, las inclemencias del tiempo...

Volvió a guardarse el reloj en el bolsillo.

Negocios y placer, eso es lo que el comunicado oficial le había dicho. Ciertamente esperaba que así fuera. “Por supuesto, Coombs. Muéstrele su camino a esa intrépida dama.”

Volvió la atención a las sumas hasta que escuchó pasos por el pasillo. Las ocho en punto. No podía haber elegido un mejor momento. Envainó su pluma.

Que empiecen los juegos.

Él se puso de pie en el instante en el que la señorita apareció en su puerta.

Su cabello era de un marrón intenso y sus ojos de un verde claro, pero a pesar del fino corte de su vestido o rubor en sus pómulos, no fue su apariencia lo que encontró más increíble.

La joven estaba seca.

No había ni una gota de nieve en sus prístinas zapatillas. Ni una sola mancha de humedad en su pelliza de terciopelo y armiño. Ninguna señal del libro, el calentador, ni las infames alfombras. No solo había presagiado que tendría que quedarse fuera, ¡también había presagiado que la dejarían entrar!

“¿Quién es usted?” Se encontró a sí mismo preguntando con un tono de voz completamente en desacuerdo con sus habituales encanto y decoro.

Ella realizó una bonita reverencia. “Dios mío, estoy totalmente confundida. Soy Lady Amelia Pembroke, hermana de Lawrence Pembroke, a quien tal vez conozca mejor como el duque de Ravenwood.”

Él se asomó por detrás de ella. “¿Dónde está su acompañante?”

“Hermana mayor,” aclaró secamente. “A los veintinueve años, me encuentro siendo un acompañante en lugar de requerir uno. Si sospecha que he venido a engatusarle para llevarle hasta el altar, no tema. Una vez que nuestra breve asociación llegue a su fin, no tendrá ninguna necesidad de poner sus ojos sobre mí de nuevo. De hecho, no tendremos que volver a vernos de aquí en adelante. Sería mucho más eficiente para nosotros por tanto, que permitiera que yo me encargara de nuestro negocio en los días venideros.”

Él se echó hacia atrás. “¿Cuál, si se me permite la pregunta, es la naturaleza de nuestro negocio?”

Ella inclinó la cabeza. “Faltaría más. Llegó hoy a mis conocimientos que había cancelado el septuagésimo quinto baile anual de Nochebuena. Me hubiera presentado de inmediato, pero me temo que un compromiso previo me ha tenido de manos atadas hasta este preciso momento.”

El vizconde trató de dar sentido a sus palabras. ¿Se estaba disculpando por no haberse presentado directamente en su casa para celebrar una reunión que nunca jamás habría anticipado ni en sus más salvajes sueños?

“No lo he cancelado,” pronto se encontró protestando. “El salón de baile se ha incendiado. Nos hemos quedado sin lugar para tener una fiesta.”

Ella le sonrió. “¡Así que está de acuerdo!”

Él parpadeó. “¿Estoy de acuerdo con qué?”

“Con que el problema es el lugar, no la velada. Está decidido, entonces. Puede volver a sus asuntos. Yo me encargaré de arreglarlo todo. Estaremos listos para anunciar la nueva ubicación a finales de esta semana.”

“¿Estaremos?...¿Qué nueva ubicación?”

“No lo he decidido aún, por supuesto. No deseaba emprender cualquier investigación sin haber hablado previamente con usted. No solo hubiera sido presuntuoso por mi parte, sino que también habría sido una terrible pérdida de tiempo si no hubiéramos llegado a un acuerdo sobre que la fiesta debía ser celebrada.”

Él negó con la cabeza. “¿Hemos llegado a un acuerdo?”

“Maravilloso.” Ella aplaudió frenéticamente. “Ahora, para que no crea que tengo alguna intención de estafarle, centrémonos en la cuestión económica de una vez por todas. Ninguno de los dos tenemos problemas de dinero, por lo que, en beneficio a nuestro acuerdo, estoy dispuesta a financiar la velada de este año con mi propio bolsillo. Usted es un hombre muy ocupado, y estoy segura de que no le gustaría que viniera irrumpiendo en su puerta a cada hora para pedirle dinero para contratar a aquella florista o a aquel chef de segunda.”

“No, por supuesto que yo...ya basta,” Él acercó un dedo a sus labios. “No—no vuelva a abrir su bonita boca hasta que haya tenido un momento para pensar.”

Ella le devolvió la mirada con la más plácida de las expresiones. Él no fue cuestionado durante unos momentos.

Mientras que el vizconde reflexionaba sobre las observaciones de su extraordinaria invitada, recordó tardíamente que se había olvidado de hacer una reverencia en su presencia. Bueno, ya era demasiado tarde para eso. Las presentaciones, tales como eran, habían sido hechas. Pero no era demasiado tarde para asimilar la situación que tenía entre manos antes de que se desmadrara totalmente fuera de control.

Así lo esperaba.

Lady Amelia estaba aparentemente tan decidida a que su fiesta familiar tuviera lugar, que estaba dispuesta a organizarla ella misma y a financiar la totalidad del evento. Desafortunadamente para ella, esos eran los dos argumentos con menos posibilidades de influir en su mente. A diferencia de la mayoría de sus compañeros, Benedicto no había heredado su título de su padre, sino de un tío lejano. No había tenido la expectativa de ganar ni un solo chelín y mucho menos se había visto preparado para asumir el papel de vizconde. Ni siquiera era el siguiente en la línea sucesoria. Un día había sido un pariente feliz y despreocupado, y al siguiente estaba asistiendo a un funeral masivo tras un devastador brote de escarlatina.

Todo lo que sabía sobre el vizcondado lo había tenido que aprender por sí mismo. Todo lo que ahora poseía, cada centavo de su valiosa finca, provenía de sus diez años de duro trabajo. Si había una cosa que era constitucionalmente incapaz de hacer, era renunciar a algún tipo de control que venía de la mano de su autosuficiencia bien ganada. Y nunca había habido nada tan estrechamente arraigado al propio vizcondado como el baile anual de Nochebuena.

Si había otra cosa más que era constitucionalmente incapaz de hacer, era permitir que alguna otra casadera financiara cualquier aspecto de sus asuntos personales o de sus negocios. Permitir recibir ayuda externa era equiparable a sugerir que Benedicto no podía desempeñar sus funciones, pero incurrir en una deuda de cualquier tipo era demostrarlo.

Hablando claro, no había ninguna remota posibilidad de que Lady Amelia se fuera a salir con la suya.

Por otro lado, ya habían pasado las ocho de la noche y Benedicto no veía ningún sentido a seguir malgastando aliento en explicaciones o alterando a la dama. El mejor curso de acción era actuar de un modo receptivo hasta que ella se marchara de su casa, y luego enviarle una elegante nota al día siguiente, indicándole, (¡por escrito!), que, después de haberlo pensado bien, no tenía ningún deseo en perseguir el cumplimiento de su festividad, ni había necesidad de una prolongada participación por su parte. Ya está. Todo decidido. No tenía más que seguirle la corriente hasta ese entonces.

“Es una propuesta muy interesante,” dijo en voz alta, con cuidado de mantener su encantadora sonrisa pero con un tono evasivo. “Si tuviéramos que elegir una sede nueva, ¿dónde reubicaría la celebración?”

Su respuesta fue rápida. “La opción más obvia sería la Casa Ravenwood, Hyde Park es propiedad de mi hermano. Aunque la mayoría de las familias aristocráticas pasan el invierno en casas como estas, no creo que exagere si digo que los terrenos ducales cuentan con el mismo metraje cuadrado como todo este creciente. Aunque nada pueda reemplazar lo que ya se ha perdido, el salón de baile Ravenwood sin duda podría acomodar a todos los invitados a un nivel comparable de lujo y estilo.”

El vizconde no se sorprendió al comprobar que ya tenía una respuesta preparada y bien razonada. En todo caso, fue una grata sorpresa darse cuenta de que fue capaz de bloquearla.

“Pese a lo generosa que es su oferta, no puedo aceptarla. Estoy seguro de que es mi pecado de orgullo lo que ha entrado en juego, pero mi conciencia no me permite que el baile anual Sheffield sea llevado a cabo bajo el techo Ravenwood. Los invitados lo considerarían por lógica el primer baile anual Ravenwood, que, como suele suceder, no es una mala idea. ¿Por qué no considera eso en cambio?”

“Porque está en desacuerdo con mis metas. He celebrado muchos exitosos eventos en los últimos años, pero, francamente, ninguna invitación lleva el prestigio y el sentido de la tradición como un “Septuagésimo quinto anual” escrito en relieve en la parte superior. Mis veladas siempre son generosamente atendidas. Pero, ¿las suyas? Nadie quiere perderse una fiesta al aire libre de su familia a la que han asistido tres generaciones seguidas.”

Él trató de mostrarse comprensivo. “En ese caso, siento mucho que nuestro convenio no haya funcionado.”

Ella frunció el ceño. “Por supuesto que funcionará. Todo lo que hemos hecho es acordar que no puede ser en su hacienda y que tampoco puede ser en la mía.”

“¿Está de acuerdo que no puede ser en Casa Ravenwood?”

“No es mi fiesta. La ubicación merece ser mencionada, sin embargo, ya que es la más conveniente. Lo que nos deriva entonces a lugares independientes. El costo de la búsqueda y la dotación de personal será mucho mayor a estas alturas, pero contamos con tres ventajas. En primer lugar, se trata de un lugar neutral, no contaminado por el título de cualquier otra familia. En segundo lugar, el hecho de que no sea un salón de baile tradicional, aumenta las posibilidades de que existan formas alternativas de entretenimiento, lo que será un imán aún mayor para sus invitados. En tercer lugar, elegir un lugar de moda garantizará la asistencia de aquellos que desean ver y ser vistos. Cuanto más atractivo sea el entretenimiento y más fácil sea la asistencia, mayor posibilidad de completar la lista de invitados.”

Otra respuesta bien pensada y razonada. Él se cruzó de brazos. “¿Por qué hace esto?”

Ella sonrió benévolamente. “Se me da bien manejar cosas. Usted tiene un proyecto que necesita del manejo de alguien.”

El vizconde irguió su espalda. “Soy muy capaz de manejar mis propios asuntos. Lo he hecho durante los diez años que llevo siendo el vizconde—”

“Sí, sí, y ha hecho un trabajo maravilloso.” Ella le palmeó el brazo. “Nadie está dudando de su capacidad para mejorar la tradición y hacer que, de alguna manera, el baile anual de Nochebuena sea incluso mejor que el anterior. Lo que es seguro a ciencia cierta es que cuenta con la próxima quincena libre para no hacer otra cosa más que aplicarse en reubicar la festividad de este año, sin sacrificar nada de su caché.”

“¡Exactamente! Me encanta la Navidad y deploro la idea de romper con la tradición, pero ya dedico doce horas diarias a mayores apremiantes asuntos, y bajo ninguna probabilidad puedo someterme a una tarea que puede ser obviada con tanta facilidad.” Se cruzó de brazos. “El baile anual puede ser un momento culminante de la temporada, pero su prioridad es necesariamente baja. Es tan simple como eso.”

Amelia se dio unos golpecitos con el dedo en la mejilla. “¿Está usted...sosteniendo la errónea idea de que me está debatiendo algo? A mis oídos, parece como si los dos estuviéramos del mismo lado. Quiere celebrar la fiesta. Yo quiero celebrar la fiesta. Usted no tiene tiempo para dedicarse a ello. Yo tengo todo el tiempo del mundo. ¿Qué me estoy perdiendo?”

“No quiero que usted se encargue,” le espetó. “No necesito su dinero, ni me gustaría que mi tradición familiar fuera alterada por alguien que no es de la familia.”

“Ah, ¿por qué no ha empezado por ahí? Eso es lo más fácil de solucionar.”

Él parpadeó. “¿Cómo?”

“Pagará cada centavo destinado al baile, por supuesto. Tendrá total aprobación de la sede. Y yo le presentaré un registro de solicitud de cambio todas las mañanas por escrito, a los que usted podrá responder con unas rápidas aspas de visto o marcando una X al lado de cada línea.”

Un sonido en avalancha llenó sus oídos. “¿Registro...de solicitud...de cambio?”

“He asistido a cada uno de sus bailes de Nochebuena desde mi presentación en sociedad hace doce años.” Ella levantó una mano. “No—no se disculpe por no haberme reconocido. Es la única vez al año que nos encontramos bajo el mismo techo, y son bailes infamemente gloriosos. Le gustará saber que he tomado extensas notas todos los años, y estoy bastante segura de que si la sede no hubiera ardido, podría haber recreado la experiencia exacta a pies juntillas.”

Él la miró fijamente. “¿Ha tomado extensas notas? ¿De mis bailes?”

“Hubiera sido una tonta si no lo hubiera hecho. Yo era la señora de la condición ducal de mi hermano por aquel entonces y, ¿qué mejor ejemplo que copiar que la fiesta al aire libre más célebre de todo el año?” Ella agitó una mano en el aire. “Lo que quiero decir es que, de todas las personas, yo soy la única cualificada no solo para seguir sus tradiciones familiares lo más cerca posible sin agotar su tiempo con su supervisión directa, sino que también puedo reconocer cuándo los elementos integrantes deben ser alterados inevitablemente, así como proporcionar una detallada lista con mucho tiempo de antemano para la toma de decisiones final.”

El vizconde no podía creer que todavía estuviera escuchándola. “¡Solo quedan dos semanas para Nochebuena! ¿Cómo nos puede dejar eso mucho tiempo?”

“Doce días, para ser precisos. Dudo que requiera la mitad de ellos si el dinero no es un problema, y usted responde a mis misivas diarias dentro de un plazo de...tres horas. ¿Le parece un plan eficiente?”

Él entrecerró los ojos cuando ella soltó de la forma más casual posible lo de las tres horas. Se apostaría su brazo izquierdo a que, si le preguntaba, ella podría recitar razones de peso sobre por qué tres—no dos ni cuatro horas—era el giro ideal. Estaba igualmente convencido de que ella había enmarcado conscientemente su pregunta sobre si creía que su plan era eficiente para que le respondiera con un sí o un no, en lugar de preguntarle si quería seguir adelante con el plan.

Chica lista, muy lista.

“¿Qué tal si le hago saber lo que creo después de haber tenido la oportunidad de considerar estos lugares independientes, como usted dice, los cuales supongo que también se habrá encargado de elegir?”

“De ningún modo. Los he reducido a tres. No seré capaz de ofrecerle ningún tipo de recomendación hasta que los haya visitado, con un ojo específicamente entrenado para crear una réplica de su tradición familiar lo más fielmente posible, a la vez que nos beneficiamos de los activos únicos de la nueva ubicación.”

“Ya veo. ¿Y supongo que tendrá intención de ponerse con todo esto a primera hora de la mañana?”

“Tengo la intención de hacer un progreso significativo en los próximos minutos. Mi cochero me está esperando fuera porque mi próximo compromiso comenzará a las nueve en punto. Puede esperar mi informe sobre el Teatro Real en cualquier momento antes del amanecer.”

El teatro. Sus labios se arquearon. Que irónico. “¿Y si me hubiera gustado estar presente en esta expedición de investigación?”

Ella arqueó una ceja. “¿Le gustaría?”

Él se sorprendió al darse cuenta de que en realidad, así era. “Así es.”

“Entonces, tome su abrigo. Nos están esperando entre bastidores dentro de una hora.”