Capítulo 8

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Amelia juntó las manos en su espalda y se obligó a no fruncir el ceño. Ella, que se enorgullecía de saberlo siempre todo, se sentía inexplicablemente...sospechosa.

Los sirvientes de Lord Sheffield siempre eran cercanos y respetuosos, y el propio vizconde no la había abandonado a su suerte, ni tampoco se había cernido sobre ella por encima de su hombro. Y sin embargo, no podía evitar tener la sensación de que estaba siendo evaluada muy de cerca. No solo por él, sino por todo su personal.

La última vez que había llamado a la Casa Sheffield, ella no había sido nada más que una curiosidad. Ahora los criados la miraban con curiosidad. Ni uno solo había apartado sus ojos de ella mientras que se entrevistaba con ese lacayo o aquella señora del hogar, sin importar lo mundanas que pudieran ser las preguntas que planteara. No era tan ingenua como para creer que Lord Sheffield se había quedado tan impresionado con su habilidad para planificar una fiesta que ahora deseaba que planeara su vida entera. Por una razón muy obvia: la fiesta no había tenido lugar todavía. No podía esperar milagros hasta que ella misma le hubiera demostrado plenamente de lo que era capaz de hacer. Tal vez después del domingo...

“Gracias, John.” Ella inclinó la cabeza para despedir al cochero y se volvió hacia el mayordomo de Lord Sheffield. “Coombs, ¿me podría conceder un minuto de su tiempo?”

Los ojos del mayordomo se abrieron ante la sorpresa del uso de su nombre.

Ella mantuvo una expresión afable, como si no hubiera pasado todo el paseo en carruaje hojeando frenéticamente las cinco revistas y comprometiéndose a memorizar los nombres y las descripciones que había logrado captar en los últimos años. No era en absoluto una lista exhaustiva—no había tenido ocasión de conocer a las criadas de la lavandería de su señoría ni a su aparcacoches privado—pero había hecho un buen comienzo con un gran número de lacayos, palafreneros y otros individuos. Los nombres que había aprendido hoy, los había asignado cuidadosamente a un nuevo estante en su almacén de memoria.

El de los postres. Porque Lord Sheffield era delicioso.

Amelia se obligó a concentrarse en la tarea en cuestión: guardarse cada detalle de la Casa Sheffield en la memoria y luego probarse a sí misma que tendría un valor incalculable para el futuro de la familia. Era anhelantemente claro para ella que el único futuro que quería era junto a Lord Sheffield. ¿Había pensado honestamente que solo un duque o conde serviría? ¿Que la selección de un marido no era más complicada que la elección de un nombre apropiado para una desgastada copia del Anuario de la Nobleza?

Un marido era mucho más que un título y un linaje. Un marido era un exasperante, embriagador y vigorizante torbellino de ingenio, pasión y aventura. No podía imaginar pasar el resto de su vida con nadie salvo Lord Sheffield. Para hacer eso, necesitaba demostrarle a él y a su personal que ellos también la necesitaban.

Lord Sheffield dio un paso detrás de ella cuando concluyó su entrevista con su mayordomo.

Amelia sabía que estaba allí, no porque sus pasos le hubieran traicionado ni porque su mayordomo hubiera siquiera parpadeado un ojo, sino debido a que su cuerpo simplemente sabía cuando estaba cerca. Sus latidos se duplicaban. Su respiración se aceleraba—o no podía tomar aire en absoluto. Cada centímetro de su piel se estremecía expectantemente, anhelando su toque. Si su casa estuviera plagada de la mitad de las bolas para besarse que actualmente adornaban el salón de baile Ravenwood, quizás Lord Sheffield podría haber repetido ese momento, en lugar de mantener una distancia respetuosa y...¿echar un vistazo a su reloj de bolsillo?

Ella trató de no apretar los dientes. “¿Deduzco que llega tarde a su libidinosa velada?”

El brillo travieso en sus ojos color avellana envió un destello de calor directo a su núcleo. “Las ocho en punto. Justo a tiempo.” Él la ayudó a ponerse su pelliza. “Ahora que ya ha conocido a mi personal, ¿cuáles son sus recomendaciones?”

“Mis—” Su quijada cayó abierta cuando ella lo miró en estado de shock. “No puedo dar ninguna recomendación si un análisis adecuado. He pasado las últimas dos horas entrevistando a decenas de personas y no podría posiblemente comenzar a especular sobre la reorganización de tareas y horarios hasta que haya tenido la oportunidad de transcribir la información que han compartido conmigo y comprobar los deberes y la comprensión de cada sirviente en contra—”

Él puso su mano en el hueco de su brazo y la giró hacia la puerta. “¿Cuándo cree que lo tendrá listo? Esta noche ya está comprometida en mi caso, pero si me envía un informe mañana a primera hora, le echaré un vistazo con mi té de la mañana.” Él abrió la puerta. “A primera hora significa las ocho en punto, por supuesto. Tengo la intención de volver a casa muy tarde, y posiblemente muy borracho. Todo depende de cómo trascurra la noche.”

Tanto fuego lamió sus venas al pensar en la intencionada forma del vizconde de pasar la noche, que Amelia no pudo sentir el amargo viento contra sus mejillas desnudas ni los copos de nieve sobre sus pestañas. “¡Eso es realmente agradable! Yo estaré en mi escritorio calculando análisis de tiempos y esbozando horarios, mientras que usted está metido en maldades hasta el cuello. Justo el tipo de velada que estaba esperando tener.”

“¿De veras? Entonces era la persona adecuada a la que recurrir, porque no hay nada que me resulte más tedioso que analiza el tiempo. Excepto Lady Jersey. Y los musicales.” Cuando la llevó hasta el carro, su tono se volvió más contemplativo. “Aunque supongo que se podría argumentar que yo mismo estoy dispuesto a hacer tantas travesuras en esos lugares como en cualquier otro. ¿Qué hay de usted, Lady Amelia?” Él se dejó caer en la banqueta junto a ella. “¿Cuándo fue la última vez hizo alguna diablura?”

“Nunca ha habido cabida en mi vida para diabluras o travesuras, porque soy demasiado práctica para desperdiciar mi valioso tiempo en la clase de tonterías que usted—”

“Inclínese hacia adelante.” Algo plumoso y negro se sacudió ante sus ojos.

Ella echó la cabeza hacia atrás. “¿Qué—”

“He dicho hacia adelante, no hacia atrás.” Él tomó la base de su cabeza con la mano mientras que el objeto de plumas volvía a su rostro. Plumas de pavo real. Papel maché. Agujeros para los ojos. Una máscara.

¿Una máscara?

Ella lo miró a través de los recortes en forma de almendra mientras que él ajustaba la cinta alrededor de su cabeza. “No tengo ni idea—”

“Por supuesto que no,” dijo con aire de suficiencia. “Habría sido una sorpresa muy pobre si hubiera tenido alguna idea.”

“Nunca nadie me sorprende,” se quejó. “Me enrolló en mi pelliza y luego me trajo hasta su carro—obviamente, nos dirigíamos a alguna parte pero, ¿una mascarada?”

“Pensé que nunca nadie le sorprendía.”

Ella levantó la barbilla y lo miró. “Si se hubiera molestado en preguntar, le habría informado de que no asisto a mascaradas.”

“Eso es precisamente por lo que no pregunté.” Él se ató una máscara de colores brillantes detrás de la cabeza y sonrió.

Amelia trató de no encontrarlo devastadoramente guapo. “Las mascaradas son frívolas, escandalosas—”

“¿Escandalosas?”

“La gente con disfraces pierde la cabeza por completo. Las ‘damas,’ si es que las hay, son conocidas por liberarse y mojar sus vestidos para que sean más transparentes—”

“He traído un recipiente con agua, en caso de que desee mezclarse con la multitud.”

Ella le dio un golpe en el hombro. “Debería volcárselo por la cabeza. ¿Qué pensará la gente cuando me vea a en un baile de máscaras?”

“No lo hará. Esa es la cuestión. Nosotros tampoco sabremos quiénes son ellos.”

“Entonces, ¿qué sentido tiene? Si uno no puede ponerse al día con viejas amistades o forjar conexiones con nuevos conocidos—”

“El anonimato es su propia recompensa. La gracia es poder hacer lo que uno quiera sin temor a ser juzgado. Es una experiencia que probar al menos una vez en la vida.” Sus ojos brillaban detrás de su máscara mientras que bajaba la boca a su oído. “Si le gusta, se me ocurren unas cuantas experiencias más que tampoco debería perderse.”

Su piel erizada bañó su espina dorsal. Ella se salvó de tener que responder verbalmente cuando el carruaje redujo su velocidad a una parada.

Salvada de alguna manera. Su mandíbula cayó abierta en incredulidad cuando se dio cuenta de dónde estaban. “¿La casa del duque de Lambley? ¿Ha perdido el juicio?”

“Es un duque, al igual que su hermano.” Lord Sheffield saltó del carro. “¿Qué tiene que objetar?”

“¡No tiene nada que ver con mi hermano! Su nombre aparece siempre en las páginas de los diarios más escandalosas, incluso más que el suyo. Duelos en el parque, carreras de carruajes con caballos salvajes, mujeres de muy mala reputación con las que pasar sus veladas...” Ella gimió dentro de sus manos. “Por favor, dígame que no vamos a estar bajo el mismo techo que esas mujeres de clase baja.”

“Esa es la belleza de una mascarada—¡nadie lo sabe!” Él la tomó del carruaje y en sus brazos. “Esta noche, quiero que cierre su almacén de memoria y disfrute del momento. No tendrá que presentarme ninguna misiva por la mañana. O nunca. Solo somos usted, yo y una orquesta a la espera de que entremos y bailemos.”

Ella se agarró con fuerza mientras que él la apartaba de la cera y hacia las escaleras de entrada. Tenía mucho tiempo para decir que no. Para subirse de nuevo al carruaje y regresar a su seguro y predecible mundo.

Pero Amelia había descubierto durante la última quincena que la aburrida previsibilidad no era lo que hacía que la vida fuera agradable después de todo.

La imprevisibilidad de Lord Sheffield era parte de lo que le hacía tan irresistible.

Él no había accedido a sus esquemas navideños porque ella le hubiera manipulado, sino más bien por razones propias. Hoy estaba pasando la noche con ella solo porque así lo había decidido. Porque le había elegido a ella entre las mil y una mujeres que competían por su tiempo y su corazón.

Amelia permitió que el mayordomo del duque de Lambley tomara su pelliza, pero no iba a permitir que nadie la separara de Lord Sheffield. Enroscó su brazo alrededor del suyo y se juntó demasiado para los estándares del decoro. El borde de su pecho estaba en contacto constante con los duros músculos de su brazo. Todo su cuerpo estaba alerta, consciente de este hecho.

Con la máscara de plumas atada frente a sus ojos, no podía echar miradas de reojo en su dirección. En cambio, se permitió observarlo abiertamente. Beber de él. De la anchura de sus hombros en su elegante abrigo negro. La plenitud de sus labios. El corazón le dio un vuelco. Se estaba enamorando profundamente. Se mordió el labio, pero no pudo obligarse a mirar hacia otro lado.

Benedicto la condujo directamente a la sala de baile, donde decenas de parejas enmascaradas se arremolinaban al compás de un lánguido vals. Un lacayo se acercó con una bandeja de vino espumoso. Lord Sheffield le pidió que se retirara antes de que pudiera ofrecerles una copa de champán.

“Perdóname,” murmuró al oído de Amelia. “No puedo esperar un segundo más para tenerte entre mis brazos.”

Sus piernas comenzaron a temblar.

Él la llevó a la pista de baile. Sus pasos eran perfectos, su mirada, inquebrantable, su abrazo, escandalosamente apretado, incluso para un vals.

Amelia le permitió tirar de ella más cerca. Prefería la calidez de sus brazos que una copa de champán cualquier día de la semana. Trató de no pensar en lo que iba a hacer una vez que el baile de Navidad hubiera venido y hubiera pasado.

¿Seguiría pensando en ella después de que su fiesta hubiera concluido? Ella no había sido capaz de pensar en otra cosa durante dos semanas. Los argumentos que se había dado a sí misma sobre por qué nunca podrían encajar eran ahora tan frágiles como la pañoleta de encaje protegiendo sus senos. Benedicto ponía tanto empeño en su trabajo como en su juego, y ahora esa cuestión de repente colgaba en el aire.

Su nombre había estado ausente de los escandalosos periódicos desde el día que habían visitado los Jardines de Vauxhall. Al principio, ella había supuesto que el motivo de su falta de hazañas era porque había monopolizado sus noches. Pero él había salido después de esa primera noche en el teatro, y otra vez después de su desastroso encuentro con Lady Jersey.

A partir de ese momento, en los jardines de recreo cuando él podría haberle robado un beso, pero no lo hizo...no se había escuchado ni pío de aquel vizconde S—y sus aventuras nocturnas. Por lo que ella sabía, ni siquiera se había ausentado de su casa señorial.

Hasta ahora. Aquí. Con ella. Un sentimiento esperanzador inundó su corazón.

La música se desvaneció en el silencio y la orquesta se dio un pequeño descanso. Aunque el vals había terminado, él no la soltó de sus brazos. Una a una, las otras parejas fueron abandonando la zona en busca de champán o esquinas oscuras. Juerguistas enmascarados alineaban el perímetro, pero solo ella y Lord Sheffield permanecieron en la pista de baile.

Todos los ojos estaban puestos en ellos.

Enmascarados, se recordó a sí misma cuando los latidos de su corazón se dispararon. Nadie sabe quiénes somos. Podríamos ser cualquiera.

Lord Sheffield metió un mechón de su cabello por detrás de su oreja y ahuecó su mejilla con la mano. “¿Ves alguna bola de acebo por alguna parte?”

“N-no.” Ella lanzó una rápida mirada alrededor de la habitación. Estaba decorada como una mascarada veneciana, no como una celebración navideña. No había acebo por ninguna parte. “¿Por qué me lo preguntas?”

“Porque no quiero que pienses que tengo alguna otra razón para hacer esto que no sea simplemente porque así lo deseo.”

Antes de que ella pudiera hacer algo más que partir sus labios, él inclinó su boca sobre la suya.

Su boca era suave pero firme. Su lengua caliente, un cóctel de té dulce y limón. Enmascarados o no, su corazón se aceleró ante la idea de hacer una cosa tan escandalosa, aquí, delante de tantos testigos.

Sin embargo, no tenía ningún deseo de parar. Amelia entrelazó las manos alrededor de su cuello y lo atrajo hacia sí.

Las plumas de su máscara se enredaron con las plumas de la suya propia, y durante un impulsivo y glorioso segundo, consideró arrancarse la máscara de la cabeza antes que romper el beso.

Nunca había tenido un pensamiento tan estúpido en toda su vida. Ni se había sentido tan viva como se sentía con Lord Sheffield. Ni había deseado tan desesperadamente que la noche no acabase nunca.

Cuando él separó sus bocas, Amelia sitió la pérdida en lo más profundo de su alma.