Capítulo 6
Benedicto pasó la noche en vela. Maravilloso no era sufrir de insomnio, sino más bien la razón que lo mantuvo despierto toda la noche.
Lady Amelia.
Gracias a ella, había incumplido dos veces con las obligaciones escritas en su agenda desde el amanecer. Había empezado por salir de su oficina antes de las ocho de la tarde la noche anterior, simplemente porque no podía soportar el suspense por más tiempo de por qué la mujer que había insistido en la importancia de contestar a sus misivas en un plazo máximo de tres horas, ahora no estaba respondiendo a las suyas propias. Y luego, después de la fascinante, encantadora, romántica y decepcionante excursión a Vauxhall...
Había regresado a casa. ¡Él! Había vuelto a casa.
¿Qué le importaban los clubes de caballeros y combates de boxeo cuando lo único que podía pensar era en ese suave y robado beso que ella no le había permitido tomar? Si solo él no le hubiera advertido sobre sus intenciones… pero no, nunca podría tratarla deshonrosamente. Nunca había tratado a nadie deshonrosamente. Esa era la razón por la que elegía a sus amantes entre actrices y cortesanas que no esperaban nada más que un affaire físico y casual.
Y por supuesto que no podía tomar a Lady Amelia como su amante. Ahora que la había conocido, no podría tomar a nadie como su amante, ni cualquier otra cosa. Todas ellas palidecían a su lado. Las novatas eran demasiado superficiales, las de clases marginales, demasiado cansadas del mundo, y las marisabidillas, demasiado desesperadas por demostrar que no necesitaban a ningún hombre.
Lady Amelia no tenía que demostrar tal cosa. Ella se lo había mostrado con cada palabra, cada acción, desde el momento de su primera reunión. No lo necesitaba, ni a nadie. Pero, uy, si pudiera hacer que ella lo desease...
Lo primero que había querido era realizar su baile de Navidad, así que se suponía que debería empezar por ahí. No le había mandado ningún informe esta mañana, pero por supuesto que no había sido necesario. En el momento en que habían puesto un pie en el puente congelado, Benedicto finalmente había comprendido lo que había estado tramando todo este tiempo.
Cada lugar que le había mostrado había sido ostensiblemente lo que quería. Novedoso e intachable. Ella había orquestado recorridos por lugares perfectamente aceptables que él iba a ser cada vez más propenso a aborrecer. Nunca interrumpiría los planes vacacionales de otros, simplemente porque como vizconde pudiera hacerlo. Tampoco podía tolerar un lugar—¡sin importar cuán majestuoso!—que le obligara a desairar a sus propios amigos y familia, solo para bailar dentro de sus sagrados muros.
Y eso sin añadir que los jardines de recreo no servirían. No en invierno. Los caminos resbaladizos, los árboles sin hojas, la alta probabilidad de que los invitados se enfermaran o se arriesgaran a perder una de sus extremidades por congelación...No, solo había un lugar lógico, conveniente para reubicar temporalmente el baile navideño sin sacrificar ninguna de sus costumbres ni incomodar a sus invitados.
Lady Amelia iba a conseguir su deseo de celebrarlo en Casa Ravenwood después de todo.
Benedicto tomó su sombrero y se deslizó dentro de su abrigo. Había tratado tan valientemente como pudo de pasar sus programadas doce horas delante del escritorio, pero eran las tres de la tarde y estaba atravesando Hyde Park para hacerle saber que había ganado.
No es que estuviera interrumpiendo su horario. Sonrió. La señora era ahora su negocio.
Cuando llegó a la finca ducal, Benedicto se sorprendió al encontrar al mayordomo, no a Lady Amelia, en la puerta. Sonrió. Ya era hora de que él le sorprendiera a ella para variar.
El vizconde le entregó el sombrero y su abrigo al hombre y le siguió adentro. En lugar de dirigirse hacia la sala de estar, el mayordomo se acercó a la amplia escalera de caracol que conducía al salón de baile Ravenwood. Abrió las puertas sin dudarlo y le indicó a Benedicto que le precediera en su interior.
El salón de baile había sido transformado en un reflejo del suyo propio.
Un ejército de siervos estaba alineado en las paredes empapeladas de oro. Bolas de acebo de color verde brillante bajo las que besarse colgaban de varias lámparas de araña. Había incluso una pequeña ramita unida al arco bajo el cual se encontraba. La pista de baile estaba reluciente y recién limpiada con fragancia de limón. Todos los manteles habían sido bordados con el escudo familiar Sheffield.
La risa burbujeó en el interior de su garganta. Lady Amelia no se sorprendería al descubrir que había caído en sus redes. ¡Sabía que iba a suceder incluso antes de que se hubieran conocido!
Él giró ante el sonido de su voz acercándose por su espalda. Un puñado de acebo colgaba sobre su cabeza. Perfecto. Estaba de pie debajo de una de esas bolas para besarse. Sonrió. Él la hubiera besado aunque no lo hubiera estado. En el momento en que ella entró en su campo de visión, él la hizo girar en sus brazos y cubrió su boca con la suya. Ella cedió a su abrazo, como si también hubiera pasado la noche en vela anhelando sus besos y caricias. Él la abrazó con fuerza. Ella era controladora y manipuladora, y por todo lo sagrado, iba a hacerla suya.
Sus labios eran acogedores, su boca, caliente. Sabía a miel y menta. Su pelo era suave bajo sus dedos. Él la atrajo hacia sí. Su cuerpo era duro, cada poro estaba ardiendo en llamas. Había soñado con este momento desde que la conoció. Había soñado con tener ese pelo enredado en sus dedos, sus curvas presionadas a ras contra él. Ahora que la tenía, no tenía ningún deseo de dejarla ir.
Cuando por fin la soltó, descubrió un par de brillantes ojos verdes que lo miraban por encima del hombro de Lady Amelia. Ojos Pembroke. Lady Amelia no había estado conversando con uno de los muchos sirvientes asignados al baile, como había supuesto Benedicto, sino más bien con su hermano. El duque de Ravenwood, quien estaba sujetando varias porciones de acebo y esperando a que ambos terminaran de besarse para poder llegar a las escaleras sin necesidad de rodearlos.
Benedicto tosió en su mano, y luego hizo un gesto débilmente hacia la bola sobre sus cabezas.
Las mejillas de Lady Amelia adquirieron una tonalidad escarlata.
El duque ni siquiera cambió de expresión. Simplemente siguió caminando.
“Sheffield,” fue su saludo superficial al pasar al lado de Benedicto, pero a su hermana Ravenwood murmuró un apenas audible, “Debería haberlo imaginado.”
Ella se volvió con los ojos muy abiertos hacia su hermano. “Nunca jamás pensé—”
“Tú no has no pensado nunca,” devolvió sin detenerse. “Si estás sorprendida en absoluto, entonces solo te estás engañando a ti misma.”
Benedicto tiró de ella contra sí e hizo un gesto hacia las paredes adornadas. “¿En qué momento ibas a decirme que ya tenías todas las decisiones sobre la fiesta tomadas, Ravenwood?”
Ante esto, el duque se detuvo a medio paso y casi se ahogó de la risa. “Discúlpeme, Sheffield.” Lanzó una elocuente mirada a su hermana y luego volvió sus alegres ojos de nuevo a Benedicto. “¿Acaso ha intentado salirse con la suya?”
Benedicto se encogió de hombros con una modesta sonrisa.
El duque le dio una palmadita en el hombro descaradamente. “Aprenderá muy pronto.”
Benedicto miró a Lady Amelia. “Creo que ya lo he hecho.”