CAPÍTULO XV
LA FUGA DE WERPER
EN CUANTO hubo dispuesto el monigote que simula la que su cuerpo estaba bajo las mantas y tras deslizarse furtivamente por debajo de la pared de lona de la tienda a la oscuridad exterior de la aldea, Werper se dirigió a la choza donde tenían prisionera a Jane Clayton.
Un centinela negro permanecía sentado en cuclillas ante la puerta. Con desparpajo, el belga se llegó a él, le susurró unas palabras al oído, le tendió un paquete de tabaco y entró en la choza. El indígena hizo un guiño pícaro y sonrió mientras el europeo desaparecía en la negrura del interior.
Como era uno de los principales lugartenientes de Ahmet Zek, Werper podía recorrer a su antojo y entrar y salir de la aldea con toda naturalidad, de modo que el centinela no dudó ni por un segundo que tuviera perfecto derecho a entrar en la choza y pasar un rato con la prisionera blanca.
Una vez dentro, el ex teniente llamó en francés y en tono de murmullo:
—¡Lady Greystoke! Soy monsieur Frecoult. ¿Dónde está usted?
Pero no obtuvo respuesta. El hombre tanteó apresuradamente a su alrededor, buscando en la oscuridad con los brazos extendidos. ¡Allí dentro no había nadie!
La sorpresa de Werper no se podía expresar con palabras. Se disponía a salir de la choza para interrogar al centinela cuando sus ojos, que se habían acostumbrado a aquellas tinieblas, divisaron una mancha menos negra en la base de la pared del fondo de la choza. Al examinarla de cerca comprobó que se trataba de una abertura practicada en la pared. Era lo bastante amplia como para permitir el paso de su cuerpo y, con la certeza de que lady Greystoke se había deslizado por aquel boquete en su intento de huir de la aldea, el belga no perdió tiempo en seguir el mismo camino. Pero tampoco perdió tiempo emprendiendo una búsqueda inútil de Jane Clayton.
Su propia vida dependía de la posibilidad de eludir o de poner tierra de por medio entre él y Ahmet Zek antes de que el árabe descubriese que había huido. El plan inicial de Werper incluía a lady Greystoke en la fuga, por dos buenas y competentes razones. La primera estribaba en que así se ganaría el agradecimiento del inglés, lo que reduciría las probabilidades de extradición, en el caso de que se llegara a conocer su identidad y se le acusara del crimen que había cometido contra su superior jerárquico.
La segunda razón se basaba en la circunstancia de que sólo había una dirección por la que pudiera fugarse con cierta seguridad. Alejarse hacia el oeste le estaba vedado, porque las posesiones belgas se encontraban entre su situación geográfica actual y el océano Atlántico. También le estaba prohibido el sur, puesto que por allí estaba el hombre-mono al que había robado y la posibilidad de tropezarse con él le ponía a Werper los pelos de punta. En el norte se encontraban los amigos y aliados de Ahmet Zek. Sólo si viajaba hacia el este, a través del África oriental británica, contaría con alguna posibilidad razonable de alcanzar la libertad.
Si le acompañaba una aristócrata inglesa, a la que habría rescatado de una suerte atroz y la cual confirmaría que el hombre que iba con ella era de nacionalidad francesa y se llamaba Frecoult, entonces contaría con la ayuda activa de las autoridades británicas a partir del momento en que entrase en contacto con su primer puesto avanzado. Eso era lo que había previsto y deseado Werper.
Pero ahora que lady Greystoke había desaparecido, las probabilidades de escapatoria habían disminuido, aunque todavía le quedaba la posibilidad de conseguirlo huyendo en dirección este. Por otra parte, también se había ido completamente al traste otro de sus ilusionados designios. Porque desde que sus ojos se posaron por primera vez en Jane Clayton alimentó en su pecho una pasión secreta por aquella bonita esposa estadounidense del lord inglés y cuando Ahmet Zek descubrió la existencia de las joyas y la necesidad de huir le resultó a Werper inevitable, al trazar sus planes incluyó el sueño de un futuro en el curso del cual podría convencer a lady Greystoke de que su esposo había muerto y, confiando en el agradecimiento de la dama, jugaría sus cartas para conquistarla.
En la parte de la aldea más lejana de los portones Werper había observado la existencia de dos o tres largos postes —que sin duda alguien habría tomado del montón apilado allí con destino a la construcción de chozas— con los extremos superiores apoyados en la parte alta de la empalizada y que formaban una insegura pero no imposible vía de escape.
Supuso, acertadamente, que Jane Clayton se sirvió de ellos para escalar la empalizada. Como es lógico, el belga se apresuró a seguir el mismo camino. Una vez se encontró en la selva, emprendió rumbo al este.
A unos cuantos kilómetros de distancia, Jane Clayton descansaba, jadeante, tendida en la rama de un árbol, en el que se había refugiado para escapar a la voracidad de una leona que merodeaba hambrienta por la jungla.
La fuga de la aldea le había resultado a la dama mucho más fácil de lo que había pensado. El cuchillo que utilizó para abrir el boquete en la pared de ramas y salir de la choza hacia la libertad lo había encontrado hundido en el muro de la prisión, donde seguramente se lo dejó olvidado algún anterior inquilino que tuvo que abandonar la vivienda.
Atravesar el poblado hasta la zona trasera, manteniéndose entre las sombras más espesas, fue cosa de un momento, y la afortunada circunstancia de encontrar aquellos postes apoyados en la empalizada le resolvió el problema de franquear el alto muro.
Durante una hora se alejó por la antigua senda de caza que corría hacia el sur, hasta que su agudo oído captó los sigilosos pasos de unas patas acolchadas que andaban al acecho, tras ella. Aprovechó el inmediato refugio que le brindó el árbol que tenía más cerca, porque Jane Clayton estaba demasiado impuesta en las cuestiones de la vida cotidiana en la selva para no ponerse a salvo de inmediato, nada más descubrir que un depredador la seguía.
Werper tuvo más suerte y caminó toda la noche, sin prisas, hasta el amanecer. Entonces, observó con desconsuelo que un árabe montado a caballo iba tras él. Se trataba de uno de los sicarios de Ahmet Zek, muchos de los cuales se habían diseminado por la jungla, en todas direcciones, a la búsqueda del belga fugitivo.
Cuando Ahmet Zek y sus secuaces emprendieron la persecución de Werper aún no se había descubierto la huida de Jane Clayton. La única persona que había visto al belga después de que éste abandonara su tienda fue el centinela negro que montaba guardia ante la puerta de la choza que servía de prisión para lady Greystoke; y el hombre decidió guardar silencio cuando descubrió el cadáver del indígena que le había relevado, el centinela que Mugambi envió al más allá.
El negro que se había dejado sobornar supuso, naturalmente, que Werper había liquidado a su compañero y, temeroso de la justa cólera de Ahmet Zek, no se atrevió a confesar que había permitido al belga entrar en la choza. Y como quiso el azar que fuera precisamente ese indígena quien encontrase el cadáver del centinela, cuando se dio la alarma al descubrir Ahmet Zek que Werper se la había jugado, el astuto negro arrastró el cuerpo sin vida de su congénere hasta el interior de una choza próxima y se puso a montar guardia en el umbral de la choza donde aún creía que estaba la prisionera.
Al percatarse de la proximidad del árabe que cabalgaba tras él, Werper se escondió entre el follaje de un frondoso matorral. El sendero trazaba allí una recta que se prolongaba a lo largo de una distancia considerable. Y la figura del perseguidor vestido de blanco se acercaba por aquel camino sombreado, bajo el dosel que formaban las ramas de los árboles.
El jinete se fue aproximando cada vez más. El belga se agazapó, pegado al suelo, tras las ramas y hojas de su escondrijo. Una enredadera se agitó al otro lado del sendero. Automáticamente, los ojos de Werper centraron la mirada en aquel punto. En las profundidades de la jungla no soplaba viento que hiciera estremecer el follaje. La enredadera volvió a moverse. En el cerebro del belga sólo podía explicar aquel fenómeno la presencia de alguna fuerza siniestra y malintencionada.
La vista del hombre se mantuvo fija en la cortina de follaje situada al otro lado del camino. Una forma empezó a materializarse poco a poco: una forma de color rojizo, ominosa y terrible, de ojos amarillo verdosos que fulguraban en la parte contraria del estrecho sendero, justo frente a él.
Werper hubiera estallado en gritos de pánico, pero por la senda se acercaba el mensajero de otra muerte, igualmente cierta y no menos terrible. Permaneció en silencio, casi paralizado por el miedo. El árabe se acercaba. En la otra orilla del camino, el león se agazapaba, preparándose para saltar, cuando, de súbito, el jinete atrajo su atención.
Al ver que la impresionante cabeza se volvía para mirar al árabe, el corazón de Werper casi dejó de latir, a la espera del resultado de aquella interrupción. El jinete se acercaba al paso. ¿Sería aquella montura un animal nervioso que, al captar el olor del carnívoro, se lanzaría hacia adelante, a galope tendido, y dejaría a Werper a merced del rey de las fieras?
Pero el caballo no parecía percatarse de la proximidad del gran felino. Continuó avanzando como si nada, arqueado el cuello, mientras tascaba el freno. El belga dirigió la vista de nuevo hacia Numa. Toda la atención del felino parecía concentrada en el jinete. Ya estaba a la altura del león, pero éste no parecía decidido a saltar. ¿Acaso iba a esperar a que caballista y corcel pasasen de largo para dedicar luego su interés a la presa inicial? Werper se estremeció al tiempo que medio se incorporaba. En aquel preciso instante, el león se abalanzó sobre el hombre montado. Con un relincho de terror, el caballo hizo un extraño movimiento y estuvo a punto de caer de costado, casi encima del belga. Numa arrancó de la silla al desvalido árabe. El caballo regresó al sendero y emprendió veloz carrera en dirección oeste.
Pero no huyó solo. Cuando el empavorecido animal casi aplastó a Werper, éste no dejó de notar que la silla estaba vacía y que se le presentaba una oportunidad de oro. El león había concluido de arrastrar el cuerpo del árabe a un lado del camino cuando Werper, agarrándose al pomo de la silla y a las crines del corcel, saltó encima de la cabalgadura.
Media hora después, un gigante desnudo que se desplazaba de árbol en árbol, por el nivel inferior de las enramadas, hizo un alto, alzó la cabeza y dilató las fosas nasales al ventear el aire de la mañana.
Llegó a su olfato un intenso olor a sangre y, mezclado con él, los efluvios de Numa, el león. El gigante ladeó la cabeza y aguzó el oído.
A escasa distancia, sendero adelante, se elevaban los inconfundibles sonidos que suele producir un león voraz que disfruta de su banquete. El chasquido de los huesos triturados por las mandíbulas, la ruidosa deglución de los gruesos bocados de carne que descienden garganta abajo, los gruñidos de placer… todo venía a atestiguar que, muy cerca de allí, un rey estaba sentado a la mesa, dándose un atracón.
Sin abandonar la enramada, Tarzán se aproximó a aquel punto. No trató de disimular su presencia y en seguida tuvo noticia de que Numa le había oído: de entre unos matorrales que crecían junto al sendero se elevó un sordo y amenazador gruñido.
Tarzán se detuvo en una rama baja, justo encima del león, y contempló la escalofriante escena. Aquella masa irreconocible, ¿podía haber sido el cuerpo del hombre tras el que iba? La duda se apoderó del hombre-mono. Había bajado varias veces al sendero para comprobar mediante el olfato si el rastro que seguía era el del belga, que huía hacia el este.
Dejó atrás el punto donde el león celebraba su festín, avanzó un poco más, bajó al camino y aplicó el olfato al suelo. No percibió ni rastro del olor del hombre al que estaba siguiendo. Tarzán volvió a subir a la enramada. Regresó hacia el punto donde comía el león y sus agudos ojos examinaron el terreno alrededor del cuerpo mutilado, en busca de la perdida bolsa de piedras bonitas. Pero no la vio por ninguna parte.
Empezó a meterse con Numa y trató de ahuyentar a la fiera, pero sus esfuerzos no lograron más que un variado repertorio de gruñidos coléricos. Rompió unas cuantas ramas y fue arrojándoselas a su antiguo enemigo. Numa levantó la cabeza, le enseñó los dientes y le dedicó unas cuantas muecas sobrecogedoras, pero no se movió de encima de su presa.
A la vista de la situación, Tarzán puso una flecha en el arco y tensó la fuerte madera de éste como sólo él podía hacerlo, al objeto de que el proyectil alcanzase la máxima potencia y efectividad. Cuando la flecha se le hundió profundamente en el costado, Numa se incorporó de un salto, a la vez que emitía un espantoso rugido en el que se mezclaban la rabia y el dolor. Brincó intentando en vano alcanzar al sonriente hombre-mono, trató de arrancarse la flecha, tirando con las zarpas del extremo del astil y luego salió al camino y empezó a pasear de un lado a otro, por debajo del enemigo que le martirizaba. Tarzán armó otra flecha, apuntó con cuidado y clavó el proyectil en la espina dorsal de la fiera. El enorme león se detuvo en seco y se desplomó desmañadamente hacia adelante, de cara, paralizado.
Tarzán descendió al sendero, se llegó corriendo al costado del felino y le hundió el venablo en el corazón. Luego, tras recuperar las flechas, anduvo hasta los arbustos donde estaban los mutilados restos de la víctima del felino y procedió a examinarlos con atención.
El rostro había desaparecido. Las prendas de vestir del cadáver no dejaban dudas acerca de la identidad del hombre, puesto que Tarzán le había seguido hasta aquel campamento árabe, donde el difunto podía entrar y agenciarse fácilmente tal vestimenta. Tan seguro estaba Tarzán de que aquel cuerpo era el del hombre que le había robado que no se molestó siquiera en confirmar sus deducciones aplicando el olfato al conglomerado de olores que flotaban allí, para determinar si el del ladrón también figuraba entre ellos, acompañando al del gran carnívoro y al de la sangre fresca de la víctima.
Limitó su atención a la minuciosa búsqueda de la bolsa, pero ni sobre el cadáver ni por los alrededores del mismo vio la menor señal del extraviado objeto ni de su contenido. El hombre-mono se sentía decepcionado, no tanto, posiblemente, por la pérdida de las piedrecitas de colores como por el hecho de que Numa le hubiese escamoteado el placer de la venganza.
Al tiempo que se preguntaba dónde habrían ido a parar sus pertenencias, el hombre-mono regresó lentamente por el sendero siguiendo en sentido contrario la misma dirección por la que había llegado. Le iba dando vueltas en la cabeza a un plan para entrar de nuevo en el campamento árabe y registrarlo a fondo, una vez cayese la noche. Subió a las ramas de un árbol y se desplazó hacia el sur, en busca de una presa con la que pudiera satisfacer su apetito antes del mediodía. Después descansaría toda la tarde en algún lugar cercano al campamento, donde pudiera dormir tranquilamente sin temor a que lo descubriesen antes de que pudiera llevar a la práctica sus intenciones.
Apenas se había apartado Tarzán de la senda, cuando un alto guerrero negro, que avanzaba a paso ligero, llegó a aquel punto en su camino en dirección este. Era Mugambi, que iba buscando a su señora. Sendero adelante, se detuvo para examinar el cuerpo sin vida del león. Una expresión de perplejidad decoró su rostro al ver las heridas que habían causado la muerte del señor de la selva. Tarzán había arrancado las flechas, pero a los ojos de Mugambi la prueba de lo que había ocasionado la muerte del león era tan evidente, tan determinante como si aquellos proyectiles ligeros sobresaliesen aún del cuerpo de Numa.
El negro lanzó una mirada furtiva a su alrededor. El cadáver aún estaba caliente, detalle que indicó a Mugambi que el cazador que lo había matado aún andaba por allí, aunque no se veía indicio alguno de presencia humana viva. Mugambi sacudió la cabeza y reanudó su camino a lo largo del sendero, aunque con redoblada cautela.
Se mantuvo en marcha todo el día. De vez en cuando se detenía para pronunciar en voz alta una sola palabra: «¡Señora!», con la esperanza de que ella pudiera oírle y responder. Al final, sin embargo, su inquebrantable lealtad le condujo al desastre.
Por el noroeste, Abdul Murak, al mando de un destacamento de soldados abisinios, llevaba varios meses persiguiendo con tenaz perseverancia al bandolero árabe Ahmet Zek, el cual tuvo la temeraria desfachatez, seis meses antes, de agraviar la soberanía del emperador de Abdul Murak cruzando la frontera de los dominios de Menelek para llevar a cabo una incursión en busca de esclavos.
Y ocurrió que Abdul Murak había hecho un alto para tomarse el breve descanso del mediodía precisamente en el mismo sendero por el que Werper y Mugambi circulaban en dirección este.
Sólo hacía un momento que la tropa había desmontado cuando el belga, ajeno por completo a su presencia, irrumpió con su cansada montura entre los soldados y antes de darse cuenta estaba en medio de la patrulla. Se vio rodeado al instante y sobre él cayó un diluvio de preguntas, al tiempo que le arrancaban de la silla de su montura y lo conducían ante el jefe del destacamento.
Werper se apresuró a recuperar su condición de ciudadano europeo y explicó a Abdul Murak que era francés, que estaba de caza en África y que le habían atacado unos desconocidos, los cuales asesinaron a la mayoría de los miembros de su safari, dispersaron a los demás y si no acabaron con él fue porque, en un descuido de los asaltantes, pudo escapar. Milagrosamente, no se lo explicaba.
Un comentario casual del abisinio permitió a Werper enterarse del objetivo de la expedición y, en cuanto supo que aquellos soldados eran enemigos de Ahmet Zek, creció su moral y aprovechó al instante la oportunidad de echar la culpa de su desgracia al salteador árabe.
Sin embargo, como cabía la posibilidad de que cayera de nuevo en poder de Ahmet Zek, se esforzó en quitar a Abdul Murak de la cabeza la idea de perseguir a aquel malhechor y aseguró al abisinio que Ahmet Zek tenía a su mando una fuerza numerosa y potente, y que también marchaba a ritmo acelerado en dirección sur.
Convencido de que alcanzar al bandolero le llevaría demasiado tiempo y que, en caso de llegar a enfrentarse a él, las probabilidades de victoria eran en extremo dudosas, Murak decidió renunciar a sus planes y, ni mucho menos a regañadientes, dio las órdenes oportunas para que su destacamento acampase allí donde se encontraban, mientras disponían lo necesario para emprender a la mañana siguiente el regreso hacia Abisinia.
Entrada la tarde, alguien que gritaba a voz en cuello atrajo la atención de los ocupantes del campamento. La voz, emitida por una garganta poderosa, llegaba desde el oeste y repetía una sola palabra: «¡Señora! ¡Señora! ¡Señora!».
Actuando de acuerdo con su natural instinto cauteloso, cierto número de abisinios, de acuerdo con las órdenes de Abdul Murak, se deslizaron sigilosamente por la selva en dirección al autor de aquellas llamadas.
Volvían a entrar en el campamento media hora después y entre ellos llevaban a rastras a Mugambi. La primera persona sobre la que cayeron los ojos del gigantesco negro, cuando lo presentaron ante el oficial abisinio, fue el francés al que lord Greystoke había tenido como invitado y al que Mugambi viera entrar en la aldea de Ahmet Zek en circunstancias reveladoras de que mantenía relaciones amistosas con los bandidos.
Mugambi sospechó que entre aquel francés y las calamidades que se habían abatido sobre lord Greystoke y la casa de éste, sin duda existía una siniestra conexión, lo que indujo al negro a abstenerse de recordar su identidad a Werper. Evidentemente, el belga no le había reconocido.
Mugambi alegó que no era más que un pobre indígena de una tribu del sur que había salido a cazar y rogó que le permitieran seguir su camino; pero a Abdul Murak le maravilló la espléndida planta del guerrero y decidió llevárselo a Addis-Abeba como presente para Menelik. Instantes después, Mugambi y Werper marchaban entre los abisinios, fuertemente custodiados, y el belga se enteró de que también era un prisionero más que un invitado. Protestó en vano por el trato que se le daba, hasta que un fornido soldado se hartó de oírle, le cruzó la boca con un sonoro bofetón y le amenazó con descerrajarle un tiro si no cerraba el pico.
Mugambi no se tomó la cuestión tan a pecho, ya que no tenía la más mínima duda de que durante la marcha se le presentaría la oportunidad de eludir la vigilancia de sus guardianes y podría fugarse sin problemas. Con esa idea siempre en el primer lugar de su lista de prioridades, hizo cuanto estaba en su mano para granjearse la simpatía de los abisinios. No cesaba de formularles preguntas acerca de su emperador y de su país, y manifestó estar deseando que llegaran a su destino para poder disfrutar de cuantas maravillas atesoraba la ciudad de Addis-Abeba, de acuerdo con lo que le contaban los soldados. Con esa táctica consiguió que fueran dejando a un lado sus recelos y, poco a poco, de un día para otro, relajasen la vigilancia a que le sometían.
Mugambi trató de sacar partido de la circunstancia de que Werper y él estaban juntos continuamente y procuró sonsacar al belga lo que éste pudiera saber acerca del paradero de Tarzán, de la identidad de los atacantes de la casa de los Clayton y de la suerte que había corrido lady Greystoke. Sin embargo, para conseguir esos informes se veía limitado por los derroteros accidentales que tomase la conversación, ya que Mugambi no se atrevía a desvelarle su verdadera identidad a Werper y éste, por su parte, albergaba el mismo deseo de mantener en secreto la participación que había tenido en el asolamiento del hogar y la felicidad de su anfitrión. Así que Mugambi no conseguía arrancarle ningún dato… al menos por aquel camino.
Pero llegó un momento en que, por casualidad, eso sí, se enteró de algo sorprendente de veras.
El destacamento había acampado a primera hora de la tarde de un día bochornoso a la orilla de una preciosa y clara corriente. Se veía la gravilla del fondo del río y no se apreciaba indicio alguno de que hubiera por allí cocodrilos, esos hambrientos peligros vivientes que amenazan a quienes se zambullen en los ríos de ciertas regiones del continente negro. Así que los abisinios aprovecharon la ocasión de darse el baño que tanto tiempo llevaban aplazando y que tanta falta les hacía.
Cuando Werper, al que, lo mismo que a Mugambi, habían dado permiso para meterse en el agua, procedió a quitarse la ropa, el negro observó el cuidado con que se soltaba algo que llevaba sujeto al cinto. También observó Mugambi que, al quitarse la camisa, Werper intensificó con sospechosa solicitud las precauciones para mantener oculto aquel objeto.
Esa cautela fue precisamente lo que atrajo la atención del negro hacia el objeto de marras. Despertó una natural curiosidad en el cerebro del guerrero y cuando los dedos del belga, con el nerviosismo del exceso de cautela, se hicieron un lío y dejaron caer el objeto, Mugambi lo vio estrellarse contra el suelo y observó que una parte de su contenido se derramaba sobre el césped.
Se daba la circunstancia de que Mugambi había estado en Londres con su señor. No era el salvaje ignorante y sencillo que proclamaban su aspecto y atavío. Había alternado con las hordas cosmopolitas de las grandes metrópolis del mundo. Había visitado museos y contemplado escaparates. Además, era un hombre sagaz e inteligente.
En el preciso momento en que las joyas de Opar centellearon al rodar por el suelo ante los atónitos ojos de Mugambi, el indígena supo exactamente lo que eran. Pero reconoció también otra cosa, algo que le interesó más profundamente que el valor de las propias piedras preciosas. Había visto miles de veces aquella bolsa de cuero colgando del costado de su señor, cuando Tarzán de los Monos, impulsado por el capricho de su espíritu aventurero, decidía volver durante unas cuantas horas a la práctica de las costumbres primitivas de su infancia y juventud. En tales ocasiones, rodeado por sus guerreros desnudos, salia a dar caza al león y al leopardo, al búfalo y al elefante, a la manera que más le gustaba.
A Werper no se le escapó que Mugambi había visto la bolsa y las piedras. El belga recogió precipitadamente las preciosas gemas y volvió a guardarlas en la bolsa, mientras Mugambi, con fingido aire de indiferencia, se alejaba hacia el río para bañarse.
A la mañana siguiente, Abdul Murak tuvo un terrible acceso de cólera, mezclado con intensa decepción, al descubrir que su gigantesco prisionero negro había huido durante la noche. Ese mismo descubrimiento llenó automáticamente de terror a Werper… hasta que sus temblorosos dedos comprobaron que la bolsa seguía en su sitio, bajo la camisa, y que dentro de ella se palpaba el duro contorno de las piedras preciosas que contenía.