CAPÍTULO VIII

HUIDA DE OPAR

WERPER no salía de su asombro. ¿Era posible que aquel hombre y el distinguido inglés que tan amable y rumbosamente le había hospedado en su magnífica residencia africana fuesen la misma persona? Aquella fiera salvaje que tenía delante, de ojos que despedían fuego y rostro cubierto de sangre, ¿podía ser al mismo tiempo un hombre? Aquel horrible grito de victoria que acababa de escuchar, ¿podía haberse gestado en una garganta humana?

Tarzán observaba al hombre y a la mujer con expresión de desconcierto en los ojos, pero sin manifestar el más leve indicio de reconocerlos. Era como si acabase de descubrir unas nuevas especies de animales vivientes y tal hallazgo le maravillara.

La, a su vez, examinaba las facciones del hombre-mono. Despacio, los grandes ojos de la suma sacerdotisa empezaron a desorbitarse.

—¡Tarzán! —exclamó. Luego, en la lengua vernácula de los grandes simios, que a causa de la continua relación con los antropoides se había convertido en idioma común de los habitantes de Opar, articuló—: ¡Has vuelto a mí! La ha incumplido los preceptos de su religión y ha esperado, ha esperado siempre a Tarzán… ¡a su Tarzán! La no tomó compañero, porque en todo el mundo no hay más que un hombre con el que La pueda unirse. ¡Y has vuelto! ¡Dime, oh, Tarzán, que has vuelto por mí!

Werper oía aquella jerga ininteligible, mientras su mirada iba de La a Tarzán. ¿Entendería éste aquel extraño lenguaje? Ante la sorpresa del belga, el inglés respondió en una jerga evidentemente idéntica a la de la mujer.

—Tarzán —murmuró el hombre-mono, en tono meditativo—. Tarzán. Ese nombre me suena…

—Es tu nombre… Tú eres Tarzán —exclamó La—. ¿Yo soy Tarzán? —el gigante se encogió de hombros—.

Bueno, es un nombre que no está mal… No sé de otro, así que lo conservaré. Pero a ti no te conozco. No he venido aquí por ti. Aunque tampoco sé por qué ni de dónde he venido. ¿Acaso puedes decírmelo tú? La denegó con la cabeza.

—Nunca supe quién eres ni de dónde procedes.

Tarzán miró a Werper y le formuló la misma pregunta, pero en el lenguaje de los grandes monos. El belga sacudió la cabeza.

—No entiendo esa lengua —manifestó en francés.

Sin el menor esfuerzo y al parecer sin darse cuenta de que cambiaba de idioma, Tarzán repitió la pregunta en francés. Werper comprendió repentinamente y en toda su magnitud la importancia de la herida de la que Tarzán había sido víctima. El hombre había perdido la memoria… No recordaba los acontecimientos del pasado. El belga se disponía a ponerle al corriente cuando se le ocurrió de pronto que mantener a Tarzán en la ignorancia, de momento al menos, de su verdadera identidad podía convertir la desgracia del hombre-mono en un cúmulo de rentables ventajas para él.

—No puedo decirte de dónde vienes —declaró—, pero sí me es posible aclararte una cosa: si no salimos en seguida de este espantoso lugar, acabaremos sacrificados en la sangrienta ara que tienes aquí. Esa mujer iba a hundirme su cuchillo en el corazón cuando llegó el león e interrumpió el demoníaco rito. ¡Vamos! Abandonemos este maldito templo antes de que se recuperen del susto y vuelvan.

Tarzán miró a La. Le preguntó:

—¿Por qué ibais a matar a este hombre? ¿Es que tenéis hambre?

La suma sacerdotisa protestó con indignada repugnancia.

—¿Intentó matarte? —insistió Tarzán.

La mujer meneó la cabeza negativamente.

—¿Entonces por qué queríais matarle?

Tarzán parecía decidido a llegar al fondo del asunto. La levantó su esbelto brazo y su dedo índice señaló el sol.

—Su alma era un don que ofrendábamos al Dios Flamígero —explicó.

Tarzán puso cara de desconcierto absoluto. Había retrocedido a la condición de simio y los simios no entienden conceptos tales como «alma» y «Dios Flamígero».

—¿Quieres morir? —le preguntó a Werper.

El belga le aseguró, con los ojos llenos de lágrimas, que no tenía el menor deseo de perder la vida.

—Pues entonces no morirás decretó Tarzán. —¡Vamos! Nos marcharemos. Esta hembra querría matarte y retenerme a mí para sí. Y este no es sitio, ni mucho menos, para un mangan. Encerrado dentro de estos muros de piedra, no tardaría en morirme.

Se encaró con La.

—Nos vamos —le anunció.

La mujer se precipitó hacia adelante y cogió entre las suyas las manos de Tarzán.

—¡No me dejes! —suplicó—. ¡Quédate y serás sumo sacerdote! La te adora. ¡Todo Opar será tuyo! ¡Tendrás esclavos siempre pendientes de tus deseos! ¡Quédate, Tarzán de los Monos y recibe la recompensa del amor!

El hombre-mono apartó a la sacerdotisa, arrodillada ante él.

—Tarzán no te desea —dijo, sencillamente.

Se acercó al belga, cortó las ligaduras que lo sujetaban y le indicó que le siguiera.

Contraído el rostro por la furia, jadeante y convulsa, La se puso en pie de un salto.

—¡Te quedarás! vociferó. —Serás de La… ¡Si La no puede tenerte vivo, te tendrá muerto!

Levantó el rostro hacia el sol y lanzó al aire el mismo espantoso ululato que Werper había oído ya una vez y Tarzán en varias ocasiones.

En respuesta a su grito, una babel de voces surgió de las cámaras y pasillos circundantes.

—¡Acudid, sacerdotes custodios! —conminó La—. ¡Los infieles han profanado nuestro santuario más sacrosanto! ¡Acudid! ¡Inundad de terror sus corazones! ¡Defended a La y su altar! ¡Purificad el templo con la sangre de los profanadores!

Tarzán entendió lo que decía, aunque Werper se quedó in albis. El hombre-mono miró al belga y comprobó que estaba desarmado. En dos zancadas, Tarzán se llegó a la sacerdotisa, la rodeó con sus robustos brazos, y aunque La se resistió con toda la demencial furia de un demonio, le arrebató el cuchillo de los sacrificios y se lo entregó a Werper.

—Te hará falta —dijo.

Por cada una de las puertas irrumpía una horda de aquellos monstruosos hombrecillos de Opar.

Enarbolaban cuchillos y cachiporras y llegaban fortalecidos por el frenesí de un odio fanático. Werper estaba aterrado. Tarzán observó con orgulloso desdén a aquella chusma enemiga. Se dirigió lentamente hacia la puerta que había decidido utilizar para salir del templo. Un robusto sacerdote le cortó el paso. Le respaldaban una veintena de cofrades. Tarzán blandió su venablo a guisa de maza y descargó un golpe demoledor contra el cráneo del sacerdote. El hombre se desplomó, con la cabeza aplastada.

El arma de Tarzán se abatió una y otra vez, mientras el hombre-mono se iba abriendo paso poco a poco hacía la salida. Werper le seguía, pisándole los talones y lanzando temerosas ojeadas a la turba vociferante que se agitaba amenazadora a su espalda. Empuñaba el puñal de los sacrificios, listo para clavarlo en el cuerpo de quien se le pusiera a tiro, pero nadie se acercó lo bastante. Le asombró durante cierto espacio de tiempo el que plantasen batalla de modo tan valeroso al gigantesco hombre-mono y, en cambio, vacilasen a la hora de atacarle a él, relativamente débil. De haber actuado así aquellos individuos, Werper sabía que hubiese caído a las primeras de cambio. Tarzán había llegado al umbral de la puerta de salida, pasando por encima de los cadáveres de cuantos se atrevieron a intentar cortarle el paso, antes de que Werper comprendiese el motivo de la inmunidad que le protegía a él, al belga: ¡los sacerdotes temían al cuchillo de los sacrificios! Hubieran afrontado y aceptado la muerte en defensa de la suma sacerdotisa y del ara sacrosanta, pero evidentemente había formas y formas de morir. No cabía duda de que alguna especie de extraña superstición envolvía a aquella bruñida hoja, ya que ningún sacerdote estaba dispuesto a correr el riesgo de morir a causa de sus cuchilladas y, en cambio, se lanzaban con voluntarioso entusiasmo a la muerte que el centelleante venablo del hombre-mono prodigaba sobre ellos.

Una vez fuera del recinto del templo, Werper transmitió su descubrimiento a Tarzán. El hombre-mono sonrió y dejó que el belga marchara delante de él y blandiera a discreción el sagrado cuchillo incrustado de joyas. Como hojas de árbol impulsadas por un ciclón, los oparianos se dispersaban en todas direcciones, de modo que Tarzán y el belga pudieron abrirse paso fácilmente por los corredores y cámaras del antiguo templo.

Werper puso unos ojos como platos cuando atravesaron la sala de los siete pilares de oro macizo. Observó con mal disimulada avaricia las viejas láminas de oro insertadas en las paredes de prácticamente todas las habitaciones y los laterales de muchos pasillos. Pero toda aquella riqueza no parecía significar nada para el hombre-mono.

El azar guió a ambos hombres hacia la amplia avenida extendida entre los augustos pilares de los edificios semiderruidos y la muralla interior de la ciudad. Empezaron a burlarse de ellos y a amenazarlos unas cuadrillas de grandes monos que pululaban por allí, pero Tarzán les pagó con la misma moneda, devolviéndoles pulla por pulla, insulto por insulto, desafío por desafío.

Werper vio que un imponente mono macho descendía de lo alto de una quebrantada columna y se encaminaba, rígidas las extremidades inferiores y erizado el pelo, hacia el gigante desnudo. Enseñaba los amarillentos colmillos y a través de sus gruesos y colgantes labios se escapaban gruñidos coléricos y retumbantes ladridos amenazadores.

El belga miró a su compañero. Con ojos horrorizados le vio agacharse hasta que los nudillos de sus manos cerradas tocaron el suelo, exactamente igual que hacían aquellos antropoides. Le vio circular, envaradas las piernas, siguiendo los movimientos del rival. Expresados por la garganta del ser humano, oyó los mismos ladridos y gruñidos bestiales que brotaban de los labios del simio. De tener cerrados los ojos, Werper no hubiese tenido la menor duda de que quienes se aprestaban a pelear eran dos monos gigantescos.

Pero no hubo combate. El enfrentamiento acabó como suelen terminar en la selva la mayoría de tales encuentros: uno de los jactanciosos retadores pierde las agallas y se le despierta de pronto un enorme interés por una hoja que revolotea, un escarabajo que pasa por allí o un piojo que le está haciendo cosquillas en el peludo estómago.

En esa ocasión fue el antropoide el que se retiró con estirada dignidad, para echarle un vistazo a una desdichada oruga, a la que acto seguido agarró y se echó al coleto. Durante unos segundos, Tarzán pareció inclinado a continuar la disputa. Se contoneó con aire truculento, sacó pecho, rugió y se acercó al mono macho. A Werper le costó bastante trabajo convencerle para que dejara correr el asunto y reanudaran la marcha hasta salir de la antigua ciudad de los adoradores del Sol.

Tardaron cerca de una hora en encontrar la angosta grieta abierta en la muralla interior. Un sendero bien marcado les condujo desde allí hasta la otra parte de las fortificaciones exteriores, donde empezaba el desolado valle de Opar.

Werper estaba poco menos que seguro de que Tarzán no tenía idea de dónde se encontraba ni de dónde procedía. Iba de un lado para otro, sin rumbo, a la búsqueda de algo que comer… Y lo encontraba debajo de las piedras o escondido al pie de los escasos arbustos y matorrales que salpicaban el terreno.

Al belga le horrorizó aquel repugnante menú de su compañero. Con aparente delicia, Tarzán engullía escarabajos, roedores y orugas. Verdaderamente volvía a ser un mono.

Por último, el belga logró conducir a su compañero hacia las lejanas colinas que marcaban el limite noroccidental del valle y ambos emprendieron el regreso en dirección a la casa de los Greystoke.

Resulta difícil conjeturar el objetivo que indujo al belga a llevar a la víctima de su traición y codicia hacia el propio hogar del inglés, a menos que pensara que, sin Tarzán en la finca, no habría posibilidad alguna de obtener un rescate por la esposa de lord Greystoke.

Acamparon aquella noche en el valle sito al otro lado de las colinas, y mientras permanecían sentados ante la fogata en la que se asaba el jabalí que Tarzán había cazado con una de sus flechas, el hombre-mono daba la impresión de estar sumido en profundas meditaciones. Parecía estar intentando captar alguna imagen mental que continua y repetidamente se le escapaba.

Por último, abrió la bolsa de cuero que llevaba colgada a la cintura y vertió en la palma de la mano unas cuantas de aquellas rutilantes piedras. Al caer sobre ellas, el resplandor de las llamas arrancó a las gemas infinidad de centelleos, que el belga contempló con ojos desorbitados por una embelesada fascinación. La expresión que apareció en el semblante de Werper indicó que por fin había comprendido que existía un propósito tangible en la intuitiva idea de seguir cultivando la relación con el hombre-mono.