CAPÍTULO XIV

SACERDOTISA PERO TAMBIÉN MUJER

AL PRINCIPIO, La mantuvo los ojos cerrados y continuó aferrada a Tarzán, presa del pánico, aunque no dejó escapar ningún grito. Sin embargo, no tardó en reunir el suficiente valor para levantar los párpados, hacerse cargo de la situación e incluso mantener los ojos abiertos durante los largos y peligrosos saltos a través del espacio, de un árbol a otro. En seguida experimentó una seguridad poco menos que absoluta, inducida por su confianza en la perfecta condición física del hombre de cuya fuerza, agilidad y arrojo dependía su destino. Alzó una vez la mirada hacia el ardiente sol y en voz baja dedicó una plegaria de reconocimiento al dios pagano. Tras darle las gracias por no haberla permitido acabar con aquel hombre de aspecto divino, las pestañas de la suma sacerdotisa se llenaron de lágrimas. La de Opar era una extraña anormalidad, una criatura fruto de determinadas circunstancias, desgarrada por emociones contrapuestas. Un ser cruel, creado por un dios despiadado, que de pronto se transformaba en una mujer enternecida, plena de compasión y delicadeza. Unas veces encarnación de los celos y el ansia de venganza y otras doncella sollozante, generosa e indulgente. Virginal y voluptuosa al mismo tiempo, pero siempre mujer. Así era La.

Oprimió la mejilla contra el hombro de Tarzán. Luego volvió la cabeza despacio hasta que sus cálidos labios quedaron sobre la carne de su salvador. Amaba a aquel hombre y hubiera dado la vida gustosamente por él, aunque apenas una hora antes se había mostrado dispuesta a hundir un cuchillo en su corazón y tal vez volviera a desear hacerlo antes de que transcurriese una hora.

Uno de los sacerdotes tuvo la desgracia, mientras buscaba refugio en la selva, de aparecer a la vista del furibundo Tantor. La enorme bestia se desvió lateralmente, se abalanzó sobre el poco agraciado hombrecillo, lo quitó de en medio con una sacudida de la trompa, volvió a tomar el camino que llevaba antes y se alejó hacia el sur. Al cabo de unos minutos hasta el ruido de sus barritos se había perdido en la distancia.

Tarzán descendió al suelo y La se deslizó por su espalda y echó también pie a tierra.

—Llama a tu pueblo. Reúnelos de nuevo —dijo Tarzán.

—Me matarán —replicó La.

—No te matarán —le contradijo el hombre-mono—. Nadie va a matarte mientras Tartán de los Monos esté aquí. Convócalos y hablaremos con ellos.

La suma sacerdotisa elevó la voz, que en un tono extrañamente atiplado se difundió por la selva en todas direcciones. Llegaron las respuestas, próximas y lejanas, de los sacerdotes de Opar, emitidas como ladridos.

—¡Ya vamos! ¡Ya vamos!

Una y otra vez, La repitió su llamada hasta que, individualmente o por parejas, la mayoría de sus acólitos habían llegado y se encontraban a escasa distancia de la suma sacerdotisa y del hombre-mono. Los oparianos no parecían estar de muy buen talante; su fruncido ceño era más bien amenazador. Cuando todos estuvieron congregados allí, Tarzán les dirigió la palabra.

—Vuestra suma sacerdotisa La está sana y salva —declaró el hombre-mono—. De haberme matado, ella también habría muerto, lo mismo que muchos más de vosotros, pero ella me perdonó la vida y eso me permitió salvar la suya. Regresad con ella a Opar y Tarzán volverá de nuevo a la selva. Dejad que siempre haya paz entre Tarzán y La. ¿Qué respondéis?

Los sacerdotes rezongaron y sacudieron la cabeza. Conferenciaron entre sí y Tarzán y La se dieron cuenta de que no se sentían nada inclinados a aceptar la propuesta. No querían llevarse a La de regreso, sino que deseaban acabar el sangriento rito y sacrificar a Tarzán en ofrenda al Dios Flamígero. Al cabo de un rato, el hombre-mono manifestó su impaciencia.

—Cumpliréis las órdenes de vuestra reina —dijo— y volveréis a Opar con ella. Si no obedecéis a La, Tarzán de los Monos convocará a todas las fieras de la selva y os destrozarán vivos. La me salvó la vida y yo puedo salvar la vuestra y la de ella. Os he servido mucho mejor vivo de lo que hubiera podido hacerlo muerto. Si no sois un hatajo de insensatos, me dejaréis seguir, mi camino en paz y regresaréis a Opar con vuestra suma sacerdotisa. Ignoro dónde está vuestro cuchillo sagrado, pero podéis fabricaros otro. Si no se lo hubiera arrebatado a La, me habríais matado, por lo que ahora vuestro dios debe estar contento de que me lo llevara puesto que he salvado a la suma sacerdotisa del enloquecido y encelado Tantor. ¿Queréis volver a Opar con La y prometerme que no le causaréis daño alguno?

Los sacerdotes se congregaron de nuevo para celebrar un conciliábulo no exento de discusiones. Se golpearon el pecho con los puños, alzaron las manos y los ojos hacia su iracundo dios, gruñeron y se ladraron unos a otros, hasta que a Tarzán se le hizo evidente que sólo uno de ellos era contrario a su proposición e impedía que los demás la aceptasen. Se trataba del sumo sacerdote, cuyo corazón sin duda rebosaba celos y rabia porque La había manifestado claramente su cariño hacia el forastero, cuando según las costumbres de su religión tanto La como el cariño del corazón de la suma sacerdotisa debían corresponderle a él, sumo sacerdote del Dios Flamígero. Al parecer, aquel problema no tenía solución, hasta que por último, otro sacerdote dio un paso al frente, levantó la mano y se dirigió a La.

—Cadj, el sumo sacerdote —anunció—, os sacrificaría a ambos como ofrenda al Dios Flamígero, pero a todos nosotros, salvo a Cadj, nos alegraría volver a Opar con nuestra reina.

—Sois muchos contra uno —habló Tarzán—. ¿Por qué no podéis imponer vuestra voluntad? Volved a Opar con La y si Cadj trata de impedíroslo, matadle.

Los sacerdotes de Opar acogieron la sugerencia con ruidosos gritos de aprobación. Fue para ellos algo así como una idea inspirada por la propia divinidad. La influencia de siglos y siglos de obediencia ciega al sumo sacerdote había conseguido que les resultase imposible poner su autoridad en tela de juicio. Pero cuando comprendieron que podían imponerle la voluntad de la mayoría, se sintieron contentísimos como niños con juguetes nuevos.

Se precipitaron sobre Cadj y lo sujetaron. Le hablaron al oído, en tono ominoso. Le amenazaron con estacas y armas blancas hasta que acabó por plegarse a las exigencias del grupo, aunque de mala gana y con gesto torvo. Tarzán se acercó al grupo y se plantó delante de Cadj.

—Sumo sacerdote —declaró—, La va a volver a su templo bajo la protección de sus acólitos y con la promesa, por parte de Tarzán de los Monos, de que éste matará a quienquiera que se atreva a hacerle daño. Tarzán se presentará en Opar antes de la siguiente estación de lluvias y si algo le ha ocurrido a La, ¡ay de Cadj, el sumo sacerdote, que tendrá que responder de ello!

De mala gana, Cadj se comprometió a no hacer ningún daño a su reina.

—¡Protegedla! —ordenó Tarzán a los otros oparianos—. Protegedla a fin de que cuando Tarzán vuelva a visitar Opar la encuentre allí para recibirle.

—¡La estará allí para recibirte! —exclamó la suma sacerdotisa—. Y La esperará anhelante, siempre anhelante, tu llegada. ¡Oh, Tarzán, dime cuándo volverás junto a La!

—¿Quién lo sabe? —repuso el hombre-mono.

Se adentró rápidamente entre los árboles y se alejó corriendo en dirección este.

La permaneció unos segundos inmóvil, contemplando su marcha. Luego agachó la cabeza, sus labios dejaron escapar un suspiro y, como una anciana, echó a andar cansinamente hacia la lejana Opar.

Tarzán de los Monos corrió entre los árboles hasta que la oscuridad de la noche cayó sobre la selva. Entonces se echó a dormir, sin pensar para nada en lo que pudiera acarrearle el día siguiente y sin que en el fondo de su conciencia se agitase siquiera la sombra de un recuerdo de La.

A unas cuantas jornadas de distancia, por el norte, lady Greystoke soñaba esperanzada y anhelante el amanecer del día en que su formidable esposo descubriese el crimen cometido por Ahmet Zek y acudiera rápidamente a rescatarla y a vengar la afrenta. Y mientras la señora se imaginaba la aparición de John Clayton, el protagonista de sus pensamientos estaba en cuclillas, casi desnudo, junto a un tronco caído, debajo del cual sus sucios dedos tanteaban el suelo en busca de algún orondo escarabajo o gusano con el que regalarse el paladar.

Transcurrieron dos días, a raíz de la desaparición de las joyas, antes de que Tarzán volviera a pensar en ellas. Luego, al irrumpir en su cerebro, despertaron en Tarzán el deseo de jugar de nuevo con aquellas piedras, ya que no tenía nada mejor que hacer que darse cualquier capricho que se le antojara. Se levantó y echó a andar por la llanura que se extendía a partir del bosque en el que pasó todo el día anterior.

Aunque ninguna señal indicaba el punto donde estuvieron enterradas las joyas y aunque el paraje era prácticamente idéntico al resto del terreno, en una extensión de varios kilómetros de longitud, donde las cañas marcaban el final de la planicie, el hombre-mono se encaminó en derechura y con certera precisión al lugar donde había escondido su tesoro.

Con el cuchillo de monte removió y levantó la tierra suelta, debajo de la cual tenía que encontrarse la bolsa, pero aunque profundizó bastante, llegando mucho más abajo del fondo del hoyo original, no encontró allí ni rastro de la bolsa de las joyas. Al descubrir que le habían arrebatado su tesoro, Tarzán frunció el ceño tempestuosamente. No necesitó grandes razonamientos deductivos para determinar la identidad del culpable y con la misma rapidez con que adoptó la decisión de desenterrar las piedras preciosas, emprendió la persecución del ladrón, siguiendo sus huellas.

El rastro tenía ya dos días y en muchos puntos se había borrado casi del todo, pero ello no fue obstáculo para que Tarzán lo siguiera con relativa facilidad. Un hombre blanco normal no habría podido avanzar veinte pasos tras las huellas doce horas después de que las hubieran dejado, y un negro habría perdido la pista antes de cubrir los primeros mil quinientos metros, pero a Tarzán de los Monos las circunstancias le obligaron en la niñez a desarrollar facultades y sentidos que un mortal corriente apenas utiliza nunca.

Notamos el olor a ajos y a whisky en el aliento de un pasajero del autobús que vaya frente a nosotros o las emanaciones del perfume barato con el que se haya perfumado la señora que esté sentada a nuestro lado, y en tales casos lamentamos tener una pituitaria tan sensible, pero en realidad nuestra capacidad olfativa es mínima en comparación con lo desarrollado que tienen ese sentido los animales de los territorios salvajes.

Allí donde posamos nuestras plantas, el efluvio que dejamos perdura un lapso considerable. Esa emanación está fuera del alcance de nuestra capacidad perceptiva, mas para los miembros de las especies inferiores, en especial para los cazadores y para las piezas, resulta más interesante y con frecuencia más patente que para nosotros una página impresa.

Tarzán no disponía ahora sólo de su sentido del olfato. Las necesidades de la existencia primitiva que llevó anteriormente habían desarrollado de manera fabulosa su vista y su oído, porque la misma supervivencia diaria dependía de un permanente estado de vigilancia y de la práctica continua de todas sus facultades.

De modo que siguió el viejo rastro que había dejado el belga a través de la jungla, en dirección norte. Sin embargo, como el paso del tiempo debilitó las huellas, Tarzán no pudo avanzar todo lo rápidamente que hubiera querido. Cuando el hombre-mono emprendió la persecución, el hombre tras el que iba le llevaba ya dos días de delantera, y cada jornada aún le sacaba algo más de ventaja. No obstante, Tarzán estaba absolutamente seguro de que a la larga acabaría alcanzándolo. Tarde o temprano, caería sobre su presa y, en tanto llegaba ese momento, podía tomarse las cosas con tranquilidad. Siguió tenazmente aquel débil rastro, sin prisa pero sin detenerse más que para cazar y alimentarse. Y para dormir y descansar por la noche.

En ocasiones avistaba alguna que otra partida de guerreros salvajes, pero evitaba cruzarse con ellos, porque el propósito de su persecución no le permitía distraerse con cuestiones secundarias.

Aquellos grupos de guerreros eran parte de las tribus de waziris y aliados suyos a los que Basuli había avisado mediante la serie de mensajeros que envió en todas direcciones. Acudían a un punto de cita en el que se concentrarían todos para preparar el asalto definitivo a la fortaleza de Ahmet Zek. Sin embargo, para Tarzán eran enemigos: su memoria no guardaba recuerdo consciente alguno de amistad hacia los indígenas.

Era noche cerrada cuando se detuvo en la parte exterior de la empalizada del salteador árabe. Se encaramó a las ramas de un árbol y observó desde su atalaya el movimiento que se desarrollaba dentro del recinto. El rastro le había conducido hasta allí. Su presa debía de estar en aquel poblado, ¿pero cómo iba a dar con ella entre tantas chozas? Aunque tenía plena conciencia de sus portentosos recursos y de su impresionante poderío físico, Tarzán conocía también sus limitaciones. Se daba perfecta cuenta de que en combate abierto no podía salir bien librado frente a un gran número de adversarios. Si deseaba obtener la victoria, tendría que utilizar la astucia y los trucos de las fieras salvajes.

Acomodado en la seguridad de la rama del árbol, Tarzán mordisqueaba un hueso de una de las patas de Hora, el jabalí, a la espera de que se le presentase una ocasión favorable para colarse en la aldea. Pasó un buen rato royendo los prominentes y redondeados extremos del hueso, astillándolo entre sus fuertes mandíbulas para sorber el delicioso tuétano de su interior. Al mismo tiempo, no dejaba de lanzar repetidas miradas al interior de la aldea. Veía figuras vestidas de blanco y negros que pululaban por allí medio desnudos, pero ni por casualidad vio a nadie que se pareciera al ladrón de sus gemas.

Aguardó pacientemente hasta que las calles estuvieron desiertas por completo, a excepción de los centinelas que montaban guardia en las puertas del poblado. Entonces se dejó caer ágilmente en el suelo, dio un rodeo hasta situarse en el lado opuesto de la aldea y se acercó a la empalizada.

Llevaba colgada del cinto una larga cuerda de cuero crudo, versión natural, bastante mejorada y mucho más segura, de la cuerda de hierbas trenzadas de su juventud. La desenrolló, desplegó el lazo encima del suelo, a su espalda, y con rápido movimiento de muñeca lanzó el nudo corredizo hacia el picudo extremo de uno de los palos que sobresalían en lo alto de la estacada.

Apretó el lazo alrededor del poste, tensó la cuerda para probar si había cogido bien y, agarrándose a ella alternativamente con una y otra mano, trepó ágilmente por la pared vertical. Una vez arriba, apenas necesitó unos segundos para recoger la cuerda, enrollarla y colgársela a la cintura. Lanzó un vistazo al interior de la empalizada y, convencido de que nadie estaba al acecho debajo de él, se deslizó suavemente hasta el suelo.

Ya estaba dentro del poblado. Ante él se extendían hileras de tiendas y chozas de indígenas. La tarea de explorar todas y cada una de ellas estaría erizada de peligros; pero el peligro era un elemento natural en su vida cotidiana… A Tarzán no le inquietaba lo más mínimo. Más bien le seducían esas posibilidades de riesgo, jugar a vida o muerte, oponer su habilidad, sus facultades y su valor a los de un antagonista digno.

No sería preciso entrar en cada una de aquellas viviendas, le bastaría aplicar el olfato al hueco de una puerta, de una ventana o de una simple hendidura para averiguar si la pieza que perseguía estaba o no allí dentro. Fue sufriendo desencanto tras desencanto en rápida sucesión durante un buen rato. El rastro del belga no se percibía por allí en ninguna parte. Pero llegó por fin a una tienda en la que el olor del fugitivo era intenso. Tarzán aguzó el oído, casi pegada la oreja a la lona de la parte trasera de la tienda, pero no le llegó sonido alguno del interior.

Al final, cortó unas de las cuerdas que sujetaban la tienda, levantó el borde inferior de la lona e introdujo la cabeza dentro de la tienda. Todo era quietud y oscuridad. Se arrastró cautelosamente al interior: el olor del belga era fuerte, pero no era el olor de alguien que estuviese allí. Antes de haber examinado minuciosamente todo el espacio interior de la tienda, Tarzán supo que allí no había nadie.

Encontró un montón de mantas en un rincón, así como algunas prendas de ropa esparcidas por las cercanías, en el suelo. Pero ninguna bolsa de piedras bonitas. Una inspección a fondo del resto de la tienda no le reveló nada más, al menos nada que indicase la presencia de las joyas. Sin embargo, en la parte donde se encontraban las mantas y las prendas de ropa el hombre-mono descubrió que la lona que constituía la pared estaba suelta por el borde inferior y eso le hizo adivinar que el belga había abandonado no mucho tiempo antes la tienda por aquella vía de escape.

Tarzán no perdió un segundo en seguir el mismo camino por el que había huido la presa. El rastro le condujo siempre por la parte trasera de las chozas y tiendas del poblado. Era evidente que el belga se marchó de allí a escondidas, solo y sigiloso. Estaba claro que temía a los habitantes de la aldea. Al menos, su misión era de tal naturaleza que no estaba dispuesto a correr el riesgo de que lo descubrieran.

En la parte posterior de una choza, Tarzán vio una brecha abierta recientemente en la pared de ramas; a través de aquel boquete, el rastro llevaba al oscuro interior de la choza. El hombre-mono lo siguió sin vacilar. Pasó a gatas por el pequeño agujero. Dentro de aquella vivienda, varios olores atacaron sus fosas nasales, pero entre ellos destacaba uno que medio despertó en su memoria un latente recuerdo del pasado: era el tenue y delicado aroma de una mujer. Con aquella percepción surgió en el pecho del hombre-mono cierto extraño desasosiego, consecuencia de una fuerza irresistible con la que no tardaría en volver a familiarizarse: el instinto que atrae al macho hacia su compañera.

En la misma choza se apreciaba también el olor del belga. Ambos efluvios asaltaron el olfato del hombre-mono y al mezclarse un olor con el otro, la furia de los celos se inflamó inopinadamente dentro de Tarzán, aunque en el espejo de su memoria no se reflejaba imagen alguna que representase a la mujer que había despertado su deseo.

Al igual que la tienda que había examinado antes, la choza también se encontraba vacía y, tras convencerse de que la bolsa que le robaron no estaba en ninguna parte del interior, abandonó la construcción por la misma vía de acceso que utilizó para entrar: el boquete de la pared posterior.

Una vez fuera, localizó las emanaciones del belga, siguió aquel rastro a través del claro, franqueó la empalizada y se adentró por la oscuridad de la selva.