CAPÍTULO VII

LAS JOYAS DE OPAR

TARZÁN permaneció algún tiempo tendido sobre el piso de la cámara del tesoro, bajo los derruidos muros de Opar. Yacía allí como muerto, pero estaba vivo. Al cabo de un rato, empezó a moverse. Abrió los ojos a la negrura total de la estancia. Se llevó una mano a la cabeza y la retiró al notar la viscosidad de la sangre coagulada. Se olfateó los dedos como una fiera de la selva podría olerse la sangre de una pata herida.

Se incorporó despacio, hasta sentarse, y aguzó el oído. Ni el más leve rumor llegaba de las soterradas profundidades de su sepulcro. Se puso en pie y avanzó a tientas, con paso vacilante, por entre los rimeros de lingotes. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? Le dolía la cabeza, pero esa era la única consecuencia perniciosa ocasionada por el golpe que lo había derribado. No se acordaba del accidente, ni tampoco de nada relativo a lo que le había conducido a tal contingencia.

Dejó que las manos tantearan otras partes de su cuerpo, que en aquel instante le resultaban extrañas: las piernas, el tórax, la cabeza. Tocó el carcaj colgado del hombro, el cuchillo de monte sujeto al taparrabos. Algo porfiaba por salir a la superficie de la memoria, desde el fondo del cerebro. ¡Ah, sí! Le faltaba algo. Echó cuerpo a tierra y tanteó el suelo con las manos, en busca del objeto que instintivamente había echado de menos. Por último, dio con él: era el pesado venablo de guerra que en los últimos años había desempeñado tan importante papel en su vida cotidiana, hasta el punto de que casi formaba parte integrante de su existencia, tan inseparablemente unido había estado a todos sus actos, desde aquel lejano día en que arrancó su primera lanza del cuerpo de un negro durante su formación en la vida selvática.

Tarzán tuvo la certeza de que existía otro mundo más sugestivo que aquel en que se veía recluido: la oscuridad absoluta entre las cuatro paredes de piedra que le confinaban. Continuó la búsqueda y encontró por último la puerta que llevaba al interior, por debajo de la ciudad y del templo. Franqueó aquel umbral, despreocupadamente. Llegó a los peldaños de piedra que llevaban al nivel superior. Subió por ellos y continuó hacia el punto donde se abría el pozo.

Nada espoleó su damnificada memoria, en aquel sitio no parecía haber por parte alguna nada que le resultase familiar. Avanzó a través de la oscuridad, dando tumbos como si atravesara una planicie de terreno bajo los efectos abrasadores del sol del mediodía. De pronto, le sucedió lo que no podía por menos que sucederle dadas las circunstancias de su imprudente avance.

Llegó al borde del pozo, dio un paso más, encontró el vacío y cayó a plomo hacia las negruras de tinta que reinaban abajo. Aún apretaba con fuerza el venablo cuando llegó al agua, atravesó la superficie y se hundió hasta tocar el fondo.

No sufrió el menor daño durante la caída y cuando emergió y asomó la cabeza por encima del nivel del liquido, sacudió la cabeza para quitarse el agua de los ojos. Descubrió entonces que podía ver. Por un orificio abierto encima de su cabeza, la luz del día se filtraba hasta el pozo, iluminaba tenuemente las paredes de éste. Tarzán miró en torno. Casi al nivel del agua vio una gran brecha abierta en la oscura y mucilaginosa pared. Nadó hacia la abertura y salió a la húmeda superficie del suelo de un túnel.

Echó a andar por él, pero ahora ya con más precauciones, porque Tarzán de los Monos estaba aprendiendo. La inesperada caída en el pozo le había enseñado que la cautela era conveniente cuando uno marcha por pasadizos oscuros… No le hacía falta recibir la segunda lección.

El corredor subterráneo se prolongaba en un largo trecho recto como una flecha. El suelo era resbaladizo, como si alguna que otra vez las aguas del pozo rebosaran el nivel del piso y lo inundaran temporalmente. Eso, el suelo deslizante, retrasaba el ritmo de marcha de Tarzán, porque le costaba trabajo mantener el equilibrio.

El pie de la escalera ponía fin al pasadizo. Subió por ella. La escalera daba vueltas y más vueltas y desembocaba, al final, en una cámara circular cuya penumbra aliviaba la tenue luz que llegaba a través de un hueco alargado y tubular, de varios palmos de diámetro, que se elevaba hasta el centro del techo, a unos treinta metros de altura, donde lo remataba una especie de rejilla de piedra a través de la cual el hombre-mono pudo ver un cielo azul, animado por la luz del sol.

La curiosidad apremió a Tarzán a examinar lo que tenía a su alrededor. Varios cofres con cercos metálicos y tachones de cobre constituían el único mobiliario de aquella habitación circular. John Clayton deslizó las manos por la superficie de los cofres. Tanteó las cabezas de los clavos de cobre que la tachonaban, probó la resistencia de las bisagras y al cabo de un momento, por casualidad, levantó la tapa de uno de aquellos arcones.

Una exclamación de alborozado placer brotó de sus labios al contemplar el precioso contenido. A la escasa claridad de la cámara, una enorme bandeja de piedras preciosas, fúlgidas y rutilantes, apareció a la vista de Tarzán. Lanzado de vuelta al estado primitivo a causa del accidente, el hombre-mono no tenía idea de lo que valía aquella fabulosa fortuna en joyas. Para él no eran más que piedras. Bonitas, pero piedras. Hundió las manos en ellas y dejó que las gemas de aquel conjunto de valor incalculable se deslizaran entre sus dedos. Se acercó a los otros cofres y comprobó que cada uno de ellos contenía joyas. Casi todas las piedras preciosas estaban talladas y de éstas cogió Tarzán un puñado y llenó la bolsa que llevaba colgada a la cintura, las que estaban sin tallar las devolvió al cofre del que las había sacado.

Involuntariamente, el hombre-mono había ido a parar a la olvidada cámara de las joyas de Opar. Un tesoro que llevaba siglos sepultado bajo el templo del Dios Flamígero, en medio de uno de los múltiples y lóbregos pasadizos que los supersticiosos descendientes de los antiguos adoradores del Sol no se habían atrevido a explorar. O les tuvo sin cuidado hacerlo.

Al cabo de un momento, Tarzán se cansó de aquel entretenimiento y reanudó su camino por el empinado corredor que ascendía desde la cámara de las joyas. Era un pasadizo con muchas vueltas y revueltas, que se acercaba cada vez más a la superficie, para concluir en una sala de techo bajo y algo mejor iluminada que las que había encontrado hasta entonces.

Vio que por encima de su cabeza, en el extremo superior de una escalera de cemento, había una abertura que revelaba una escena iluminada por la brillantez del sol. Con cierta sorpresa, Tarzán vio unas columnas sobre las que se entrelazaban las enredaderas. Enarcó las cejas en un intento de recordar algún cuadro semejante. No estaba seguro de sí mismo. En el cerebro parecía haberse aposentado la torturante obsesión de que se le escapaba algo…, de que debía saber muchas cosas que en aquel momento ignoraba.

Un rugido ensordecedor que llegó a través de la abertura superior interrumpió bruscamente su profundo esfuerzo mental. Una barahúnda de gritos y chillidos, masculinos y femeninos, siguió inmediatamente al rugido. Tarzán empuñó con más firmeza el venablo y se precipitó escalera arriba. Al emerger de la penumbra del sótano a la rutilante luminosidad del templo, un insólito espectáculo apareció ante los ojos del hombre-mono.

Reconoció a las criaturas que tenía delante, eran hombres, mujeres… y un enorme león. Los hombres y mujeres trataban de ponerse a salvo huyendo hacia la seguridad que ofrecían las puertas de salida. El león había echado ya las garras a uno de aquellos seres, que no tuvo tanta suerte como los demás. El felino se erguía en el centro del templo. Delante mismo de Tarzán, una mujer permanecía inmóvil junto a un bloque de piedra. Encima de dicho bloque de piedra se encontraba tendido un hombre y, al contemplar Tarzán la escena, vio que el león miraba con ojos llameantes a las dos personas que aún quedaban dentro del templo. De la feroz garganta surgió otro rugido atronador y la mujer emitió un chillido de pánico y cayó desmayada sobre el yacente cuerpo del hombre tendido encima del altar de piedra.

El león avanzó unos pasos y se agazapó. La punta de su sinuosa cola se agitó nerviosamente en el aire. Estaba a punto de desencadenar el ataque, cuando sus ojos repararon en el hombre-mono.

Inerme y desvalido sobre el altar, Werper vio cómo el colosal carnívoro se preparaba para saltar sobre él. Observó de pronto que la fiera cambiaba súbitamente de expresión al dirigir sus ojos hacía un punto situado al otro lado del altar, fuera del campo visual del belga. El impresionante felino se levantó sobre sus cuatro patas. Una figura pasó velozmente junto a Werper. Éste vio alzarse un brazo poderoso y un venablo que salia disparado, surcaba el aire hacia el león y se hundía en el amplio pecho del carnívoro.

El belga vio entonces al león dar dentelladas y zarpazos al astil del venablo y luego vio también, maravilla de las maravillas, al gigante desnudo que había arrojado la lanza que, sin más arma que un cuchillo de larga hoja, se abalanzaba sobre la enorme fiera, al encuentro de aquellos feroces colmillos y garras.

El león retrocedió, rampante, para hacer frente al nuevo enemigo. La fiera gruñía de un modo escalofriante y, luego, por encima de los sobresaltados oídos del belga, de los labios de aquel hombre desnudo brotó un gruñido tan salvaje como el del león.

Mediante un quiebro lateral, Tarzán esquivó el primer zarpazo del león. En dos zancadas se situó al lado de Numa y saltó sobre su rojizo lomo. Sus brazos se ciñeron alrededor del cuello de la bestia, por debajo de la melena, mientras clavaba profundamente los dientes en la carne. Rugiendo, encabritándose, girando y bregando, el formidable felino intentó por todos los medios zafarse de aquel empecinado y temible enemigo, el cual hundía simultáneamente, una y otra vez, un largo cuchillo en el costado de la fiera.

Durante la pelea, La recuperó el conocimiento. Fascinada, inmóvil, continuó de pie junto a su víctima, incapaz de apartar los ojos de aquel salvaje espectáculo. Parecía increíble que un ser humano pudiera vencer al rey de los animales en una lucha cuerpo a cuerpo y, sin embargo, contemplaba con sus propios ojos que aquello tan inverosímil se convertía en realidad.

El acero de Tarzán encontró finalmente el corazón de Numa y, tras la vibración estremecida de un último espasmo, el león rodó sin vida sobre el piso de mármol. El vencedor del combate se levantó de un salto, puso un pie encima del cadáver del vencido, levantó el rostro hacia el cielo y su voz disparó al aire un alarido tan espeluznante que La y Werper sufrieron un escalofrío mientras oían sus ecos resonando en el ámbito del templo.

El hombre-mono se volvió entonces y Werper reconoció en él al hombre al que había dado por muerto en la cámara del tesoro.