CAPÍTULO X
AHMET ZEK DESCUBRE LAS JOYAS
DÉBIL y casi sin poder aguantar el sufrimiento que le afligía, Mugambi se arrastraba penosamente por la ruta que utilizaron los árabes en su retirada. Podía avanzar, pero muy despacio y deteniéndose a descansar cada dos por tres. Sin embargo, un odio salvaje y una no menos salvaje ansia de venganza le mantenía en marcha. A medida que pasaron los días, fueron sanando sus heridas y fue recuperando las fuerzas, hasta que finalmente su gigantesco cuerpo recuperó de un modo total su antiguo y formidable vigor. Caminaba ya más deprisa, pero los árabes iban a caballo y habían recorrido una gran distancia, mientras que el herido indígena tuvo que seguirlos a pie, caminando trabajosamente.
Ahmet Zek había llegado a su campamento fortificado, donde, en compañía de sus secuaces, esperaba el regreso de su lugarteniente, Albert Werper. Durante la ardua y larga cabalgada, imaginar las penalidades que el destino le reservaba causó a Jane Clayton más sufrimientos que la dureza y las incomodidades de la marcha.
Ahmet Zek no se dignó informarle acerca de las intenciones que albergaba respecto al futuro de su rehén. Lady Greystoke rezó para que la hubiesen capturado con la esperanza de conseguir un rescate, porque si tal resultaba ser el caso, los árabes se abstendrían de causarle el menor daño. Pero existía la posibilidad, la horrible posibilidad, de que fuera otra la suerte que le aguardaba. Había oído hablar de muchas mujeres, algunas de ellas de raza blanca, a las que facinerosos como aquel Ahmet Zek vendieron como esclavas para servir en harenes de caciques negros, o trasladaron hacia el norte, donde llevarían una existencia igualmente espantosa en algún serrallo turco.
Jane Clayton tenía un carácter demasiado firme y enérgico para doblegarse aterrorizada ante el peligro. Hasta que tuviese la certeza de que la esperanza era inútil, no cedería. Tampoco alimentaba la más leve idea suicida como última vía de escape para eludir la deshonra. Mientras Tarzán viviese existían todas las posibilidades y todas las razones del mundo para confiar en que la rescataría. Ni hombre ni animal alguno de cuantos vagaban por aquel salvaje continente podía vanagloriarse de poseer la capacidad, las facultades y la astucia del esposo y señor de Jane Clayton. Para ella, Tarzán era poco menos que todopoderoso en su mundo natal, un mundo de bestias y hombres feroces. Tarzán se presentaría, la salvaría y la vengaría; de eso estaba segura. Contaba los días que iban a transcurrir antes de que John Clayton regresara de Opar y se encontrase con lo que había ocurrido durante su ausencia. A partir de entonces, pocas jornadas iban a sucederse antes de que Tarzán tuviese rodeada la fortaleza árabe y castigara a aquella heterogénea chusma de malhechores que la ocupaban. Ni por lo más remoto dudaba lady Greystoke de que la encontraría. Ningún indicio, por débil que fuese, escapaba a la agudeza de los sentidos de Tarzán. El rastro de aquellos bandidos estaría tan claro para él como para ella la hoja impresa de un libro abierto.
Y mientras la mujer daba alas a su esperanza, a través de la selva siniestra marchaba otra persona. Aterrorizado tanto por la noche como por el día, Albert Werper se acercaba. Había escapado una docena de veces a las garras y colmillos de carnívoros enormes gracias exclusivamente a lo que a él le pareció un milagro. Armado sólo con el cuchillo que llevaba desde que salió de Opar, había logrado abrirse camino por uno de los territorios más salvajes que aún existen sobre la superficie del globo.
Por las noches dormía en lo alto de un árbol. Durante el día avanzaba dando tumbos, con el miedo rebosando por todos los poros de su cuerpo, y en cuanto percibía el menor ruido que le hiciese sospechar la proximidad de algún gran felino, lo que ocurría con harta frecuencia, se refugiaba velozmente en la enramada del árbol que tuviese más cerca. Pero llegó por fin a la vista de la empalizada en cuyo recinto se encontraban sus fieros camaradas.
Casi simultáneamente, Mugambi salia de la selva frente a la aldea amurallada. Permanecía inmóvil junto a un árbol gigante, mientras reconocía el terreno, cuando vio a un hombre, despeinado y harapiento, que emergía de la jungla a escasa distancia de él. Reconoció de inmediato en aquel individuo al que fue huésped de lord Greystoke, su señor, antes de que emprendiera la expedición a Opar.
El negro estaba a punto de darle un grito al belga, pero algo indefinible le detuvo. Vio que el blanco atravesaba confiadamente el claro, rumbo a la puerta de la aldea. En aquella parte de África, ningún hombre de su raza se acercaba de aquella forma a un poblado, como no tuviese la absoluta certeza de que iban a recibirle amistosamente. Mugambi esperó. Aquel modo de comportarse era de lo más sospechoso.
Oyó que Werper anunciaba su llegada, vio que los portones se abrían y, con gran sorpresa, observó que se recibía con los brazos abiertos a aquel sujeto, hasta hacía poco invitado de lord y lady Greystoke. La luz del entendimiento se encendió en el cerebro de Mugambi. Aquel fulano blanco era un traidor que había actuado en plan de espía. Comprendió que a él se debía el ataque a la finca en ausencia del gran bwana. Al odio que le inspiraban los árabes Mugambi sumó ahora otro aún más intenso hacia el renegado blanco.
En el interior de la aldea, Werper se dirigió rápidamente a la tienda de seda donde residía Ahmet Zek. El árabe se levantó despacio al ver entrar a su lugarteniente. Cuando vio el zarrapastroso aspecto del belga, la sorpresa se enseñoreó de su expresión.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
Werper se lo contó todo, salvo lo de la bolsa de piedras preciosas, que en aquel momento llevaba bien sujeta a la cintura, bajo la ropa. Los ojos del árabe se entrecerraron codiciosamente cuando su segundo le habló del tesoro que los waziris habían enterrado junto a las ruinas de la casa de los Greystoke.
—No costará nada volver ahora allí y cogerlo-dijo Ahmet Zek. —Esperaremos antes a que lleguen esos inconscientes waziris y, una vez los hayamos liquidado, dispondremos de tiempo de sobra para llegar hasta ese tesoro… Allí donde está, nadie va a llevárselo, puesto que no dejaremos vivo a nadie de los que conocen su existencia.
—¿Y la mujer? —inquirió Werper.
—La venderé en el norte —contestó el árabe—. Tal como están ahora las cosas, es la única solución. Nos darán por ella una buena suma.
El belga asintió con la cabeza. Pensaba a toda velocidad. Si pudiera convencer a Ahmet para que le pusiera al mando de la partida encargada de llevar al norte a lady Greystoke, seguramente se le presentaría la oportunidad que tanto deseaba de abandonar a su jefe. Con tal de escapar con vida y con las joyas, daría por buena gustosamente la pérdida de la parte del oro que pudiera corresponderle.
Por entonces conocía a Ahmet lo bastante bien como para saber que a ningún miembro de su banda se le permitía abandonar voluntariamente el servicio de Ahmet Zek. A casi todos los escasos desertores se les había vuelto a capturar. Werper había oído en más de una ocasión sus gritos de agonía cuando los torturaban hasta la muerte. El belga no deseaba de ninguna manera precipitarse y correr el menor riesgo de que volvieran a capturarle.
—¿Quién llevará al norte a la mujer —preguntó—, mientras volvemos a recoger el oro que los waziris enterraron junto a la casa del inglés?
Ahmet Zek meditó unos segundos. El valor del oro enterrado era muy superior al precio que podría conseguir por la mujer. Resultaba imprescindible desembarazarse de ella cuanto antes, lo mismo que había que retirar aquel oro sin dilación, con la máxima urgencia. De todos sus sicarios, el belga era el cabecilla más lógico a quien confiar el mando de una partida. Un árabe, tan familiarizado como el propio Ahmet con las rutas y las tribus del territorio, podría cobrar el importe de la venta de la mujer y huir con el dinero alejándose hacia el norte. Por otra parte, Werper apenas tendría oportunidades para huir solo por una región absolutamente hostil a los europeos y, además, acompañarían al belga hombres cuidadosamente seleccionados, que se encargarían de evitar que Werper convenciese a una parte considerable del grupo para que le acompañaran, en el caso de que tuviese la malhadada ocurrencia de abandonar a su jefe.
Por último, el árabe dijo:
—No es preciso que volvamos los dos a recoger el oro. Tú irás al norte con la mujer y llevarás una carta a un amigo mío que se mantiene siempre en contacto con los mejores mercados para el artículo que ofrecemos. Mientras, yo iré por el oro. Luego, cuando cada uno de nosotros haya concluido su operación, podemos encontrarnos aquí otra vez.
A duras penas logró Werper disimular la alegría que le produjo aquella decisión. Aunque cabe la posibilidad que no consiguiera ocultarla del todo a la recelosa mirada de los ojos de Ahmet Zek. Sin embargo, la decisión era firme y el árabe y su lugarteniente dedicaron unos momentos al debate de los detalles de las respectivas operaciones. Después, Werper se excusó debidamente y se retiró a su propia tienda, para disfrutar del placer y el lujo del baño y del afeitado que tanto tiempo llevaba anhelando.
Tras darse el baño, el belga ató un espejo de mano a una cuerda cosida a la lona de la parte posterior de la tienda, colocó una tosca silla junto a una no menos tosca mesa y procedió a raparse la áspera barba que cubría su rostro.
En el repertorio de placeres masculinos pocos hay que produzcan mayor sensación de comodidad y frescura que la que se goza inmediatamente después de un buen afeitado y en aquel momento, eliminado provisionalmente el cansancio, Albert Werper se repantigó sobre la desvencijada silla y saboreó el último cigarrillo de la jornada, antes de ir a tenderse en el camastro. Hundidos bajo el cinto, como si su misión consistiera en soportar el peso de los brazos, los pulgares acariciaron la bolsa de las gemas. Al belga le recorrió un hormigueo de emoción mientras su cerebro se entregaba al deleite de pensar en lo que valdría aquel tesoro que, ignorado por todos, salvo por él, permanecía oculto bajo su ropa.
¿Qué diría Ahmet Zek si se enterara? Werper sonrió. ¡Cómo se desorbitarían, saltones, los ojos de aquel bellaco si echase una ojeada, aunque fuese fugaz, a aquellas centelleantes piedras preciosas! Werper aún no había tenido ocasión de recrearse la vista contemplándolas a gusto, largo y tendido. Ni siquiera las había contado y se limitó a calcular su valor grosso modo.
Se quitó el cinto y sacó la bolsa de donde la llevaba escondida. Estaba solo. El resto de los ocupantes del campamento, salvo los centinelas, se habían retirado a descansar… Nadie iba a entrar en la tienda del belga. Acarició la bolsa y, al tacto, comprobó las formas y tamaños de los preciados y pequeños nódulos de su interior. Sopesó la bolsa, primero en la palma de una mano, después en la de la otra y por último hizo dar media vuelta a la silla, se puso frente a la mesa y dejó que los rayos de la pequeña lámpara que alumbraba la tienda arrancasen destellos a las gemas que derramó sobre la basta superficie de madera de la mesa.
A los ojos del belga, exaltado en plan soñador, las rutilantes radiaciones transformaron el interior de la miserable y mugrienta tienda de lona en un esplendoroso palacio. Con los ojos de la imaginación contempló los dorados salones de placer que abrirían de par en par sus puertas al dueño de aquella riqueza desparramada encima de la mesa llena de muescas. La fantasía desplegó ante él goces, lujos y poderes que nunca estuvieron a su alcance y, mientras imaginaba todo aquello, sus ojos se apartaron de la mesa como suele ocurrirle a los soñadores, su mirada fue a posarse en un objetivo remoto, muy por encima del horizonte de las cosas corrientes y molientes.
Las pupilas se clavaron en el espejo que utilizó al afeitarse, que continuaba colgado de la pared de lona, por encima de la mesa, pero la vista se enfocaba mucho más allá. Y entonces, un reflejo se desplazó por la pequeña superficie de cristal azogado y los ojos de Werper se apartaron del espacio infinito para centrarse en el espejo, donde vio reflejado el torvo semblante de Ahmet Zek, enmarcado en los pliegues de la lona que constituía la puerta de entrada de la tienda, a su espalda.
Werper sofocó el suspiro de desaliento que amenazaba con escapársele. Haciendo gala de un extraño dominio de sus nervios, bajó la mirada sosegadamente, sin demostrar que había visto algo en el espejo, y la posó en las gemas. Sin prisas, volvió a guardar las piedras en la bolsa, se guardó ésta bajo la camisa, sacó un cigarrillo de la pitillera, lo encendió y se levantó. Al tiempo que bostezaba, estiró los brazos por encima de la cabeza y se encaminó lentamente al extremo opuesto de la tienda. El rostro de Ahmet Zek había desaparecido del hueco de la entrada.
Decir que Albert Werper estaba aterrado sería dar una pálida impresión del pavor que le dominaba. Comprendía que no sólo había sacrificado su tesoro, sino también la vida. Jamás permitiría Ahmet Zek que se le escapara de entre los dedos la riqueza que sin duda había visto, como tampoco perdonaría nunca la duplicidad de un lugarteniente que había entrado en posesión de tal tesoro sin manifestarse dispuesto a compartirlo con su jefe.
Despacio, el belga se dispuso a meterse en el catre. No sabía si le estaban observando; pero si era así, el espía no pudo percibir la más leve muestra de nerviosismo por parte del europeo. Éste se esforzó al máximo para disimular su excitación. Cuando estuvo a punto para deslizarse entre las mantas, cruzó la estancia y apagó la luz.
Dos horas después, las dos piezas del toldo de la entrada se separaron silenciosamente para dar paso a una figura de sombría vestimenta que, sin hacer el menor ruido, pasó de las tinieblas exteriores a las del interior de la tienda. El allanador avanzó cautelosamente. Llevaba en la mano un largo cuchillo. Llegó por fin al montón de mantas colocadas sobre unas alfombras, cerca de una de las paredes de lona de la tienda.
Ágiles y prestos, los dedos buscaron y encontraron al tacto el bulto que descansaba bajo las mantas… un bulto que debía de ser Albert Werper. Los dedos recorrieron el contorno del cuerpo de un hombre y, entonces, el brazo armado se disparó hacia arriba, se detuvo un segundo en lo alto y descendió con rápida violencia. La serie de movimientos se repitió varias veces y en cada ocasión la hoja de acero se hundió en lo que descansaba bajo las mantas. Sin embargo, el bulto se mantuvo silencioso e inerte, lo que no dejó de extrañar momentáneamente al asesino. Con febril nerviosísimo levantó los cobertores y tanteó con las manos en busca de la bolsa de joyas que esperaba encontrar escondida en el cuerpo de la víctima.
Al cabo de un instante, el agresor se enderezó con una maldición en los labios. Era Ahmet Zek y el reniego que acababa de proferir era consecuencia de haber descubierto que debajo de las mantas de su lugarteniente no había más que un montón de ropas desechadas, dispuestas de forma que imitasen el cuerpo de un hombre aparentemente dormido: ¡Albert Werper había escapado!
El jefe abandonó la tienda y corrió por la aldea, mientras llamaba con voz colérica a los soñolientos árabes, que salieron de sus aposentos de lona en respuesta a los gritos de Ahmet Zek. Pero aunque registraron una y otra vez el poblado, sistemáticamente y a fondo, no descubrieron el menor rastro del belga. Echando espumarajos de furia por la boca, Ahmet Zek ordenó a sus sicarios que montaran a caballo y, aunque la noche era negra como la tinta, partieran a peinar la selva contigua en busca de la presa fugitiva.
Cuando atravesaron a galope tendido las puertas de la aldea, Mugambi, que estaba oculto entre unos matorrales próximos, se deslizó sin ser visto dentro de la empalizada. Una veintena de negros se habían reunido cerca de la entrada para contemplar la partida de los jinetes y, cuando el último de éstos salió del poblado, los negros empujaron los portones y los cerraron. Mugambi les echó una mano, como si se hubiera pasado la mayor parte de la vida entre ellos.
En la oscuridad, nadie le preguntó quién era ni qué hacía allí, nadie se fijó en él y cuando, cerrados los portones, todos se dirigieron hacia sus respectivas chozas y tiendas, Mugambi se fundió con las sombras y desapareció.
Durante una hora estuvo desplazándose por la parte trasera de las tiendas y chozas, dispuesto a averiguar en cuál de ellas mantenían prisionera a la esposa de su señor. Llegó por fin a una de ellas que le pareció… Bueno, tuvo la razonable certeza de que era allí donde la guardaban, porque era la única choza ante cuya puerta montaba guardia un centinela. Mugambi estaba agazapado en la sombra de aquella construcción, nada más doblar la esquina de la fachada donde permanecía apostado el desprevenido indígena, cuando se acercó el compañero de éste que iba a relevarle.
—¿Sigue segura ahí dentro la prisionera? —preguntó el recién llegado.
—Segurísima —respondió el otro—; desde que he venido, nadie ha cruzado el umbral de la puerta.
El nuevo centinela se sentó en cuclillas ante la entrada, mientras el que acababa de relevar se dirigía a su propia choza. Mugambi se acercó más a la esquina. Una de sus fuertes manos empuñaba un grueso garrote de nudos. Ni el menor indicio de júbilo alteraba su exteriormente flemática calma, pero en su interior hervía el alborozo desde el momento en que la voz del guardián le proporcionó la evidencia de que la señora estaba dentro de aquella choza.
El centinela estaba de espaldas a la esquina tras la cual se ocultaba el gigantesco Mugambi. El indígena de la aldea no vio la enorme masa humana que se erguía en silencio por detrás de él. La estaca volteó en el aire, trazando una curva ascendente, y volvió a caer. Sonó un golpe sordo, el chasquido de un hueso al quebrarse y el centinela se desplomó hacia adelante, convertido en un gran terrón de arcilla, silente e inanimado.
Al cabo de unos instantes, Mugambi registraba el interior de la choza. Empezó por llamar: «¡Señora!», en apagado susurro, y luego se lanzó a una búsqueda con casi frenética precipitación… Hasta que la decepcionante realidad irrumpió por último en su mente: ¡la choza estaba vacía!