5

 

—¿Te parezco terrorífico, pequeña?—Preguntó el Kisinkan e instantáneamente Zyanya se encogió, temerosa del fuego letal que prácticamente vio salir de su garganta.

Pero sólo fue su potente imaginación. Nada malo había sucedido.

El Kisinkan lanzó una carcajada que fue coreada por todos sus compañeros. El orgullo de Zyanya la obligó a erguirse y observar directamente a sus atacantes, sin poder evitar un dejo de resentimiento al notar que varios de ellos, en el grupo ahora más numeroso, eran Capadocias sublevados.

—¡Seres indignos de su raza!—Bramó, enojada—. ¡No merecen pertenecer a nuestra estirpe, horda de traidores… come caca!

Las risas se hicieron mayores y aumentaron de volumen, pero el rostro del Kisinkan ya no mostraba alegría alguna, sino que había adoptando un semblante serio que pareció inquietar a su madre, porque hizo callar a su hija con un gesto de la mano, al tiempo que volvía a colocarse delante de ella, en un gesto defensivo.

—Mi esposo sabe donde estoy, también mi padre—dijo Elizabeth, hablando con una voz sorprendentemente calma, a pesar de la situación en la que se encontraban—. Si no me comunico con ellos en unos cuantos minutos, como teníamos acordado, sabrán que algo malo nos ocurre y vendrán por nosotras. Y ustedes, si tienen un racimo de inteligencia, sabrán que les conviene escapar antes de que eso suceda.

—En ese caso, tal vez sería mejor que les dieras aviso de que te encuentras a salvo—contraatacó el Kisinkan.

—Flagpaom, no creo que sea lo mejor dejar que ella se comunique con su familia…—intervino Flérida.

—¡Cállate!—bramó el Kisinkan, y la mujer guardó silencio inmediatamente, adoptando una pose sumisa.

Zyanya notó con sorpresa que su madre colocaba discretamente algo entre sus dedos, y al verlo, notó que se trataba de la pócima teletransportadora.

—Ahora, princesa—Flagpaom volvió a dirigirse a Elizabeth, pero el breve segundo de distracción que se había tomado para mirar a Flérida le bastó a Elizabeth para actuar—. ¡Nooo…!—Gritó Flagpaom al verlas romper el par de frasquitos de pócima en su mano y desaparecer con su hija en una voluta de humo.

Zyanya sintió que algo la aferraba, impidiéndole marchar. De alguna forma supo que su cuerpo se dividía, y mientras una parte iba con su madre, otra se quedaba allí, anclada a ese sitio terrorífico del que tanto deseaba huir.

En medio de la confusión y el terror, vio a su madre regresar y atacar al Kisinkan que la mantenía sujeta. Se vio rodeada en una especie de remolino interminable y de pronto, se sintió aterrizar abruptamente contra algo duro.

Le costó percatarse de que se encontraba en otro sitio. El piso era de madera y estaba sucio y destartalado. Al levantarse, todavía con el corazón agitado y la respiración entrecortada, Zyanya se percató de que se encontraban en un cuarto de paredes enmohecidas de lo que debía ser una casa abandonada.  Y el terror volvió a hacer presa de ella cuando escuchó los gritos y los llamados de los Rayas en la parte exterior de la casa…

No habían logrado huir. Seguían en ese mismo pueblo abandonado, con esos Raya siguiéndoles los talones, buscándolas desenfrenadamente entre las casas abandonadas.

—¡Mamá…!—Susurró Zyanya, desesperada, al mirar en derredor y no encontrar a su madre—. ¡Mamá!

Intentó utilizar su Kanan, pero el intercomunicador no servía. Debió averiarse con el golpe, y ahora no tenía manera de comunicarse con su madre ni pedir ayuda a La Capadocia.

La puerta se abrió bruscamente y el corazón de Zyanya dio un salto, aterrorizado.

Pero todo temor desapareció al ver en el umbral a su madre, buscándola tan frenéticamente como ella.

—¡Mamá!—Chilló Zyanya, corriendo a refugiarse en sus brazos.

—¿Estás bien?— Preguntó su madre, aferrándola a su cintura en un apretado abrazo—. ¿No te hizo daño? ¡Zyanya, contéstame! ¿Estás bien…?—Urgió la mujer, separándola para examinarla de cerca.

—Estoy bien, mamá…—la voz de Zyanya se ahogó al notar una herida abierta y supurante en el hombro de su madre—. ¡Estás herida!—Chilló, aterrorizada—. ¡El Kisinkan te ha herido!

—Estoy bien, dime, ¿sirve tu Kanan? El mío me lo arrebató el Kisinkan, también mi cinturón…

—No, mamá. Lo siento…—los ojos de Zyanya se llenaron de lágrimas por la desesperación.

—Está bien, tranquila, mi cielo—Elizabeth la volvió a abrazar—. No pasa nada, vamos—tomó su mano y se dirigió a la salida.

—Pero mamá, el veneno…

—¡He dicho que no pasa nada!—Insistió su madre, llevándola con ella.

Zyanya sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, sabía que el veneno del Kisinkan era letal, su madre debía suministrarse urgentemente una dosis de su antídoto si no quería morir…

Sintió un miedo profundo. Sabía que sin el cinturón no tenían posibilidades de sobrevivir, allí se encontraban los antídotos, las armas,  las pociones de teletransportación…

Sin nada de eso, su madre no tendría posibilidades de sobrevivir más allá de unos cuantos minutos. Y sin su madre, ella estaba perdida…

Y ella había sido demasiado tonta para llevar puesto su cinturón, demasiado tonta como para creer en las advertencias de sus padres acerca de estar siempre prevenida…

¡Era una tonta! ¡Cómo se arrepentía de su testarudez! Ahora su madre moriría por su culpa, ambas lo harían…

Si tan sólo pudiese ser un Alma Amarilla…

Toda su vida había soñado con ser un Alma Blanca, tan poderosa que nadie pudiera ganarle jamás, o al menos un Alma Azul, la más grandiosa conocida por la historia hasta entonces. Pero ahora, al ver a su madre correr cada vez con paso más pesaroso, sabiendo que en cada respiración se iba un poco de su vida, deseó con todas sus fuerzas haber nacido con el poder de curar y salvarle la vida…

¿De qué servía todo el poder que tantas veces había anhelado tener, si no podía siquiera salvarle la vida a su madre en un momento de necesidad?

Zyanya se sorprendió al escuchar sonido de música y voces de gente Homo. Había supuesto que un pueblo abandonado estaría completamente desierto de Homos, pero no era así. En las calles y el interior de las casas que todavía conseguían mantenerse en pie, no sin dificultad, pudo ver a varias personas sentadas, algunas caminando, otras más dormidas o fumando recostados en simples camastros hechos de hojas de palmera amontonadas en la tierra.

Un grupo de hombres no lejos de ellas, reían de manera extraña mientras caminaban a trompicones, teniendo que sujetarse de árboles y tablones para no caer, como si no tuvieran control de sus acciones, mientras otros se encontraban completamente perdidos, rodeados de botellas vacías y agujas sucias.

Su madre la apuró a continuar, sin permitirle ver a detalle a esos extraños Homo que parecían tan sorprendidos de encontrarlas allí como ella a ellos.

Pasaron por un grupo de personas que estaban reunidos en torno a una fogata encendida en un viejo barril de combustible, algunos bailaban al son de la cumbia que emitía una destartalada grabadora, mientras otros se dedicaban a beber y jugar. Zyanya se sobresaltó al ver unas sombras ocultas tras las fachadas destartaladas de unas casas, y su madre le cubrió los ojos, apurándola a ir más deprisa.

—¡Hey, tú!—Le gritó a su madre un hombre corpulento que iba vestido con una camiseta negra sin mangas, dejando al descubierto los múltiples tatuajes que decoraban sus brazos—, ¿traes dinero?

Elizabeth no contestó y se limitó a continuar caminado.

—¡Oye, te estoy hablando!—El tipo corrió hacia ellas hasta casi chocar de frente con su madre—. ¡Dame lo que traigas encima!

Elizabeth lo miró y enseguida el hombre cayó al piso, pálido como un muerto y con el terror vivo reflejado en el rostro.

Zyanya sonrió de gusto. Era su truco favorito, su madre sólo tenía que ver a los ojos a alguien y enseguida ese alguien se encontraría sufriendo en vida la peor de sus pesadillas, y sin poder siquiera gritar para pedir ayuda.

—Esto no es un juego, Zyanya, ¡vamos!—Escuchó claramente las palabras de su madre en su mente y le bastó verla a los ojos para que todo le quedara claro. Conocía esa mirada, no importaba qué edad se tuviera, uno sabía cuando su madre te desprecia por lo que eres, por lo que sientes, por aquellas cosas que no deberían darte gusto, pero que te gustan igualmente…

Su madre la odiaba.

La odiaba porque ella era mala…

—No te odio—le aclaró Elizabeth, volviendo a hablar dentro de su mente—. Pero no es bueno que te alegres por el sufrimiento de otros, ¿me has entendido?

—Sí, mamá—contestó Zyanya en voz baja.

Su madre se giró para tomarla en brazos, pero trastabilló y cayó de rodillas delante de ella. Zyanya sintió el impulso de gritar, pero sabía que eso sólo habría terminado atrayendo directamente hacia ellas a sus enemigos. Su madre se moría, se moría delante de ella y no había nada que pudiera hacer para evitarlo…

—Tranquila, mi amor, no pasa nada…—musitó Elizabeth, levantándose una vez más y dedicándole a su hija una sonrisa—. Vamos, mi cielo. No podemos detenernos.

—Sí, mamá—contestó Zyanya, intentando ser tan valiente como su madre, sintiendo que gruesas lágrimas caían por sus mejillas.

Apuraron el paso, evitando a los otros grupos dispersos de Homos que surgían a su alrededor de la oscuridad.

Un grupo conformado por varios hombres les salieron al paso, acompañados también por algunas mujeres que les dedicaron risas de burla y miradas desdeñosas, asumiendo que ellos tenían el control de la situación y dentro de poco habrían hecho con el par de extrañas lo que se les diera la gana.

En menos de una fracción de segundo, quedaran reducidos a estatuas vivientes tiradas en el suelo.

Y a pesar del gozo que verlos así, sometidos a un castigo más que merecido después de que se supusieron en ventaja para aprovecharse de una indefensa mujer y su pequeña hija, Zyanya no volvió a sonreír…

La preocupación por su madre le impedía pensar en otra cosa más allá que en su figura, cada vez más temblorosa y débil, sucumbiendo al poder del veneno.

Un veneno que en un cuerpo menos fuerte, habría ya consumido la vida en él…

Tras ellas, escuchó las voces de los Raya. Habían encontrado su olor y seguían su rastro.

En medio de la oscuridad, escucharon el creciente alboroto de las explosiones y los Homo huyendo aterrorizado aproximándose a ellas. La gente comenzó a gritar y correr despavorida mientras casas volaban en pedazos y poderosos Kinam y Capadocias armados les salían al paso, destruyendo todo a su paso.

Zyanya sintió que el corazón se le encogía, mientras corrían a ponerse a salvo tras el muro de un edificio. Sabía que de no estar ella, su madre habría podido escapar y ponerse a salvo. Pero debía cargar con ella, esa inútil hija de cinco años que ahora no era más que una carga…

—No lo eres—le dijo su madre, aferrando con fuerza su mano—. No eres inútil y no debo cargar contigo. Yo quiero cargar contigo, que es distinto, y por nada del mundo cambiaría las cosas, ¿me has entendido?

Zyanya asintió, sin querer mirarla a los ojos.

—Zyanya, mírame…—le pidió su madre, hablando con una voz débil rara en ella—. Mírame por favor, mi cielo.

Zyanya levantó la cabeza y clavó los ojos sobre los de su madre, y las lágrimas comenzaron a caer sin control por sus mejillas al encontrarla tan pálida y débil. Sus hermosos ojos verdes, ess ojos siempre brillantes y llenos de vida, ahora lucían apagados por la muerte que se cernía sobre ella, como un feroz cazador dispuesto a llevarse con él a su presa sin dar tregua.

—Tú eres mi hija—le dijo Elizabeth con firmeza, posando sus manos en su rostro en un intento de poner énfasis a sus palabras—. Eres lo más importante en el mundo para mí, junto con tu hermano y tu padre. Daría mi vida mil veces por salvar la tuya, Zyanya, y jamás me arrepentiré de ello, porque te amo, hijita, ¿me has entendido?

Zyanya asintió, sin dejar de llorar, aferrándose al cuello de su madre en un abrazo desconsolado.

—No te mueras, mamá. ¡No te mueras, por favor…!

—Mi amor, sabes lo que pasará. Las dos lo sabemos. Eres una niña muy inteligente, no te puedo ocultar la verdad, porque la conoces bien—la volvió a mirar a los ojos—. Yo moriré hoy…

—¡No…!

—Zyanya, escúchame, mi cielo—le pidió su madre, hablándole con la mayor dulzura que consiguió en esa difícil situación—. Sabes que moriré, no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Pero tú vivirás, ¡tú vivirás, mi cielo!

—¡No…! No quiero vivir sin ti…

—Entonces mi muerte no habrá valido nada... –la aferró con mayor intensidad—. Yo moriré hoy, Zyanya, y no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Pero puedo morir tranquila, sabiéndote a salvo, o irme atormentada por la preocupación de no saber qué fue de ti, o peor, con la aflicción de saber que has muerto conmigo. Y yo no quiero eso, Zyanya. Lo único que deseo en este momento es que tú vivas, ¡tú eres todo cuanto me importa, hija mía! Por eso te pido, te suplico, hijita, que vivas.

—No puedo, mamá… No sin ti…

—Tú eres la continuación de mi ser, Zyanya. Tú honrarás mi vida con tu propia vida, porque yo soy parte de ti, como tú eres parte de mí, y mientras tú vivas, una parte de mí siempre continuará vivía contigo—le dedicó una cálida sonrisa—. Sin importar qué pase después…

—Mamá, por favor, no… ¡No te mueras!—tartamudeó Zyanya, incapaz de pensar con claridad.

—Siento tanto hacerte pasar por este difícil momento, mi cielo. Eres tan sólo una niña pequeña, mi niña pequeña—sonrió, acariciando dulcemente su rostro—. Dicen que todo pasa por algo, y quizá el que siempre hayas sido tan madura, haya sido precisamente para enfrentar este momento. Es ahora cuando más que nunca necesito que seas fuerte, Zyanya, y hagas lo que te pido.

—Mamá, no por favor… Cambiaré, te lo prometo, seré buena, tan buena como tú quieras, pero no te mueras, ¡por favor, mamá…!

—Mi amor, no pierdas tus fuerzas ahora, te lo suplico. Te necesito fuerte, Zyanya—la miró a los ojos—. Tú debes vivir, ¿me has comprendido? ¡Tú debes vivir!—La abrazó con todas sus fuerzas, derramando las lágrimas que no se atrevía demostrar delante de su pequeña hija—. Prométeme que vivirás, Zyanya. Pase lo que pase, prométeme que vivirás.

Zyanya sintió un terrible dolor, el peso de una responsabilidad demasiado grande para ella, una responsabilidad que habría sido demasiado grande para cualquiera, adulto, joven o anciano, sin importancia. Una responsabilidad que implicaba sobrevivir a una persona amada, porque esa misma persona te pedía que lo hicieras…

Y Zyanya, a pesar de no desearlo, debió contestar con la única respuesta que podía darle a su madre, la única respuesta que ella le pedía, la única respuesta que a ella la dejaría partir en paz…

Y haciendo a un lado su propia aflicción y el miedo a un futuro que se cernía oscuro delante de ella, al tener que enfrentarlo sin la luz que era su madre, contestó con la respuesta deseada:

—Te lo prometo, mamá…