CAPÍTULO 33

UN PULPO EN CHAPINGO

«Límpiate los zapatos» es lo único que le dice Lupe a su hijo adolescente cuando viene de Córdoba. Lo recibe de mala manera. Lucio Antonio duerme en la azotehuela, al lado del lavadero, y lo cala el frío nocturno. El último sonido que escucha antes de conciliar el sueño es el de la máquina de coser.

Después de cocinar, Lupe va directamente al costurero y desde ahí sube el zumbido de la máquina. Jamás le pregunta a su hijo si tiene frío o hambre o cómo le va en la escuela. Si Antonio le dice que piensa ser escritor o químico como su padre o quizás hasta ingeniero, Lupe predice: «Vas a fracasar». A ojos vistas lo detesta. «Sírvete tú, algo encontrarás en la cocina». Su odio aplastaría al más valiente, pero Antonio se aferra a su madre. A veces regresa a Córdoba sin despedirse, y al mes Lupe lo recibe con un insidioso: «Ni cuenta me di de tu ausencia».

Su veneno no tiene antídoto.

Al regresar a México, Antonio se entera de que su madre y sus medias hermanas ya no viven en el número 8, sino en la casa vecina de tres pisos, Tampico 6, esquina con avenida Chapultepec, que Diego Rivera también compró para ellas.

—Duérmete en el costurero —concede Lupe cuando el frío arrecia.

La planta baja de la casa solo tiene macetas, la de enmedio consta de comedor, cocina y sala. Arriba se alinean las recámaras de Lupe y sus dos hijas, ninguna para Antonio. Lupe reserva el cuarto sin puerta al final del pasillo para su costurero. Contra el muro acomoda la Singer, una silla, un espejo y un catre.

Los viernes invita a jugar baraja a Juan Soriano y a Carlos Pellicer. Llegan contentos y puntuales a las ocho de la noche y se despiden a las seis de la mañana. Grandes fumadores, el humo asfixia a Antonio que solo concilia el sueño en la madrugada. Para vengarse, roba el dinero de los bolsillos de los sacos dejados encima del catre.

Las noches de baraja Ruth, Lupe y el bebé Juan Pablo se exilian en la Casa Azul. Frida los recibe con tequila y marihuana.

Antonio ruega a toda la corte celestial que su madre no pierda en el juego porque al día siguiente se desquita con él. Con solo oír su tono de voz sabe si ganó o perdió. A Lupe y a Ruth les parece normal el maltrato a Antonio porque con ellas tampoco fue cariñosa.

La ilusión más grande de Antonio es la Navidad porque Lupe lo lleva por única vez a El Palacio de Hierro o a El Puerto de Liverpool:

—Anda, elige lo que vas a necesitar para todo el año.

Antonio apenas puede abrazar pantalones, suéteres, camisas y zapatos.

A quien más acostumbra criticar es a Lupe, su hija:

—¡Mira nada más qué gorda estás! Ese vestido no te queda.

—Mamá, acabo de parir.

—Deberías hacer ejercicio.

—Lo hago todos los días.

—Pues no se te nota.

A Ruth tampoco la trata mejor. «¿Para qué escogiste una carrera de hombre? ¡Nadie te va a dar trabajo!».

Ninguna de las dos hermanas se ocupa de Antonio, el hermano menor. Tampoco son cómplices entre ellas. En esa familia cada uno se salva solo.

Cuando Antonio regresa a Córdoba después de pasar unos días con su madre, su comportamiento empeora. En la preparatoria es un estudiante problema. Su tía Natalia, cansada de que la citen en la dirección de la escuela, firma las llamadas de atención y lo disculpa de cuando en cuando.

Tan alto como su padre, ardiente y enamoradizo, a los diecisiete años los ojos penetrantes de Antonio resultan atractivos, pero basta que las muchachas le sonrían para que pierda la razón y se lance a hacerles proposiciones deshonestas. Huyen escandalizadas. En Córdoba, sus abuelos cargan con el alcoholismo de Víctor, quien separado de Alicia Echeverría regresó a Córdoba a raíz del suicidio de Jorge. ¡Imposible para ellos controlar al nieto contestatario!

En cada borrachera Víctor vuelve a la obsesión que le quita el sueño: «Yo lo interné». Conserva los papeles más nimios de su hermano mayor, las notas de la farmacia, la tlapalería, sus libros, sus peticiones desde el manicomio de Tlalpan. También escribe cuentos que —venciendo su modestia— enseñó en la capital a Renato Leduc: «¿Por qué chingados no habrías de terminar la obra que tu hermano Jorge dejó trunca? Tus cuentos son muy buenos».

En la bolsa de su pantalón, como un amuleto, Víctor guarda una de las últimas cartas de Jorge a Natalia y se la enseña a Antonio: «Léela, y dime si esto es de un loco. Tu padre es el hombre más lúcido e inteligente que he conocido».

Antonio alisa la hoja que ya de por sí parece silicio:

Comprar: en Beick Félix (esquina de Madero y Motolinía) 500 gramos de ácido tartárico, 300 gramos de tanino ligero en dos paquetes, uno con 250 y otro con 50 gramos.

En Carlos Stein (Zócalo): Solución de insulina que contenga 3 000 unidades.

—25 gramos de extracto fluido de ergotina.

En Regina: 1 kilo y medio de permanganato en tres paquetes de medio kilo.

Añadir al resto que quedó en la cazuela tres litros de agua: agitar durante un rato para que el sedimento vuelva a aflorar completamente; dejar en reposo cinco o seis horas para que se asiente, y entonces separar todo el líquido que quede claro encima del asiento. Saldrán como cuatro litros.

Estos, en dos partes, o todo junto si caben en un solo recipiente, se ponen a la parrilla a hervir, en una cacerola, hasta que se agoten completamente, y quede seca la sustancia sólida que contienen.

De la sustancia seca que se recoja, hacer dos partes iguales, que deberán molerse lo más fino que se pueda.

Una parte repartirla en seis papeles doblados como los de las boticas. La otra parte se divide a su vez en tres partes iguales que se utilizan como sigue:

La primera incorporarla mezclando perfectamente bien en un pomo de cajeta de Celaya de los de vidrio, de tal modo que quede repartida lo más homogéneamente posible la sustancia en la cajeta.

La segunda metérsela a una botella de salsa de tomate cátsup, también incorporándola lo más homogéneamente que se pueda.

La tercera parte usarla para mezclarla a una torta de elote.

Que el domingo en la tarde me traigas ¼ de kilo de mantequilla y un queso de Toluca, junto con la botella de salsa de tomate y el pomo de cajeta. Esta se puede comprar en la tienda de la esquina de Insurgentes y Coahuila. Que también me traigas los papeles y seis paquetitos de chicles con doce pastillas. La torta de elote que me la traigas el viernes, con algo de fruta.

La carta revela que antes de 1942 Jorge Cuesta experimentaba en su propio cuerpo con una droga que años más tarde se conocería como LSD, con efectos alucinógenos terribles. Casi al mismo tiempo, Albert Hofmann patentaba en Suiza el ácido lisérgico extraído del hongo que crece sobre los granos de centeno y que en 1960 se utilizaría médicamente para rehabilitar alcohólicos y disminuir el sufrimiento de los cancerosos.

Los comentarios de Víctor desvelan a Antonio, que se obsesiona con su padre. «Tu padre es un genio, tu padre es mejor científico que Linus Pauling, que Sigmund Freud. A tu padre no lo supieron reconocer en México, debería haber nacido en Estados Unidos o en Europa. Lafora era un gusano, le tuvo miedo a su inteligencia; tu padre habría acabado con él». Antonio intenta escribir; el resultado es una larga lista de obscenidades que sonrojan a la maestra de literatura.

—Su sobrino ha ido demasiado lejos, no tiene el menor respeto —doña Clotilde Secante manda llamar a Natalia.

—Dele otra oportunidad…

—Agradezca que es su último año, ya nadie lo soporta.

Al salir de la preparatoria el promedio de Antonio Cuesta Marín es mediocre. Sus compañeros lo alaban pero no lo incluyen entre sus amigos: solitario y totalmente descontrolado los escandaliza con sus fantasías sexuales.

—¿Por qué no lo interna en algún colegio en México?—sugiere el padre de Miguel Capistrán a don Néstor.

—No tiene trazas de intelectual, lo voy a mandar a Texcoco, cerca del Distrito Federal, a que estudie algo práctico. Chapingo es una gran escuela de agricultura.

—Papá, no está maduro para vivir solo, es un niño —protesta Natalia, su hija.

El viaje en tren a Texcoco en medio de maizales es corto y bonito. En Texcoco, abuelo y nieto toman un camión a Chapingo por la módica suma de quince centavos. La calzada de árboles frente a la entrada principal es imponente, y del lado izquierdo un inmenso jardín ofrece un campo lleno de rosales. «Tenemos más de una hectárea de rosas rojas, de rosas blancas, de rosas amarillas —presume uno de los guardianes—. Nuestro rosedal es único en el mundo». Al lado de los rosales aguardan las canchas de basquetbol y de futbol. Un billar, mesas de ajedrez y de dominó ofrecen la novedad de la televisión. Lejos del casco principal se alinean la alberca, el gimnasio, la enfermería y las porquerizas.

Antonio Cuesta presenta el examen de ingreso y obtiene en un santiamén la beca que incluye cama y comida.

—Cuida esa beca, Chapingo es el único lugar en el que puedes estudiar sin pagar un centavo —sentencia don Néstor.

Para ingresar a la Escuela Nacional de Agronomía Antonio necesita seis camisas, seis camisetas, seis calzones, doce pares de calcetines, doce pañuelos, un traje de baño, un peine, un cepillo de dientes, un cepillo de ropa y uno para calzado. La mayoría de los aspirantes no tienen ni para calzones, y sin embargo los reciben porque hay que llenar tres dormitorios con sesenta y nueve cuartos con camas dobles.

Aunque le sienta de maravilla, Antonio se pone de mala gana el uniforme militar obligatorio. Si Lupe lo viera diría que tiene buena facha. Otros no se quitan el saco y el pantalón caqui ni el día en que salen francos porque con él enamoran a las mujeres.

A Antonio le entusiasma la idea de vivir solo y sobre todo de impresionar a su madre y a sus hermanas.

Un macuache —que según los habitantes de Texcoco es un indio huarachudo— toca bien el tambor, otro es un as de la corneta y los dos forman parte de la banda de guerra. «¿Por qué no consigues tocar en la orquesta, Antonio? Ahí sí vas a sobresalir». Tocar es una distinción que a Cuesta no le dice nada. «¿Trompetitas a mí? —le espeta a uno de sus compañeros—. No soy tu pendejo».

Los internos se forman en la puerta principal porque en una tabla clavada en un árbol aparece el nombre de los que reciben correspondencia. Don Néstor le escribe, su tía Natalia también; Lupe, su madre, jamás.

Lejos de la mirada de su tía Natalia, de los sermones del abuelo y del alcoholismo de Víctor, Antonio cursa materias que lo apasionan porque en el laboratorio de la escuela experimenta con marihuana y con peyote, y ya pirado se siente capaz de las proezas que según Víctor hizo su padre. Altísimo y guapo, cuando entra a cualquier sitio las miradas lo siguen, los demás preguntan quién es y él aprovecha esta admiración para enamorar a cuanta muchacha conoce. En la alberca olímpica los compañeros lo apodan el Pulpo porque sus dedos, de tan largos, parecen tentáculos.

A diferencia de las preparatorianas de Veracruz, las defeñas se sienten atraídas por sus irreverencias. Antonio cambia de novia cada semana. El Pulpo es popular entre sus compañeros, que festejan sus desplantes.

Para enterarse del nivel académico de sus alumnos, en su primer día de clases el profesor de matemáticas plantea un problema: «Calcule la longitud de un tren que raudo y veloz y hecho la mocha corre en sentido contrario a otro que a cierta velocidad se dirige, uno hacia el norte (Texcoco) y el otro hacia el sur (México, DF)».

Antonio se rebela:

—¿«Hecho la mocha»? Si el profesor es un asno que dice «hecho la mocha», yo puedo mentar madres.

La capilla en la que su madre es la figura principal lo sorprende. Encima del altar, enorme, el vientre abultado, los pechos al aire, Lupe lo mira con sus extraños ojos verdes o azules, su boca agresiva, una mano en lo alto, previniéndolo: «No te acerques». ¿Es bella? ¿Es horrible? Es la tierra fecundada que a todos atemoriza. Su mano pintada, ancha y más bien pequeña, es distinta a la de dedos larguísimos de Lupe Marín. Al observarla, Antonio siente que su madre lo condena desde lo alto.

A nadie le dice que la monumental figura es su madre, y cuando alguien lo descubre él primero se enfurece pero termina burlándose como los demás.

—¿No te importa que te digan cosas de tu mamá? —pregunta un macuache.

—Yo soy mi propia madre.

¿Cuándo se liberará de Lupe Marín? Antonio jamás imaginó que lo atormentaría hasta en Chapingo.

Los futuros agrónomos saben quién es Diego Rivera pero ignoran quién fue Jorge Cuesta. Tampoco él lo menciona, se aferra al féretro cerrado. De tanto oír a Víctor y a Natalia ponderar a Jorge decide terminar lo que su padre dejó inconcluso. «Yo también voy a ser poeta y un crítico feroz». Empieza por denostar la vida académica de Chapingo. Los maestros, para él, son una mierda, nada que ver con la sabiduría de su padre. Son una bola de huevones.

—No puede ser, todo es estudio y deporte: basquetbol, futbol, natación. Es lógico que cualquier hombre normal enloquezca con esta vida de monje… Algo le ponen a la comida para aplacar el afán sexual.

—Dicen que es nitrato —replica su compañero Tomás Cervantes.

—Qué idiota eres, será bromuro…

En vacaciones los jóvenes salen sobrados como garañones. En casa de Lupe, Antonio invita a la sirvienta al cine.

—¿Qué no sabes lo que cuesta encontrar a una? —se enfurece Lupe—. Lárgate a Córdoba con tu Natalia.

Cuando Antonio le enseña su cuaderno de poesía, Lupe se ríe en su cara:

—Escribes puras estupideces.

—¿Y mi padre?

—Nunca leí ni leeré un solo verso de tu padre.

La cercanía de Chapingo con la Ciudad de México le permite visitar a Lupe pero prefiere el billar, el antro y la cantina. El rechazo de madre y hermanas es cada vez más evidente. A la mayor, Guadalupe —como ella exige que la llame—, Antonio la denuesta: «¡Qué burguesa! ¡Qué convencional! ¡Qué mal te ves! ¿De dónde sacaste esos zapatos? ¡Qué fea bolsa!». Con Ruth se lleva mejor pero nadie le abre un espacio en su vida.

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