CAPÍTULO 13

ADOLORIDA POR UN INGRATO

Como los lectores escasean, los Contemporáneos padecen la indiferencia. El tiraje de la revista es de apenas quinientos ejemplares y la devolución de trescientos. Los periodistas los desdeñan, pero ni la crítica ni la hostilidad rompen el compromiso de Cuesta, para quien dejarse vencer por los mediocres sería la peor de las condescendencias.

El 17 de julio de 1928 el presidente Álvaro Obregón asiste a un homenaje en el restaurante La Bombilla. Mientras los mariachis tocan: «Cuando llego al palo de limón, / que a mí me da tristeza y pesar, / pienso que se me puede secar, / porque no tiene hojas ni flor», un balazo impide que se lleve la cuchara a la boca y cae con el rostro dentro del plato sopero.

¡Todo cambia! Los miembros del gabinete de Calles critican el muralismo. Triviales, mediocres y convencionales, prefieren «parecerse en todo a los franceses», para ellos el colmo de la elegancia. Por su lado, los estudiantes rayan los murales a navajazos y escriben mentadas de madre en la parte baja de «los monotes». «¿Qué en México solo hay indios patarrajadas y peones muertos de hambre? ¿A poco así de feos son los mexicanos? ¿Y la gente normal? ¡Abajo el arte proletario!».

El nuevo secretario de Educación, José Manuel Puig Casauranc, declara:

—Lo primero que haré es mandar encalar esos horribles frescos.

En el Teatro Lírico, un comediante con una almohada en la panza y un sombrero harapiento representa a Diego y canta:

Las muchachas de la Lerdo

toman baños de regadera

pa que no parezcan

monos de Diego Rivera.

Tampoco los Contemporáneos se salvan aunque Jorge Cuesta sea la antítesis de Rivera. Si Diego caminaba delante de Lupe, Jorge no suelta su brazo, su amor la atenaza: «Te hiero en mí, Lupe, yo sangro más que tú, yo sufro más, pero es necesario», escribe. Se culpabiliza: «Estoy “poseído” esta vez, nada mío puedo negar a lo que me posee; me posee el amor a ti. Me da una resolución que tú puedes mirar, una lucidez que puedes sentir. Te toco, te veo, te toco y te veo en mí: yo “soy de ti”, fuera de ti “no soy”, déjame que me defienda de morirme».

—Vente a vivir conmigo, Lupe.

—¿En la pensión para estudiantes? ¡Ni loca!

A Lupe la decepcionan sus cambios de humor, sus súbitos silencios, sus migrañas atroces y su sentido de la perfección. La lucidez de sus juicios la cohíbe, pero el escrutinio al que la somete no le impide hablar a todas horas. Acostumbrada a decir cualquier cosa, ignora si al oírla su enamorado la reprueba; lo importante es saberse deseada. ¿Cuáles son sus fronteras? La Marín es desparpajada; Jorge, reservado. La Marín habla sin saber; Jorge le da siete vueltas a una idea antes de emitirla. La Marín es chismosa, desbalagada, cuenta frivolidades; Jorge es grave hasta la amargura y todo lo remite a la razón. Imposible para sus compañeros adivinar que sostiene largas conversaciones con ella y en su ausencia le escribe, se justifica, le suplica, la obliga a cargar su amor. A diferencia de Lupe, a Jorge nunca se le ocurriría presumir que come veinte naranjas en una sentada o que «el Panzas pintó durante tantas horas que en la noche se quedó sentado en el escusado y así lo encontraron al día siguiente, dormido. ¿Te imaginas?». Jorge discurre acerca del cartesianismo francés y asegura que Contemporáneos puede llegar a competir con Mercure de France y la Nouvelle Revue Française. «¿Con qué público lector?», atina a decir Guadalupe, que no habla ni jota de francés.

Lejos de festejar sus ocurrencias como lo hacía Diego, Jorge la cohíbe al caerle desde lo alto. Cuesta le abre una puerta pero es una puerta al vacío. Para ella Jorge no es un ingeniero en forma, de esos que trabajan en el gobierno, construyen puentes y entregan su salario a la señora de la casa, sino un individuo que hace pócimas, vigila emulsiones y ensarta palabras e ideas que la aburren y no tienen la menor repercusión en los demás, a diferencia de las declaraciones de Diego Rivera. Lo más incomprensible para ella es su angustia. «A los treinta y cinco años, te lo juro, voy a volverme loco». En cambio, entiende a Salvador Escudero, otro enamorado sin pretensiones literarias que la hace reír.

—Escudero es un idiota, Lupe, no le llega a Jorge ni a los talones —se enoja Villaurrutia.

Para Lupe, Villaurrutia es un oráculo pero sigue pensando que Escudero conoce los mejores salones de baile. En cambio, Jorge se encierra en su habitación a vigilar sus síntomas. Cuando se los explica y le enumera todos los tratados sobre glándulas que ha leído, Lupe quisiera encontrarle un remedio porque ella ya halló el suyo: salir a bailar con Escudero.

«Lloro de haberte lastimado: lloro como no he llorado nunca: con los ojos secos, sin lágrimas que ablanden un poco lo que sufro —escribe de nuevo Jorge—. Pero tengo orgullo, perdónamelo, de poder sufrir tanto por ti, de sufrir que te hiera. Quiero llorar y me quedo sereno, viéndome. Quiero ponerme loco, y cada vez tengo más lucidez para mirarlo todo. Quiero dormirme, descansar de sufrir, y cada vez estoy más despierto para sufrir más intensamente. Y lloro, entonces sí con lágrimas, de sentirme. Tanta alegría de quererte mientras tú sufres; lloro de mirar que no puedo contra ella, que por más que sufra y me desespere no se esconda de mí. Y sufro infinitamente, con un escalofrío que me penetra el alma. Apiádate de mí, Lupe, y dímelo con una palabra. Mi vida necesita que te apiades de mí. Jorge».

Lupe no termina de asimilar una carta cuando llega otra: «Te adoro: nada en mí deja de adorarte, nada en mí puede decirte que no te quiero. Y aunque lo calle, aunque no te diga, aunque me mate, aunque no lo oigas ni nadie lo sepa ni lo mire, esa es la verdad. Lo que la vida quiere de mí es que te quiera. Jorge».

Ningún perseguidor como Cuesta, ninguno la ha querido de esa forma y, sin embargo, desconfía. «¿Me estará envenenando?». Jorge la agobia con sus palabras, es un hombre torturado, nada más espantoso que oírlo decir que no hay sino un paso entre el mal funcionamiento glandular y el desequilibrio mental. Jorge la atenaza al preguntarle: «¿Conoces a alguien más infeliz que yo? ¿A alguien más indigno y estúpido? ¿A alguien más ridículo y miserable? A nadie, ¿no es así?». Diego le daba seguridad, Jorge la atosiga: ¿la ama a ella o a Villaurrutia? ¿No es preferible pasar por cínico que por mártir?

Ahora, al atardecer, Lupe se tiende en la cama vacía de la casa vacía de Mixcalco con sus dos muchachitas, una de cada lado, y la embarga la tristeza. En el momento en que le ordena a Pico, de cuatro años, que se duerma, su voz aguda corta el silencio y sorprende a Lupe: «Oye, mamá, tú estás adolorida por un ingrato». En la calle, desde hace varios días, una voz entona la canción de moda Adolorida, adolorida por un amor. A la mañana siguiente, Lupe observa a su hija con un nuevo interés y cuando regresa del parque Loreto con su nana Jacoba les pregunta:

—¿Cómo les fue?

—Mamá, Jacoba tiene muchos novios, un novio panadero, uno lechero y platica con ellos todos los días.

—¡Ay —ríe Lupe—, qué niña tan lista, qué viva, esta niña tiene el diablo metido, es tremenda!

A diferencia de Jorge Cuesta, Pico la hace reír. Él, en cambio, la abruma con sus cartas así como la reprime con su inteligencia, ella, a la que nunca nada ni nadie han reprimido. Por más indulgente que sea, por más que repita: «Yo soy porque tú eres», Cuesta la hace sentirse menos.

Jorge termina sus cursos en la Facultad de Química y consigue trabajo con un pésimo sueldo en una oficina de Salubridad. Su padre le reclama: «Ven a Córdoba a hacer la tesis». Obsesionado por su diálogo con Villaurrutia, con quien tiene una relación de amor-odio, y por sus lecturas de Valéry, Cuesta viaja cada vez menos a su tierra. Duerme poco, Valéry le quita el sueño; para él lo único que importa es lograr un poema parecido en algo a Valéry y repasa y vuelve a repasar:

Más como una sed en llamas

que incierta al azar disputa

toda la atmósfera del vino,

imita el árbol sus ramas

en pos de una interna fruta

la interrupción de su mano.

Lupe, que tanto habla de Dostoievski, jamás le pregunta a él qué escribe. Jorge escribe y reescribe, corrige artículos en los que analiza la educación socialista, la demagogia de Lombardo Toledano, el gobierno que pretende ser revolucionario, los pinceles rojos de Orozco, la gestión del músico Carlos Chávez al frente del Conservatorio. Hace polvo la obra pictórica de Agustín Lazo, su amigo; la poesía de Xavier Villaurrutia, su amante; la de Jaime Torres Bodet y ataca sin piedad al filósofo Antonio Caso.

También escoge a cada uno de los autores para la antología con la ferocidad de un perro de caza. «Eres un Can Cerbero», le dice Villaurrutia, que ya no le sonríe. Novo lo presiona: «Tu nombre debe figurar en esa antología». «No he escrito nada que valga la pena». «Si no vas a aparecer, entonces debes firmarla como compilador», insiste Novo, que presiente el ataque a la Antología. «Eres nuestra conciencia crítica», exclama Villaurrutia, y cuando Cuesta, cortante, insiste de nuevo en que no ha publicado una línea y solo reescribe, Pellicer ironiza: «Está bien que reescribas. ¿O prefieres ser como Torres Bodet, que publica tres libros al año?».

Jaime Torres Bodet insiste a nombre de todos y Cuesta por fin responde: «La proposición me halaga muchísimo y estoy contento de aceptarla».

A Lupe le impacta que el grupo pondere la altura intelectual de su enamorado. Cuesta es irrebatible. Es el mejor. Con una sola frase deshace al incauto. «Yo a Jorge no lo entiendo», alega Lupe. «Solo ámalo», la insta Gilberto Owen mientras Villaurrutia guarda silencio.

Cómo no amar a un hombre que le escribe: «De cualquier manera toda mi vida es tuya, te lo juro. Si te casas conmigo, si vives conmigo, toda es tuya. Si ya no quieres nada conmigo, toda es tuya también. Jorge».

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