CAPÍTULO 19

DISCURSO PARA SER LEÍDO EN EL MERCADO

El 13 de marzo de 1930, Lupe da a luz a Lucio Antonio Cuesta Marín y Jorge escribe:

Querida mamá:

Anoche se vino de pronto la cosa y ya eres abuela. A pesar de que lo eres a pesar tuyo, estoy seguro de que te va a dar gusto ver a tu nieto. No sé, pero se me figura igualito al primer Juanito. Es güero y con los ojos claros.

¿Quieres venir a conocerlo?

Nació el 13 de marzo y viernes, faltando veinte minutos para las doce de la noche.

Te besa tu hijo que te quiere. Jorge.

P.S. Comunícaselo a los tíos y a la tía. Espero que Lupe ahora se alivie y se restablezca. Parece que todo fue con felicidad.

Nada es con felicidad y Lupe delira a tal grado que su madre, Isabel Preciado, viaja de Guadalajara a México para hacerse cargo de las niñas, y doña Natalia hace lo mismo desde Córdoba para conocer al recién nacido al que Jorge llama Tito.

Cada vez que Jorge quiere enseñárselo, Lupe aúlla: «Llévate a ese individuo».

—Es güerito, el vivo retrato de su papá —se alegra doña Natalia.

—¿De dónde saca usted que Jorge es güero si sus rasgos son negroides? —se enfurece Lupe, que además no tiene leche.

Las niñas tampoco se asoman a la cuna de su hermano. Les ordenan silencio para que no molesten a su madre sentada a media cama con los ojos fuera de órbita.

—Esa criatura muere de hambre —constata Isabel Preciado, quien aconseja buscar una nodriza.

Jorge, alarmado, corre a la calle y regresa con una mujer con el vientre todavía abultado. Y la nodriza murmura: «Es precioso». El recién nacido se prende con fuerza a su pecho.

Lupe jamás vuelve a preguntar por su hijo.

«Querida mamá —escribe Jorge a su madre—. No te había escrito esperando cosas felices que contarte. La salud de Tito es magnífica. Su única plaga es su mamá. Te escribo estas líneas a la carrera pues me están esperando. Mañana te escribiré más despacio y más largo. Abrazos a Víctor. También le escribiré a mi papá. Te quiere, tu hijo. Jorge».

La abuela Isabel Preciado Marín se lleva a Pico y a Chapo a Guadalajara en tren. En cada estación se acercan vendedores a la ventanilla que las divierten con su surtido de dulces, y la abuela abraza a sus dos nietas maltratadas.

¡Qué hermosa casa con sus muebles de bejuco, y qué tranquilidad vivir lejos de su madre! Lupe chica no se despega de su abuela y la sigue a la cocina:

—¿Quieres aprender? ¡Tienes que tener tu equipo!

En el mercado Corona le compra su bolsita del mandado, su comal, su molinillo y tres cucharas de palo, y le ata un trapo a la cintura. La sube a una silla. La niña imita a su abuela y no cabe en sí del gusto cuando el abuelo Francisco pondera: «Esta criatura tiene muy buen sazón».

A Ruth no le interesa la cocina pero para ella también es un alivio vivir lejos de Lupe Marín y del nuevo hermano.

—Ni modo, tendrán que ir a la escuela mientras su madre se recupera —sentencia Isabel Preciado.

—Ojalá no se recupere nunca —clama Lupe chica—, yo no quiero volver a verla.

—¿Y a tu hermanito?

—A ese menos. Es feo vivir con mi mamá, abuela.

Isabel Preciado las inscribe en la escuela de las Hermanas del Templo Expiatorio, a dos calles de distancia. Aprenden a dar gracias antes y después de las tres comidas, a callarse en la mesa, a coser y a bordar. De nuevo, Lupe chica deslumbra a las monjas por su buena dicción y su lectura impecable.

—¿Quién te enseñó?

«¿Cómo están las niñas?», escribe Cuesta cada semana. Diego nunca escribe. Ni Lupe ni Ruth agradecen la preocupación de Jorge como tampoco condenan la indiferencia de Diego. Las recuerde o no, Diego es su padre, su papacito santo, su dueño y señor. Puede hacer con ellas lo que se le dé la gana.

A Cuesta le resulta incomprensible que su mujer duerma todo el día y no escuche llorar a su hijo. «Te lo advertí, es desalmada, es una arpía», insiste doña Natalia, que regresa a Córdoba y deja en su lugar a la Nena para hacerse cargo de Tito. Días antes de su partida, doña Natalia entra a la recámara de la Marín con un sacerdote dispuesto a confesarla. Afiebrada, Lupe recuerda que de niña, en Guadalajara, besaba la mano del cura, y cuando él le niega la suya solloza desconsolada. Como tampoco está casada por la Santa Madre Iglesia, el cura le niega la absolución.

Natalia Cuesta, la Nena, atiende al recién nacido como si fuera su hijo. «Lo mejor sería llevarlo a Córdoba», aconseja después de dos meses y nadie se opone a la partida del recién nacido con su joven tía.

Jorge se refiere a su hijo como Tito o Lucio Antonio. Lupe no sale de ese individuo. Sin fuerza ni para levantarse de la cama, grita para que la atiendan: «No digiero nada, aún me sabe la manzana que me comí hace una semana. ¡Me estoy helando! ¡Me muero de calor!, me ahogo, no puedo respirar. Mírenme la lengua, no me cabe en la boca. Hasta el agua me intoxica».

Cada uno de los médicos denuesta al anterior:

—¿Quién le recetó calcio? Lo que tiene es exceso de calcio.

—Es anemia, denle hígado y lentejas.

—Tiene trastornos del vago por falta de calcio, hay que inyectarla.

—Es la depresión de la recién parida, se le va a pasar.

—Lo suyo es catatonia.

—Está loca, no le hagan caso, libérense de ella y si no entiende, enciérrenla.

Cuesta coincide con el último médico y escribe a su madre:

Querida mamá:

No me imagino lo que habrás pensado de mí. Lo único que he merecido es ser considerado como un idiota. Idiota me han puesto las cosas. Tengo apenas quince días trabajando; lleno de drogas, enfermos en la casa, etc. Ahora, gracias a Dios, puedo esperar algo del empleo que tengo, para no muy tarde quizá […]. Te quiere tu hijo. Jorge.

—Oye, ¿cuál de tus pócimas le diste a la fiera de tu mujer? —bromea Novo, quien acostumbra preguntar si el Alquimista ya encontró el elíxir de la eterna juventud para que se lo regale o venda a precio de amigos.

Ni siquiera Xavier Villaurrutia compadece a Lupe, «de veras, está catatónica». Solo más tarde los Contemporáneos se convencerán de que Lupe sufrió una depresión complicada por el mal funcionamiento de su tiroides y leerán que varias mujeres se han suicidado después de parir.

—No quiero morirme, ten compasión de mí —aparece Lupe desmelenada en la biblioteca de Jorge.

—Pídeme dinero, todo lo que quieras, pero de mi vida nada —responde Jorge.

—¡Amo la vida, no es justo que muera ahora! ¡No me importa que después me coman los zopilotes, pero ahora no me dejes morir!

—Estoy asqueado de tu farsa —se indigna Jorge y sale con un portazo.

Lupe no se da por enterada de que la Nena y el bebé Antonio han partido a Córdoba, nunca pregunta por sus hijas. Jorge Cuesta dedica su tiempo al trabajo que le consiguió Samuel Ramos: jefe de la sección administrativa de Bellas Artes. Cuando pasa frente al cuarto de Lupe ve de lejos sus ojos abiertos de par en par y se sigue de largo.

En cambio, apenas Lupe lo oye subir la escalera o cerrar una puerta, lo convoca a gritos a su recámara:

—Oye, tú, te voy a contar un secreto pero no se lo digas a nadie. Es una cosa que quiero que solo tú sepas, estoy escribiendo un texto importante y si me alivio voy a decirlo en la Merced.

Saca una hoja de debajo de su almohada y la desarruga:

—Es un discurso como el de Raskólnikov en el Mercado del Heno, pero el mío se dirige a los médicos que lucran con la enfermedad de la gente. Son todos unos tarados.

—Seguro es mejor que el de Raskólnikov —ironiza Jorge.

—Discurso para ser gritado en el Mercado —lee Lupe:

Entre las tripas de vaca… y las lenguas de toro. Junto a los gusanos de maguey… y los acociles. Junto a las vendedoras de nopales… y del ahuautle. Con el olor del papaloquelite y el cilantro, del orégano… y de la cebolla. Llamaré a las de los ahuilotes y los capulines, a la de los camichines, y allí en medio de esa gente quiero decir mi discurso, en medio de esa gente gritaré: a ellos son a los que quiero libertar de la explotación y de la farsa y me oirán hablar así:

Médicos de todo el mundo: médicos de las ciudades. Tú, el del nombre de pájaro leído, especialista en enfermedades del corazón y los pulmones, para quien la taquicardia no tuvo importancia y para lo que recetaste Veronal en todas las cantidades y en todas las formas. Tú, el especialista en reflejos, director de un hospital, recién llegado de Europa, guarda tus cerillos para que no te mermen los veinticinco pesos de honorarios. Tú, el niño fifí psiquiatra, que descubriste los trastornos del vago por la falta de calcio, guarda tus inyecciones para cuando el temblor abra los muros de tu casa. Y a ti, el otro director de hospital, que solo aprendiste a dar purgas; y a ti también, el ginecólogo famoso, el que al día siguiente del parto me dirías: «Levántate y anda», aunque no pueda obedecerte; y a todos los otros más humildes, pero no menos ignorantes, quiero decirles delante de esta gente lo que pienso, quiero decirles lo que son; quiero que sepan que el robo sin ese pretexto es más noble, más valiente, menos dañino. De los ladrones profesionales, de los simplemente ladrones, las gentes se resguardan de que no se lleven sus cosas o dinero, pero para ustedes no se está prevenido, de ustedes se espera, por el dinero que se llevan, una palabra que determine la enfermedad, y no dicen nada y se llevan el dinero; perjudican al enfermo y a veces lo matan, y cuando el enfermo se da cuenta de su farsa, lo declaran loco. Compañeros, ustedes los aquí presentes, acérquense a oír la verdad: dijeron que yo estaba loca. ¿Ustedes lo creen? ¿Verdad que no estoy loca? ¿Verdad que no?

—¡Pobre mujer! —se escapa Jorge a su biblioteca.

Lupe está cada día peor y sus hermanas, sobre todo Isabel, le avisan a Francisco Marín, su padre, que es mejor que vaya. Muy envejecido, sus ojos a punto del llanto bajo el sombrero de paja, llega en tren de Guadalajara a la casa de Tampico 8 acompañado por su hija menor, Isabel.

Lupe lo ve entrar y se levanta de la cama:

—Papá, a ti es al que esperaba, tú me vas a llevar a enterrar. Soy más joven que tú y voy a morir antes que tú.

Toma sus manos entre las suyas, las besa y vuelve a besarlas. Francisco Marín intenta retirarlas pero Lupe se lo impide a besos.

—Yo fui tu consentida, fui la única, tú me llevabas a todas partes.

Repite: «Papá, papá», lo mira como si fuera a comérselo. «Papá, qué viejito tan bueno eres. Qué suerte tengo de que seas mi padre. Quisiera darte un abrazo pero quedé sin fuerzas. Te estaba esperando a ti. ¿Tú no me tienes asco, verdad? ¿Verdad que no estoy loca? ¡Qué bellas manos tienes! ¡Estoy feliz de que seas mi padre».

—Mira nada más qué flaca y qué descuidada estás, ¿hace cuánto no te peinas? —pregunta don Francisco.

—No sé, papá, he perdido la noción del tiempo, tampoco me importa, solo me importas tú, papá.

—Tienes que ser fuerte y luchar —retira él sus manos—. Lo primero es que te bañes, te peines.

—Péiname tú, papá.

—En cuanto te recuperes, te separas de ese hombre porque él es tu peor enfermedad.

—Tengo miedo de que me bañen, papá, pero llévenme Isabel y tú a la tina, a lo mejor así se me quita lo turulata.

Francisco Marín ordena a su hija Isabel abrir la llave del agua caliente y templarla para el baño.

Esa noche Lupe duerme como desde hace mucho tiempo no lo hacía. Amanece a la espera de don Francisco. Cada vez que suena el timbre de la calle pregunta: «¿Es él? ¿Ya llegó?». Irrita a la casa entera con su terrible urgencia.

—Ya regresó al pueblo —le explica una Isabel temblorosa que por fin aparece.

—Es como todos —solloza Lupe.

Isabel y la criada hablan en voz baja y Jorge se altera cada vez más.

Nadie tiene el corazón de decirle a Lupe que su padre ha muerto.

19