Si Diego es un portento, Lupe también se propone convertirse en piedra imán. Julio Torri, quien da clases de literatura española, llega en su bicicleta desde la Escuela Nacional Preparatoria de San Cosme a visitarla. Lupe Marín ejerce un atractivo mayor al de las criaditas que salen por el pan a las seis de la tarde y que Torri acecha desde la ventana de su biblioteca. Si Lupe le pregunta por qué no toma el tranvía, responde que le atrae el riesgo:
—Ten en cuenta que el ciclista es un suicida en potencia porque enfrenta cada día las embestidas de los perros y los automovilistas.
—¿A poco vas a dar clases en bicicleta?
Torri le confiesa que al principio sus alumnos se reían de él: «Ya se acostumbraron, ahora soy su profesor preferido».
Una tarde, a las cinco, Torri aparece con Xavier Villaurrutia y Salvador Novo. ¡Qué guapo hombre y qué bien vestido!
—Me caes mejor que Torres Bodet, que vino el otro día a hablarle en francés al Panzas —le dice Lupe a Novo.
—¡Tienes razón! Soy mejor que él en todo.
—Aunque dicen que es poeta, lo poco que leí de él me dejó igual —vocifera Lupe—. En cambio, al que tengo muchas ganas de oír de nuevo es al mudito.
—¿Cuál mudito?
—José Gorostiza. Me parece guapo aunque no diga ni esta boca es mía.
—¿A ti te importa mucho la apariencia, Lupe?
—No tanto, mira a Diego.
José Gorostiza corre de una clase de literatura mexicana, en la calle de Donceles, al encuentro con amigos en el Sanborns de los Azulejos. El rector de la Universidad, Alfonso Pruneda, lo tiene en alta estima. De tan cumplido lo buscan para trabajar en la Escuela Nacional de Maestros.
—¿A qué horas pudo publicar sus Canciones para cantar en las barcas? —pregunta Novo, que critica a la burocracia, detesta a quienes pretenden hacer patria y llega tarde a todos sus compromisos.
Las ocurrencias de Lupe, que oscilan entre el ingenio y el chisme, hacen reír a las visitas. No solo tiene gracia, se atreve a todo. Salvador Novo, el más sarcástico, celebra su ingenio. Al menos esta mujer no tiene ojos de vaca como Amalia Castillo Ledón. Lupe, además, lo escucha con fervor, aplaude su maledicencia divina y le ofrece celestiales quesadillas con epazote o una rajita de chile.
—Lupe, tú compites con Parmentier.
—¿Y ese individuo quién es?
Para Lupe, Xavier Villaurrutia es un descubrimiento. Muy pequeño al lado de Salvador Novo, entra a la casa de Mixcalco a la misma hora que Gilberto Owen, pero el entusiasmo de la anfitriona es todo para Xavier, quien se peina con gran esmero y viste traje azul marino a rayas, chaleco, camisa con mancuernillas y trata a todos con una cortesía que raya en la ceremonia.
—¿Así que eres norteño y hablas francés? —pregunta Lupe, y Owen le explica que vivió y estudió en Toluca.
—¿No que eras un minero del norte de Sinaloa? —protesta Villaurrutia.
—Sí, mi padre encontró una veta de plata en una mina cercana al pueblo de Rosario.
—¡Eres un gambusino! —ríe Lupe.
Owen alardea menos que Novo, que acaba de depilarse las cejas para vergüenza de Villaurrutia.
—¿Y qué hacías en Sinaloa? —se interesa la anfitriona.
—Mi infancia solo le interesaría a Freud —responde Owen—. Mi padre era irlandés, mi madre india… Se parecía un poco a ti, Lupe, aunque ella era tan rezandera que ambicionaba que yo fuera obispo.
—¿Tú, obispo? Bueno, la verdad tienes muy buena facha —exclama Lupe.
—Curiosamente, a Lupe, casada con un fachoso, le interesa la buena facha —interviene Novo.
—De Rosario, el pueblo de mineros en Sinaloa, salí a Toluca y allá me hice bachiller, me encerré en la biblioteca a leer de física y de teología. Me hicieron director porque me interesa todo lo inútil y como los mineros, busco, busco…
—¿Qué buscas?
—Vetas nuevas y tú, Lupe Marín, eres una veta insospechada para todos nosotros.
—¡Ay sí, tú! —ríe Lupe.
—En tu casa conocí a Villaurrutia y a Jorge Cuesta, un librepensador.
—¿Qué cosa es un librepensador?
—Alguien sin ataduras de ningún tipo.
—No creo que Cuesta sea ningún librepensador —respinga Novo mientras Owen regresa al relato de su vida.
Owen compara a Cuesta con Monsieur Teste, de Valéry, «entregado por entero a las despiadadas disciplinas del espíritu».
—En cambio, tú te enamoraste hasta la idiotez de Clementina Otero y se te va la vida en el escenario —interviene Novo de nuevo.
Owen resiente las interrupciones de Novo y al despedirse le asegura a Villaurrutia a propósito de Lupe:
—Esta mujer nunca caerá en el lugar común. Es libre… ¿Crees que sería una buena actriz?
—Gilberto, tú solo piensas en Clementina Otero.
Alaban los desplantes de muchachito malcriado de Lupe Marín, que seducen sobre todo a Novo. «Jamás me dejaré envejecer, haré lo necesario», asegura Novo y de golpe envejece.
En general, los visitantes que suben la escalera al segundo piso de la casa de Mixcalco no le llegan a Lupe ni a los hombros. Siempre es la más alta. Owen es modesto, se dirige con afecto al primer interlocutor, Xavier Villaurrutia, también pequeño y delgado, se viste en grises y azules profundos. En sus ojos la ironía atraviesa como un relámpago, aunque defienda a Lupe contra los sarcasmos de Novo. A diferencia de Novo, Owen es afectuoso y mucho más poeta que Torres Bodet.
—No todo es hacer reír —le dice Owen—, tienes que leer, Lupe. Mira, aquí te dejo Los hermanos Karamázov. ¿Conoces La guerra y la paz de Tolstói?
—¡Ya Villaurrutia me hizo leerla y me enamoré del príncipe Andrei!
Para los Contemporáneos, Diego Rivera es un gordo patriotero subido a un andamio. No es a él a quien buscan en Mixcalco sino a su mujer. Diego puede ausentarse hasta treinta y dos horas porque Lupe ya se acostumbró, y cuando regresa el enojo la convierte en eco de quienes lo fustigan:
—¿Estuviste educando al pueblo?
El ingenio de los Contemporáneos, su discurso sobre sí mismos y la revista Ulises hartan al Panzas, que conoce a fondo la vanidad de la bohemia. Alguna vez asistió al Teatro Ulises de Antonieta Rivas Mercado y vio al pintor Manuel Rodríguez Lozano huir despavorido como si fuera el diablo. A él, el sarcasmo de Novo no le dice nada. Los Contemporáneos aficionados a su Prieta Mula le ofrecen un déjà-vu de lo que conoció en el París de principios de siglo cuando lo llamaban le Mexicain.
En cambio, las inquietudes de Jean Charlot le interesan. «¿Y ahora, qué será de la Revolución? ¿Qué van a hacer con ella?». Charlot le muestra fotografías de Zapata y de Villa en la Ciudad de México y comenta: «Se ven totalmente fuera de lugar». Ni Emiliano Zapata ni Francisco Villa se sintieron bien en la capital, les daba pena hasta pedir un café. Lo suyo era la tierra, no el adoquinado de la calle. Ambos eran de a caballo, defendieron la milpa a espolones y a latigazos, levantando su Mauser y disparando, y si caían de su montura su soldadera tomaba el relevo. Era la fiesta de las balas de la que hablaba Martín Luis Guzmán. Ya les andaba por regresar a galope tendido a Morelos, a Durango. ¿Qué iban a pelear aquí en la ciudad si no había tierra sino calles con casas?
Los mirones de la capital los veían con enorme sorpresa. ¿De dónde salieron esos desconocidos? «¡Qué pobres!». «¡Qué mugrosos los sombrerudos!». Los capitalinos se persignaban como doña Carmelita, la de Porfirio Díaz. ¿Qué hacían en la ciudad? Descalzos o huarachudos, olían a estiércol. Ramón López Velarde también los rechazó y no se diga Federico Gamboa, el de Santa. Los Escandón, los Iturbe, jamás imaginaron que sus peones de hacienda y sus caballerangos se convertirían en amenaza si los tenían a raya y les daban su aguardiente, sus cortes de manta y el cuero para sus huaraches.
Xavier Guerrero asegura que solo se quedaron unos días, que tenían prisa por regresar a lo suyo: Zapata, al reparto de la tierra, Villa, a la compañía de sus Dorados. En la capital no sabían qué hacer con la Revolución ni con México ni con la silla presidencial ni con Sanborns, ni con el supuesto progreso. Zapata, con sus ojos encarbonados, tenía mucho de la amenaza de la tierra, la más ancestral de todas. Villa, primitivo, solo tenía una razón por la cual vivir: el campo de batalla y las vacas.
