XIV

uando Miles se fue y sus últimas pisadas se perdieron en el silencio, Judit se movió, respiró hondo y dijo como si hablara consigo misma y no con los demás:

—¡Nunca pensé ver nada semejante! ¿Es cierto eso?, —preguntó con renovada fuerza sin dirigirse a nadie en particular.

—En cuanto a Bertredo —contestó Cadfael con toda sinceridad—, no puedo estar seguro y nunca estaremos totalmente seguros, a no ser que él nos lo diga, cosa que posiblemente haga. Por lo que respecta a Elurico… sí, es cierto. Ya habéis oído a vuestra tía… cuando se dio cuenta del testimonio que había dejado contra sí mismo, se libró de las botas. Simplemente para quitárselas de encima, no creo que entonces lo hiciera con la idea de traspasarle la culpa a Bertredo. Creo que llegó a pensar que entraríais en un convento y dejaríais la tienda y el negocio en sus manos, por lo cual merecía la pena intentar romper el acuerdo que permitía a la abadía conservar la casa de la Barbacana y, de esta manera, quedarse con todo.

—Él jamás me instó a tomar el hábito —dijo Judit con asombro—, más bien se oponía a que lo hiciera. Aunque de vez en cuando lo comentaba… como para evitar que la cuestión cayera en el olvido.

—Pero aquella noche se convirtió en asesino, cosa que jamás había pretendido. Eso estoy seguro de que es verdad. Pero lo hizo y no lo podía deshacer y ya no pudo echarse atrás. No sabemos qué hubiera hecho de haberse enterado a tiempo de vuestra decisión de acudir al abad y hacerle la donación sin condiciones, pero el caso es que lo supo demasiado tarde y hubo alguien que trató de evitarlo. No cabe duda que su desesperación era auténtica, quería recuperaros a toda costa y temía que vos cedierais y entregarais vuestra persona y vuestros bienes al secuestrador y él se quedara sin nada, a las órdenes de un nuevo amo y sin esperanza de conseguir el poder y la riqueza por cuya posesión había llegado al asesinato.

—¿Y Bertredo? —preguntó Judit—. ¿Cómo se vio envuelto en todo eso?

—Se unió a mis hombres en la búsqueda —contestó Hugo— y parece ser que descubrió vuestro escondrijo; no dijo nada a nadie, sino que decidió liberaros él solo y llevarse todo el mérito. Pero sufrió una caída y despertó al perro… seguramente lo oísteis. Al día siguiente lo pescaron en la otra orilla del Severn. Lo que ocurrió en las horas intermedias y cómo murió, todavía no lo sabemos. Pero recordaréis que oísteis o creísteis oír unos rumores como de alguien que anduviera merodeando por allí tras la retirada de Bertredo. Mientras estabais elaborando los planes para viajar al Vado de Godric la noche siguiente.

—¿Y creéis que debió de ser Miles?

Judit pronunció el nombre de su primo con un extraño sentimiento de pena. Nunca hubiera imaginado que el hombre que era su mano derecha fuera capaz de atacarla y de intentar asesinarla.

—Tiene bastante sentido —contestó tristemente Cadfael—. ¿Quién tuvo mejor oportunidad que él de observar la sospechosa complacencia de Bertredo, quién hubiera podido vigilarle y seguirle más fácilmente que él, cuando salió subrepticiamente aquella noche? Si vuestro primo se acercó sigilosamente al almacén tras la huida y persecución de Bertredo y oyó lo que pretendíais hacer, ¡ved qué bien le hubieran podido salir las cosas! En el bosque, lejos de la ciudad, una vez el otro hombre se hubiera alejado, qué sencillo hubiera sido dejaros muerta y despojada de cualquier objeto de valor. La culpa hubiera recaído en principio en los forajidos y, en caso de que alguien sospechara algo, en el hombre que os había mantenido prisionera y os había conducido a aquel remoto paraje del bosque para asegurarse de que jamás le traicionareis. No creo que la idea del asesinato se le hubiera ocurrido hasta entonces —añadió Cadfael cautelosamente—, pero, al ver que se le ofrecía la ocasión, debió de parecerle la solución perfecta. Mejor que convenceros de que ingresarais en un convento, pues entonces él hubiera sido vuestro heredero. Todo hubiera pasado a sus manos. Después, cuando ya había forjado estos planes, se tropezó con Bertredo, medio aturdido por el golpe que le había propinado el vigilante, y tuvo otra temible inspiración… estando vivo, Bertredo podría entrometerse en sus planes, mientras que muerto no podría decir nada y, además, lo encontrarían calzando las botas del asesino de Elurico. De este modo, consiguió un chivo expiatorio incluso para eso.

—Pero eso no es más que una conjetura —dijo Judit, debatiéndose en la incredulidad—. No hay nada, absolutamente nada que lo demuestra.

—Sí —dijo Cadfael en tono pesaroso—, sí lo hay. Ocurrió que cuando vuestro primo bajó a la abadía con un carro para llevarse a casa el cuerpo de Bertredo, observó que quienes le habían quitado las mojadas prendas no habían prestado la menor atención a las botas, cosa que yo tampoco había hecho, por cierto, ni había pensado en ellas cuando saqué el fardo de la ropa para colocarlo en el carro. Miles ladeó el carro para que las botas cayeran a mis pies y yo me agachara a recogerlas. Entonces yo las miré y comprendí lo que estaba viendo. No quería que nadie pasara por alto aquella prueba infalible.

—No fue una acción muy inteligente por su parte —dijo Judit en tono dubitativo—, pues Alison os hubiera podido decir que Miles le había regalado las botas a su hijo.

—Muy cierto, siempre y cuando se lo hubiéramos preguntado. Pero tened en cuenta que habíamos encontrado muerto a un asesino… por lo cual no sería necesario celebrar un juicio, no habría ningún misterio, las preguntas serían innecesarias y de nada serviría perseguir a un muerto y tanto menos acusar a una pobre y desconsolada mujer. Aunque yo no hubiera tenido la menor duda —dijo Hugo—, y aquí siempre hubo una sombra de duda, no hubiera impedido que dieran pacífica sepultura a su cuerpo ni le hubiera causado a su madre más dolor del que ya sufría. No obstante, era un riesgo, pues él hubiera podido mantener descaradamente sus afirmaciones. Aun así, ni siquiera el más astuto maquinador puede estar en todo. Y él era inexperto en tales bellaquerías —añadió Hugo.

—Debió vivir un tormento espantoso —dijo Judit, asombrada— la noche en que escapé de sus manos, sabiendo que regresaría y sin saber qué iba a decir. Cuando dije que no tenía ni idea de quién me había atacado, se sintió a salvo… ¡Qué extraño! —añadió, frunciendo el ceño al evocar acontecimientos que ya no tenían remedio—. Cuando se lo han llevado, no me ha parecido perverso, malvado o consciente de la culpa. ¡Sólo perplejo! Como si se encontrara en un lugar al que nunca hubiera tenido intención de ir, un lugar que ni siquiera pudiera reconocer y al que no supiera cómo había llegado.

—En cierto modo, creo que es verdad —dijo Cadfael—. Era como un hombre que hubiera dado un primer paso en un resbaladizo pantano y ya no pudiera retroceder y, a cada paso que diera, se fuera hundiendo cada vez más. Desde el ataque al rosal hasta el intento de quitaros la vida, se sintió arrastrado por los acontecimientos. No es de extrañar que el lugar donde finalmente llegó se le antojara absolutamente ajeno y el rostro que reflejaba el espejo fuera el de alguien a quien ni siquiera conocía, el de un terrible extraño.

Ya se habían ido todos, Hugo Berengario al castillo para interrogar al prisionero mientras le durara el sobresalto y aún no hubiera tenido tiempo de sellar con su interesada astucia una mente y una conciencia abiertas momentáneamente a la verdad; sor Magdalena y fray Cadfael a la abadía, ella para almorzar con el abad Radulfo, tras asegurarse de que los asuntos de aquella casa no requerían de su presencia durante unas cuantas horas, y él a sus tareas habituales, ahora que se había hecho y dicho todo lo que se tenía que hacer y decir y el silencio y el tiempo seguirían su curso, pues ni los gritos ni las prisas servirían de nada. Todos se habían ido, incluso el cuerpo del joven Bertredo, enterrado en una sepultura del cementerio de San Chad. La casa estaba más vacía que nunca, privada de la mitad de sus moradores a causa de la muerte y la culpa, y sobre los hombros de Judit recaía la pesada carga de dos viudas sin hijos a las que debería atender. Debería atender y atendería. Le había prometido a su tía decirle todo lo que hiciera falta y había cumplido su promesa. Tras las primeras amargas lamentaciones se produjo la calma del agotamiento. Hasta las hilanderas habían abandonado la casa y los telares estaban en silencio. No se escuchaba ninguna voz.

Judit se encerró en la solana y se sentó para meditar sobre aquel desastre, pero le pareció que se abría ante ella un espacio vacío y listo para ser ocupado por otra cosa distinta. No tenía a nadie en quien apoyarse en la cuestión del negocio, todo estaba de nuevo en sus manos y tendría que asumir el mando. Necesitaría otro capataz para los tejedores en sustitución de Miles. Nunca había eludido de sus responsabilidades, y nunca se había hecho la mártir. Tampoco lo haría ahora.

Casi olvidaba el día que era. No se podría pagar el tributo de la rosa, eso seguro. El rosal había ardido por completo y nunca volvería a dar aquellas pequeñas y perfumadas rosas blancas que la hacían evocar los años de su matrimonio. Ahora ya no importaba. Era libre de dar y conservar lo que quisiera; acudiría al abad Radulfo y mandaría extender otra escritura de cesión incondicional de la casa y los terrenos. Los cálculos y las codicias que la habían rodeado ya habían desaparecido, pero, aun así, quería acabar con todo definitivamente. Lo que quedaba después de las rosas era el leve dolor agridulce de sus pocos años de felicidad, de los cuales la rosa anual había sido un recordatorio y un compromiso. Ahora, jamás volverían a florecer.

A media tarde, Branwen asomó tímidamente la cabeza para anunciar que un visitante esperaba en la sala. Judit le dijo con indiferencia que lo hiciera pasar.

Niall entró un poco cohibido con una rosa en una mano y una niña en la otra y se detuvo un momento junto a la puerta para orientarse en una estancia en la que jamás había estado previamente. A través de la ventana abierta, una ancha franja de luz cruzaba la estancia, interponiéndose entre ellos y dejando a Judit a la sombra a un lado y a los visitantes al otro. Al verle, Judit se levantó sorprendida y se sintió súbitamente aliviada, como si la fresca brisa de un vergel hubiera penetrado de pronto en un oscuro y triste lugar, llenándolo con la estival alegría de los festejos en honor de una santa. Sin que nadie lo llamara y sin previa advertencia, se había presentado de pronto el único ser que jamás había esperado ni pedido nada, no había exigido ni buscado ventajas, carecía de la menor codicia o vanidad y al cual ella debía algo más que la vida. Le había traído una rosa, la última del viejo rosal, un pequeño milagro.

—Niall… —dijo Judit en tono vacilante, llamándole por primera vez por su nombre de pila.

—Os he traído vuestro tributo —se limitó a contestar el herrero, adelantándose unos pasos con la rosa entreabierta en la mano.

Era fresca, blanca y sin la menor mancha.

—Me dijeron que no quedaba nada, que todo se había quemado —dijo Judit, extrañada—. ¿Cómo es posible? —preguntó, acercándose a él casi con recelo como si, tocando la rosa, ésta pudiera convertirse en cenizas.

Niall soltó delicadamente la mano de la niña y ésta retrocedió tímidamente.

—Yo mismo la arranqué ayer cuando volvimos a casa.

Las dos manos extendidas se rozaron en la franja de claridad y los pétalos abiertos adquirieron los rosados reflejos del nácar. Los dedos de ambos se rozaron y se entrelazaron alrededor del suave tallo despojado de espinas.

—¿No os habéis hecho daño? —preguntó Judit—. ¿La herida cicatrizará bien?

—No es más que un rasguño. Temo que vuestro sufrimiento sea mucho mayor —contestó Niall.

—Ya todo ha terminado. Me sobrepondré —dijo Judit, intuyendo que, a los ojos del herrero, era una criatura extremadamente solitaria y abandonada.

Se estaban mirando fijamente el uno al otro con una intensidad muy difícil de quebrar. La niña se adelantó tímidamente uno o dos pasos y no se atrevió a acercarse más.

—¿Vuestra hija? —preguntó Judit.

—Sí —contestó Niall, volviéndose para tenderle la mano a la niña—. No tenía a nadie con quien dejarla.

—Me alegro. ¿Por qué la ibais a dejar viniendo a verme a mí? A nadie podría recibir con más agrado.

La niña se acercó a su padre en un súbito arrebato de confianza al ver que aquella desconocida mujer de suave voz la miraba sonriendo. Tenía cinco años y era muy alta para su edad, con un solemne rostro ovalado de cremosa blancura algo tostada por el sol. Al penetrar en la franja luminosa, se encendió como la llama de una vela, pues el cabello que le enmarcaba las sienes y se derramaba sobre sus hombros era de color dorado oscuro y unas largas pestañas rubias orlaban sus ojos intensamente azules. La pequeña hizo una reverencia sin apartar los ojos del rostro de Judit, que tanto la intrigaba. Después, tornó una inmediata decisión, esbozó una sonrisa y ofreció el rostro para recibir el correspondiente beso de una persona mayor a la que se acepta como amiga.

Bien hubiera podido introducir su manita en el pecho de Judit y estrujar el corazón que durante tantos años había ansiado semejante fruto. Judit se inclinó hacia ella con lágrimas en los ojos. La boca de la chiquilla era suave, fresca y dulce. Por el camino, ella había sido la encargada de llevar la rosa, y el perfume aún perduraba a su alrededor. No tenía nada que decir, todavía; estaba demasiado ocupada, examinando la estancia y a la mujer. Ya hablaría por los codos más tarde, cuando ambas se conocieran un poco mejor.

—Fue el padre Adán quien le impuso el nombre —dijo Niall, mirándola con una solemne sonrisa—. Un nombre un tanto insólito… se llama Rosalba.

—¡Os envidio! —dijo Judit, tal como ya dijera en otra ocasión.

Una leve turbación volvió a apoderarse de ellos, impidiéndoles encontrar las palabras. Tan pocas cosas se habían dicho a lo largo de todos aquellos acontecimientos. Niall volvió a tomar la mano de su hija y se apartó de la franja de luz para dirigirse hacia la puerta, dejando a Judit con la rosa blanca todavía iluminada por el sol contra su pecho. La otra rosa blanca retrocedió, dispuesta a marcharse, pero se volvió a mirar por encima del hombro con una sonrisa en los labios a modo de despedida.

—Bueno, hijita, nos vamos a casa. Ya hemos cumplido el recado.

Se irían los dos y ya no habría más rosas que traer ni más tributos que pagar el día de la traslación de santa Winifreda. Y, si se fueran de aquella manera, tal vez jamás volvería a haber un momento semejante, tal vez los tres jamás volverían a estar juntos en una habitación.

Niall ya había alcanzado la puerta cuando Judit dijo de pronto:

—Niall…

Él se volvió de inmediato con semblante resplandeciente y la vio iluminada de lleno por la luz del sol con el rostro tan blanco y abierto como la rosa.

—¡Niall, no os vayáis! —al final, había encontrado a tiempo las palabras más adecuadas. Le dijo lo que ya le dijera en mitad de la noche junto al Vado de Godric—: ¡No me dejéis ahora!