IX
![](/epubstore/P/E-Peters/El-Tributo-De-La-Rosa/OEBPS/Images/imagen3.jpg)
cudieron presurosos a su llamada y contemplaron consternados el espectáculo, pese a que la presencia de un ahogado en el Severn no era un acontecimiento insólito. Los jóvenes monjes no sabían nada del asunto, excepto aquel hecho. Los rumores sobre los conflictos del mundo exterior llegaban sin duda hasta los mayores, pero los novicios vivían en la inocencia. Cadfael eligió a los más fuertes y menos impresionables y envió de nuevo a los demás a su trabajo. Con las azadas, los ceñidores de cordel y los escapularios improvisaron unas parihuelas y bajaron por el sendero hasta la orilla del río donde yacía el muerto.
En sobrecogido silencio, levantaron la empapada carga y la transportaron en chorreante procesión a través de la arboleda y los rebosantes huertos del Gaye hasta el sendero que conducía a la Barbacana.
—Será mejor que lo llevemos a la abadía —dijo Cadfael, deteniéndose un instante para pensar—. Es el medio más rápido de sacarlo decentemente de la vista del público. Desde allí avisaremos a su amo o sus parientes.
Había otras razones para aquella decisión, pero Cadfael no consideró oportuno comentarlas en aquel momento. El difunto pertenecía a la casa de Judit Perle y lo que le había ocurrido tenía que estar en cierto modo relacionado con todos los restantes desastres que se habían abatido sobre la casa y la heredera del negocio de los Vestier, por cuyo motivo el abad Radulfo tenía interés directo en ello y derecho a ser informado debidamente, al igual que Hugo Berengario. No sólo lo consideró un derecho sino también una necesidad. Dos muertes y una desaparición en torno a la misma dama y sus tratos con la abadía exigían una minuciosa atención. Incluso los hombres jóvenes, fuertes y sanos podían ahogarse, pero Cadfael ya había visto en la sien derecha del difunto una magulladura limpia de sangre por el agua del río.
—Adelántate, muchacho —le dijo a fray Rhun, el más joven de los novicios— y comunica al padre prior la clase de huésped que llevamos.
El joven inclinó la cabeza de cabello tan rubio como el lino en el gesto de respeto con el cual recibía las órdenes de los mayores, y se alejó sin dilación. Pedirle a Rhun que corriera era más una amabilidad que una imposición, pues en nada se deleitaba más el mozo que en hacer uso de la agilidad y la gracia que poseía desde hacía apenas un año tras haber acudido a los festejos de santa Winifreda lisiado y acosado por el dolor. Su año de noviciado ya estaba casi tocando su fin y muy pronto se convertiría en monje de pleno derecho. Nada hubiera podido disuadirle de su intención de entregarse al servicio de la santa que lo había curado. La obediencia que para Cadfael era todavía una dura carga y un obstáculo, Rhun la abrazaba como un privilegio tan fácilmente aceptado como la luz del sol que iluminaba su rostro.
Cadfael apartó la mirada de la rubia cabeza y los ágiles pies que se alejaban por el sendero y cubrió el rostro del muerto con el extremo de un escapulario. El agua chorreaba de las saturadas prendas cuando condujeron a Bertredo por el camino de la Barbacana hacia la garita de vigilancia de la abadía. Inevitablemente, hubo gente que se detuvo al paso de la doliente procesión e hizo comentarios en voz baja. Era un misterio de dónde salían los pilluelos de la Barbacana en cuanto se producía algún acontecimiento insólito, cómo se multiplicaban al igual que sus perros, inseparables compañeros de juegos, que se detenían también con la misma expresión de curiosidad que sus amos. Muy pronto correrían por las calles toda suerte de conjeturas, pero en ninguna de ellas se podría mencionar todavía el nombre del ahogado. El poco tiempo que transcurriera antes de que se divulgara la identidad del muerto podría ser muy útil para Hugo Berengario y le evitaría un dolor inesperado a la madre del joven. Otra viuda, recordó Cadfael mientras cruzaban la garita de vigilancia y dejaban a su espalda el cerco de mirones que se habían congregado a una respetuosa distancia en el exterior.
El prior Roberto acudió presuroso a recibir el cortejo seguido de fray Jerónimo, mientras fray Edmundo desde la enfermería y fray Dionisio desde la hospedería convergían simultáneamente ante los portadores del catafalco. Media docena de monjes que estaban atravesando el gran patio para atender sus distintas ocupaciones se detuvieron a mirar y se fueron acercando poco a poco para ver y oír mejor.
—He enviado a fray Rhun para que se lo notifique al señor abad —dijo Roberto, inclinando la altiva cabeza plateada sobre el inmóvil cuerpo tendido en las improvisadas parihuelas—. Muy mal asunto es éste. ¿Dónde encontrasteis a este hombre? ¿Lo subisteis a la orilla en nuestras tierras?
—No, algo más allá —contestó Cadfael—, alojado en la arena. Calculo que lleva muerto unas cuantas horas. No se podía hacer nada por él.
—¿Era necesario en tal caso conducirlo aquí? Si le conocen y tiene familia en la ciudad o la Barbacana, ya se encargarán ellos de la ceremonia del entierro.
—Si no necesario —contestó Cadfael—, sí me pareció aconsejable conducirlo aquí. Creo que el señor abad también estará de acuerdo. Hay motivos. Puede que el gobernador esté interesado en este asunto.
—¿De veras? ¿Y eso por qué, si el hombre murió ahogado? —Es un acontecimiento habitual en estos parajes dijo el prior, extendiendo una mano para retirar el escapulario que cubría el pálido y azulado rostro del que tan orgulloso se sentía su dueño en vida. Si el prior había visto alguna vez al mozo, habría sido por casualidad, al pasar por delante de la puerta de la abadía. La casa de la parte alta de la calle Maerdol pertenecía a la parroquia de San Chad; ni sus deberes religiosos ni sus actividades laborales obligaban a Bertredo a establecer frecuente contacto con la Barbacana—. ¿Conocéis a este hombre?
—De vista, sí, aunque poco más. Pero es uno de los tejedores de la señora Perle y se aloja en su casa.
Hasta el prior Roberto, que se mantenía al margen de los molestos acontecimientos mundanales que a veces se filtraban al interior del bien ordenado recinto de la abadía, provocando innecesarias conmociones, abrió unos ojos como platos al oír la respuesta de Cadfael. No podía por menos que conocer los adversos acontecimientos que habían ocurrido en torno a aquella casa ni rechazar la convicción de que cualquier nuevo desastre relacionado con ella tenía que formar parte de un mismo y deplorable plan. Las coincidencias son posibles, pero raras veces se acumulan por docenas alrededor de una misma casa y un mismo hombre.
—¡Bien! —dijo el prior, lanzando un profundo suspiro cautelosamente evasivo—. Sí, el señor abad tiene que ser ciertamente informado. Ahora viene —añadió con el debido alivio.
El abad Radulfo había salido de su jardín y se estaba acercando a toda prisa, acompañado de Rhun. No dijo nada hasta que retiró el lienzo que cubría la cabeza y los hombros de Bertredo y hubo examinado un buen rato al joven en sombrío y pensativo silencio. Después, volvió a cubrir el rostro y miró a Cadfael.
—Fray Rhun me ha dicho dónde fue encontrado y cómo, pero no sabe quién es. ¿Lo sabéis vos?
—Sí, padre. Se llama Bertredo y es el capataz de los tejedores de la señora Perle. Le vi ayer con los hombres del gobernador, participando en la búsqueda de la dama.
—A la que no se ha encontrado —dijo Radulfo.
—No. Es el tercer día de búsqueda, pero no ha sido encontrada.
—Y este servidor suyo ha sido hallado muerto —no era necesario hacerle ver al abad unas conexiones ya de por sí claramente visibles—. ¿Estáis seguro de que se ahogó?
—Padre, eso tengo que estudiarlo. Creo que sí, pero también presenta un golpe en la cabeza. Quisiera examinar mejor el cuerpo.
—Eso querrá hacer también el señor gobernador, supongo —dijo el abad—. Mandaré avisarle en seguida y dejaremos el cuerpo aquí de momento. ¿Sabéis si sabía nadar?
—No, padre, pero pocos son los que han nacido aquí y no saben. Sus parientes o su amo nos lo dirán.
—Sí, hay que avisarles también a ellos. Pero quizá más tarde, cuando Hugo le haya visto y averiguado lo que él y vos podáis descubrir —dirigiéndose a los portadores de las parihuelas que las habían depositado en el suelo y aguardaban en silencio, un poco apartados, el abad añadió—: Llevadlo a la capilla mortuoria. Procurad vestirlo y arreglarlo con decoro. Encendedle unos cirios. Cualesquiera que hayan sido las causas y las circunstancias de su muerte, es un hermano nuestro. Mandaré a un mozo para que avise a Hugo Berengario. Esperad conmigo hasta que él venga, Cadfael. Quiero saber todo lo que habéis averiguado sobre esta pobre muchacha desaparecida.
En la capilla mortuoria, depositaron el cuerpo desnudo de Bertredo sobre el catafalco de piedra y lo cubrieron con un lienzo de lino. Las ropas empapadas estaban dobladas a un lado junto con las botas que le habían quitado. Como la luz era muy escasa, colocaron unos cirios en unos altos candeleros para poderlos disponer de forma que alumbraran mejor. Alrededor del catafalco se encontraban el abad Radulfo, Hugo Berengario y Cadfael. Fue el abad quien retiró el lienzo que cubría el rostro del difunto, el cual yacía con las manos dignamente cruzadas sobre el pecho. Alguien había cerrado reverentemente los ojos que Cadfael recordaba haber visto entornados como los de alguien que estuviera a punto de despertarse aunque demasiado tarde para poder despertarse del todo.
Un joven y hermoso cuerpo tal vez con una excesiva musculatura para ser perfecto. No debía superar en mucho los veinte años y poseía unas facciones extremadamente regulares aunque quizá con un ligero exceso de carne o una leve deficiencia de hueso. Los galeses están acostumbrados a ver en los rostros de sus vecinos la fuerte solidez y permanencia del hueso y son sensibles a las deficiencias cuando las ven demasiado cubiertas de carne en los demás. Aun así, el joven era extremadamente apuesto. El rostro, el cuello, los hombros y los brazos desde los codos hasta las puntas de los dedos de las manos estaban bronceados por el sol y el aire, aunque ahora su color moreno presentaba un tono un tanto triste y apagado.
—No hay ninguna señal —dijo Hugo, estudiándole de pies a cabeza—, excepto este golpe en la frente y eso no le debió de producir más que un dolor de cabeza.
Junto a la raíz del pelo la piel estaba ciertamente desgarrada, pero parecía un simple golpe de refilón.
Cadfael tomó entre sus manos la cabeza con la tupida mata de cabello castaño pegada a la despejada frente y palpó el cráneo con los dedos.
—Aquí tiene otra herida en el lado izquierdo por encima de la oreja. Algo con un largo canto afilado… de lo contrario no le hubiera abierto una herida en el cráneo a través de esta mata de pelo. Eso lo pudo dejar sin sentido durante algún tiempo, pero no lo pudo matar. No, seguro que se ahogó.
—¿Qué debía de estar haciendo en aquel lugar de la orilla y de noche? —se preguntó el abad—. Allí no hay nada, ningún sendero y ninguna casa que se pueda visitar. No se comprende qué asunto pudo llevar a un hombre a aquel lugar y de noche.
—El asunto es el que nos tuvo ocupados todo el día de ayer —dijo Hugo— y no es otro que la búsqueda de su ama. Estaba al servicio de la señora Perle, se alojaba en su casa, ofreció su ayuda y me pareció que tenía mucho interés. ¿Y si hubiera estado todavía empeñado en la búsqueda?
—¿De noche? ¿Y en aquel paraje? Allí no hay más que prados y algún que otro bosquecillo disperso —dijo Radulfo— y, pasados los límites de la abadía, no hay ni una sola casa donde pudiera ocultarse una mujer raptada. Si lo hubieran encontrado en la otra orilla, hubiera sido más verosímil pues, por lo menos, desde allí se puede uno dirigir a la ciudad y a las casas de la Barbacana del castillo. Pero, aun así… de noche, y una noche que fue muy oscura hasta muy tarde…
—Tampoco se comprende que se hiciera estos dos golpes en la cabeza y terminara en el río. Un hombre se podría acercar demasiado a la orilla en la oscuridad y perder, pie —dijo Hugo, sacudiendo la cabeza—, pero dudo mucho que eso le ocurriera a un chico de Shrewsbury. Conocen muy bien el río. Tenemos que averiguar si sabía nadar, aunque casi todos aprenden en seguida. Cadfael, sabemos dónde quedó atrapado. ¿No sería posible que hubiera caído al agua desde la otra orilla? Si intentó nadar medio aturdido tras recibir los golpes, ¿podría haber quedado retenido donde vos lo encontrasteis?
—Eso se lo deberíamos preguntar a Madog —contestó Cadfael—. Él nos lo podrá decir. Sería posible. Las corrientes son a veces muy fuertes y contrarias en algunos lugares —alisó el mojado cabello casi con aire ausente sobre la frente del joven y le cubrió el rostro con el lienzo de lino—. Él ya no nos puede decir nada más. Tenemos que informar a sus parientes. Ellos nos podrán informar, por lo menos, de cuándo le vieron por última vez y si les comunicó cuáles eran sus planes para la noche.
—He enviado avisar a Miles Coliar, pero sin decirle la razón. Mejor que él se lo comunique a la madre, en la casa, allí será menos penoso para ella… me han dicho que trabaja en la cocina. Coliar tendrá que llevarse el cuerpo y preparar el entierro si vos no veis la necesidad de que permanezca más tiempo aquí —dijo el abad.
—No veo ninguna —Cadfael apartó la vista del catafalco y lanzó un suspiro—. Eso queda a vuestra discreción y a la del gobernador. Yo ya he cumplido mi parte.
Cadfael fue el último en abandonar la capilla y, al llegar a la puerta, se volvió a mirar la blanca e inmóvil forma sobre la losa de piedra. Otro joven prematuramente muerto, qué lamentable desperdicio del tejido de la vida.
—¡Pobre muchacho! —dijo Cadfael, cerrando cuidadosamente la puerta a su espalda.
Miles Coliar acudió a toda prisa desde la ciudad sin saber nada del motivo de la llamada, pero consciente de que debía de haber alguna grave razón. A juzgar por la expresión de su rostro, era evidente que se estaba preguntando con temor e inquietud cual podía ser ésta. Le estaban aguardando en la sala de espera de la garita de vigilancia. Miles se inclinó en una reverencia ante el abad y el gobernador y miró con expresión preocupada de uno a otro rostro, extrañándose de su solemnidad.
—Mi señor, ¿hay alguna noticia? ¿Acaso mi prima…? ¿Sabéis algo de ella puesto que me habéis mandado llamar aquí? —su palidez se intensificó y su rostro se petrificó en una máscara de temor, interpretando erróneamente el silencioso y sombrío aspecto de ambos personajes—. ¡Oh, Dios mío, no! No… No puede ser que ella… ¿No la habréis encontrado?
Su voz se vino abajo ante la palabra «muerta», pero sus labios la formaron.
—¡No, no! —se apresuró a contestarle Hugo—. ¡No es eso! No, no hay ninguna novedad a este respecto, todavía no sabemos nada de ella, no hay por qué temer lo peor. Se trata de otra cuestión, bastante dolorosa por cierto. La búsqueda de vuestra prima sigue adelante y seguirá hasta que la encontremos.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Miles en un susurro, lanzando un profundo suspiro mientras las tensas arrugas de su rostro se relajaban—. Perdonad que sea tan lento en pensar, hablar y comprender y que me precipite, temiendo lo peor. Llevo varios días sin apenas dormir ni descansar.
—Lamento tener que añadir otra inquietud a las que ya os agobian —dijo Hugo—, pero no hay más remedio. Aquí no se trata de la señora Perle. ¿Habéis echado hoy a alguien en falta en vuestros telares?
Miles se rascó la cabeza de castaño cabello, aliviado y desconcertado a un tiempo.
—Hoy los tejedores no han trabajado, los telares están abandonados desde ayer por la mañana, pues casi todos nosotros hemos participado en las tareas de búsqueda. He dejado a las mujeres hilando porque no me parece apropiado que anden por ahí con los sargentos y los hombres de la guarnición. ¿Por qué lo preguntáis, mi señor?
—Entonces, ¿no habéis visto a Bertredo desde anoche? Me han dicho que vive en vuestra casa.
—En efecto —convino Miles, frunciendo el ceño—. No, hoy no le ha visto, al estar los telares parados, no había ninguna razón. Come en la cocina. Supongo que estará por ahí buscando otra vez, aunque bien sabe Dios que hemos llamado a todas las puertas y hemos registrado todos los patios de la ciudad y no hay ninguna vecina ni ningún vecino que no haya sido advertido de que vigile y preste atención a cualquier señal o palabra que pueda conducirnos hasta ella. Sin embargo, ¿qué podemos hacer sino seguir buscando y preguntando? Han salido a todos los caminos a preguntar en todas las aldeas situadas a media legua a la redonda, tal como vos sabéis muy bien, mi señor. Bertredo estará recorriendo la campiña con ellos, estoy seguro. La ha estado buscando sin desmayo, lo reconozco.
—Y su madre… ¿no está preocupada por él? ¿No se sabe nada sobre sus planes? ¿No os ha dicho nada de él?
—¡No! —Miles miró perplejo de uno a otro rostro—. En la casa todo el mundo está preocupado, pero no me ha parecido que ella lo estuviera en mayor medida que los demás. ¿Por qué? ¿Qué sucede, mi señor? ¿Sabéis algo de Bertredo que yo no sepa? ¡No es culpable! ¡Eso es imposible! Se ha matado, buscando a mi prima por toda la ciudad… es un hombre honrado… no le habréis sorprendido cometiendo alguna fechoría, ¿verdad?
Era una suposición razonable, teniendo en cuenta el implacable interrogatorio del señor gobernador. Hugo le sacó de su agitada inquietud, aunque sin darse demasiada prisa.
—No me consta que vuestro hombre haya cometido ningún mal. Es la víctima de un daño, no la causa. Debo comunicaros una mala noticia, maese Coliar —el contenido ya estaba implícito en el tono de su voz, pero aun así, Hugo, lo expresó con palabras sin andarse con rodeos—. Hace aproximadamente una hora, los monjes que trabajaban en el Gaye sacaron a Bertredo del río y le trajeron aquí, muerto. Ahogado.
En el profundo silencio que se produjo, Miles permaneció inmóvil un buen rato hasta que, al final, se estremeció y se humedeció los labios con la lengua.
—¿Dónde está?
—Lo hemos colocado con todo decoro en la capilla mortuoria de allí —contestó el abad—. El señor gobernador os acompañará hasta él.
En la oscura capilla Miles contempló el conocido rostro tan extrañamente desconocido en aquellas circunstancias y sacudió repetidamente la cabeza como si quisiera librarse, si no del hecho de la muerte en sí misma, sí por lo menos de su sobresalto ante aquel inesperado acontecimiento. Ya había recuperado la calma y se había resignado. Uno de sus tejedores había muerto y la tarea de sacarle de allí y disponer la debida ceremonia le correspondía a él como su amo que era. Lo que tuviera que hacer, lo haría.
—¿Cómo ha sido? —preguntó—. Ayer llegó muy tarde para cenar, pero eso no tenía nada de extraño, pues se había pasado todo el día con vuestros hombres, mi señor. Después, se acostó en seguida. Me dio las buenas noches hacia la hora de completas. La casa ya estaba en silencio, pero algunos de nosotros nos hallábamos todavía levantados. No le volví a ver.
—¿O sea que no sabéis si volvió a salir por la noche?
Miles levantó los ojos profundamente azules y miró con asombro a Hugo.
—Eso debió de hacer, según parece. Pero ¿por qué? Estaba muy cansado después de la larga jornada. No veo razón para que volviera a levantarse antes de que se hiciera de día. Habéis dicho que lo sacasteis del Severn hace una hora…
—Yo lo saqué —dijo Cadfael, discretamente apartado en un oscuro rincón de la capilla—. Pero llevaba allí bastante más de una hora. A mi juicio, desde las primeras horas del amanecer. No es fácil decir cuánto tiempo.
—¡Fijaos, tiene una herida en la sien! —la despejada frente ya estaba seca, pero no así el cabello. La piel se había encogido, dejando al descubierto la húmeda herida—. ¿Estáis seguro de que se ahogó, hermano?
—Totalmente. No sabemos cómo se dio este golpe, pero sin duda fue antes de caer al agua. ¿Acaso podéis decirnos algo que nos pueda ayudar?
—Ojalá pudiera —contestó Miles muy serio—, pero no observé ningún cambio en él, no me dijo nada que pueda arrojar alguna luz. Es algo que no esperaba y no me lo explico —el joven miró con expresión dubitativa a Hugo, de pie al otro lado del cuerpo—. ¿Me lo puedo llevar a casa? Tendré que hablar primero con su madre, pero ella lo querrá en casa.
—Es natural —convino Hugo, resignado—. Sí, podéis venir a recogerle cuando queráis. ¿Necesitáis alguna ayuda?
—No, mi señor, ya lo haremos todo nosotros. Enviaré una carreta de mano y un lienzo para cubrirlo. Doy gracias a vos y a esta casa por los cuidados que le habéis prodigado.
Miles regresó aproximadamente una hora más tarde. En su rostro se advertían las huellas de la tensión tras haberle comunicado aquella mala noticia a una viuda ahora sin hijos. Dos de los hombres de su taller le seguían con un sencillo carro de mano de altos costados utilizado habitualmente para el acarreo de las mercancías. Sumidos en un sombrío silencio, los hombres esperaron en el gran patio hasta que apareció fray Cadfael para acompañarlos a la capilla mortuoria. Entre los dos sacaron el cuerpo de Bertredo a la luz del anochecer, lo depositaron sobre una manta extendida en el interior del carro y lo cubrieron cuidadosamente. Aún estaban ocupados en la tarea cuando Miles se volvió hacia Cadfael y le preguntó:
—¿Y su ropa? Tenemos que recuperar todo lo que es suyo. Poco consuelo para una mujer, pero ella lo querrá tener. Necesitará el dinero que pueda recibir por ello la pobrecilla aunque yo me encargaré de que no le falte nada y Judit también lo hará… cuando la encontremos. Si es…
Su mente pareció perderse de nuevo en los peores temores, pese a sus esfuerzos por rechazarlos.
—Me había olvidado —dijo Cadfael que no había tocado en ningún momento la ropa de Bertredo—. Voy por ella.
Las prendas estaban dobladas en la capilla con todo el cuidado que las prisas y su empapado estado permitían y, poco a poco, la chaqueta, la camisa y los calzones se habían ido secando. Cadfael tomó las prendas, se las colgó de un brazo y se inclinó para recoger las botas con la otra mano. Salió al patio en el momento en que Miles estaba alisando la manta sobre los pies de Bertredo. El joven se volvió para tomar la ropa y, mientras se inclinaba para colocarla debajo de la manta, el carro se ladeó y las botas, en equilibrio en la parte de atrás, cayeron sobre los adoquines del suelo.
Cadfael se agachó para recogerlas y colocarlas de nuevo en su sitio. Era la primera vez que las miraba y en el patio todavía quedaba mucha luz. Se detuvo a medio movimiento con una bota en cada mano y volvió lentamente la izquierda para examinar la suela; la estuvo contemplando tanto rato que, cuando levantó los ojos, vio que Miles le estaba observando a su vez boquiabierto de asombro y con la cabeza ladeada como un desconcertado sabueso que hubiera perdido un rastro.
—Me parece —dijo Cadfael con deliberada lentitud— que será mejor que le pida permiso al señor abad y suba a la ciudad con vos. Tengo que hablar de nuevo con el señor gobernador.
La distancia entre el castillo y la casa de la parte alta de la calle Maerdol era muy breve, por lo que el mozo enviado a toda prisa a buscar a Hugo regresó con él un cuarto de hora más tarde. El gobernador maldijo por lo bajo, molesto por el hecho de que lo hubieran obligado a desviarse de su camino cuando estaba a punto de emprender una nueva acción, pero picado al mismo tiempo por la curiosidad, pues Cadfael no le hubiera mandado llamar otra vez tan pronto sin una buena razón.
En la sala, doña Águeda, atendida por una llorosa Branwen, estaba lamentando la lluvia de desastres que se había abatido sobre la casa de los Vestier. En la cocina, la desolada Alison lloraba con más amarga razón la pérdida de su hijo, mientras todas las hilanderas respondían en coro a sus lamentaciones. Sin embargo, en el cobertizo de los telares donde el cuerpo de Bertredo había sido decorosamente colocado sobre una mesa de caballete de espera de la llegada de Martín Bellecote, el maestro carpintero del Wyle, reinaba un opresivo silencio a pesar de la presencia de tres personas, conversando en susurros.
—No cabe la menor duda —dijo Cadfael, acercando la suela de la bota a la luz de una pequeña lámpara que una de las mozas había colocado en la cabecera de la mesa. La luz del exterior era todavía casi tan clara como la de la tarde, pero la mitad del cobertizo tenía los postigos de las ventanas cerrados porque los telares no estaban en marcha—. Ésta es la bota que dejó la huella que yo tomé bajo la parra de Niall, y el hombre que la calzaba es el que trató de destrozar el rosal y el mismo que también mató a fray Elurico. Saqué el molde y sé que no me equivoco. Aquí está el molde, lo he traído. Observaréis que encaja a la perfección.
—Acepto vuestra palabra —dijo Hugo. No obstante, siendo alguien obligado a examinar todas las pruebas por sí mismo, tomó la bota y el molde de cera y se acercó a la puerta para compararlos—. No cabe la menor duda —ambas cosas encajaban como el sello y la matriz. Se observaban los efectos de la oblicua pisada que había gastado la parte exterior del tacón y la interior de la puntera, y la grieta que atravesaba media suela—. Al parecer —añadió Hugo—, el Severn nos ha ahorrado los gastos del juicio y a él un peor destino que el de morir ahogado.
Miles permanecía un poco apartado, mirando de uno a otro rostro con la misma expresión perpleja con la cual había contemplado el cuerpo de Bertredo en la capilla mortuoria.
—No lo entiendo —dijo en tono dubitativo al final—. ¿Estáis diciendo que fue Bertredo quien entró en el jardín del herrero para destrozar el rosal de Judit? ¿Y que mató… —el mismo enérgico e incluso violento movimiento de la cabeza, tratando de sacudirse de encima aquella desagradable posibilidad, cual un toro que intentara librarse de un perro que le hubiera apresado la parte blanca del morro entre sus dientes, pero con tan poco éxito como éste, pues, lentamente, la convicción empezó a penetrar en su mente a juzgar por la relajación de las tensas arrugas de su rostro, la resignada calma y el destello de creciente interés. Miles poseía un rostro extremadamente elocuente; Cadfael podía seguir todos sus cambios—. Pero ¿por qué iba él a hacer semejante cosa? —preguntó muy despacio como si su propia mente ya estuviera empezando a facilitarle las respuestas.
—Lo más seguro es que no pretendiera matar —le explicó Hugo—. En cuanto a la destrucción del rosal… vos mismo nos disteis una buena razón para que un hombre pudiera hacerlo.
—Pero ¿en qué hubiera podido eso beneficiar a Bertredo? Lo único que hubiera conseguido es evitar que a mi prima le pagaran el tributo. ¿Y eso a él qué le importaba? No tenía ningún derecho —aquí Miles se detuvo para reflexionar de nuevo—. No sé… me parece muy descabellado. Sé que soñaba con tener alguna oportunidad con ella. A veces, daba la impresión de estar muy pagado de sí mismo. Incluso puede que aspirara a ganarse su favor, son cosas que ocurren. Bueno… no se puede negar que, si tenía estas ambiciones, la casa de la Barbacana constituía la mitad de las propiedades de mi prima y merecía la pena tratar de recuperarla.
—Tal como debían pensar todos los pretendientes de vuestra prima y no sólo Bertredo —dijo Hugo—. ¿Dormía en la casa?
—Sí.
—Y, por consiguiente, podía entrar y salir a voluntad tanto de día como de noche sin molestar a nadie.
—Pues, sí. Y eso parece que hizo anoche, pues ninguno de nosotros oyó el menor ruido.
—Pero, aunque ahora ya tengamos la prueba que lo relaciona con la muerte de fray Elurico —dijo Hugo, frunciendo el ceño—, aún estamos a oscuras en lo concerniente a la desaparición de la señora Perle. No hay nada que lo relacione con eso y aún tenemos que encontrar a un segundo malhechor. Bertredo había sido uno de los más asiduos participantes en la búsqueda. No creo que hubiera gastado tanta energía si hubiera sabido dónde estaba ella, por más que le interesara demostrar su celo.
—Mi señor —dijo lentamente Miles—, jamás hubiera creído capaz a Bertredo de semejante comportamiento, pero ahora que me habéis demostrado su culpa, no puedo por menos que seguir adelante. Su propia madre nos lo contó cuando lo trajimos a casa, y es muy curioso lo que anoche le dijo su hijo. Podéis preguntárselo vos mismo, mi señor, y sin duda os lo contará tal como nos lo ha contado a nosotros. Preferiría no ser yo quien os lo revelara para no correr el riesgo de que se me acuse de tergiversar el contenido. Si significa algo, que os lo diga ella, no yo.
La viuda, con el rostro y los ojos hinchados de tanto llorar y rodeada por sus presuntos consoladores, seguía pronunciando palabras entre accesos de llanto y no tuvo reparo en proseguir sus lamentaciones en presencia del gobernador cuando éste ordenó a sus acompañantes que se retiraran unos momentos para poder hablar a solas con ella.
—Siempre fue un buen hijo para mí y un buen trabajador para su ama, se lo merecía todo y ella lo apreciaba. Pero tenía ideas tan alocadas como las de su padre, ¿y adónde lo han llevado ahora? ¿Me gustaría, me preguntó anoche, ser algo más que una criada en esta casa… una señora de alcurnia más digna de estar en la sala que en la cocina? Espera uno o dos días, me dijo, y ya verás cómo hago tu fortuna y la mía. No hay nadie que sepa lo que yo sé. Si sabes algo, le dije, ¿por qué no lo has dicho? ¿Y perder el mérito junto con el resuello?, me contestó. No, eso déjamelo a mí.
—¿Y dijo algo sobre lo que pensaba hacer por la noche? —preguntó Hugo, deslizando discretamente la pregunta en una pausa mientras la mujer respiraba hondo.
—Dijo que tenía que volver a salir cuando se hiciera completamente de noche, pero no quiso decirme adonde ni por qué o qué pensaba hacer. Espera a mañana, dijo, y no le digas ni una palabra a nadie esta noche. Pero ¿eso qué importa ahora? Tanto si hablo como si me callo, a él ya no le sirve de nada. No te metas en líos, le dije. Alguien más que tú podría andar por ahí, entregado a peligrosas actividades nocturnas.
La mujer no cesaba de hablar, pero el tema era siempre el mismo, pues ya había dicho todo lo que sabía. La dejaron encomendada a los cuidados de las mujeres mientras el agotamiento iba mitigando poco a poco la amargura de su dolor. La casa de los Vestier, les aseguró Miles muy serio mientras se retiraban, no permitiría que ninguno de sus antiguos servidores careciera de medios para llevar una vida digna. Alison estaba a salvo.