V
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l abad y fray Anselmo regresaron a la abadía para disponer que unos hombres con unas parihuelas condujeran a casa a fray Elurico y enviar un mensajero al joven sustituto de Hugo en el castillo para informarle del asesinato. Muy pronto se propagaría por toda la Barbacana que un monje había resultado misteriosamente muerto y muchos rumores extraños se extenderían por toda la ciudad con ayuda de los vientos estivales. Sin duda, el abad daría a conocer una versión, cuidadosamente podada, de la tragedia de Elurico para acallar los comentarios más descabellados. No mentiría, pero omitiría prudentemente lo que para siempre quedaría eternamente en secreto entre él, los dos monjes testigos y el difunto. Cadfael ya se imaginaba lo que diría. Se había decidido, tras una ponderada reflexión, que sería más apropiado encomendar el pago del tributo de la rosa directamente al arrendatario de la casa en lugar de que lo hiciera el custodio del altar de Santa María, por lo que fray Elurico había sido exonerado de la misión que previamente había cumplido. El hecho de que éste hubiera acudido en secreto al jardín fue probablemente una insensatez, aunque en modo alguno reprobable. Sin duda quería comprobar que el rosal estuviera bien cuidado y en plena floración y, al sorprender a un malhechor en el acto de destruirlo, quiso comprensiblemente impedirlo y fue abatido por el atacante. Una muerte honrosa y una digna sepultura. ¿Para qué mencionar el conflicto y el sufrimiento que se ocultaba detrás de ello?
Pero entre tanto allí estaba él, Cadfael, en presencia de una mujer que sin duda tenía derecho a saberlo todo. En cualquier caso, no hubiera sido fácil mentirle a aquella mujer o tan siquiera darle medias explicaciones. Ella sólo se daría por satisfecha con la verdad.
Puesto que el sol ya estaba llegando al plantel de flores bajo el muro norte del jardín y el borde de la profunda huella corría peligro de secarse y resquebrajarse antes del mediodía e incluso de desmenuzarse, Cadfael le pidió a Niall unos cabos de vela, los fundió en uno de los pequeños crisoles del herrero y fue a llenar cuidadosamente la huella de la bota. Con paciente cuidado, la congelada forma salió intacta. Ahora se tendría que conservar en un lugar fresco para que no se ablandara. Como medida de precaución, Cadfael pidió también un recorte desechado de fino cuero y trazó el perfil de la huella, señalando los lugares donde el tacón y la parte correspondiente al dedo gordo del pie estaban gastados así como la grieta diagonal que cruzaba la suela. Más tarde o más temprano, las botas irían a parar a las manos del remendón, pues eran demasiado valiosas como para tirarlas antes de que se hubieran gastado del todo y no se pudieran remendar. A menudo pasaban a través de tres generaciones antes de ser desechadas. Por consiguiente, pensó Cadfael, algún día aquella bota precisaría de la atención del preboste Corviser o de alguien de su oficio. Imposible predecir cuándo, pero la justicia tiene que aprender a ser paciente y a no olvidar.
Judit le esperaba sentada en la pulcra y austera sala de Niall, la limpia y ordenada estancia de un hombre que vivía solo, sin ninguno de los pequeños adornos que hubiera añadido una mujer. Las puertas seguían abiertas de par en par, las dos ventanas también lo estaban y el verdor del follaje y la dorada claridad del sol penetraban temblorosamente a través de ellas, llenando la estancia de luz. La joven no temía la luz, se había sentado en un lugar donde ésta jugueteaba con ella, cubriéndola de reflejos dorados mientras la brisa temblaba a su alrededor. Estaba sola cuando entró Cadfael procedente del jardín.
—El herrero tiene un cliente —explicó Judit con una levísima sonrisa—. Le he pedido que se fuera al taller. Un hombre se debe a su oficio.
—Y una mujer también —dijo Cadfael, depositando cuidadosamente el molde de cera sobre el suelo de piedra donde la corriente juguetearía con él tal como estaba haciendo la luz del sol con la viuda.
—Sí, muy cierto. No temáis por mí, respeto profundamente la vida. Tanto más ahora —añadió Judit con la cara muy seria—, que acabo de ver de nuevo la muerte tan de cerca. ¡Contádmelo! Me habéis dicho que lo haríais.
Cadfael se sentó a su lado en el banco sin almohadones y le reveló todo lo que había ocurrido aquella mañana: la deserción de Elurico, la llegada de Niall y el anuncio del hallazgo de un cuerpo encogido junto al rosal destrozado. Incluso le reveló los iniciales temores de que los daños fueran deliberados y de que se tratara de un suicidio, hasta que varias señales indicaron lo contrario. Judit le escuchó con profunda atención, mirándole con sus grandes e inteligentes ojos grises audazmente abiertos.
—Pero aun así —dijo la joven—, no lo comprendo. Habláis como si su salida nocturna de la abadía no tuviera importancia ni trascendencia. Sin embargo, sabéis muy bien que es totalmente inaudito que un joven monje se atreva a hacer tal cosa. Y yo que le creía tan humilde y obediente, incapaz de quebrantar cualquier regla. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué pudo inducirle a visitar el rosal? ¿En secreto e ilícitamente por la noche? ¿Qué significaba eso para él, pues no dudó en apartarse de sus deberes?
No cabía duda de que lo preguntaba con toda sinceridad. Jamás se había considerado a sí misma una turbadora de la paz de ningún hombre. Exigía una respuesta y sólo se le podía decir la verdad. Tal vez el abad hubiera vacilado al llegar a aquella cuestión.
Cadfael no vaciló.
—Significaba —contestó simplemente— vuestro recuerdo. No fue una simple modificación del procedimiento lo que le apartó de la entrega de la rosa. Él pidió ser exonerado de una tarea que se había convertido en un tormento, y su petición fue atendida. No podía soportar el dolor de comparecer ante vuestra presencia, sentiros tan lejana como la luna, veros y teneros al alcance de la mano sin que le fuera dado poder amaros. Sin embargo, cuando le liberaron de este deber, parece que tampoco pudo soportar la ausencia. En cierto modo quería despedirse de vos. Lo hubiera superado de haber vivido —añadió Cadfael con resignado pesar—. Pero hubiera sido una larga y dolorosa enfermedad.
Los ojos de Judit no habían parpadeado y la expresión de su rostro no había cambiado, exceptuando el hecho de que la sangre se había alejado de sus mejillas, dejándoselas tan pálidas y translúcidas como el hielo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la joven en un susurro—. ¡Jamás supe nada! Nunca se dijo una sola palabra, jamás hubo una mirada… ¡Yo que le llevo tantos años y ni siquiera soy hermosa! Para mí era como uno de los niños cantores de la escuela. Nunca hubo un mal pensamiento, eso hubiera sido imposible.
—Estuvo enclaustrado casi desde la cuna —dijo Cadfael—, nunca había mantenido tratos con una mujer desde que se separó de su madre. No tenía defensa alguna ante un rostro gentil, una delicada voz o un gracioso movimiento. Vos no os podéis ver con los ojos con los que él os veía; de lo contrario, puede que quedarais deslumbrada.
—Me daba cuenta en cierto modo de que no era feliz —dijo Judit tras una breve pausa—. Simplemente eso. Pero ¿cuántas personas en este mundo pueden jactarse de ser felices? ¿Cuántos lo saben? —preguntó, clavando nuevamente los ojos en el rostro de Cadfael—. ¿Hay necesidad de que se comente?
—Sólo lo sabemos el padre abad, fray Ricardo, su confesor, fray Anselmo y yo. Y ahora vos. No, no se comentará con nadie más. Y a ninguno de nosotros se nos ocurrirá jamás haceros el menor reproche. ¿Cómo podríamos?
—Pero yo sí puedo —dijo Judit.
—No, si sois justa. No debéis atribuiros más responsabilidad de la que os corresponde. Ése fue el error de Elurico.
De pronto, se oyó la agitada y joven voz de un hombre desde la tienda y a Niall, apresurándose a tranquilizarle. Miles irrumpió en la estancia a través de la puerta abierta. El sol que lo iluminaba por la espalda perfilaba claramente su silueta e iluminaba su alborotado cabello, confiriendo a su color castaño claro unos pálidos reflejos como de lino. Tenía el rostro arrebolado y estaba casi sin resuello, pero lanzó un profundo suspiro de alivio al ver a Judit comedidamente sentada y en buena compañía.
—Santo cielo, pero ¿qué es lo que ha pasado aquí? ¡Por toda la Barbacana corren rumores de asesinatos y fechorías! Hermano, ¿es eso cierto? Mi prima… sabía que iba a venir aquí esta mañana. Gracias a Dios, muchacha, que te encuentro a salvo y en compañía de amigos. ¿No te ha ocurrido nada? En cuanto supe lo que decían, vine corriendo para llevarte a casa.
Su bulliciosa llegada había disipado, cual un viento de marzo, la solemne atmósfera que se respiraba en la estancia, y su energía había devuelto un poco de color al gélido rostro de Judit. La viuda se levantó para salirle al encuentro y permitió que le diera un impulsivo abrazo y le besara la fría mejilla.
—No me ha ocurrido nada, no te inquietes por mí. Fray Cadfael ha tenido la amabilidad de hacerme compañía. Estaba aquí antes de que yo viniera y el padre abad también. No he corrido peligro en ningún momento.
—Pero ¿ha habido una muerte? —rodeando protectoramente a su prima con sus brazos, el joven desvió la mirada hacia Cadfael y le miró, frunciendo el ceño con expresión preocupada—. ¿O acaso la historia es falsa? Dicen que… un monje de la abadía fue conducido a casa desde aquí, y que llevaba el rostro cubierto…
—Por desgracia, es cierto —contestó Cadfael, levantándose con aire un tanto cansado—. Fray Elurico, el custodio del altar de Santa María, fue encontrado aquí esta mañana, mortalmente apuñalado.
—¿Aquí? ¿Cómo? ¿Dentro de esta casa? —preguntó con comprensible incredulidad el muchacho.
¿Cómo era posible que un monje de la abadía hubiera allanado la casa de un artesano?
—En el jardín. Bajo el rosal —dijo lacónicamente Cadfael— y el rosal ha sido machacado y dañado. Vuestra prima os lo contará todo. Mejor que conozcáis la verdad en lugar de prestar atención a rumores de los que ninguno de nosotros podrá escapar por entero. Pero la dama tiene que ser conducida inmediatamente a casa para que pueda descansar. Lo necesita —añadió, recogiendo del suelo de piedra el molde de cera que el muchacho había estado contemplando con inquisitiva curiosidad, y guardándolo cuidadosamente en su bolsa de lino para evitar que lo tocara.
—¡Por supuesto! —convino Miles, recordando su deber y ruborizándose como un chiquillo—. Gracias, hermano, por vuestra amabilidad.
Cadfael los siguió al taller donde Niall estaba sentado junto a su banco, pero se levantó de inmediato para despedirles.
Era un hombre discreto que había tenido la delicadeza de retirarse para no escuchar lo que tal vez fuera una conversación privada entre consolador y consolada. Judit le miró con semblante grave, pero, de pronto, sacó de sus intactas reservas de inocencia una débil pero encantadora sonrisa.
—Maese Niall, lamento haberos causado tantas molestias y aflicciones y os doy las gracias por vuestra bondad. Tengo algo que recoger y una deuda que pagar… ¿lo habéis olvidado?
—No —contestó Niall—. Pero os lo hubiera llevado en un momento más oportuno.
Niall se volvió hacia el estante que tenía detrás y tomó el ceñidor enrollado. Judit le pagó el precio que le pidió con la misma sencillez con que él se lo pidió y después desenrolló el ceñidor por la parte de la hebilla y contempló largo rato el remendado regalo de su difunto esposo; por primera vez apareció en sus ojos un nacarado brillo aunque no derramó ni una sola lágrima.
—Me parece un momento muy oportuno —dijo, levantando los ojos hacia el rostro de Niall— para que este pequeño y precioso objeto me depare un placer tan puro.
Fue el único placer de que pudo disfrutar aquel día, a pesar de la corriente subterránea de dolor que también encerraba. La agitación y el incesante parloteo de Águeda y la comedida, pero excesivamente atenta preocupación de Miles, le resultaban análogamente insoportables. El rostro muerto de fray Elurico no la abandonó ni un solo instante. ¿Cómo era posible que no hubiera presentido su angustia? Una, dos, tres veces le había recibido y se había despedido de él sin más recelo que una leve intuición de la inquietud del monje, que bien podía deberse a la simple timidez, y al convencimiento de que aquel joven no era demasiado feliz, cosa que ella había atribuido a la falta de una sincera vocación en un muchacho enclaustrado desde la infancia. Estaba tan profundamente inmersa en su propio dolor que había sido insensible al de su visitante. Sin embargo, él no se lo reprochaba ni siquiera en la muerte. No era necesario. Ya se lo reprochaba ella misma.
Hubiera podido intentar distraerse manteniendo ocupadas por lo menos las manos, pero no podía enfrentarse con los consternados murmullos y los densos silencios de las chicas de la hilandería. Prefirió sentarse en la tienda, donde los curiosos que entraran para mirar lo harían probablemente de uno en uno y algunos, por lo menos, acudirían sinceramente para comprar algún tejido sin haberse enterado todavía de la noticia que volaba por todas las callejuelas de Shrewsbury con tanta rapidez como los vilanos; y estaba arraigando con igual celeridad.
Sin embargo, ni siquiera eso podía soportar. Estaba deseando que llegara el anochecer para poder cerrar los postigos, pero aquel cliente que llegó a última hora para recoger una tela encargada por su madre decidió quedarse un rato y compadecerla en privado o, por lo menos, con toda la intimidad que le permitieran las incesantes incursiones de Águeda, la cual no podía dejar desatendida a su sobrina tan siquiera unos minutos. No obstante, Vivian Hynde supo aprovechar al máximo aquellos breves intervalos. Era el único hijo de Guillermo Hynde, propietario de los rebaños de ovejas más grandes de las tierras altas occidentales del condado; llevaba muchos años vendiendo habitualmente los vellocinos menos selectos de sus trasquilas a los Vestier en tanto que los mejores los reservaba para los intermediarios que los enviaban por barco al norte de Francia y a las ciudades laneras de Flandes desde el almacén y el embarcadero que tenía río abajo, más allá de los talleres de Godofredo Fuller. La relación comercial entre ambas familias se remontaba a dos generaciones y justificaba el estrecho contacto, incluso en el caso de aquel joven retoño que, según las malas lenguas, no se llevaba muy bien con su padre y no era probable que se dedicara con éxito al negocio de la lana, pues su mayor talento consistía en gastar el dinero que su padre ganaba. Hasta el punto que, al parecer de algunos, el viejo se había cansado de pagar las deudas de su hijo y heredero y de darle dinero para que lo malgastara jugando a los dados, en mujeres y en una vida disipada. Guillermo le había sacado las castañas del fuego numerosas veces, pero ahora, sin su apoyo, los escasos recursos de que disponía Vivian no le permitirían conseguir demasiado crédito. Los falsos amigos se alejan de los ídolos y protectores que ya no tienen dinero que gastar.
Aun así, no parecía que la brillante cresta de Vivian diera señales de doblarse cuando éste se presentó con su considerable galanura y encanto para consolar a la consternada viuda. Era un joven extremadamente apuesto, alto y musculoso, con un ensortijado cabello tan rubio como los trigales y unos risueños ojos castaño claro de los que la luz arrancaba unos sorprendentes reflejos dorados. Si aún no había hecho ningún progreso con la viuda Perle, tampoco lo habían hecho los demás y todavía no había perdido las esperanzas.
En esta ocasión, tuvo la habilidad de abordarla con delicadeza, haciéndole una declaración de simpatía y preocupación sin ahondar demasiado en el tema. Extremadamente experto en pisar las delgadas capas de hielo y lo suficientemente sensato como para saber que era un hombre de superficies y no de profundidades, tuvo la suficiente osadía como para gastarle incluso alguna broma con la esperanza de arrancarle una sonrisa.
—Y ahora, si os encerráis aquí a llorar en soledad por alguien a quien apenas conocíais, esta tía vuestra os pondrá cada vez más melancólica. Ya casi os ha convencido de que entréis en un convento. Y eso —añadió Vivian en un perentorio tono de súplica— no debéis hacerlo.
—Muchas lo han hecho sin mejor causa —contestó ella—. ¿Por qué no yo?
—Porque —dijo el mozo, inclinándose hacia ella y bajando la voz por temor a que Águeda eligiera aquel momento para entrar con algún pretexto— sois joven y hermosa y no tenéis el sincero deseo de enterraros en un convento. ¡Vos lo sabéis! Y porque yo soy vuestro rendido adorador, tal como sabéis muy bien, y, si desaparecierais de mi vida, me causaríais la muerte.
Judit lo tomó como un comentario bienintencionado aunque un tanto inoportuno e incluso se conmovió un poco al observar la aterrada expresión del joven al percatarse de lo que había dicho y del efecto que podían producir sus palabras nada menos que aquel día.
—¡Oh, perdonadme, perdonadme! —dijo el muchacho, tomando su mano entre balbuceos—. Qué necio soy, no quería… Vos no tenéis la culpa. Dejadme entrar un poco más en vuestra vida y os convenceré. Casaos conmigo y borraré todas vuestras desazones y dudas…
Más tarde, Judit empezó a preguntarse si no habría sido todo cuidadosamente calculado, pues el joven era sutil y persuasivo en extremo, pero después dudó y no se atrevió a atribuir una conducta engañosa o interesada a otra persona. Vivian le había manifestado numerosas veces sus sentimientos sin conseguir hacer mella en su indiferencia. Ahora Judit veía en él a un muchacho tal vez un año mayor que fray Elurico, el cual, a pesar de sus halagos y exageraciones, quizá sufría unas zozobras semejantes a las que había sufrido aquél. Puesto que había fallado tan lamentablemente no ofreciéndole al uno la menor ayuda, con tanta más razón tenía que mostrarse considerada con el otro. Por consiguiente, Judit toleró su presencia y le dio firmes, pero amables respuestas, dedicándole más tiempo del que le hubiera dedicado en cualquier otra ocasión.
—Sois un insensato al decir estas cosas —le dijo—. Vos y yo nos conocemos desde la infancia. Yo os llevo unos años, soy viuda, en modo alguno puedo ser un buen partido para vos y no tengo intención de volverme a casar con ningún hombre. Tenéis que aceptar esta respuesta. No perdáis más tiempo conmigo.
—Ahora estáis angustiada por ese monje que ha muerto —dijo ardorosamente el joven— aunque bien sabe Dios que vos no tenéis la culpa. Pero no siempre será así. Veréis las cosas de otra manera muy distinta dentro de un mes más o menos. En cuanto al acuerdo que os preocupa, se puede modificar. Podéis y debéis libraros de este compromiso sin que nadie os lo tenga que reprochar. Ya habéis visto ahora que fue una locura.
—Sí —convino Judit en tono resignado—, fue una locura poner un precio a un regalo, aunque fuera un precio simbólico. No hubiera tenido que hacerlo, pues no ha traído más que desgracias. Pero es cierto que se puede deshacer.
Judit tuvo la sensación de que aquel prolongado coloquio la estaba animando, cosa que en modo alguno deseaba. Por consiguiente, se levantó y alegó sentirse muy cansada para librarse de las asiduas atenciones del joven con la mayor gentileza posible. Vivian se fue a regañadientes y se volvió a mirarla desde la puerta como si quisiera congraciarse con ella antes de dar media vuelta y alejarse con su esbelta figura de largas piernas y elegantes andares por la calle llamada Maerdol, en dirección al puente.
Cuando el joven se retiró, la noche se llenó de ecos de la mañana, recordatorios del desastre y reproches por su locura, mientras Águeda hacía preocupados comentarios sobre el pasado.
—Ya ves la locura que cometiste con este acuerdo más propio de un romance. Cualquiera diría que eres una muchacha inexperta. ¡Una rosa nada menos! No hubieras tenido que desprenderte tan precipitadamente de la mitad de tu patrimonio. ¿Cómo podías saber si tú o los tuyos podrían necesitarlo alguna vez? ¡Ya ves cómo ha acabado! Con una muerte, y todo por culpa de esa escritura tan insensata.
—No te preocupes —contestó Judit en tono abatido—. Me arrepiento. No es tarde para rectificarlo. Ahora déjame sola. No me puedes decir nada más que yo no me haya dicho ya.
Se acostó temprano y la joven Branwen, apartada de la carda que le había provocado el salpullido y puesta a trabajar provisionalmente en la casa, acudió para atenderla en todo lo que necesitara, dobló y guardó en la cómoda el vestido que su señora se había quitado y corrió la cortina de la ventana sin postigos. Branwen apreciaba a Judit, pero aquel día se alegró de que ésta la despidiera temprano, pues el criado de Vivian, que estaba allí para llevarse a casa el rollo de tela de la señora Hynde, se encontraba cómodamente sentado en la cocina, jugando a los dados con Bertredo, el capataz de los tejedores, y ambos eran unos apuestos mozos, muy aficionados a las chicas bonitas. Branwen hubiera estado encantada de convertirse en un hueso deseado por dos hermosos perros. A veces, le había parecido que Bertredo estaba un poco pagado de su posición y miraba con interés a su ama, pues se sentía muy orgulloso de su fornido cuerpo, las bellas facciones de su rostro y su pico de oro. ¡Pero no conseguiría nada! Cuando tuviera plenamente a su merced a Gunnar, el criado de maese Hynde, sentado frente a él al otro lado de la mesa, era muy posible que apreciara otra carne más accesible.
—Ya puedes retirarte —dijo Judit, soltándose la mata de cabello sobre los hombros—. Esta noche ya no te voy a necesitar. Pero despiértame temprano por la mañana —añadió con súbita determinación—, pues quiero ir a la abadía. No dejaré este asunto sin resolver ni una hora más de lo necesario. Mañana me presentaré ante el abad y haremos otra escritura. ¡Se terminaron las rosas! La donación que hice a cambio de un tributo tan necio será ahora incondicional.
Branwen estaba orgullosa de su ascenso al servicio personal de Judit y se imaginaba más cercana a la confianza de su señora de lo que en realidad estaba. Con aquellos dos jóvenes en la cocina ya interesados por su persona y dispuestos a dejarse impresionar, no fue de extrañar que presumiera ante ellos de ser la primera en conocer los planes de Judit para el día siguiente. Le pareció una lástima que poco después Gunnar recordara que tenía que llevarle la tela a la señora Hynde so pena de que le pegaran un rapapolvo en caso de que se demorara demasiado. Y, aunque eso permitió a la moza disfrutar en exclusiva de todas las atenciones de Bertredo, a quien en realidad prefería, la actitud autoritaria del capataz para con todas las mujeres de la casa le resultó en cierto modo decepcionante una vez su rival se hubo marchado de la casa. Al final, la velada no resultó demasiado satisfactoria. Branwen se fue a la cama debatiéndose entre la desilusión y el enojo y totalmente perpleja con respecto a los hombres.
El joven Alan Herbard, delegado de Hugo, a pesar de su sentido del deber y su determinación, no se atrevió a enfrentarse a un asesinato sin ayuda y, tan pronto como recibió la noticia, se apresuró a enviar un correo. Hacia el mediodía del día siguiente, que sería el dieciocho de junio, Hugo ya estaría sin duda de regreso en Shrewsbury, pero no en su propia casa, donde sólo quedaba un anciano servidor durante las ausencias de la familia, sino en el castillo, donde tenía a todos los sargentos y la guarnición a sus órdenes.
Entre tanto, Cadfael, con el beneplácito del abad, se fue a la ciudad con su molde de cera y el dibujo para mostrárselos al preboste Godofredo Corviser y a su hijo Felipe, los mejores zapateros y artesanos del cuerpo de toda la ciudad.
—Más tarde o más temprano todas las botas acaban en manos del remendón —se limitó a decir— aunque puede que transcurra un año o más. No estará de más de todos modos que guardéis una copia de este testigo que veis aquí y busquéis el original entre las botas que os traigan para remendar.
Felipe tomó cuidadosamente el molde de cera y asintió, examinando la prueba que proporcionaba sobre la forma de caminar del propietario.
—No la conozco, pero la identificaría fácilmente si apareciera por aquí. Se la mostraré también al zapatero de Frankwell, al otro lado del puente. ¿Quién sabe?, puede que entre los dos encontremos finalmente a este sujeto. Lo malo es que muchos hombres se remiendan ellos mismos las botas —añadió el buen artesano con profesional desdén.
No era probable, reconoció Cadfael para sus adentros mientras cruzaba el puente para regresar a la abadía, pero no se podía desperdiciar aquella posibilidad. ¿Qué otra pista tenían? Apenas nada, exceptuando la inevitable pregunta sin respuesta: ¿Quién pudo tener empeño en destruir el rosal? ¿Y por qué ignorada razón? Una pregunta que todos se habían hecho en voz alta, aunque en vano, y que se volvería a plantear cuando llegara Hugo.
En lugar de entrar por la garita de vigilancia, Cadfael pasó de largo y recorrió todo el polvoriento camino de la Barbacana, pasando por delante de la tahona y la fragua e intercambiando saludos con la gente que se encontraba en las puertas o estaba ocupada recortando los setos; se detuvo ante la entrada del patio de Niall para dirigirse al portillo que daba acceso al jardín. Estaba fuertemente atrancado por el otro lado. Cadfael entró en el taller donde Niall estaba atareado con un pequeño crisol de loza y un minúsculo molde de arcilla, haciendo un broche.
—He venido a ver si habéis recibido algún otro visitante nocturno —le dijo Cadfael, pero ya veo que por lo menos habéis asegurado una puerta. Lástima que nunca haya un muro demasiado alto como para impedir que entre un hombre firmemente decidido a entrar. No obstante, obturar un agujero ya es algo. ¿Qué me decís del rosal? ¿Vivirá?
—Venid a verlo. Puede que una parte se marchite, pero no serán más que dos o tres ramas. Quizá quedará un poco ladeado, pero dentro de aproximadamente un año, las podas y los rebrotes lo equilibrarán.
En el verde, soleado y multicolor jardín, el rosal extendía firmemente sus brazos hacia el muro norte y las ramas colgantes habían sido fijadas a la piedra con unas tiras de tejido. Niall había vendado la dañada base del tronco con varias vueltas de recia tela para juntar la leña partida y lo había cubierto todo con una gruesa capa de cera y grasa.
—Habéis puesto mucho amor en ello —dijo Cadfael con aprobación, aunque se abstuvo prudentemente de especificar si por el arbusto o por la mujer. Las hojas de la parte cercenada se habían marchitado y unas cuantas habían caído, pero la mayor parte del tronco estaba verde y lustroso, lleno de capullos entreabiertos—. Lo habéis hecho muy bien. Me podríais ser muy útil en la abadía si alguna vez os cansarais del bronce y del mundo.
El discreto y honrado artesano no contestó. El hecho de que profesara amor al rosal o a la mujer era asunto suyo y de nadie más. Cadfael así lo comprendió y, contemplando los grandes, sinceros, pero reticentes ojos, se despidió y regresó a sus obligaciones, sintiéndose en cierto modo reprendido y extrañamente alborozado. Por lo menos un hombre en aquel desdichado suceso mantenía los ojos fijos en su propio rumbo y no se desviaría fácilmente. Por supuesto, él no buscaba el menor provecho material. En todo aquel asunto se percibía un desmedido afán de ganancias materiales y muy poco amor.
Ya era casi el mediodía y el sol calentaba intensamente desde lo alto del cielo, tal como correspondía a un auténtico día de junio. Santa Winifreda se habría dado buena maña en convencer a los cielos de que la honraran debidamente el día de la fiesta de su traslación. Tal como solía ocurrir cuando las estaciones se prolongan, el verano había dado alcance a la aletargada primavera y las trémulas flores que no se atrevían a florecer fueron presa de una súbita fiebre y abrieron sus capullos de la noche a la mañana con esplendorosa profusión. Las cosechas, menos dispuestas a correr riesgos, puede que todavía se retrasaran un mes, pero serían muy abundantes y estarían totalmente limpias, pues la mitad de sus hereditarios enemigos habrían muerto de frío en abril y mayo.
A la entrada de la garita de vigilancia, el portero conversaba con el semblante muy serio con un joven aparentemente muy alterado. Cadfael, siempre vulnerable a la curiosidad, que era su pecado dominante, se detuvo, vaciló y miró; reconoció de inmediato a Miles Coliar, aquel pulcro y aseado joven, mucho menos pulcro y aseado que de costumbre, con el cabello alborotado y desgreñado y los grandes ojos azules dilatados bajo unas angustiadas y fruncidas cejas cobrizas. Miles volvió la cabeza al oír acercarse unas pisadas y reconoció, a través de la bruma de su inquietud, al monje a quien había visto la víspera amistosamente sentado con su prima.
—Hermano, os recuerdo —dijo, volviéndose ansiosamente hacia él—… ayer fuisteis un consuelo y una ayuda muy grandes para Judit. ¿No la habéis visto hoy? ¿No ha vuelto a hablar con vos?
—Pues, no —contestó Cadfael, sorprendido—. ¿Por qué? ¿Ha habido alguna novedad? Ayer regresó a casa con vos. No habrá ocurrido algún otro percance, ¿verdad?
—No, que yo sepa. Sé que se acostó muy temprano y yo esperaba que durmiera hasta tarde porque estaba cansada. Pero ahora… —el muchacho miró a su alrededor con expresión aturdida—. Me dicen en casa que iba a venir aquí. Pero…
—No ha venido —afirmó categóricamente el portero—. No he dejado mi puesto en ningún momento y la hubiera visto si hubiera entrado por la puerta. Conozco a la señora por haberla visto el día en que hizo la donación de la casa. Hoy no ha aparecido por aquí. Pero maese Coliar dice que salió de casa muy temprano…
—Muy temprano —confirmó enérgicamente Miles—. Antes de que yo me levantara.
—Y tenía intención de tratar de no sé qué asunto con el señor abad —concluyó el portero.
—Eso me dijo su doncella —añadió el sudoroso Miles—. Judit se lo comentó anoche cuando la chica la atendió a la hora de acostarse. No he sabido nada hasta esta mañana. Pero parece que no ha venido por aquí. No llegó a la abadía. Y no ha vuelto a casa. ¡Ya es mediodía y no ha vuelto! Temo que algo malo le haya ocurrido.