III
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ray Vidal llevaba tanto tiempo viviendo entre documentos, cuentas y cuestiones legales que nada le sorprendía; nada que no figurara escrito sobre pergamino despertaba su curiosidad. Cumplía las tareas que tenía encomendadas con meticulosidad, pero sin el menor interés personal. Transmitió el mensaje del abad al herrero Niall palabra por palabra, esperó y recibió una inmediata conformidad, para llevar la satisfactoria respuesta al abad e inmediatamente olvidó el rostro del herrero. Jamás olvidaba ni una sola palabra de los pergaminos que pasaban por sus manos; ésas eran inmutables, pues los años simplemente las borraban un poco, mientras que los rostros de los seglares a los que muy probablemente jamás volvería a ver y que no recordaba haber visto antes, desaparecían de su mente con mucha más rapidez que las palabras deliberadamente borradas de una hoja de pergamino con el fin de dejar espacio para un nuevo texto.
—El herrero está dispuesto a cumplir el encargo —le comunicó al abad a su regreso— y promete entregar fielmente el tributo.
Ni siquiera se había preguntado por qué razón el encargo había pasado de un monje a un seglar. En cualquier caso, le parecía más decoroso, siendo el donante una mujer.
—Muy bien —dijo el abad, apartando de su mente aquel asunto como si todo se hubiera resuelto satisfactoriamente.
Cuando se quedó solo, Niall permaneció un buen rato con la mirada perdida en la distancia, dejando olvidado el plato con su borde a medio labrar en su banco de trabajo al lado del punzón y el mazo. Cuando terminara de labrar el borde, podría dedicarse al suave ceñidor de cuero que había dejado enrollado en un estante. Tendría que hacer un pequeño molde para fundir el metal de la hebilla y después darle forma y mezclar los brillantes esmaltes para llenar con ellos las incisiones. Tres veces desde que ella le trajera el ceñidor, lo había acariciado con sus dedos, deteniéndose en la delicada precisión de las rosetas de bronce. Para ella crearía una obra de gran belleza, a pesar de su pequeñez e insignificancia, y, aunque para ella sólo fuera un simple adorno del vestido o un objeto utilitario, por lo menos lo llevaría alrededor de aquel cuerpo suyo tan esbelto, y la hebilla descansaría muy cerca del vientre que una vez concibió, pero cuyo fruto se malogró, sumiéndola en un perenne y amargo dolor.
No aquella noche, sino a la siguiente, cuando la luz empezara a escasear y le impidiera seguir trabajando, cerraría la casa, cruzaría el brazo del Meole y bajaría a la aldea de Pulley, uno de los feudos menores de los Mortimer, donde Juan Stury, el esposo de su hermana Cecilia, administraba la propiedad y donde los traviesos hijos de Cecilia eran los compañeros de juegos de su hijita; la trataban con inmenso cariño y correteaban con ella entre los polluelos y los cerditos. Él no se sentía tan absolutamente desgraciado como Judit Perle. Una hijita era un gran consuelo. Compadecía a los que no tenían hijos y, sobre todo, a las mujeres que habían llevado a un hijo en sus entrañas hasta medio camino y finalmente lo habían perdido antes de que llegara a este mundo y fuera demasiado tarde para concebir otro. El hijo de Judit había seguido inmediatamente los pasos de su progenitor y ella se había quedado sola.
No se hacía ninguna ilusión con respecto a la viuda. Ella apenas le conocía, no deseaba nada más y ni siquiera pensaba en él. Su comedida cortesía era la misma que empleaba con cualquier hombre, su profunda mirada no era para nadie. Él lo aceptaba sin quejarse. Pero el destino y el señor abad, y sin duda ciertos escrúpulos monásticos a propósito del trato con las mujeres, habían decretado que un día al año por lo menos él la tendría que ver, ir a su casa, comparecer ante su presencia y pagarle el correspondiente tributo, intercambiar unas corteses palabras con ella, ver claramente su rostro y ser visto claramente por ella, aunque sólo fuera por un breve instante.
Dejó su trabajo y salió por la puerta de la casa al jardín. Dentro de los altos muros había tres árboles frutales, una franja de huerto y, a un lado, un angosto plantel de flores multicolores. El rosal blanco crecía junto al muro norte, era tan alto como un hombre y abrazaba el muro de piedra con una docena de largos y espinosos brazos. Lo había podado hacía apenas siete semanas, pero cada año crecía más. Era tan viejo que la madera muerta se había cortado varias veces, por lo que ahora tenía una gruesa y nudosa base y un vigoroso tallo que casi merecía llamarse tronco. Una nevada de blancos capullos a medio abrir lo cubría con profusión. Las rosas nunca eran muy grandes, pero poseían una blancura inmaculada y un intenso perfume. Habría donde elegir entre ellas cuando llegara el día de la traslación de santa Winifreda.
Niall elegiría la más hermosa que hubiera, pero, antes de que llegara aquel día, volvería a verla cuando acudiera a recoger el ceñidor. El herrero reanudó su trabajo con la mejor voluntad, imaginando la forma de la nueva hebilla, mientras terminaba la decoración del plato destinado a la cocina del preboste.
La casa de la familia Vestier ocupaba un destacado lugar en lo alto de una calle llamada Maerdol, que conducía colina abajo hacia el puente occidental. Era un edificio en ángulo recto con una ancha fachada de tienda que daba a la calle, detrás de la cual se encontraba la sala y las cámaras con el espacioso patio y los establos. En la alargada edificación había sitio suficiente, aparte los aposentos de la familia, para albergar unos almacenes en el sótano y acoger a todas las mozas que cardaban y peinaban la lana recién teñida, amén de tres telares en el edificio anexo, donde éstas se alojaban, y espacio suficiente en la sala para media docena de hilanderas. Otras trabajaban en sus propias casas y lo mismo hacían otros cinco tejedores de la ciudad. Los Vestier eran los fabricantes de tejidos más importantes y conocidos de Shrewsbury.
Sólo el tinte de los vellocinos y el enfurtido de los tejidos se encomendaban a las competentes manos de Godofredo Fuller, el cual tenía la tintorería, los batanes y las ramblas río abajo, al pie de la muralla del castillo.
En aquella época del año, ya se habían comprado y clasificado los primeros vellocinos del esquileo, tras lo cual habían sido enviados a la tintorería, y precisamente aquel mismo día habían sido personalmente entregados por Godofredo. No parecía que éste tuviera demasiada prisa en marcharse, pese a ser un hombre para quien el tiempo era dinero, y un dinero muy apreciado, por cierto. Tanto como el poder. A Godofredo le encantaba ser uno de los hombres más acaudalados del gremio de la ciudad y siempre andaba buscando medios de ampliar su reino y su influencia. Según los rumores, tenía puestos los ojos en la riqueza, casi comparable a la suya, de la viuda Perle y jamás perdía la ocasión de ensalzar la conveniencia de juntar ambas fortunas por medio de un casamiento.
Judit suspiró al ver que se quedaba, pero le ofreció amablemente un refrigerio y escuchó paciente sus insistentes comentarios que, por lo menos, tenían la honradez de evitar cualquier semblanza de amoroso galanteo. Godofredo hablaba con sentido común y sin la menor frivolidad, y todo lo que decía era cierto. Ambos negocios juntos, llevados con la misma diligencia con que siempre se habían llevado, se convertirían en un poder dentro del condado y por supuesto, dentro de la ciudad. En términos de riqueza por lo menos, ella saldría tan beneficiada como él. Por otra parte, él sería un marido más que aceptable, pues, a sus cincuenta y tantos años, era un hombre alto, fuerte y de vigorosas zancadas, con una tupida mata de cabello gris acero que enmarcaba unas rudas y agradables facciones y, aunque valorara el dinero, también valoraba la apariencia y los refinamientos y se encargaría, aunque sólo fuera por su propio prestigio, de que su esposa luciera unos atavíos tan lujosos como los de las más altas damas del condado.
—¡Bueno, bueno! —dijo, reconociendo su derrota y aceptándola sin resentimiento—, yo tengo paciencia, sé esperar, señora, y no suelo darme por vencido si no alcanzo la victoria, de la misma manera que tampoco suelo cambiar de idea. Acabaréis viendo las ventajas de lo que os he dicho y no temo competir con estos jovenzuelos que no tienen nada que ofreceros más que sus caras bonitas. La mía ha librado muchas batallas, pero está dispuesta a enfrentarse con ellas cuando sea. Tenéis demasiado sentido común, muchacha, como para elegir a un mozo por su gallardía sobre una silla de montar o por su sonrosada y dorada apostura. Pensad en lo que podríamos hacer juntos si reuniéramos en nuestras manos todas las fases del proceso, desde la oveja hasta el paño sobre el mostrador y la capa sobre los hombros del cliente.
—He pensado en ello —se limitó a decir Judit—, pero el caso es, maese Fuller, que no tengo intención de volverme a casar.
—Las intenciones pueden cambiar —dijo con firmeza Godofredo, levantándose para marcharse y acercando sus labios a la mano que ella resignadamente le ofreció.
—¿La vuestra también? —preguntó Judit, esbozando una leve sonrisa.
—La mía no cambiará. Si cambia la vuestra, estaré esperando.
Dicho lo cual, Godofredo se retiró con la misma presteza con que se había presentado. Ciertamente, su insistencia y su paciencia parecían no tener límites, aunque, a los cincuenta y tantos años, no era probable que esperara demasiado. Muy pronto Judit tendría que tomar una drástica decisión con respecto a Godofredo Fuller pero, contra aquel insistente acoso, difícilmente podría hacer otra cosa que no fuera lo que había estado haciendo hasta entonces; rechazarle y ser tan constante en la negativa como lo era él en la petición. La habían educado para que supiera llevar el negocio y dirigir a sus trabajadoras con la máxima eficacia, por lo que difícilmente se hubiera podido permitir el lujo de llevar sus lanas a otro para que se las tiñera y abatanara.
Su tía Águeda Coliar, cosiendo en un apartado rincón, cortó el hilo con los dientes y dijo con el dulce e indulgente tono de voz que a veces utilizaba para dirigirse a la sobrina que con tantas comodidades la mantenía:
—Jamás te librarás de él como le sigas tratando con tanta cortesía. Lo toma como un estímulo.
—Tiene derecho a decir lo que piensa —contestó Judit con indiferencia— y no le cabe ninguna duda con respecto a lo que yo pienso. Cuantas veces me lo pida, otras tantas le rechazaré.
—Confío en que puedas hacerlo, niña mía. No es el hombre adecuado para ti. Tampoco lo es ninguno de los mozos de los que él ha hablado. Sabes muy bien que no hay segundo en el mundo para alguien que ha conocido la dicha con el primero. ¡Mejor recorrer el resto del camino sola! Yo todavía lloro a mi hombre después de tantos años. Nunca pude mirar a otro después de él —era lo que había venido diciendo entre suspiros y alguna que otra lágrima fácil desde que se instalara en la casa para llevar el almacén y dirigir los quehaceres domésticos, con su hijo para que la ayudara en el negocio—. De no haber sido por mi chico, que entonces era demasiado joven para abrirse camino solo en la vida, hubiera tomado el hábito el mismo año en que murió Guillermo. En el claustro no hay buscadores de fortuna que puedan acosar a una mujer. Allí sólo hay paz espiritual.
Ya estaba otra vez con lo mismo; hasta el punto de que a veces parecía olvidar que sólo hablaba consigo misma.
Era una bella mujer de redondo, sonrosado y lozano rostro, cuya apacible expresión contrastaba a veces con la perspicacia de sus ojos azules y con la tensa sonrisa que a menudo esbozaban sus labios en momentos en que hubieran tenido que estar relajados y en reposo, como si su serena apariencia exterior fuera un disfraz de sus astutos pensamientos. Judit no recordaba a su madre y a veces se preguntaba si ambas hermanas se habían parecido. Pero aquella madre con su hijo eran los únicos parientes que tenía y los había aceptado sin dudar. Miles se ganaba de sobra el sustento, pues había demostrado ser un excelente administrador durante el largo declive de la salud de Edredo, cuando Judit sólo podía pensar en su esposo y en el hijo que iba a nacer. Cuando regresó a la tienda, no tuvo el valor de tomar de nuevo las riendas del negocio. Aunque participaba en los trabajos y lo vigilaba todo, dejó que el muchacho siguiera al frente de todo. Era mejor que una casa tan prestigiosa, estuviera dirigida por un hombre.
—Pero, ya ves —dijo Águeda con un suspiro, doblando la labor sobre su amplio regazo y derramando una lágrima sobre el dobladillo—, tenía un deber que cumplir en el mundo, y esta calma y quietud no pudieron ser para mí. Tú, en cambio, no tienes ninguna criatura que cuidar, mi pobre niña, y nada te ata ahora a este mundo si tú quisieras abandonarlo. Lo comentaste una vez. Pero piénsalo bien, no te precipites. No obstante, si tomaras esta resolución, nada te lo impediría.
¡No, nada! A veces, el mundo le parecía a Judit una pérdida de tiempo, un tedio que no merecía la pena prolongar. Dentro de uno o dos días, tal vez mañana, sor Magdalena vendría desde la abadía de Polesworth, en el bosque del Vado de Godric, para recoger a la sobrina de fray Edmundo, que deseaba ingresar allí como postulante. Se podría llevar a dos aspirantes a novicias en lugar de una.
Judit se encontraba en la hilandería con las mujeres cuando llegó sor Magdalena, a primera hora de la tarde siguiente. Como heredera del negocio de tejidos, a falta de un hermano, Judit había aprendido todo lo relacionado con él, desde la carda del tejido hasta el corte final de las prendas, aunque ahora hubiera perdido un poco de práctica con la rueca. La lana cardada que tenía delante era de color bermejo. Hasta los tintes seguían el curso de las estaciones, y la cosecha estival de glasto para los azules se solía acabar hacia abril o mayo del año siguiente; después, era sustituida por todas aquellas variaciones de rojos, castaños y amarillos que Godofredo Fuller sacaba de los líquenes y las rubias. Aquel hombre conocía bien el oficio. Los tejidos que finalmente le entregaban para que los abatanara, tenían unos colores muy sólidos y se podían vender a muy buen precio.
Fue Miles quien acudió en su busca.
—Tienes una visita —dijo, extendiendo el brazo por encima del hombro de Judit para tomar con cautelosa aprobación una hebra de lana de la rueca entre el índice y el pulgar—. Hay una monja del Vado de Godric esperando en tu cámara. Al parecer, le dijeron en la abadía que querías hablar con ella. No estarás jugando todavía con la idea de abandonar el mundo, ¿verdad? Pensé que estas sandeces ya habían terminado.
—Le comenté a fray Cadfael que me gustaría verla —dijo Judit, deteniendo el huso—. Simplemente eso. Ha venido para recoger a una novicia… la hija de la hermana del enfermero.
—Pues entonces, no vayas a cometer la tontería de ofrecerle una segunda. Aunque bien sé yo que cometes algunas —añadió el joven, dándole una cariñosa palmada en el hombro—. Como, por ejemplo, ceder, a cambio de una rosa, la mejor propiedad de la Barbacana. ¿Pretendes rematarla, desperdiciando tu vida?
El muchacho le llevaba dos años a su prima y gustaba de interpretar el papel de persona mayor capacitada para dar sabios consejos, aunque su ligereza suavizaba en parte la impresión que pretendía causar. Era un joven fuerte, flexible y robusto, tan hábil para montar a caballo, luchar y tirar contra los blancos que se levantaban junto a la orilla del río como para llevar el negocio de los tejidos. Tenía los mismos ojos azules y el mismo cabello castaño claro de su madre, pero carecía de su confusa complacencia. Todo lo que era, o parecía, vago y superficial en la madre se convertía en claro y decidido en el hijo. Judit tenía buenas razones para estar satisfecha de él y fiarse de su sentido común en todo lo relacionado con el negocio.
—Puedo hacer con mi vida lo que quiera —dijo, levantándose y dejando el huso con su cono de hilo bermejo—, ¡si supiera lo que quiero de verdad! Pero te diré sinceramente que no tengo ni idea. Lo único que hice fue decir que me gustaría hablar con ella. Y eso haré. Me gusta sor Magdalena.
—Y a mí también —convino Miles—. Pero no quisiera que te fueras con ella. Esta casa se vendría abajo sin ti.
—¡No digas disparates! —replicó Judit con aspereza—. Sabes muy bien que saldría adelante tanto sin mí como conmigo. Eres tú quien sostiene el tejado, no yo.
Si él quiso negarlo, Judit no esperó a oírle, le dedicó una súbita sonrisa tranquilizadora y al pasar le rozó la manga con la mano antes de ir a reunirse con su visitante. Miles poseía una despiadada honradez; sabía que lo que Judit decía era la pura verdad y que él hubiera podido llevar todo el negocio sin ella. Aquel duro recordatorio era muy doloroso. Judit era efectivamente inútil, una mujer que, sin ninguna finalidad en este mundo, bien podía buscar algún sentido a su vida en otro lugar. Instándola a que no lo hiciera, Miles había abierto de nuevo la herida de su corazón, induciéndola a pensar de nuevo en el claustro.
Sor Magdalena se hallaba sentada sobre los almohadones de un banco junto a la ventana abierta de la pequeña cámara de Judit, plácidamente compuesta en su negro hábito. Águeda le había servido fruta y vino y la había dejado sola, pues se sentía algo intimidada en su presencia. Judit tomó asiento al lado de su visitante.
—Cadfael me ha contado lo que os ocurre y lo que vos le habéis revelado —dijo la monja—. Dios me libre de influir en uno u otro sentido, pues la decisión final la debéis tomar vos y nadie puede hacerlo en vuestro lugar. Sé muy bien lo graves que son las pérdidas que habéis sufrido.
—Os envidio —dijo Judit, bajando la mirada sobre sus manos entrelazadas—. Sois muy amable y tengo la certeza de que sois fuerte y prudente. Yo no creo poseer ninguna de estas cualidades y es tentador apoyarse en alguien que las posea. Vivo y trabajo, por supuesto, y no he abandonado ni la casa, ni a mis parientes, ni mis deberes. Pero todo eso podría seguir adelante sin mí. Mi primo me lo acaba de demostrar simplemente al haberlo negado. Tener una vocación en otro lugar sería un refugio muy grato para mí.
—Pero no la tenéis —dijo la perspicaz sor Magdalena—, de lo contrario, no hubierais dicho lo que acabáis de decir.
Su repentina sonrisa fue como un cálido rayo que centelleó en su rostro, cuando un hoyuelo apareció y desapareció en su mejilla.
—No, fray Cadfael me dijo lo mismo. Dijo que la vida religiosa no debe abrazarse como un plato de segunda mesa, sino como el primero… y que no es escondrijo sino una pasión.
—Difícilmente me lo podría explicar a mí —comentó bruscamente sor Magdalena—. Pero yo tampoco le recomiendo a otro lo que he hecho. A decir verdad, no soy un ejemplo para ninguna mujer. Hice lo que quise y deseo pagarlo con los años de vida que me quedan. Si la deuda no está saldada entonces, pagaré el resto después y no lo lamentaré. Pero vos no habéis incurrido en semejante deuda y no creo que debáis hacer eso. El precio es muy alto. A mi juicio, es mejor que esperéis y gastéis vuestros bienes en otra cosa.
—No se me ocurre nada que pudiera comprar en este mundo —dijo tristemente Judit—. Pero vos y fray Cadfael tenéis razón, si tomara el hábito, sería como ocultarme detrás de una mentira. Todo lo que ansió en el claustro es la paz y un muro que me aísle del mundo a mi alrededor.
—Tened en cuenta, en tal caso —dijo la monja— que nuestras puertas no están cerradas para ninguna mujer que lo necesite y que la paz no está reservada a las que han hecho los votos. Puede llegar el momento en que necesitéis realmente un lugar donde apartaros para descansar e incluso recuperar el valor perdido, aunque me parece que de esto último tenéis de sobra. Dije que no quería dar consejos y os estoy aconsejando. Esperad y dejad las cosas tal como están. Pero, si alguna vez necesitáis un lugar donde esconderos durante un período más o menos largo, venid al Vado de Godric con todas vuestras inquietudes y encontraréis un refugio durante todo el tiempo que queráis y sin necesidad de hacer los votos, a no ser que lo deseéis con todo vuestro corazón. Yo cerraré la puerta contra el mundo hasta que consideréis oportuno volver a enfrentaros a él.
Aquella noche después de cenar, en la pequeña propiedad de Pulley situada entre los matorrales de los linderos del Bosque Largo, Niall abrió la puerta exterior de la casa de madera de su cuñado y contempló el crespúsculo que poco a poco se estaba transformando en oscuridad. Tenía una legua de camino por delante hasta regresar a su casa de la Barbacana, en la ciudad, pero el paseo era agradable cuando hacía buen tiempo y él estaba acostumbrado a recorrer aquella distancia dos o tres veces por semana después del trabajo y a regresar temprano a casa para poder madrugar y empezar a trabajar a la mañana siguiente. Pero aquella noche vio con asombro que estaba cayendo una fuerte lluvia, aunque, tan silenciosa que desde el interior de la casa ni siquiera se habían dado cuenta.
—Quédate a dormir aquí —le dijo su hermana junto a su hombro—. No hay necesidad de que te mojes y esto no durará toda la noche.
—No me importa —contestó sencillamente Niall—. No me hará daño.
—¿Con todo el camino que tienes por delante? Ten un poco de sentido común —le aconsejó Cecilia— y quédate aquí, hay sitio suficiente y sabes que así estaremos más tranquilos. Mañana te puedes levantar a primera hora, no temas quedarte dormido con estos amaneceres tan tempranos.
—Cierra la puerta —le instó Juan desde la mesa— y ven a tomarte otro plato de sopa. Mejor mojarse por dentro que por fuera. No tenemos muchas ocasiones de hablar los tres después de acostar a los niños.
Con aquellos cuatro chiquillos tan bulliciosos como ardillas, no cabía duda de que era cierto. Los mayores tenían que estar constantemente al servicio de los pequeños, arreglándoles los juguetes rotos, participando en sus juegos, contándoles cuentos y cantándoles canciones. Los dos varones y la niña de Cecilia tenían entre seis y diez años, mientras que la hija de Niall era la menor y la más mimada. Ahora los cuatro estaban acurrucados como una carnada de cachorros, profundamente dormidos sobre sus colchones de paja en el henil, y los mayores podían permanecer sentados alrededor de la mesa de caballete, conversando tranquilamente sin temor a molestarlos.
Había sido un día muy placentero para Niall. Había moldeado, decorado y pulido la nueva hebilla del ceñidor de Judit y no estaba enteramente insatisfecho de su trabajo. Puede que al día siguiente ella acudiera a recogerlo y, si él viera placer en sus ojos cuando lo tomara entre sus manos, se daría por bien pagado. Entre tanto, ¿por qué no quedarse a pasar la noche allí y levantarse al amanecer ante un mundo recién lavado en el que sería muy agradable regresar a casa entre el suave verdor de la vegetación?
Niall durmió muy bien y se despertó con las primeras luces del alba en medio de los arrobados trinos de los pájaros, dulces y estridentes a la vez. Cecilia ya estaba trajinando por la casa y le tenía preparada una cerveza suave y una buena rebanada de pan. Era más joven que él, rubia y apacible, feliz en su matrimonio y con muy buena mano para los niños, por lo que no era de extrañar que la huerfanita se encontrara extremadamente a gusto a su lado. Stury se negaba a recibir nada a cambio de su manutención. ¿Qué era un pajarillo más en un nido ya lleno? La familia vivía sin estrecheces, cuidando del pequeño feudo de Mortimer, manteniendo productivos los campos desbrozados, limpiando bien el bosque y cavando zanjas para que los venados no invadieran el soto. Un buen lugar para los niños. Sin embargo, Niall siempre tenía que hacer un esfuerzo para regresar a la ciudad y dejar a la niña, y la visitaba con frecuencia por miedo a que empezara a olvidar que era su hija y no la hija menor de los Stury, cuidada por ellos desde su nacimiento.
Niall salió a primera hora de una suave mañana en la que la lluvia tardaría algunas horas en volver, pues, aunque la hierba centelleaba cubierta por miles de gotas, la tierra se había tragado toda el agua y ya estaba empezando a secarse. Los primeros y oblicuos rayos del sol naciente traspasaron el bosque, trazando unos dibujos de luces y sombras en el suelo. El inicial entusiasmo de los pájaros cantores se fue suavizando poco a poco y perdió su beligerancia, hasta transformarse en unos delicados trinos. Allí entre las ramas los nidos también estaban llenos de crías a las que había que alimentar con grandes dificultades.
La primera media legua discurrió por los linderos del bosque, donde el terreno se abría gradualmente a los brezales y la maleza, punteado aquí y allá por pequeñas arboledas. Después venía la aldea del brazo del Meole y, a partir de allí, se iniciaba un sendero de tierra batida que se iba ensanchando a medida que se acercaba a la ciudad hasta convertirse en un camino de carros que cruzaba el arroyo Meole por medio de un angosto puente que desembocaba en la Barbacana entre el puente de piedra de la ciudad, el molino y su estanque, junto a la muralla de la abadía. Niall había caminado a buen paso y la Barbacana aún no estaba totalmente despierta; sólo los habitantes de algunas casitas se habían levantado para iniciar sus tareas y le dieron los buenos días al pasar. Los monjes aún no habían bajado para el rezo de prima, pues no se oyó ningún rumor cuando Niall pasó por delante de la iglesia, aunque se percibía el lejano eco de la campana del dormitorio. El camino real se había secado después de la lluvia, pero la tierra de los vergeles estaba húmeda y prometía una buena cosecha.
Niall llegó a su casa, cruzó el patio, abrió la puerta del taller y se dispuso a iniciar el trabajo de aquel día. El ceñidor de Judit estaba enrollado en un estante. Reprimió el impulso de su mano de tomarlo y acariciarlo de nuevo, pues no tenía ningún derecho a aspirar a ella ni jamás lo tendría. Pero aquel día quizá volvería a verla y a oír su voz, y cinco días más tarde la vería sin duda en su propia casa. Puede que las manos de ambos se rozaran alrededor del tallo de la rosa. Él tendría buen cuidado de que no se pinchara, pues bastantes espinas la habían pinchado ya en su corta vida.
Aquel pensamiento le indujo a salir al jardín, situado detrás del patio, al que se podía acceder por una puerta desde la casa, así como por un portillo abierto en el muro del patio. En contraste con el frescor nocturno del interior de la vivienda, la clara luz del sol lo abrazó en la puerta cual si fuera una cálida bufanda, brillando entre las húmedas ramas de los árboles frutales y el enmarañado plantel de flores. Cruzó el umbral y se detuvo en seco, sorprendido y consternado. El rosal blanco estaba doblado hacia un lado, con los espinosos brazos separados del muro de piedra, la gruesa base cortada por una larga y profunda herida que había arrancado un tercio de su volumen y las flores colgando sobre la hierba. Debajo de ella, la tierra estaba removida como si unos perros se hubieran peleado allí y, al lado del campo de batalla, yacía acurrucado un bulto inmóvil de deslustrado tejido negro, medio hundido en la hierba. Niall apenas se había adelantado tres pasos hacia aquella ruina cuando vio un pálido atisbo de tobillo desnudo sobresaliendo del bulto, un brazo en una holgada manga negra extendido hacia afuera, una mano convulsamente cerrada en puño sobre la tierra y el tenue círculo de una tonsura sorprendentemente blanca en medio de tanta negrura. Un joven y delgado monje de Shrewsbury, casi más hábito que cuerpo; pero ¿qué demonios estaba haciendo allí, muerto o herido bajo el dañado arbusto?
Niall se acercó y se arrodilló a su lado, aunque, de momento, no se atrevió a tocarlo. Después vio el cuchillo al lado de la mano, con la hoja manchada de sangre reseca. Había una mancha oscura húmeda, que no era de lluvia, empapando la tierra bajo el cuerpo. El antebrazo que dejaba al descubierto la holgada manga negra era blanco y suave. Se trataba de un muchacho, casi un niño. Niall extendió finalmente la mano para tocarlo y advirtió que la piel no estaba enteramente fría. Aun así, comprendió que había muerto. Con sumo cuidado, pasó una mano por debajo de la cabeza y giró hacia la luz de la mañana el manchado y juvenil rostro de fray Elurico.