VII

s suya —dijo Niall, levantando los ojos de la lengüeta de bronce con expresión consternada—. La reconozco aunque yo no la hice. Pertenece al ceñidor que ella vino a recoger la mañana en que encontramos muerto a fray Elurico. Yo le hice una hebilla a juego con este dibujo y con el de las rosetas que rodean los orificios. Lo reconocería en cualquier sitio. Es suya. ¿Dónde la encontrasteis?

—Bajo el primer arco del puente donde alguien arrastró un embarcación en secreto.

—¡Para llevársela! Y esto… pisoteado entre el barro, decís. Mirad, cuando lo colocaron, lo cosieron fuertemente sobre el cuero y estas cosas no se desprenden tan fácilmente, ni siquiera con los años, aunque el cuero se desgaste por el uso e incluso esté un poco grasiento. Alguien tuvo que maltratar mucho el ceñidor para haber arrancado esta lengüeta.

—Y también a la dama —convino sombríamente Cadfael—. No estaba muy seguro porque apenas vi el ceñidor cuando ella lo tomó en sus manos aquel día. Pero vos no os podéis equivocar. Ahora lo sé. Por lo menos, hemos adelantado algo. Y una barca… una barca sería el medio más sencillo para llevársela. No pasó ningún vecino que se extrañara ante aquella abultada carga, nadie en la orilla se sorprendió del paso de la barca, pues éstas son muy frecuentes en el Severn. El ceñidor del que procede esta lengüeta fue arrancado probablemente para atarla.

—¡Qué trato tan afrentoso ha recibido! —exclamó Niall, limpiándose las poderosas manos en el trapo de lana que tenía en su banco de trabajo y quitándose con gesto decidido el delantal de cuero que llevaba—. ¿Qué hacemos ahora? Decidme cómo puedo ayudaros… dónde queréis que empiece a buscar. Cerraré el taller…

—No —dijo Cadfael—, no os mováis, vigilad simplemente el rosal, pues tengo la extraña sensación de que la vida de lo uno está estrechamente ligada a la vida de lo otro. ¿Qué podríais hacer vos que no pueda hacer Hugo Berengario? Tiene hombres suficientes y os aseguro que él se encargará de que pongan inmediatamente manos a la obra. Quedaos aquí y tened paciencia, prometo comunicaros todo lo que descubra. Vuestro oficio tiene que ver con el bronce, no con los barcos, ya habéis cumplido vuestra misión.

—Y vos, ¿qué vais a hacer ahora? —preguntó Niall, frunciendo el ceño y negándose a interpretar un papel pasivo.

—Voy a ver en seguida a Hugo Berengario y después iré en busca de Madog que lo sabe todo sobre barcos, desde sus pequeños botes de mimbre y cuero encerado, a las barcazas de carga que se llevan la lana esquilada. Madog podrá decirnos quizá qué clase de embarcación se usó por la huella que dejó en el barro. Vos quedaos aquí y procurad tranquilizaros. Con la ayuda de Dios, la encontraremos. Desde la puerta, Cadfael se volvió a mirar, impresionado por el profundo silencio. El taciturno artesano permanecía inmóvil, contemplando algún lugar invisible donde Judit Perle se encontraba sola y cautiva, a merced de la codicia y la brutalidad. Hasta sus buenas obras conspiraban contra ella, hasta su generosidad se había vuelto ponzoñosa y estaba envenenando su vida. El comedido y silencioso rostro era en aquellos momentos harto elocuente. Si aquellas grandes y expertas manos, tan hábiles con los pequeños crisoles y los moldes, pudieran rodear alguna vez la garganta de quienquiera que haya secuestrado a Judit Perle, pensó Cadfael mientras se encaminaba a toda prisa a la ciudad, dudo que la justicia del rey necesitara un verdugo o que el juicio le costara demasiado dinero al condado.

El guardián de la puerta de la ciudad envió inmediatamente a un chico al castillo en cuanto Cadfael le comunicó casi sin resuello que se requería la presencia del gobernador en la orilla del río. Aun así, tardaron un rato en localizarle y Cadfael aprovechó el tiempo, yendo en busca de Madog el del Bote de los Muertos. Sabía muy bien dónde encontrarle, siempre y cuando no estuviera ya en el río, entregado a alguna curiosa faena de su variado oficio. Madog tenía una cabaña al abrigo del puente occidental, que enlazaba con el camino hacia su Gales natal. Allí se dedicaba a construir barcas de mimbre y cuero o bien embarcaciones de madera, a pescar cuando era la temporada, a transportar personas o mercancías y a hacer cualquier otra cosa relacionada con el transporte fluvial. Como era pasado el mediodía, Madog se había tomado un breve descanso y estaba saboreando una solitaria comida cuando Cadfael llegó al puente. Era un anciano galés bajito, musculoso y velludo, sin parientes ni obligaciones y sin necesidad de ninguna de ambas cosas, pues se bastaba a sí mismo desde la infancia aunque siempre dispensaba una cordial bienvenida a sus amigos. No necesitaba a nadie, pero, si alguien le necesitaba se levantaba y acudía en su ayuda. Cuando le llamaban siempre estaba dispuesto.

Hugo llegó a la puerta de la ciudad antes que ellos. Los tres cruzaron el puente juntos y descendieron a la orilla del río, bajo la fría sombra del arco.

—Aquí entre el barro —dijo Cadfael— encontré esto que sin duda fue arrancado en el transcurso de un forcejeo. Procede de un ceñidor perteneciente a la señora Perle; Niall el herrero le hizo una nueva hebilla a juego con los adornos, hace apenas unos días, y éste fue el dibujo que tuvo que copiar. No cabe ninguna duda a este respecto, pues el hombre conoce bien su oficio. Y aquí alguien tenía preparada una embarcación.

—Probablemente robada —dijo Madog en tono de experto, estudiando el profundo surco del suelo—. Para tales menesteres, ¿para qué usar la propia? Así, si alguien la ve y sospecha de algo, no hay nada que la relacione con el usuario. Y eso fue ayer por la mañana a primera hora, ¿verdad? No sé si algún pescador o barquero de la ciudad habrá soltado su embarcación del amarre. Conozco una docena de barcas que hubieran podido dejar esta huella. Tras haber utilizado la embarcación, bastaría con dejarla a la deriva para que se detuviera donde pudiera.

—Eso sólo podría ser río abajo —dijo Hugo, levantando los ojos de la pequeña punta de flecha de bronce que sostenía en la palma de su mano.

—¡En efecto! Río abajo desde el lugar donde la hubieran soltado. Si partió de aquí con esta carga, tuvo que ser río abajo. Es más fácil y más seguro que esconderse río arriba. Debió pasar a primera hora de la mañana, cuando todavía hay poca gente, pero, para cuando un remero o incluso dos, hubieran rodeado todas las murallas de la ciudad contracorriente, tal como necesariamente hubieran tenido que hacer para alejarse, ya habría habido mucha gente en la orilla y en el agua. Por otra parte, también tendrían que haber pasado por Frankwell… y remar una hora larga antes de superar el peligro de que alguien los viera y se extrañara. Corriente abajo, una vez pasada esta parte de la muralla y el castillo, hubieran podido respirar tranquilos y navegar entre campos y arboledas, lejos ya de la ciudad.

—Es lo más lógico —dijo Hugo—. No digo que corriente arriba sea imposible, pero primero seguiremos la pista más verosímil. Bien sabe Dios que hemos recorrido todas las callejas dentro de las murallas, que hemos registrado casi todas las casas y que mis hombres están todavía en ello. Nadie reconoce haberla visto o haber sabido algo de ella desde que intercambió un saludo con el guardián de la puerta de la ciudad y se encaminó hacia el puente. Si la apresaron y regresaron con ella a la ciudad, no lo hicieron a través de la puerta. El guardián no vio ningún carro o bulto en el que se la pudiera ocultar, eso, por lo menos, es lo que ha jurado. No obstante, hay varios portillos en otros lugares, pero casi todos dan a huertos de casas y no sería muy fácil atravesar uno de ellos para salir a la calle sin que sus moradores se enteraran. Empiezo a pensar que no puede estar dentro de las murallas, pero, aun así, he puesto hombres en todos los portillos que dan acceso a una calle y he mandado vigilar la entrada de todas las casas por mandato de la justicia del rey. Si a todos los tratamos por igual, nadie se podrá quejar.

—¿Y nadie se ha quejado? —preguntó Cadfael con extrañeza—. ¿Ni siquiera una sola persona?

—Protestan y mascullan por lo bajo, pero nadie ha puesto reparos ni se ha negado a que registren su casa. Todo el día de ayer, hasta el anochecer, tuve a su primo pisándome los talones, preocupado como un sabueso que no estuviera enteramente seguro de un rastro. Ha mandado que dos o tres trabajadores de su casa participen en la búsqueda. El capataz, Bertredo lo llaman, un apuesto y musculoso mocetón muy presumido, ha estado todo el día con nosotros, tratando de encontrar a su ama. Ahora se ha unido a una partida de mis hombres que está recorriendo la Barbacana del castillo, registrando los patios y los huertos del suburbio y buscando de nuevo por los alrededores del río. Todos los de su casa están muy inquietos y no es de extrañar, pues ella les proporciona el sustento… unas veinte familias o más dependen de ella. Y aún no se ha descubierto nada, ni la más leve sombra de sospecha contra nadie hasta ahora.

—¿Cómo os fue con Godofredo Fuller? —preguntó Cadfael, recordando los rumores que corrían sobre los pretendientes de Judit.

Hugo soltó una breve carcajada.

—¡Yo también lo recuerdo! Si queréis que os diga la verdad, parece casi tan preocupado como su primo. Me entregó todas las llaves y me dijo que buscara donde quisiera. Y así lo hice.

—¿También las llaves del taller de tintorería y los cobertizos de los enfurtidos?

—Todas, aunque no me hubieran hecho falta, pues todos sus hombres estaban trabajando y todo estaba a la vista. Creo que incluso me hubiera prestado a algunos hombres para que participaran en la búsqueda, pero le tiene demasiado cariño al dinero como para permitir que el trabajo se retrasase.

—¿Y Guillermo Hynde?

—¿El viejo lanero? En su casa me dijeron que se había pasado la noche durmiendo fuera con sus pastores y sus rebaños y que regresó esta mañana. No se había enterado de la desaparición de la chica. Alan estuvo allí ayer y la esposa de Hynde no puso ningún reparo y le dejó buscar donde quiso, pero yo he vuelto esta mañana y he hablado personalmente con el viejo. Antes del anochecer, regresará a las colinas. Al parecer, tiene algunas ovejas con comalia en las patas y él y uno de sus hombres han vuelto tan sólo por la loción que les suelen aplicar. Más preocupado está por ellas que por la señora Perle, aunque dijo que lamentaba la noticia. A esta hora, ya estoy seguro de que la viuda no se encuentra en la ciudad. Por consiguiente, será mejor que busquemos en otro sitio —añadió enérgicamente Hugo—. Hemos dicho río abajo. Madog, ven con nosotros a la puerta de la ciudad, consíguenos una embarcación y vamos a ver lo que hay por allí.

Desde el centro del río, dejándose llevar por la corriente con la ayuda ocasional del remo de Madog para no desviarse, pudieron contemplar toda la parte oriental de Shrewsbury, la verde y empinada pendiente bajo la muralla, los arbustos que bordeaban la orilla en algunos tramos y, sobre todo, los resecos prados estivales y la alta muralla de piedra gris. Casi no asomaba ningún tejado por encima de ella, tan sólo la punta de la aguja y la torre de Santa María y, algo más lejos, la torre de San Alcmundo. Había tres portillos en la muralla antes de llegar a la boca del canal de Santa María que daba acceso al río desde la ciudad y el castillo en caso de necesidad, y también en otros lugares donde los propietarios de las casas del interior de la muralla habían extendido sus huertos al otro lado o utilizaban el terreno, en los puntos donde era más lleno, para almacenar la leña o los materiales que utilizaban en sus oficios. Sin embargo, los cultivos en la pendiente presentaban bastante dificultad, exceptuando algunos puntos privilegiados, hacia el suroeste, dentro de la gran curva del río, donde se encontraban los mejores huertos del exterior de la muralla.

Pasaron por delante del estrecho canal y vieron al otro lado una empinada y herbosa pendiente con más árboles que la anterior, antes de que la muralla de la ciudad se acercara al río, flanqueando la franja verde donde los jóvenes tenían por costumbre colocar sus blancos para la práctica del tiro con arco los días de fiesta y de feria. Al final de aquella franja, se abría el último portillo cerca de la primera torre del castillo, más allá del cual el terreno se nivelaba y formaba un campo abierto entre el río y el camino que arrancaba de las puertas del castillo. Allí, en el lado galés, la ciudad se había extendido fuera de la muralla y algunas casitas bordeaban el camino bajo la sombra de las torres de piedra y la alta muralla que se levantaba sobre el único acceso a pie enjuto que tenía la ciudad de Shrewsbury.

Los prados se extendían hasta unos serenos campos y una hermosa arboleda. El único vestigio que quedaba de la ciudad eran los cobertizos y talleres de enfurtido de Godofredo Fuller, que se encontraban a la orilla del río, y los vastos almacenes donde Guillermo Hynde guardaba los vellocinos ya atados y preparados para cuando llegara la barcaza del intermediario, y el estrecho embarcadero en el cual se amarraba la barcaza para cargarla.

Los hombres entraban y salían de los cobertizos; en unos armazones de madera, se veían unos lienzos de vivo color bermejo tensados y puestos a secar. Era la estación de los rojos, los pardos y los amarillos; Cadfael se volvió a mirar el último portillo que daba acceso a la ciudad y recordó que la casa de Fuller no estaba muy lejos de las murallas del castillo. Tampoco lo estaba, aunque algo más allá, junto al crucero, la de Guillermo Hynde. Aquel portillo le hubiera podido ser muy útil tanto al uno como al otro. Fuller tenía un vigilante toda la noche, que vivía en el mismo taller.

—No es fácil que se pudiera esconder aquí una dama cautiva —dijo Hugo en tono resignado—. De día, sería imposible habiendo tanta gente, y de noche el hombre que duerme aquí cobra para vigilar la propiedad de Hynde y, por si fuera poco, tiene un mastín. No recuerdo que más allá haya otra cosa que prados y arboledas, pero seguiremos adelante.

Las verdes riberas estaban cubiertas de árboles aunque no muy espesos; no había ningún edificio, ni siquiera una cabaña a lo largo de un cuarto de legua o más. Estaban a punto de concluir la búsqueda y dar media vuelta; Cadfael ya se había remangado para tomar un remo y ayudar a Madog a remar de nuevo río arriba, cuando éste último se detuvo y señaló algo con el dedo.

—¿Qué os dije? No hace falta que sigamos, aquí termina la búsqueda.

Cerca de la orilla izquierda, en un lugar donde la curvada corriente había horadado la orilla dejando al descubierto las raíces de un espino, obligando al arbusto a inclinarse en ángulo sobre el agua, la embarcación estaba, vacía, ladeada, con la proa prendida entre dos espinosas ramas y los remos balanceándose suavemente en el bajío.

—La conozco —dijo Madog, acercándose al costado de la embarcación y extendiendo una mano sobre el banco de remar para que no perdieran el equilibrio—. Pertenece a Arnaldo el pescadero del Wyle y la suele amarrar en el lado del puente que mira a la ciudad. Vuestro hombre no tuvo más que remar un poco y ocultarla. Arnaldo andará furioso por todo Shrewsbury, receloso de todos los chicos. Será mejor que le haga un favor y se la devuelva antes de que retuerza una o dos orejas. Alguien la utilizó en cierta ocasión, pero, por lo menos, se la devolvió. Bueno, mi señor, aquí termina todo. ¿Estáis satisfecho?

—Amargamente insatisfecho —contestó tristemente Hugo—, pero comprendo lo que quieres decir. ¡Río abajo dijimos! Bien, pues, en algún lugar río abajo desde el puente y río arriba hasta aquí, parece que la señora Perle fue conducida a la orilla y llevada a un seguro escondrijo. ¡Demasiado seguro, pues no tengo ni idea de dónde puede estar!

Con la ayuda de un trozo de cabo deshilachado para que pareciera que se había roto espontáneamente, remolcaron la embarcación robada y navegaron río arriba, tomando Cadfael un remo y situándose en el banco de bogar para intentar igualar la pericia de Madog. Cuando se encontraban a la altura del taller del batanero, lo llamaron desde la ribera, y dos oficiales de Hugo, polvorientos y cansados, bajaron hacia la orilla en compañía de tres o cuatro voluntarios que esperaron a una respetuosa distancia. Cadfael observó que entre ellos figuraba el tejedor Bertredo, musculoso y presumido como lo había descrito Hugo, pisando la hierba con la seguridad propia del hombre muy pagado de sí mismo y en modo alguno abatido por el hecho de no haber encontrado nada al término de su voluntaria búsqueda. Cadfael le había visto algunas veces en compañía de Miles Coliar, aunque apenas sabía nada de él, aparte su aspecto. El cual era extremadamente agradable, de buen color y saludable complexión, con un rostro que podía ser lo que parecía o podía haberse acostumbrado a ocultar la existencia de una cámara interior firmemente cerrada. Los ojos aparentemente sinceros mostraban una leve ambigüedad y la sonrisa parecía un tanto extraña. ¿A qué venía aquella sonrisa si no habían conseguido encontrar a Judit Perle casi al término del segundo día de búsqueda?

—Mi señor —dijo el sargento de más edad extendiendo una mano para sujetar la embarcación y arrastrarla a la orilla—, hemos buscado por ambas orillas de este tramo del río y no hemos encontrado nada ni nadie confiesa saber nada.

—A mí tampoco me han ido demasiado bien las cosas —dijo Hugo—, exceptuando el hecho de que esta embarcación debe de ser la que utilizaron para llevársela. Estaba prendida en un espino un poco más abajo, pero pertenece al puente. No es necesario buscar más allá, a menos que la hayan vuelto a trasladar a otro sitio, lo cual no es probable.

—Hemos registrado todas las casas y los huertos que bordean el camino. Os vimos bajar por el río, mi señor, y entonces volvimos a mirar por aquí, pero ya veis que todo está a la vista. Maese Fuller nos permitió registrar toda su propiedad.

Hugo miró a su alrededor con expresión desanimada.

—No, no hay apenas ninguna posibilidad de que aquí ocurriera algo de día y sin que nadie se diera cuenta, y fue a primera hora de la mañana cuando ella desapareció. ¿Alguien ha registrado los almacenes de maese Hynde?

—Lo hicimos ayer, mi señor. Su esposa nos entregó gustosamente la llave. Yo mismo estuve allí y también estuvo mi señor Herbard. Dentro no había más que vellocinos embalados que ocupaban todo el espacio desde el suelo hasta el techo. Parece que este año el esquileo le ha ido muy bien.

—Mejor que a mí —dijo Hugo—. Pero yo no tengo más que trescientas ovejas y eso no es nada en comparación con lo suyo. Bueno, como habéis estado trabajando todo el día, ahora ya podéis iros a descansar a casa —Hugo apoyó el pie en el banco de remar y saltó a la orilla. La embarcación se balanceó suavemente bajo su peso—. Aquí ya no podemos hacer nada más. Será mejor que vuelva al castillo a ver si alguien, por casualidad, ha tenido mejor suerte que yo. Entraré por la puerta oriental, Madog, pero te podemos prestar dos remeros, si quieres, para que te ayuden a subir por la corriente con las dos embarcaciones. Algunos de estos muchachos que han participado en la búsqueda agradecerían que los llevaran hasta el puente —el gobernador miró al grupo que se mantenía a una cierta distancia, observando y escuchando respetuosamente—. Mejor que ir a pie, chicos, después de la caminata que os habéis pegado hoy. ¿Quién va ser el primero?

Dos hombres se acercaron para desenganchar las embarcaciones y acomodarse junto a los bancos de remar. Después, se adentraron en la corriente, adelantándose a Madog, y empezaron a remar a buen ritmo. Observando que el tejedor Bertredo se abstenía de ofrecer sus vigorosos brazos, Cadfael pensó que, a lo mejor, el paseo a casa desde la cercana puerta del castillo no hubiera sido mucho más largo que el paseo desde el puente después de desembarcar, por lo que el mozo no veía la necesidad de ofrecerse como voluntario. Puede que no fuera demasiado experto con el remo. Pero eso no justificaba la leve sonrisa y la comedida satisfacción que revelaba su bello rostro cuando se apartó discretamente detrás de sus compañeros. Y tampoco justificaba la última visión que Cadfael tuvo de él cuando se volvió a mirarle por encima del hombro desde el centro de la corriente del río. Bertredo se demoró detrás de Hugo y de sus hombres mientras éstos se dirigían a buen paso hacia el camino y la puerta oriental de la ciudad, se detuvo un instante a observarlos mientras subían por la pendiente y después dio media vuelta y tomó, con paso decidido, pero pausado, la dirección contraria, encaminándose hacia la cercana arboleda como si tuviera algún asunto importante que resolver allí.

Bertredo regresó a cenar a casa al anochecer. Allí todo andaba trastornado, tanto el trabajo como las horas de las comidas o cualquier otra cosa que sirviera para marcar las horas en el orden habitual. Miles salía del taller a la calle una docena de veces cada hora, y se acercaba corriendo a cualquier soldado de la guarnición que pasara por allí por si hubiera alguna noticia, pero no la había. En cuestión de dos días se había puesto tan nervioso y estaba tan agitado que hasta su madre, por una vez sumida en un relativo silencio, procuraba apartarse para no irritarle. Las chicas de la hilandería se pasaban el rato murmurando en lugar de trabajar y se reunían a chismorrear con los tejedores cada vez que él volvía la espalda.

—¡Quién hubiera dicho que se preocupaba tanto por su prima! —se asombró Branwen, asustada ante la inquietud que reflejaban las tensas facciones de su rostro—. Claro que un hombre tiene que preocuparse por sus parientes, pero… cualquiera diría que ha perdido a su prometida y no a su prima por la cara de aflicción que pone.

—Estaría mucho menos preocupado por su Isabel —comentó un cínico tejedor—. La chica aportará al matrimonio una dote considerable y él está bastante satisfecho con el trato, pero encontraría otros peces no menos buenos si ella se escapara del anzuelo. En cambio, doña Judit es su vida y su futuro. Además, los dos se llevan muy bien por lo que siempre he podido ver. Tiene sobradas razones para estar preocupado.

Y vaya si lo estaba, mordiéndose las uñas y frunciendo el ceño a lo largo de todo el día y, por la noche, cuando se interrumpía la búsqueda, sumiéndose en un estado de mudo y resignado abatimiento mientras aguardaba la llegada del amanecer para reanudar las tareas. Al alborear el segundo día, pareció que ya se había registrado toda la ciudad y se habían visitado todas las casas, huertos y pastizales de los suburbios. Ya no sabían dónde buscar.

—No puede andar muy lejos —insistía en decir doña Águeda—. Seguro que la encontrarán.

—Tanto si anda lejos como si no —replicaba Miles, desanimado—, el caso es que la tienen bien escondida. Algún villano la ha raptado sin duda. ¿Y si se viera obligada a ceder y después tuviera que aceptarle por marido? ¿Qué sería de ti y de mí si entrara otro amo en esta casa?

—Eso jamás ocurrirá, ya sabes tú lo reacia que es ella a volverse a casar. No, pierde cuidado. Si un hombre abusara de ella, lo más seguro es que, una vez se librara de él, ¡porque se librará, ya lo verás!, hiciera lo que está pensando desde hace tiempo, entrar en un convento. ¡Y sólo faltan dos días para el pago del tributo de la rosa! —señaló Águeda—. ¿Qué ocurrirá entonces, si llega el día y ella no aparece?

—Entonces el acuerdo quedaría sin efecto y haría tiempo para pensar mejor las cosas, pero eso sólo puede hacerlo ella. Hasta que no la encontremos, no se puede hacer nada. Mañana volveré a participar en la búsqueda —añadió Miles, sacudiendo la cabeza en gesto de exasperación ante el fracaso del gobernador del rey y sus hombres.

—Pero ¿dónde? ¿Qué queda todavía por registrar si ya han estado en todas partes?

Una pregunta harto difícil y sin ninguna respuesta de momento. Bertredo regresó al anochecer a la tensa atmósfera que se respiraba en la casa, aparentemente preocupado por el hecho de que no se hubiera descubierto todavía el menor rastro de su ama y, sin embargo, con una expresión tan jovial y risueña que Miles lo trató con unos malos modos muy impropios de su buen carácter habitual y le dirigió una enfurecida mirada cuando el mozo se retiró prudentemente a la cocina. En las cálidas noches estivales resultaba mucho más agradable salir a tomar el fresco que permanecer en la oscura cocina llena de humo en la que todavía perduraba el calor del fuego aunque lo hubieran cubierto con turba o apagado hasta la mañana siguiente. Sólo Alison, la madre de Bertredo, que cocinaba para la familia y los trabajadores, esperaba con impaciencia a su hijo con una marmita todavía caliente sobre el fuego apagado.

—¿Dónde has estado tanto rato? —le preguntó, volviéndose a mirarle con un cucharón en la mano cuando él cruzó la puerta y fue a sentarse en su lugar de costumbre junto a la alargada mesa de caballete. Al pasar por su lado, el joven le dio un beso y le acarició la redonda y sonrosada mejilla. Era una mujer regordeta que todavía conservaba los bellos rasgos que había transmitido a su hijo—. ¿Te parece bien haberme hecho esperar hasta tan tarde? —dijo, depositando una escudilla de madera delante de él—. A saber lo que habrás estado haciendo por ahí, porque no me irás a decir que la has traído a casa ¿verdad? Ya te imagino presumiendo como un pavo real. Algunos hombres regresaron a casa hace más de dos horas. ¿Dónde has estado tú desde entonces?

En la oscura cocina apenas se distinguía la leve sonrisa de satisfacción de Bertredo, pero el tono de su voz transmitía un alborozo cuidadosamente reprimido. El joven asió el brazo de su madre y la atrajo hacia el banco para que se sentara a su lado.

—¡No te preocupes por el dónde y déjame a mí el porqué! Tenía que esperar una cosa y la espera ha merecido la pena. Madre… —añadió Bertredo, bajando la voz en tono confidencial—… ¿te gustaría ser algo más que una criada en esta casa? ¿Una noble dama y una respetada viuda? Pues espera un poco y verás cómo hago mi fortuna y también la tuya. ¿Qué dices a eso?

—Menudas ideas has tenido tú siempre —contestó Alison sin asombrarse demasiado, aunque sin querer burlarse de él—. ¿Y cómo pretendes conseguirlo?

—No te puedo decir nada hasta que ya esté hecho. Ninguno de los sabuesos que andan buscando por ahí todo el día sabe lo que yo sé. Es lo único que puedo decir y no se lo he dicho a nadie más que a ti. Pero, madre… tengo que volver a salir esta noche cuando haya oscurecido del todo. No te preocupes, sé lo que me llevo entre manos; tú limítate a esperar y ya verás. Pero esta noche no tienes que decirle ni una sola palabra a nadie.

Alison se apartó un poco para poder ver mejor la burlona sonrisa de sus labios.

—¿Qué te propones? Puedo mantener la boca cerrada cuando hace falta. Pero no vayas a meterte en un lío. Si sabes algo, ¿por qué no lo has dicho?

—¿Para perder el mérito junto con el aliento? No, eso déjamelo a mí, madre, sé lo que me hago. Mañana lo verás por ti misma, pero esta noche, ni una sola palabra. ¡Prométemelo!

—Te pareces a tu padre —dijo Alison, esbozando una sonrisa—, siempre lleno de grandes proyectos. Bueno, si tengo que pasarme la noche en vela por culpa de la curiosidad, que así sea. ¿Cómo iba yo a interponerme en tu camino? No diré ni una sola palabra, te lo prometo. ¡Pero ten mucho cuidado! —añadió, súbitamente inquieta y angustiada—. Alguien más que tú podría andar por ahí entregado a peligrosas actividades nocturnas.

Bertredo se rio, abrazó impulsivamente a su madre y salió silbando al patio.

Su cama estaba en el cobertizo de los telares y no tenía a ningún compañero que pudiera despertarse y oírle salir. Pasada ya una hora de la medianoche tampoco tendría dificultades para salir del patio a través del estrecho pasadizo que daba a la calle sin que nadie de la casa le viera. Había elegido el momento con mucho cuidado. No tenía que ser demasiado temprano so pena de que todavía hubiera alguien levantado y tampoco podía ser demasiado tarde, pues entonces saldría la luna y la oscuridad era más conveniente para sus propósitos. Estaba efectivamente muy oscuro cuando empezó a recorrer el laberinto de callejuelas entre la parte superior de la calle Maerdol y el castillo. La puerta de la ciudad del lado oriental formaba parte de las defensas del castillo y estaría guardada y cerrada. En los últimos años Shrewsbury había estado a salvo de los ataques desde el este, y sólo alguna que otra incursión galesa por el oeste había turbado la paz del condado, pero, aun así, Hugo Berengario mantenía la vigilancia sin interrupción. Sin embargo, el portillo más oriental, que daba acceso al río bajo la misma torre de la fortaleza, se podía utilizar tranquilamente. Sólo en los momentos de posible peligro se cerraban y atrancaban todos los portillos y se colocaban centinelas en las murallas. Los jinetes, los carros y los carretones del mercado tenían que esperar a que se abrieran las puertas al amanecer, pero un hombre solitario podía pasar al otro lado de la muralla a cualquier hora. Bertredo se sabía orientar muy bien en la oscuridad y caminaba y se movía tan sigilosamente como un gato. Cruzó el portillo, salió a la herbosa pendiente cubierta de arbustos que bajaba hacia el río, y cerró la puerta a su espalda. La corriente del Severn despedía fugaces destellos de luz, perceptibles como temblores en la oscuridad. El cielo estaba ligeramente encapotado y sin estrellas; no era tan oscuro como las sólidas masas de mampostería, tierra y árboles, por lo que las siluetas de estas últimas se recortaban claramente sobre un negro trasfondo. Cuando saliera la luna, una hora más tarde, el cielo probablemente se despejaría. Bertredo tuvo tiempo para detenerse a pensar un momento en lo que iba a hacer. Apenas soplaba viento, pero convendría que lo tuviera en cuenta para evitar que el mastín del vigilante del batanero husmeara su presencia en el aire. Se humedeció un dedo para hacer la comprobación. La ligera brisa soplaba desde el suroeste, corriente arriba. Tendría que rodear la mole del castillo prácticamente hasta los límites de los huertos que bordeaban el camino y describir un cauteloso círculo para llegar a la parte de atrás del almacén de lana.

Le había echado un buen vistazo por la tarde. Lo mismo habían hecho el gobernador, sus sargentos y todos los voluntarios que participaban en la búsqueda. Pero ninguno de ellos había entrado y salido dos o tres veces de aquel almacén como Bertredo, cuando iba a recoger los vellocinos para la señora Perle. Y tampoco habían estado presentes en la cocina de la señora Perle la víspera de su desaparición cuando Branwen les refirió la intención de su ama de ir a la abadía a primera hora de la mañana siguiente para modificar los términos del acuerdo y ceder la propiedad sin ninguna condición. Por consiguiente, nadie excepto Bertredo, había visto, cómo Gunnar, el criado de Hynde, se terminaba de beber la cerveza poco después, se guardaba los dados en el bolsillo y se retiraba con cierta prisa, a pesar de que, hasta aquel momento, había parecido dispuesto a quedarse a pasar allí un buen rato. Sólo una persona, aparte Bertredo, se había enterado de aquel propósito y se había marchado de inmediato para revelárselo a alguien más. Quienquiera que éste fuera, joven o viejo, no importaba. Lo curioso era que Bertredo hubiera tardado tanto en adivinar las intenciones. La contemplación aquella tarde de la ventana del viejo despacho fuertemente cerrada y atrancada por fuera y probablemente muy bien asegurada por dentro, fue lo único que necesitó para comprenderlo. Si después esperó pacientemente entre los árboles hasta la puesta del sol para ver quién salía por el portillo de la muralla de la ciudad y adonde se dirigía exactamente con su cesto de mimbre, fue por simple precaución, para confirmar ulteriormente su certeza.

En el gran bolsillo interior de su chaqueta guardaba un largo escoplo y un martillo, aunque más le valdría no hacer ruido. Le bastaría levantar la tranca exterior de su soporte, aunque sospechaba que el postigo estaba clavado en el marco. Un año antes alguien había robado unos vellocinos entrando por allí y, como el pequeño despacho del interior ya no estaba en uso el viejo Hynde había mandado sellar la ventana para evitar nuevos robos. Ésa era otra de las cosas que ignoraba el gobernador.

Bertredo descendió por el prado situado más allá del almacén, con el viento de cara. Para entonces, las formas de las cosas se distinguían con toda claridad, destacando con su negrura sobre una obscuridad desvaída. El edificio se interponía entre él, los talleres de Godofredo Fuller y el brillo apagado del río se veía a su izquierda, un poco más allá. Y, por encima de él, doblando su estatura, estaba el marco de la ventana, cerrada, apenas perceptible en medio de la oscuridad.

La subida no le plantearía dificultades porque ya había tomado medidas. El edificio era viejo y, como su muro posterior daba a la pendiente, la base de las planchas verticales de madera había sufrido los estragos de la lluvia y la humedad que la habían podrido. El viejo Hynde, siempre reacio a gastar dinero, la había reforzado con unos troncos partidos, ajustados horizontalmente por encima del alféizar, los cuales le permitirían apoyar los pies y alcanzar el tosco alféizar de la ventana, que era lo suficientemente ancho como para poderse apoyar, manteniendo una oreja pegada a los postigos.

Se encaramó con cuidado, se agarró firmemente con la mano al tablón que cerraba la ventana, colocó una pierna sobre el alféizar y contuvo la respiración al ver un hecho extraño e inesperado. Los postigos encajaban bien, pero no a la perfección. A lo largo de un palmo, en el centro donde se juntaban las hojas, se filtraba un poco de luz, pero la rendija, tan fina como un dorado cabello, era demasiado estrecha como para permitir ver el interior. Bueno, tal vez no fuera tan extraño. A lo mejor, habían tenido la delicadeza de dejarle una vela o una lámpara en su prisión. Tenían que procurar causarle las menores molestias posibles para, de este modo, vencer más fácilmente su resistencia. La fuerza sólo sería necesaria en caso de que fallara todo lo demás. Pero dos días sin ningún progreso ya se podían empezar a considerar un fracaso.

El escoplo que guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta se le estaba clavando dolorosamente en las costillas. Se introdujo cautelosamente la mano en el bolsillo y sacó las herramientas depositándolas a su lado sobre el alféizar para poder acercarse un poco más a la rendija de luz y pegar el oído a ella.

El súbito sobresalto que experimentó por poco no le hizo caer del alféizar. Acababa de oír una clara y firme voz muy cerca de los postigos:

—No, no me haréis cambiar. Ya hubierais debido comprenderlo. Ahora soy un problema para vos. Vos me trajisteis aquí y ahora me tendréis que sacar de la mejor manera que podáis.

La voz que respondió se oía más lejos, tal vez desde el otro extremo de la estancia; sonaba abatida y las palabras no se escuchaban con claridad aunque el tono era de desesperada súplica y queja. Era la voz de un hombre, pero tan irreconocible que Bertredo no pudo establecer si pertenecía a un joven o a un viejo, a un amo o a un criado.

Su plan había fallado. Lo más que podía hacer era esperar, pero, como esperara demasiado, saldría la luna y los riesgos se multiplicarían. El lugar era el que él pensaba, sus sospechas se habían confirmado y la mujer estaba allí. Pero había elegido mal el momento, pues su carcelero estaba con ella.