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Los genetistas y los naturalistas llegan a un consenso: la segunda revolución darwiniana
El avance en la ciencia raramente es constante y regular. Tampoco es necesario describirlo en los términos de Thomas Kuhn como una serie de revoluciones separadas por largos periodos de ciencia normal en continuado progreso. Más bien, al estudiar disciplinas científicas concretas, se observan grandes irregularidades: unas teorías se ponen de moda, otras caen en el olvido, algunos campos disfrutan de un considerable acuerdo entre sus investigadores en activo, otros campos están divididos en varios grupos de especialistas ferozmente enfrentados entre sí. La última descripción da cuenta bastante bien de la situación de la biología evolutiva entre 1859 y aproximadamente 1940.
La oposición a la selección natural siguió viva durante unos ochenta años después de que se publicara el Origen. A excepción de unos pocos naturalistas, apenas había un solo biólogo, y con seguridad ningún biólogo experimental, que admitiera la selección natural como la única causa de la adaptación. Podría pensarse que el redescubrimiento de las leyes de Mendel en 1900 produjo un cambio inmediato en las actitudes hacia la selección natural, pero no fue este el caso. Los descubrimientos de la genética dejaron entonces muy claro que el material genético era de carácter particulado (de ahí que la herencia no pueda ser mezclada), y por lo tanto, que la herencia era dura (es decir, que no es posible ningún tipo de herencia de caracteres adquiridos). Aun así, los más destacados mendelianos —Bateson, De Vries y Johannsen— no aceptaron la selección natural, sino que atribuyeron el cambio evolutivo a la presión de mutación.
El debate contra el creacionismo
En la década de 1920, la mayoría de los estudiosos de la evolución pertenecían a una de estas tres disciplinas biológicas: la genética, la sistemática o la paleontología. Se diferenciaban en sus intereses y en el tipo de conocimientos que poseían. Los naturalistas (tanto los sistemáticos como los paleontólogos) no se habían familiarizado lo suficiente con los avances que se habían producido en la genética después de 1910 y, por lo tanto, se enfrentaban a los conceptos evolutivos erróneos de los mendelianos, como si aún fuera este el punto de vista de la genética. A su vez, los genetistas ignoraban la rica bibliografía existente sobre variación geográfica y especiación y, por consiguiente, nada de lo contenido en los escritos de T. H. Morgan, H. J. Muller, R. A. Fisher o J. B. S. Haldane podía explicar la diversificación de las especies, el origen de los taxones superiores o el origen de las innovaciones evolutivas. Más aún, ambos grupos trabajaban en niveles jerárquicos diferentes: los genetistas con la variación intrapoblacional en el nivel del gen, los naturalistas con la variación geográfica de las poblaciones y con las especies. Cuando en ese periodo los genetistas y los paleontólogos, o los genetistas y los taxónomos, tenían reuniones conjuntas, sus puntos de vista respectivos eran tan distintos que aparentemente eran incapaces de comunicarse entre sí.
Pero durante la década de 1920 se sentaron las bases para un consenso final. No sólo la herencia mezclada y la herencia blanda habían sido definitivamente rechazadas por los genetistas durante este periodo, sino que la aparición de mutaciones espontáneas había quedado firmemente establecida, algo que los fisicistas deterministas del siglo XIX nunca habían aceptado. Por otra parte, Morgan y su escuela, así como Edward East y Erwin Baur, descubrieron que la mayoría de las mutaciones sólo producían pequeños efectos en el genotipo y que no se parecían en absoluto a las grandes mutaciones previstas por los primeros mendelianos. En este período, se clarificó la diferencia entre genotipo y fenotipo y se comprendió que lo que se selecciona son genotipos completos, no genes individuales. Por lo tanto, se vio que era la recombinación genética y no la mutación la fuente inmediata de la variación genética que queda disponible para la selección. El modo en que actúa la selección en una población fue comprendido mucho mejor cuando se relacionó con estos avances del conocimiento.
Al cabo de pocos años, bastante inesperadamente, se llegó a un amplio consenso entre los genetistas, los sistemáticos y los paleontólogos. Julian Huxley (1942) introdujo el término «síntesis evolutiva» para designar la aceptación por los grupos de evolucionistas antes enfrentados de una teoría evolutiva unificada. ¿Cómo pudo producirse con tanta rapidez este inesperado acuerdo? En 1974 se organizaron dos reuniones para buscar una respuesta a esta pregunta (Mayr y Provine, 1980). Resultó evidente que la síntesis de puntos de vista opuestos fue posible cuando una serie de taxónomos —Sergei Chetverikov, Theodosius Dobzhansky, E. B. Ford, Bernhard Rensch y yo mismo— se familiarizaron con la genética posmendeliana (es decir, la genética de poblaciones) y desarrollaron un darwinismo actualizado que combinó los mejores elementos de la genética y de la sistemática. Además, se debe a George Gaylord Simpson el haber incorporado la paleontología y la macroevolución a la síntesis. Demostró que los fenómenos que estudian los paleontólogos —es decir, la macroevolución o la evolución por encima del nivel de especie— son coherentes íntegramente con los descubrimientos de la genética moderna y los conceptos básicos del darwinismo. Independientemente, Rensch en Alemania y L. G. Stebbins en Norteamérica demostraron lo mismo para las plantas.
El nuevo consenso fue abanderado y defendido por la obra de Dobzhansky Genetics and the Origin of Species (1937), seguida de Evolution: The Modern Synthesis de J. Huxley (1942), Systematics and the Origin of Species de Mayr (1942), Tempo and Mode in Evolution de Simpson (1944), Neuere Probleme der Abstammungslehre de Rensch (1947) y Variation and Evolution in Plants de Stebbins (1950). Estos autores han sido denominados a menudo como los arquitectos de la síntesis evolutiva. Se trata hasta cierto punto de una selección arbitraria, ya que también se podría haber incluido entre estos arquitectos a algunos evolucionistas que publicaron antes de 1937, como Chetverikov, Sumner, Stresemann, Fisher, Haldane y Wright.
La naturaleza de la síntesis evolutiva
Lo que ocurrió en el periodo en que se produjo la síntesis, de 1936 a 1950, no fue una revolución científica; más bien fue la unificación de un campo que hasta entonces había estado muy disgregado. La síntesis evolutiva es importante porque nos ha enseñado cómo puede producirse una unificación de este tipo: no tanto gracias a nuevos conceptos revolucionarios como por un proceso de limpieza, de rechazo definitivo de teorías erróneas que habían sido responsables del desacuerdo existente hasta entonces. Entre los logros constructivos de la síntesis estuvo la consecución de un lenguaje común entre los campos implicados y la clarificación de muchos aspectos de la evolución y de los conceptos subyacentes.
El periodo de la síntesis no se caracterizó por las grandes innovaciones sino más bien por un aprendizaje recíproco. Los naturalistas que hasta entonces no lo sabían aprendieron de los genetistas que la herencia siempre es dura, nunca blanda. No puede haber influencia del ambiente heredable, ni herencia de caracteres adquiridos. Las tesis de Weismann se adoptaron finalmente con carácter universal, más de cincuenta años después de que él las hubiera propuesto por vez primera. Otro descubrimiento de la genética, su carácter particulado, también fue adoptado finalmente con carácter universal. Hasta entonces muchos naturalistas distinguían dos tipos de caracteres, los mendelianos (particulados), que consideraban irrelevantes desde el punto de vista evolutivo, y los graduales o mezclados, que, siguiendo a Darwin, consideraban como el auténtico material de la evolución.
La aceptación de estos dos descubrimientos de la genética ayudó a refutar las tres principales teorías que habían competido con la selección natural desde que fuera publicado el Origen (Bowler, 1983). Estas teorías, como ya hemos visto, eran: 1) el neolamarckismo (la herencia de caracteres adquiridos y otras formas de herencia blanda); 2) las teorías autogenéticas basadas en la creencia de un impulso interno hacia el progreso evolutivo (ortogénesis, nomogénesis, aristogénesis, principio del omega), y 3) las teorías saltacionales de la evolución, que postulaban la aparición repentina de formas de vida radicalmente nuevas (mutaciones de De Vries). Quizás ningún otro autor haya contribuido más a la refutación de estas tres teorías que G. G. Simpson, cuyas obras Tempo and Mode (1948) y Meaning of Evolution (1949) se dedican en gran parte a demostrar su falsedad.
Pero la síntesis no consistió simplemente en la aceptación general por parte de los naturalistas de los principios de la genética de poblaciones teórica. Para comprender los logros de la síntesis, debe apreciarse el carácter fuertemente tipológico y saltacionista que tenían los puntos de vista evolutivos de los primeros mendelianos (Provine, 1971). Equiparar mendelismo a genética es una caricaturización abusiva de la historia. En realidad, ambos rechazaban la herencia blanda y mezclada, aunque, por otra parte, los puntos de vista evolutivos de Bateson, De Vries y Johannsen fueron rechazados durante la síntesis (Mayr y Provine, 1980). De hecho, el neolamarckismo, aparentemente, explicaba la evolución mejor que las teorías saltacionistas de los mendelianos.
Un logro fundamental de la síntesis fue, por tanto, desarrollar una visión unificada del cambio genético. Darwin, aceptando la opinión que existía universalmente sobre esta materia, pensaba que la variación tenía dos tipos de manifestaciones: las drásticas, a las que suele designarse como rarezas, y las pequeñas, que consisten en una variación gradual o cuantitativa. Para Darwin, lo importante en evolución era la variación gradual. Por el contrario, los mendelianos insistían en que las nuevas especies se originaban mediante mutaciones drásticas. Las investigaciones genéticas de Nilsson-Ehle, East, Castle y Morgan durante el primer tercio del siglo XX mostraron con claridad que las variantes drásticas y las diferencias mínimas son sólo extremos de un espectro de variación continua y que los mismos mecanismos genéticos actúan en las mutaciones responsables de diferencias de todos los rangos.
Este descubrimiento tuvo una serie de consecuencias importantes. Permitió la reconciliación de los mendelianos con los que estudiaban la herencia cuantitativa. También permitió tender un puente entre la microevolución y la macroevolución. Y lo que es más importante, demostró la falsedad del credo esencialista. No hay una esencia uniforme de la especie, sino que cada individuo tiene un genotipo muy heterogéneo (que varía de individuo a individuo). La creencia en dos tipos de variación siguió estando muy extendida hasta la década de 1930, pero la nueva forma de interpretar la variación genética triunfó completamente durante la síntesis (Sapp, 1987).
La comprensión de que la variación gradual puede explicarse en términos de la herencia mendeliana (particulada) condujo también a la extinción de toda creencia en la llamada herencia mezclada. A este hecho ayudó el reconocimiento de una clara distinción entre genotipo y fenotipo, tal como mostraron Nilsson-Ehle., East y otros; era posible una «mezcla» completa de los caracteres del fenotipo a pesar del carácter particulado discreto de los factores genéticos subyacentes.
Las contribuciones de los naturalistas
A causa de los avances de la genética que hemos mencionado, a veces se afirma que la síntesis evolutiva consistió simplemente en la aplicación de la herencia mendeliana a la biología evolutiva. Esta formulación ignora dos factores importantes. Uno es que los genetistas, especialmente los experimentales y matemáticos, tenían tanto que aprender de los naturalistas como los naturalistas de ellos. Y segundo, el marco conceptual de la biología evolutiva se enriqueció enormemente con los conceptos y los hechos de la historia natural, que faltaban notoriamente en las obras de los genetistas.
Por ejemplo, la evolución, definida por los genetistas como «un cambio de las frecuencias génicas en las poblaciones», se percibía fundamentalmente como un fenómeno estrictamente temporal. Así lo refleja la siguiente afirmación de Muller «La especiación no representa ninguna fase absoluta en evolución, sino que se llega a ella gradualmente, y se sitúa imperceptiblemente en una posición intermedia entre la diferenciación racial, por debajo, y la diferenciación de géneros, por encima» (Muller, 1940, p. 258). En sus obras, los genetistas se concentraban casi exclusivamente en el componente temporal de la evolución. Los paleontólogos, que piensan por necesidad en términos de secuencias verticales, estuvieron también limitados al estudio de la evolución vertical hasta que fusionaron su pensamiento con la tradición horizontal de los naturalistas (Eldredge y Gould, 1972). Una de las contribuciones más importantes de los naturalistas, de los sucesores de Darwin, fue incorporar el pensamiento geográfico a la síntesis. El problema de la diversificación de las especies, la existencia de especies politípicas, el concepto biológico de especie, el papel de las especies y especiación en la macroevolución y muchos otros problemas evolutivos sólo pueden resolverse recurriendo a la evolución geográfica.
La incorporación de la dimensión geográfica fue de especial importancia para explicar la macroevolución. Los paleontólogos sabían desde hacía tiempo que existía una contradicción aparente entre el gradualismo que había postulado Darwin, confirmado por la genética de poblaciones, y los hallazgos concretos de la paleontología. Al seguir las líneas filéticas a lo largo del tiempo, aparentemente sólo se encontraban cambios graduales mínimos, pero no aparecían pruebas claras del cambio de una especie a un género diferente o del origen gradual de una innovación evolutiva. Al parecer, todo lo que era realmente novedoso surgía repentinamente en el registro fósil. Durante la síntesis quedó claro que, dado que los nuevos cambios evolutivos parecen tener lugar casi invariablemente en poblaciones locales aisladas, no resulta sorprendente que el registro fósil no registre estas secuencias. Un enfoque exclusivamente vertical no puede resolver esta aparente contradicción.
Otra contribución igualmente importante de los naturalistas fue la introducción del pensamiento poblacional en la genética. El mendelismo era fuertemente tipológico: la mutación versus el tipo salvaje. E incluso más tarde puede detectarse un fuerte componente esencialista en el pensamiento de muchos genetistas, no sólo en Morgan y Goldschmidt sino también en Muller y su búsqueda del genotipo perfecto y en R. A. Fisher. El pensamiento poblacional, con su énfasis en la unicidad de cada individuo en una población, fue incorporado a la genética por Chetverikov y sus discípulos (incluyendo a Timofeeff-Ressovsky), por Dobzhansky y por Baur. Con muy pocas excepciones (por ejemplo, la poliploidía), todos los fenómenos evolutivos son simultáneamente fenómenos genéticos y poblacionales.
Por último, los naturalistas, o al menos algunos de ellos, intentaron reemplazar la formulación estrictamente reduccionista de la mayoría de los genetistas por un enfoque más holístico. La evolución, según ellos, no consiste simplemente en un cambio de las frecuencias de los genes en las poblaciones, tal como afirmaban los reduccionistas, sino que al mismo tiempo es un proceso que afecta a los órganos, las conductas y las interacciones de los individuos y las poblaciones. Este punto de vista holístico de los naturalistas coincidía con el de los biólogos del desarrollo.
El triunfo de la selección natural
La síntesis supuso una reafirmación de la formulación darwiniana de que todo cambio evolutivo se debe a la fuerza directriz de la selección natural ejercida sobre una variación disponible en abundancia. Hoy en día estamos tan acostumbrados a la formulación darwiniana que corremos el riesgo de olvidar la gran diferencia que existe entre esta y las explicaciones evolutivas de los adversarios de Darwin.
Los naturalistas, en la tradición de Darwin, habían sido los más firmes defensores de la selección natural desde el principio, pero al igual que Darwin, casi todos ellos tendieron a creer simultáneamente en la existencia de una cierta proporción de herencia blanda. Cuando esta forma de herencia quedó definitivamente refutada, los más fervientes defensores de la selección natural estuvieron entre los naturalistas.
Hasta hoy no se ha escrito una buena historia de la aceptación de la selección natural por los genetistas. Chetverikov, Timofeeff-Ressovsky y Dobzhansky la habían heredado de una sólida tradición rusa (Adams, 1980). En ningún otro país tuvo la selección natural un apoyo tan extendido como en Rusia. Pero el régimen de Stalin, por razones ideológicas y políticas, barrió esta escuela genética que tanto éxito había tenido y en su lugar se instaló el charlatán Lysenko con sus acólitos. En Inglaterra hubo una fuerte tradición seleccionista en Oxford (Lankester, Poulton, etcétera), pero los mendelianos clásicos no necesitaban de la selección en absoluto, y en los Estados Unidos el pensamiento de Morgan se inscribió fundamentalmente en esta tradición. Sin embargo, existía una segunda tradición en los Estados Unidos, centrada en la Bussey Institution de Harvard (Castle, East, Wright), que aparentemente adoptó la selección sin reservas. En Francia, Lwoff, del Institut Pasteur, parece haber sido el primer seleccionista consistente, seguido posteriormente por Ephrussi, L’Héritier y Teissier. Pero incluso en ese momento los seleccionistas parecían estar en minoría entre los biólogos franceses. En todos los países menos en la URSS, el seleccionismo fue perdiendo fuerza gradualmente en los años posteriores a la síntesis.
Es comprensible que en las primeras etapas de la síntesis se subrayara fuertemente el papel universal de la selección natural, ya que entre los viejos evolucionistas continuaba existiendo un gran número de lamarckianos. Sin embargo, una vez que esta etapa fue superada, se desarrolló una tendencia hacia el reconocimiento de otros factores. Quizás la diferencia más importante que existe entre el biólogo moderno y Darwin esté en el papel que se asigna a los procesos estocásticos, mucho mayor que el otorgado por Darwin o los primeros neodarwinistas. El azar interviene no sólo en el primer paso de la selección natural —la producción de nuevos individuos genéticamente únicos mediante la recombinación y la mutación—, sino también durante el proceso probabilístico que determina el éxito reproductivo de estos individuos. Toda clase de limitaciones impiden siempre llegar a la «perfección». Aunque la selección natural sea efectivamente un proceso de optimización, la existencia de numerosas influencias contrarias hacen que el óptimo sea inalcanzable.
La unificación de la biología evolutiva conseguida por la síntesis dibujó la escena a grandes rasgos: la evolución gradual se debe al ordenamiento por selección natural de la variación genética y todos los fenómenos evolutivos pueden explicarse en términos de mecanismos genéticos conocidos. Esto constituyó una simplificación extrema, teniendo en cuenta que los procesos en la biología de los organismos suelen ser muy complejos, implicando a menudo varios niveles jerárquicos y soluciones variadas. La tarea de la biología evolutiva después de la década de 1940 fue convertir la teoría de textura gruesa de la evolución en una teoría de textura fina más realista. Al no estar ya limitados a una defensa del darwinismo, los seguidores de la síntesis evolutiva, mediante un análisis más detallado, empezaron a resolver las discrepancias que aún persistían, no sólo entre las tendencias reduccionistas de los genetistas y los puntos de vista organicistas de los sistemáticos y los paleontólogos, sino también las referidas a otros aspectos de la teoría evolutiva.