EPÍLOGO

Efrén Bustamante, dueño y presidente de Trama, una de las agencias de publicidad más antiguas y solventes de España, no había sentido una satisfacción tan enorme desde que, tras un año de perseguirla, consiguió comprar Polonesa, la yegua que luego le dio sus más dorados éxitos en el hipódromo.

No había sido fácil fichar a Sebastián Figueras. El amigo Azcona le había hecho la corte en nombre de la Agencia durante dos meses; pero aquel muchacho pedía mucho dinero, y los de Administración, al principio, se negaron a dárselo. Figueras, demostrando su temple, se mantuvo firme hasta conseguir unas condiciones sin precedentes en la historia de la publicidad. Viendo ante sí al ejecutivo, tan elegante, tan seguro en voz y movimientos, tan Trama, Bustamante daba cualquier suma por bien invertida.

—Bueno, en septiembre empezamos.

Figueras sonrió.

—Estoy ansioso por aprender —dijo.

—No tengas prisa —aconsejó Bustamante—. Conserva tu perspectiva de hombre de fuera, tu frescura de visión, y… Permeabilízate al ritmo de Trama. ¿Entiendes? Es imprescindible vibrar con Trama.

—¿Entrar en sintonía con el interno latir de ese equipo vivo llamado Empresa?

—¡Exacto! —Bustamante estaba encantado—. Me fascina lo que has dicho, porque ése es justamente el secreto… —Se echó para atrás en su butaca—. Tengo cincuenta y cinco años y llevo treinta en este negocio. ¿Qué he aprendido? Pues he aprendido, querido Sebastián, y en eso se basa mi humilde éxito, que un hombre no es nada. Llámese Einstein, llámese Cristóbal Colón, llámese Efrén Bustamante. El equipo es la clave del éxito. Saber seleccionarlo, conjuntarlo, inculcar en cada hombre que él, sin perder su fibra humana, creativa y original, no es más que un cable de la Gran Trama.

Figueras se quedó contemplando con serio respeto a su nuevo jefe. Pausada y gravemente, dijo:

—Será un privilegio trabajar con un hombre que no sólo tiene Visión, sino que sabe expresarla con sobriedad, convicción y fuerza.

Bustamante sonrió, halagado y sintiendo el alivio y la tranquilidad de quien, tras larga lucha solitaria, encuentra un hombre de confianza, un lugarteniente y, su instinto se lo decía y rara vez le fallaba en aquellas cosas, un auténtico amigo.

* * *

Blas se presentó en el apartamento a las ocho y media de la mañana, contento como unas pascuas y vestido de gala. Reyes, ya en pantalones y mangas de camisa, se quedó mirándolo, sin siquiera invitarlo a pasar.

—¿De qué vas? —preguntó.

—Setenta mil pelas me ha costado el conjunto. —Posó para el otro—. ¿Cómo lo ves, Cefe?

—Para ser más hortera necesitaría alguna luz —dijo Reyes, meneando la cabeza. Por bueno que fuese un conjunto de cuero, si era plateado dejaba de interesarle—. Y no me llames Cefe.

—Dirás que no es un farde.

—Prepárate un café.

—También me he comprado una Kawasaki.

—Te agradezco que no la hayas subido.

A las nueve llegó Elvira. Lucinda, que como siempre la acompañaba, tendió a Reyes un cilíndrico estuche de piel.

—¿Están todas? —preguntó él.

Elvira, cuyas conexiones en talleres eran tan eficaces como las que tenía en las redacciones, asintió con un gesto.

—El Cambio tiene un pliego repetido, pero el reportaje de las pinturas aparece completo.

Reyes había abierto el estuche y miraba su contenido. Las fotos de Catalina Yamanova y Ribera en «Arcadia» habían salido excelentemente reproducidas en Interviú. Diez Minutos publicaba íntegra la parte «mundana» de la entrevista con la rusa, en la que Ribera era descrito como «rico, tonto, crédulo… Quizá el hombre más fácil de engañar que he conocido. Me interesó por su posición, su movilidad y su prestigio. Es el marido ideal para una espía». Y, por último, las páginas de Garbo, albergaban el primer capítulo de las memorias de Charrito, donde se retrataba, con lujo de detalles, la intimidad de la que en el sesenta y seis fue pareja-escándalo del año. Ninguna de aquellas revistas se encontraba aún en los quioscos. No llegarían a ellos hasta el día siguiente. Reyes volvió a meterlas en el estuche y sonrió nerviosamente a Elvira.

* * *

Avanzando con Carlota del brazo hacia el exterior del salón de matrimonios civiles, Ribera recordó la alentadora leyenda de un poster de Carnaby: «Hoy es el primer día del resto de tu vida.» Parecía una simpleza, pero luego uno se quedaba pensándolo y, por muchas vueltas que le diera, siempre era así.

Y más en un día como aquél, cuando tenía la oportunidad de corregir errores e ingratitudes y recompensar la lealtad de la única persona que siempre se mantuvo firme a su lado.

Salieron al vestíbulo. Los contadísimos asistentes a la boda no cayeron en la frivolidad del arroz. Todo se había llevado con tanta discreción que, gracias a Dios, no se veían fotógrafos. Bastante hubo con el escandalito de «Arcadia», que fue sorprendentemente bien encajado por todos. Algún comentario irónico, algún guiño de complicidad, y en eso quedó.

Un ordenanza viejo e impertinente le tiró de la manga.

—¿Señor Ribera?

—¿Qué quiere?

—Acompáñeme, por favor.

—Pero, hombre de Dios… ¿no se da cuenta de que acabo de casarme?

El ordenanza, en cuyo bolsillo había dos mil duros que antes estuvieron en el de Reyes, no cedió.

—Será un momento. Es muy importante.

—Te acompaño —se ofreció Carlota.

—El señor tiene que venir solo —dijo el ordenanza.

Ribera sacudió la cabeza.

—¡Burocracia! —bufó, y siguió al hombre, que lo condujo hasta una oficina desierta.

—Espere aquí —indicó el viejo antes de retirarse.

Ribera quedó a solas, confuso. Momentos después, al abrirse la puerta y entrar Ceferino Reyes, pasó a estupefacto. Incrédulamente, preguntó:

—¿Era usted quien me buscaba?

—Sí, señor Ribera.

—Si viene a pedir lo que imagino, pierde el tiempo.

—Me voy a marchar de este país.

—Ése es un servicio por el que España deberá estarme agradecida, señor Reyes. Y le aconsejo que, la próxima vez que quiera un enemigo, se lo busque de su talla, su peso y su categoría, porque para aplastar a mosquitos como usted me basta con un sopapo. Espero que haya aprendido la lección.

—No sólo la he aprendido, sino que la agradezco y correspondo a ella con un regalo. —Le tendió el estuche. Ribera retrocedió, receloso—. No es una bomba.

Desconcertado, Ribera abrió el cilindro. Lo primero que sacó fue el Interviú, en cuya portada aparecía Catalina Yamanova, con los enhiestos pechos al aire y, a su lado, tumbado en el suelo pero perfectamente reconocible, él en su breve época dionisíaca.

—Lo que usted tiene delante es el futuro, señor Ribera. Hoy, muy pocos han visto estas revistas. Mañana podrá verlas toda España.

Ribera, como un robot, había sacado el resto del contenido del estuche. Cada publicación estaba abierta por la parte más contundente. Quedaron esparcidas sobre el escritorio. Desde unas páginas saltaban hacia él las fotos de Chevalier y Damián Pereira… Desde otras, un sumario con la despectiva opinión de Catalina Yamanova… Las fotos indiscretas, impúdicas de él y la Yamanova, repartidas por ocho páginas de Interviú… Apartó la mirada de las revistas. Se apoyó en el escritorio. Lentamente, se sentó en una silla y bajó la cabeza…

Reyes tomó el estuche. Garbo se había quedado dentro.

—Su esposa también es popular, don Fermín. Aquí la tiene, con un novio anterior.

Ribera alzó la mirada. En portada, los actuales Carlota y Charrito sonreían sobre un collage de fotos en blanco y negro de cuando su tórrido idilio.

Bajó de nuevo la mirada y la clavó en el suelo, ahogándose en la vergüenza, el deshonor, la humillación. La derrota.

—Si tiene redaños —dijo Reyes desde la puerta—, quédese en este país. Pero si, como pienso, no los tiene, cuando huya, no olvide que quien le echa de España es Ceferino Reyes, un don nadie. —Salió y cerró la puesta tras de sí.

* * *

—Te juro que si alguna vez tengo un hijo, le pondré Ceferino, Cefe —dijo Blas, más contento que unas pascuas al volante de su Renault Cinco turbo, comprado al mismo tiempo que la Kawasaki—. Mira que me caíste mal cuando te conocí. Me pareciste muy cutre y con muy mala leche. Y fíjate: me has puesto en casa.

—No me llames Cefe —dijo mecánicamente Reyes, con la vista fija en la carretera de Barajas. Ya habían dejado la autopista y pasaban frente a la terminal de carga.

—Lo que no me has dicho es qué demonios se te ha perdido en Australia…

—Para.

Blas ya estaba haciéndolo. También él había visto a Carlota detenida al borde de la carretera, junto a su inconfundible Mercedes.

Reyes se bajó del coche y tomó su bolsa de viaje.

—Déjanos solos —pidió a Blas, que estaba a punto de apearse igualmente.

—Vale, Cefe —dijo Blas—. Suerte con los canguros.

Al marcharse el Renault, Carlota avanzó hacia Reyes.

—Qué animal eres, Ceferino. Por poco me dejas viuda.

—¿Cómo está Ribera?

—Ha pedido que le trasladen a Los Ángeles, donde su hijo le atenderá. —Suspiró—. Veremos qué tal me llevo con mi hijastro. Saldremos esta tarde a primera hora. De momento, mi marido está bajo sedación intensa.

—¿Has echado un vistazo a las revistas?

—Claro. Os habéis pasado. ¡Qué horror! En cuanto la gente ate cuatro cabos, pasaré a ser la Agustina de Aragón de los pendones.

—Yo me vengué, tú te casaste. De eso se trataba, ¿no?

—¿Te sientes muy satisfecho?

—Sí. A mi lado, James Bond me parece un mediocre.

La mujer meneó la cabeza como ante un caso sin remedio.

—¿Qué vas a hacer en Australia, Ceferino? Ya eres viejo para empezar aventuras. Y allí no quieren tipos de tu edad… Lo averigüé. Tampoco les hacen maldita falta periodistas, ni productores, ni locutores, ni guionistas. Lo que quieren son camareros, carpinteros, fontaneros… Gente útil.

—Algo podrá hacer allí un cincuentón.

—Sí, claro. —Carlota sonrió tristemente—. Si llevas más de un cuarto de millón de dólares, no te preguntan por los años ni por el oficio.

—Entonces no hay problema. Yo andaré entre los trescientos y los quinientos mil.

Carlota parpadeó varias veces.

—¿Cómo?

—Dólares —aclaró Reyes.

—¿Qué quieres decir?

—Elvira está manejando a nivel internacional las exclusivas de la Yamanova. Ha vendido las fotos para todo el mundo, y la entrevista larga a Playboy, que la publicará en sus «Veinte preguntas». No veas cómo pagan… Ah, y People comparte la exclusiva de la entrevista corta con Diez Minutos.

—Pero entonces eres rico…

—No se ha dado mal la cosa —replicó él, con evidente satisfacción.

—¿Y a qué te vas a Australia si eres rico?

—A dejar de serlo, qué pregunta.

—¿Y no hay sitios mejores, tarado?

—A ver si te crees que voy a esquilar ovejas.

—¿Qué quieres decir?

—Que no pienso pelearles el sitio a los canguros y los conejos. He echado un vistazo al atlas y aquello está lleno de islitas.

—O sea que te va a lo Jacques Brel, sólo que sin cáncer, ¿no? —Reyes mantuvo una escrupulosa inexpresividad y Carlota meneó de nuevo la cabeza—. Nunca pensé que dijeras en serio lo de largarte al culo del mundo.

—Eso, Carlota, era no conocerme.

Montaron en el Mercedes y Carlota condujo hasta Salidas Internacionales. Detuvo el coche frente al edificio, pero sin intención de bajarse.

—Bueno, y aquí termina la historia —dijo—. ¿Crees que volveremos a vernos?

—Me gustaría —dijo Reyes.

—Probablemente, si en un año no me quedo viuda, en dos estaré divorciada.

—Buen par de cínicos estamos hechos. En fin, Carlota… Supongo que no me acompañas dentro.

—Las revistas están en la calle; tú eres el autor de los reportajes y mi marido la víctima. No es que porque nos vean juntos mi reputación vaya a empeorar mucho; pero… No, por favor.

Reyes había intentado besarla y ella retiró la cara.

—Tengo sicosis de fotógrafo escondido —explicó.

—Supongo que es lógico —sonrió Reyes. Se quedó mirando a la mujer, entre irónico y cariñoso—. ¿Será adiós, o hasta la vista?

—A lo mejor, dentro de un mes aparezco por Australia. Emplumada.

—En ese caso, lleva un clavel rojo para que te reconozca. —El hombre abrió la portezuela—. ¿Sabes? Lo he pasado muy bien contigo. En todos los aspectos. ¿Te das cuenta de que, probablemente, y aunque a ti te gusta Bergman, estamos hechos el uno para el otro?

—Siempre hay un roto para un descosido.

Se miraron por un largo momento, retrasando una separación que ambos presentían definitiva. Reyes buscó la mano de Carlota sobre el asiento y la apretó.

—Gracias por todo —dijo.

—Gracias a ti —replicó ella.

El hombre se bajó del coche y lo rodeó. Dejó su bolsa de viaje en el suelo y se inclinó sobre la ventanilla del Mercedes.

—Suerte, roto —deseó.

—Suerte, descosido…