CAPÍTULO 11
Las tres semanas que siguieron a la muerte de Regina fueron agotadoras, sobre todo después de la sedentaria rutina a la que Walter se había adaptado en el sanatorio. Sin embargo, con la plena colaboración de Briones, el administrador, y del servicio de Somosaguas, se hicieron las gestiones necesarias y se solventaron todos los problemas y, cuando aún no se había abierto el testamento de la fallecida, ya todo estaba en orden y él podía trasladarse a Inglaterra. En la noche de aquel lunes de julio tomaría el tren a Santander para embarcar al día siguiente, junto con su equipaje, del que era parte destacada el Bentley, en el ferry a Plymouth.
A media mañana, salió al jardín. Bajo el sol, los árboles, las flores y el césped rebosaban vida. El aroma del verano lo llenaba todo. No olería así Londres.
Paseó un buen rato por los conocidos senderos y se detuvo brevemente ante la piscina, en la que ni Regina ni él se bañaron nunca. El bello, acogedor y tranquilo mundo de Somosaguas se esfumaría para siempre. Sería sustituido por una ciudad que sólo conocía por lecturas e imágenes, que sólo lo atraía por instinto.
Entró en la casa y fue a su estudio, del que únicamente quedaba la parte funcional y los libros carentes de interés. Sobre el escritorio, varias carpetas de documentos e informes dejadas por Briones para él. Encima del montón, una nota del administrador anunciándole que los setecientos mil dólares girados desde Zurich ya habían llegado a la capital inglesa.
Un carraspeo llamó su atención. En la entrada del cuarto estaba Dámaso.
—Pase, por favor.
El criado pasó. Walter le indicó la silla frontera al escritorio y, al ver la vacilación del otro:
—Siéntese. —Sonrió, cordial, e insistió—: Siéntese, por favor.
Dámaso lo hizo.
—Supongo que el servicio estará preocupado…
—Es lógico, señor.
—Tranquilíceles. Sé que en el testamento de Regina hay generosos legados para todos ustedes. Tan generosos que, quien no quiera, no tendrá que volver a trabajar en toda su vida.
Dámaso tragó saliva, y aquel movimiento de nuez marcó la transición entre el criado que acababa de morir y el rentista recién nacido.
—Me gustaría tener palabras…
—No, Dámaso; no diga nada. Regina se sentía muy agradecida y obligada. Consideraba esos legados como el pago de la deuda de cariño y lealtad que contrajimos con ustedes.
—Gracias, señor.
—¿Ya terminaron de llevarse mis cosas?
—Aún falta la mitad de los libros, pero el jueves vendrán por ellos.
Walter se levantó y tendió la mano a Dámaso, que la estrechó con fuerza.
—Ha sido un honor y un placer trabajar para usted, señor.
* * *
Blas era alto, desgarbado y de pelo permanentemente revuelto. Su palidez, sus ojeras y su propensión a las bolsas bajo los ojos le daban pinta de golfo. Y lo era, pero no tanto. Por su aspecto, las personas temían de él grandes chorizadas, cuando lo cierto, la pura y exacta realidad, era que sólo cometía chorizaditas. Y no por maldad, sino porque tenía un agujero en la mano, como tantas veces le habían reprochado desde niño. Y si uno gastaba mucho, necesitaba pasta con frecuencia y urgencia, y no siempre se conseguía sin roces ni accidentes. De ahí su pésima y, según él, injusta fama.
Harto de caminar por la acera de Velázquez, se metió en su desvencijado Renault Ocho y comenzó a hojear distraídamente el comic que acababa de comprar en el quiosco. Tanto se abstrajo acariciando con la mirada las mórbidas formas de unas huríes espaciales dotadas de galáctica voluptuosidad, que por poco se le escapa. Sólo en el último momento se dio cuenta de que el Jaguar estaba esperando en doble fila. Hizo a un lado el comic, cogió la vieja y maltratada Nikon, y fotografió tres veces a Ribera antes de que se metiese en el coche.
Qué tío más plasta, pensó Blas en su R-8, siguiéndolo. Comparadas con aquel trabajo, las fotos de muebles de pino, que en su opinión eran el colmo de lo cutre, resultaban una bicoca.
* * *
Cómodamente retrepado en el asiento del Jaguar, Ribera era feliz. Dirigió un vistazo al ejemplar de El País que tenía entre las manos. En la última página, una foto suya, y unas declaraciones que, a no dudarlo, crearían controversia. Aspiró profundamente. Todo olía a vitalidad, juventud y entusiasmo. La presidencia de la Coi podía ser algo más que honores y poder en abstracto. Todo hombre tenía derecho a su faceta pública, política y, ¿por qué no?, también polémica… Winston Churchill jamás se mordió la lengua, y llegó a ser uno de los grandes estadistas de la historia. Y, como había comentado hacía sólo unos minutos Catalina en su cotidiana llamada, cuando estalló la segunda guerra mundial, Churchill contaba los mismos años que él ahora. Alcanzó la grandeza después de los sesenta y cinco, y llegó a cumplir los noventa y uno. Buen ejemplo.
Releyó de nuevo sus declaraciones que, por una vez, habían sido fielmente transcritas, sin que el periodista pusiera ni quitara nada. Rara avis. Duras, claras y firmes, ¿no eran sus palabras las de un impetuoso hombre político? ¿No eran, también, las de un hombre a quien el amor había hecho perder el respeto a los convencionalismos?
Sí y sí, se contestó, tras reflexionar unos instantes.
* * *
«La radio, que se siente con derecho pleno a autocalificarse “voz de la democracia”, no puede, quiere ni debe descender a las aberraciones en que han caído otros medios. Nuestro limpio historial nos impide incurrir en las tres funestas “eses” que campean en nuestra prensa más vendida: sexo, sensacionalismo y sangre, por no hablar de las groseras politiquerías y las descaradas tendenciosidades. Puede llegar un momento en que la radio, paladín de la libertad, deba convertirse en martillo del libertinaje y del desafuero.»
Figueras cerró los ojos, pero cuando volvió a abrirlos la última página de El País seguía ante él. No era un mal sueño. Dejó el periódico y se pasó una mano por la cara. El viejo se superaba. Aquellas declaraciones iban a traer cola. Pero mejor no calentarse, no cabrearse, tomárselo con calma. Ribera acababa de poner el Rubicón entre los dos, y Figueras no tenía ninguna intención de mojarse.
* * *
La noche anterior habían ido al cine y luego durmieron en el apartamento de Reyes. Se acostaron discutiendo y se levantaron igual.
Reyes salió del dormitorio y el olor a contaminación de la sala le hizo arrugar la nariz. En veinte días había lamentado infinidad de veces el arranque temperamental que lo impulsó a lanzar el bate contra la ventana: el cristalero, o bien no iba nunca (teoría de Reyes), o bien sólo iba cuando no había nadie en casa (explicación telefónica del cristalero). El caso era que, entre el ruido, la corriente que se formaba con la puerta y el olor a escapes, no había quien parase.
Comenzó a preparar uno de los sólidos desayunos a que se acostumbró en América. Cuando ya había terminado y estaba a punto de servirlo, apareció Carlota, que se quedó apoyada en la pared contemplando los seguros y precisos movimientos tan inesperados en un cocinero en camiseta y calzoncillos, con el pelo revuelto y la barba crecida. La mujer se cerró bien la masculina bata con que se cubría y se acercó a la pequeña mesa.
—¡Hmmm! Voy a engordar medio kilo.
—Supongo que hubieras preferido desayunar smorgasbord —comentó secamente Reyes.
—¿Cómo?
—Delicias suecas. O, en plan austero, arenques.
—Ceferino… —Carlota era toda ecuanimidad y paciencia: había descubierto que aquélla era la actitud que más lo sacaba de quicio—. A mí me gusta Bergman y a ti no. Es una simple cuestión de sensibilidad.
—De papanatismo —replicó él, lacónico y hosco.
—Que tú no lo entiendas no quiere decir que sea malo.
—No. El hecho de que yo no lo entienda quiere decir que… ¡Mejor dicho: claro que lo entiendo! ¡Es un soplagaitas! Y sus personajes no son ni suecos, ni nórdicos, ni protestantes, ni herméticos. ¡Son soplagaitas!
—Como quieras, Ceferino. Es una pequeñez por la que no merece la pena que nos enfademos.
Reyes le dirigió una mirada asesina, cogió El País y lo desplegó.
—¡Virgen santa, Ribera! —exclamó Carlota.
Él bajó lentamente el periódico.
—¿Qué dices?
—Ahí: en la última página.
Reyes encontró el artículo y cuando iba a mitad de lectura bajó el diario.
—Senilidad galopante —dictaminó—. El viejo lo está poniendo chupado de puro fácil.
—Si vas a hablar de tu tremebunda venganza, te ruego recuerdes que yo aún aspiro a convertirme en la segunda señora de Ribera.
—¿Y cuándo te decidirás a perder toda esperanza? ¿Cuando el viejo reviente del infarto que yo le voy a provocar?
—O cuando se publique el primer capítulo de las memorias de Charrito —replicó ella, indiferente—. Lo que ocurra antes. ¿Qué deslumbrante rasgo de originalidad ha tenido hoy?
—Quiere convertir a la Coi en la Cadena de Ondas de la Inquisición. —Meneó la cabeza—. Está chiflado. Como le pesquen en un renuncio, se va a enterar ese gilipollas de lo que vale un peine.
Después de desayunar, Carlota se marchó a entrevistarse con Figueras en la emisora. Reyes se quedó en el apartamento, estudiando los recortes que el día anterior le había llevado uno de sus jóvenes investigadores. Hacía calor y no se molestó en vestirse. Cuando, cerca de la una, sonó el timbre de la puerta, preguntó cautamente:
—¿Quién es?
—El espectro de mí mismo —replicó la voz de Damián.
Abrió. Las palabras de su amigo habían sido gráficas y exactas. El aspecto del hombre rayaba en lo preocupante. Muy pálido, con grandes ojeras, ojos turbios y movimientos inseguros.
—¿Me permitirás, querido Ceferino, que utilice tu apartamento como puerto de reposo para esta vieja nao? Hasta hace contados minutos, estaba durmiendo como un infante en el sofá de un señorial piso cerca de aquí. Tenías que haberlo visto: un lugar de veras admirable. —Tosió seca y fuertemente—. Me encontraba, como te digo, en un estado al lado del cual el nirvana era tener molestias, y de pronto aparece un pollo y me echa. Con modales impecables, eso sí: ni empujones, ni insultos. Me levanta en vilo y me deposita sobre el frío e impoluto mármol del descansillo, tras recorrer conmigo calculo que unos cuarenta metros de salones y pasillos. Ignoro dónde me metí, chaval, pero evidentemente no era mi sitio. —Chasqueó la lengua y se enfiló hacia el sofá—. No te molestaré. Creerás que he muerto.
—Ahí, no. Tengo que trabajar.
—¡Líbreme Nuestra Señora de la Sutil y Artera Venganza de interponerme en tu camino, juramentado amigo! —Miró turbiamente en torno, sujetándose al respaldo de una silla, y torció el gesto ante el ordenado panorama—. Por el repulsivo aspecto que tiene este otrora acogedor saloncito, deduzco que lo utilizas como taller para tu vindicta… ¿Te importa que, mientras haces de émulo de Edmundo Dantés, yo imite en tu lecho a la Bella Durmiente?
Reyes nunca había visto a Damián con tal mal aspecto ni tan borracho a aquellas horas.
—Anda, acuéstate. También tú haces unas visitas…
—Todo este bien que haces te será premiado cuando entremos en la Comunidad Económica Europea… —Y, tras esto, Damián se metió con paso vacilante en el dormitorio.
Reyes meneó la cabeza y volvió a su trabajo. Cinco minutos más tarde comenzó a sentir un poco de fresco. El espléndido día se había nublado, y el aire con promesa de lluvia entraba por el vacío ventanal. Se frotó los brazos. No se estaba poniendo el tiempo para ir en camiseta y calzoncillos. Fue a su cuarto e intentó abrir. Estaba cerrado.
—¿Para qué te encierras? Abre.
Al otro lado no se oyó nada.
—¡Damián! ¡Damián, coño!
Aquel borracho tenía el sueño de plomo. Reyes sacudió la puerta.
—¡Damián, leche, que tengo que vestirme!
El silencio por toda respuesta. Comenzó a advertir lo tétrico de la situación. En el cuarto tenía la ropa, los zapatos, la cartera con el dinero, la documentación y las tarjetas de crédito; las llaves, la agenda…
—¡Mierda! —Las cosas estaban feas. Descargó dos patadas contra la puerta. Inútiles. Y tampoco podía permitirse el lujo de echarla abajo después de haber roto el cristal de la terraza con un bate de béisbol hacía sólo veinte días—. ¡Mierda!
Volvió a la sala. Ni ropa, ni pasta. Bien. No te calientes. Esto no puede ser tan irremediable como lo ves… Pero si no echo la puerta abajo, no entro; y si no entro, me quedo como estoy, así que tú me contarás.
Sonó el teléfono. Contuvo el impulso de contestar. Si lo dejaba que repicase, el supletorio de la mesilla de noche despertaría a Damián. Corrió al dormitorio y aporreó la puerta dando voces para ayudar a la Telefónica. De pronto cesaron los timbrazos.
Reyes quedó quieto y en silencio. Cero resultados. Regresó a la sala. Cuando Damián se dormía era como si entrara en coma. ¡Y sólo faltaba que se hubiese muerto! Bueno… Miró el reloj. Carlota aún debía de estar con Sebastián. La llamaría para contarle lo que pasaba: ella tenía sentido práctico. Asunto solucionado. Levantó el auricular y se lo llevó al oído.
«Bip-bip-bip-bip-bip…»
Frunció el entrecejo. ¿Qué significaba aquello? ¿Sería posible que también el teléfono se hubiese estropeado? Accionó varias veces la clavija. Siguió el bip-bip…
Comprendió lo ocurrido. Antes, cuando llamaron, no fue que quien intentaba comunicar se cansase, sino que Damián había descolgado el supletorio. Es decir: que ahora su incomunicación y su indefensión eran totales. ¿Qué más podía ocurrirle?
Sonó un impresionante trueno a cuya señal un auténtico diluvio comenzó a caer sobre el Azca.
* * *
Poco después de mediodía dejó definitivamente Somosaguas. Su tren no salía hasta la noche y Walter tenía intención de hacer un último recorrido por la ciudad a la que no volvería. Entre sus planes no estaba pasar por la Coi; pero al fin se impuso la cortesía, y a la una entró en el antedespacho de Figueras. La señorita Matilde le dijo que su jefe estaba ocupado, precisamente con Carlota Núñez, y a Walter le agradó poder despedirse personalmente de la que había sido, durante casi medio año, su compañera de trabajo.
* * *
Al sonar el timbre de la puerta, Reyes pensó que, forzosamente, quien llegara podría echarle una mano. Al encontrarse frente a Blas recordó que toda regla tenía su excepción. El fotógrafo escuchó la historia de cómo Damián le había privado de todos sus bienes terrenos, sonrió con simpatía y comprensión, y pidió un anticipo.
Reyes parpadeó, sin dar crédito a sus oídos:
—¿Cómo?
—Me he quedado sin chapa, tío. ¿Qué le vamos a hacer? Suéltame mil duros, a ver si termino el día.
—Esto es el colmo. Me ves aquí, haciendo de fantasma de Canterville —alusión a la toalla de baño en que se había envuelto para combatir el fresco—, sin ropa, ni dinero, ni nada, ¡y lo único que se te ocurre es pedirme un anticipo!
—Es que me aburro, y cuando me aburro, me meto en cualquier parte y me compro cualquier cosa. Y me quedo sin pasta. Anda, suéltame aunque sólo sean dos mil calillas…
—¡¡Pero no ves que estoy en pelotas, insensato!!
—Cálmate, tío. ¿Mil?
—¿Acaso estás sordo?
—No. Pero hay que insistir. —Una esperanza, iluminó el rostro de Blas—. ¿No serás de los que guardan las monedas de veinte duros en un lindo potecito de la sala?
—No. ¿Es posible que yo todos los días te sacuda diez mil pesetas y a ti no te lleguen a la tarde?
—Pues sí, es posible.
—¿Dónde has dejado a Ribera?
—¡En la peluquería! ¿O quieres fotos de ese mamón esculpiéndose el pelo?
Masticando las palabras, Reyes replicó:
—Quiero que no te despegues ni un momento de él. Quiero que no le quites ojo. ¡Y que dejes de hacer escalas técnicas para pegar sablazos!
El fotógrafo se encogió de hombros. Sus esperanzas de conseguir el anticipo nunca habían sido muchas; pero al menos había matado veinte minutos.
—Si puedo hacer algo por ti… —se sintió obligado a ofrecer, ya en la puerta.
—¿Tienes pasta?
—No —replicó dignamente Blas.
—¿Ropa de mi talla?
—No.
—Entonces, lárgate a seguirle haciendo fotos a ese soplagaitas.
* * *
La Núñez estaba en alza. Aquel mensaje repetía el tam-tam de la selva radiofónica. Figueras lo sabía y era consciente de que la locutora había pasado, de poco menos que leprosa, a botín codiciado por otras cadenas.
Mirándola ante sí, el ejecutivo sintió casi afecto por ella. Comparada con la rusa, era un ángel, un dechado de virtudes. Pero no había que dejarse ganar por la nostalgia de tiempos más serenos.
—Carisma.
—¿Qué?
—Carisma. Ésa es la palabra. —Juntó las manos ante sus labios, como en plegaria, y perdió la vista en el techo—. Ese extraño don que, si no es de nacimiento, es imposible de adquirir. Y tú lo tienes, Carlota.
—Gracias.
—Has conquistado la noche. Tienes al público en un bolsillo. Entre los planes de la Coi para octubre figura anticipar una hora Tristeza de amor. De doce a dos. Eso, Carlota, significaría darle la batalla a José María García, ¿te das cuenta?
—De lo que me doy cuenta es de que no podría ver la tele hasta el final —replicó ella, con indiferencia. Pero percibía algo extraño, algo que, de momento, no situaba.
—Eso se te podría compensar —sonrió Figueras—. La Coi se siente tan satisfecha de ti que desea extenderte un nuevo contrato. Ya. Vigente también desde ya.
Situado: decía «la Coi» en lugar de «nosotros».
—Dos millones —dijo Carlota, sin variar su sonrisa.
Seriamente, pero sin alterarse mucho, Figueras replicó:
—No me pidas dos millones al mes, porque no puedo dártelos. Uno y medio es lo máximo…
Veinte minutos más tarde quedaron formalizadas las nuevas condiciones económicas que regirían a partir de julio: millón setecientas cincuentas mil pesetas al mes por un Tristeza de amor que, a decisión de la Cadena, podría ampliarse a tres horas y comenzar a las doce. Una vez terminada la charla, y cuando ya Carlota se iba, Figueras comentó:
—Afuera está Walter esperando. Si quieres despedirte de él…
* * *
—… no puede irse y dejarme el ventanal así…
El cristalero tenía la afabilidad de quien sabe que no van a convencerlo.
—Señor mío… La luna que tengo abajo cuesta un montón de miles de pesetas, y usted me pide que se la deje fiada a un señor al que encuentro en ropa interior y me cuenta que está sin dinero ni cheques por no sé qué cosa que pasa en su dormitorio…
—¡Tengo un borracho encerrado ahí dentro! ¡Dormido!
—Ya, ya… Pero comprenda que eso no es ninguna recomendación. Ni tampoco las veces que me ha insultado usted por teléfono…
Cinco minutos después de irse el cristalero, Reyes estornudó por primera vez.
* * *
—No, no lo conozco, aunque te extrañe. Muchas veces intenté animar a Regina a que fuéramos, pero ella se negaba. Había estado en un par de ocasiones y siempre encontró muy mal tiempo. Como era tan friolera… El caso es que siempre me quedé con las ganas de ver Londres.
—Y ahora te vas a instalar allí… —comentó Figueras, sin quitar ojo a Walter. Su aspecto era casi igual que el de antes de ser viudo. Menos atildado, quizá. Continuaba siendo un hombre elegante; pero sin la crispación de la impecabilidad y el repeinamiento que tan gratos le eran a Regina. Todo, en Walter emanaba serenidad.
Con veinte millones de dólares me sereno hasta yo, pensó el ejecutivo.
* * *
Mientras esperaba en la cafetería de la emisora, Carlota llamó a Reyes un par de veces y siempre el número sonó comunicando. Cuando terminaba de hacer la segunda llamada apareció Toñi Marcos, a quien llevaba años sin ver ni echar de menos. La recién incorporada locutora, aspaventera como siempre, corrió a abrazar a la que, de momento, era la estrella de la Coi.
—¡Carlota!
—¡Toñi!
Dos muá-muás y al aire y luego diez minutos de desgarrador monólogo en el que Toñi contó su historia con Joaquín desde que éste se quedó sin contrato, hacía de ello tan sólo un año.
—Y, claro, como vivíamos al día… ¿Quién iba a pensar que a Joaquín Olmedo le faltase trabajo? Le hicieron promesas, le hablaron de programas… Pero nada. A mí, al principio, se me partía el corazón viéndole; pero luego comenzó a beber más, a estar todo el día como furioso… —Toñi bajó la vista ante una evocación demasiado terrible—. Dos veces me levantó la mano. A mí, a la madre de sus hijos… —Las lágrimas y los sollozos estaban en ciernes—. ¡En dos ocasiones me abofeteó!
Varios de los que estaban en el bar se volvieron hacia Toñi, cuya incapacidad para controlar sus tonos estaba a punto de crear escuela radiofónica cuando la mujer se retiró para casarse. Carlota intentaba parecer contrita; pero tras su experiencia en Tristeza de amor, las broncas matrimoniales sin sangre, huesos fracturados ni intervención de la policía, no lograban impresionarla.
—¿Y os habéis separado?
—¡Fue por los niños! ¿Qué culpa tienen los angelitos…? Ellos son inocentes y, sin embargo, pagan los pecados de sus padres. El nuestro fue la imprevisión. La cantidad de veces que le dije a Joaquín que guardásemos algo; pero tú sabes cómo se va el dinero cuando entra a chorros… Aquella casa se convirtió en un infierno, Carlota, en un infierno. ¡Hasta canas me salieron!
Comprobando la existencia de albos vestigios del drama, Carlota vio entrar a Walter. La llegada del hombre puso fin a la charla y Toñi regresó a sus quehaceres. Una vez solos, ella propuso:
—Comamos juntos. Yo invito. Estoy celebrando mi aumento de sueldo.
—De acuerdo.
—Espera, que llamo a Ceferino a ver si quiere acompañarnos.
Pero fue imposible: al parecer, Reyes había dejado mal colgado. Se reunió con Walter y terminaron comiendo en Wallis, en el mismo edificio de la Coi.
* * *
—¿Seguro que no te encuentras mal? —preguntó Beatriz.
—Estoy perfectamente —dijo Figueras.
Siguieron almorzando en silencio hasta que Beatriz recordó lo de El País.
—¿Cómo han caído las declaraciones del viejo?
Figueras se encogió de hombros y, antes de hablar, esperó a que la criada terminara de servir el segundo plato.
—Sólo han llamado de las demás emisoras. De la prensa, apenas nadie.
Al terminar de comer pasaron a la sala. Era una habitación acogedora, cómoda, llena de objetos valiosos y antigüedades. Figueras se recriminó el apenas usarla. Estaba desperdiciando cosas valiosas, válidas, que le había costado grandes esfuerzos ganar. Miró a su mujer, inclinada sobre el puzzle a medio armar montado en el pupitre especial que él le regaló hacía un par de navidades. La estaba desatendiendo. Si él no trabajase tanto, ella haría menos puzzles.
Beatriz, sin apartar la vista del paisaje marino con grandes y espumosas olas y polícromas velas de windsurf henchidas al viento, hablaba volublemente de las próximas vacaciones.
—Y exijo que del uno al quince vayamos a algún sitio que rompa bien los nervios: a Tokio, a Caracas o a Hong-Kong… Si he de pasar luego dos semanas en «Arcadia» sin volverme loca, necesito llegar desquiciada. Y con un transistor escondido en el bolso, que este año lo llevo; y si me pesca el viejo, que me pesque.
—Haz los planes para el mes de agosto completo. No vamos a Mallorca.
Por una vez, Beatriz ni fingió ni exageró su asombro: se quedó honestamente de piedra.
—¿Cómo?
—Lo que oyes.
La mujer se apartó del pupitre y fue a sentarse frente a su marido. Apoyando los codos en las rodillas, comentó:
—Qué interesante. ¿Nos ha retirado el viejo la invitación a su jardín secreto, a su sanctasanctórum, a su Shangri-La? ¿Acaso hemos comido la manzana del bien y del mal?
Él encendió un cigarrillo y perdió la mirada en las volutas de humo que se disolvían en el aire.
—Últimamente… noto algo extraño. Como si estuviese terminando un ciclo de mi vida.
—¿Me vas a pedir el divorcio?
—No, qué locura.
—¿Entonces…? —Y como Sebastián continuaba con la vista en el humo del tabaco, aventuró incrédulamente—: ¿Acaso sugieres la sombra de una vaga posibilidad remota de que tal vez dejes a Ribera?
—Sí. —Sacudió la cabeza, impotente—. Se me escapa. Está lleno de energía. Como un cachorrito.
Beatriz se echó a reír.
—¡Daría algo por conocer a la rusa! ¡Convertir a Ribera en un cachorrito!
Figueras continuaba serio y absorto:
—A Azcona le han…
—¿Qué Azcona?
—Sí lo conoces: el de publicidad. Le han hecho una oferta muy interesante. Él la aceptaría, pero le ha pescado poniendo su propia Agencia. Insiste en dar mi nombre en su lugar.
—¡Pero, Sebastián! ¿Y tu irrenunciable vocación de llegar a dirigir el canal de la Coi?
Él sacudió de nuevo la cabeza.
—Con ese carcamal no se puede. Ha vuelto a la edad del pavo.
* * *
—Todo perfecto, Iñaki —sonrió Carlota—. Como siempre.
El corpulento chef agradeció con una sonrisa y una inclinación y se separó de la mesa.
—Ya ves: desde que el Viejo Werther desapareció, me he hecho famosa.
—Ya lo eras —sonrió Walter—. Me debiste odiar en aquella época, ¿verdad?
—No creas.
—Entonces, fuiste muy generosa.
—Sélo tú ahora.
—¿Qué quieres decir?
—Estamos en el mismo edificio de la Coi. ¿Subimos a grabar la última intervención del Viejo Werther en Tristeza de amor?
—No, Carlota, eso ya pasó.
—Por eso. —Sonrió, maliciosa—. A enemigo que huye, puente de plata. Pero, en serio: miles de personas se volvieron locas por el Viejo Werther. Tienen derecho a saber qué ha sido de él y a recibir su despedida.
Tras una larga vacilación, Walter accedió:
—De acuerdo. Pero no más de diez minutitos. Y, a cambio, me tienes que llevar a la estación. Y, antes, darme un paseo por Madrid.
—De diez minutitos, nada: lo que dé.
—Está bien. Pero insisto en que me lleves. Quiero despedirme de la ciudad más elegante que conozco conducido por la mujer más elegante que conozco.
* * *
—Ramón… El mundo está lleno de pusilánimes.
El criado hizo uno de sus gestos de múltiples usos, terminó de servir el café y el coñac, y salió del salón, dejando solo a Ribera.
La llamada de Lucas había sido un golpe doblemente duro por lo inesperado. Aunque su propósito nunca fue congraciarse ni hacer méritos, la actitud del grupo liberal no podía ser más… insensible. ¿Acaso no era cierto cuanto había dicho de la prensa? ¿No comentó él infinidad de veces aquellas mismas cosas con Lucas y sus amigos, estando ellos siempre de acuerdo? ¿A qué, entonces, tanto aspaviento por unas declaraciones que sólo pretendían defender la dignidad de los medios de comunicación? ¡Si para jugar a la política había que ponerse una careta, él no sería político!
No necesitaba carné, etiqueta, ni bandera; en vez de un complicado ideario político, poseía serios ideales de honestidad y rectitud personal por los que estaba dispuesto a batallar sin aliados y a mantenerse firme en la lid aun a costa de sangre, sudor y lágrimas.
* * *
—A nuestro amor se oponían mil y un obstáculos. Logramos salvar mil; pero el que hacía mil uno… Por grande que sea el amor, la batalla contra el tiempo, contra la muerte, está perdida.
—¿Con Regina murió el Viejo Werther?
—No sólo el Viejo Werther. También murió Walter.
—¿Hasta ese punto te afectó?
—Ya no puedo continuar por el camino que seguía junto a Regina. El que fui, no puedo seguirlo siendo sin ella. Entre morir y cambiar, he escogido la decisión del cobarde.
—¿Piensas que hubieras debido morir con ella?
—Ya te digo que una gran parte de mí murió con Regina. La parte que aún queda, busca en el cambio olvido… Quizá salvación.
—¿Por eso te marchas de España?
—Sí. El país que tanto he amado ya no es más que el suelo bajo el que está la tumba de Regina.
—Walter… Ya llevamos dos horas de charla. Se nos ha agotado el tiempo y el programa toca a su fin. Muchas gracias por haber estado con nosotros. ¿Quieres añadir algo más, una breve despedida para el público que tan fiel te fue?
—Nada… Sólo que… lo importante es amar. Nada más. Buenas noches…
* * *
Abyectamente derrotado por una situación ridícula, con un monumental cabreo y una fuerte destemplanza, Reyes había optado por la renuncia. Se terminó el aporrear la puerta, el poner el equipo de sonido a todo volumen, el arrojar repetidamente la cubertería y otros cacharros de cocina al suelo y, en definitiva, el aumentar la fama de loco que tenía entre los vecinos desde el incidente del cristal de la terraza. Damián ya se despertaría. O, si estaba muerto, ya olería.
Mediada la tarde había dejado de llover, pero continuaba haciendo fresco. Estornudó.
Sonó el timbre de la puerta. Se levantó, se colocó la toalla a modo de toga y fue a abrir. Lo de Damián le había hecho olvidarse de Elvira, pero allí estaba, con Lucinda detrás.
—Pasad.
Elvira lo miraba de hito en hito.
—Algún día abrirás la puerta como un ser normal —dijo.
Él contó su historia apartando la mirada para no ver los esfuerzos que hacían las dos mujeres para no soltar la risa.
—… y aquí estoy, hecho un gilipollas desde hace siete horas. ¿Y tú qué cuentas?
Elvira miró el reloj.
—¿Has conseguido algo? —siguió preguntando Reyes.
—Lucinda: ve a comprarle algo que ponerse. Date prisa que van a cerrar. —Y al hombre—: ¿Cuál es tu talla?
Cuando Reyes iba a contestar que no lo sabía sonó el pestillo en la puerta del dormitorio.
Todos se volvieron hacia el ruido e instantes después aparecía en el umbral Damián, con el rostro descompuesto, los ojos hinchados, el pelo revuelto, cubierto con una gabardina y mirándolos turbiamente.
—¡Borracho de mierda! —exclamó Reyes—. ¡Me tienes todo el día en paños menores, cagado de frío, sin teléfono, ni dinero…!
Damián cruzó rápidamente la sala y lo único que dijo antes de desaparecer fue:
—Mañana te devuelvo la gabardina.
Al cerrarse la puerta, los tres se miraron atónitos. El dato que les faltaba lo olió Elvira. Se levantó y fue al dormitorio. Instantes después, Reyes comenzó a olfatear y se puso pálido. Lucinda continuó seriecita y compuesta.
—¡No puede ser! —exclamó el hombre.
—Sí puede ser —dijo Elvira, saliendo del dormitorio—. Se ha meado en la cama.
* * *
En beneficio de su compañero, Carlota conducía despacio, pendiente del tráfico pero sin dejar de observar a Walter por el rabillo del ojo. El hombre parecía intentar grabarse hasta el último detalle, como si lo que pudiese olvidar ya no fuera a tener recordatorio posible.
—¿Naciste en Madrid?
—Sí. Soy de los pocos.
—¿Por qué no vas a volver?
—Esto me recuerda demasiado a Regina.
—¿Has elegido Londres porque allí no estuvisteis juntos?
—Y porque es una ciudad que siempre me fascinó. —Y, mirando el reloj—: Ya es hora de que me dejes en la estación.
* * *
—¡Esto es una mierda! ¡Estoy condenado a vivir como un cerdo! ¡Aquí no aguanta ni un paria de la India! —Olfateó furiosamente y añadió—: Además, ¿qué clase de riñones tiene ese cabrón? ¿Diesel?
Mientras Reyes, ya vestido, se desfogaba, Lucinda, entre el dormitorio y el baño, intentaba poner remedio al hediondo estropicio; y Elvira, sentada en un sillón con su maletín de cuero sobre las piernas, observaba con crítico interés al hombre.
—¡Es que ese desgraciado no me ha podido putear más! —Estornudó—. ¡Y encima agarraré una pulmonía!
—¿Te interesa mi informe o prefieres continuar despotricando? —preguntó Elvira, indiferente.
Reyes se dejó caer en el sillón frente a ella. Meneó incrédulamente la cabeza.
—Es que… comparados con ese borracho, los gatos mean colonia. Forzosamente tiene que estar podrido por dentro. Bueno, ¿qué has descubierto?
—Si quieres, tenemos a Ribera en el bote.
Reyes parpadeó.
—¿Hablas en serio?
—Sí. Pero recuerda que he dicho si quieres.
—No te entiendo.
—Ya entenderás.
En mil novecientos setenta y seis, un becado de la Fundación Coi ganó en Roma un importante premio de pintura que atrajo el interés de los medios italianos y españoles. Ribera se había quedado viudo hacía pocos meses, y los agasajos al distinguido becado marcaron su retorno a la vida social.
A Ribera le fascinó el mundo de la Pintura, del que, según Elvira, sólo conoció los bajos fondos. Pronto tuvo a su alrededor una corte de pintores mediocres, marchantes deshonestos, críticos venales, periodistas alcohólicos y otras sanguijuelas de diversa denominación. Y el viejo, entre tanto advenedizo e ignorante, se sentía como un Médicis.
Fruto directo de aquella etapa, Taller de artistas fue, en su primer año, un programa serio y realizado con rigor y amenidad, pero al abandonar Basilio Forner su dirección y ser sustituido por un periodista perezoso y acomodaticio, se convirtió en una especie de «ecos mundanos» donde se aireaban los pocos méritos, las muchas ínfulas y la total frivolidad de la mostrenca corte reunida en torno a Ribera; en el hazmerreír de todo el mundo serio del arte; y en la personal delicia del presidente de la Coi.
Casi al año de ingresar en el mundillo pictórico, Ribera se había rodeado de los peores peces chicos del medio que, cuando apareció un pez grande, se dispersaron sin oponer apenas resistencia. El tiburón vestía en Savile Row, era francés y se apellidaba Chevalier.
—¿Como el cantante?
—Exacto —replicó Elvira—. Sólo que Raymond en vez de Maurice. En un mes, demostró a Ribera que cuantos le rodeaban eran unos ignorantes, unos chorizos y, peor aún, también unos patanes.
Sonó el teléfono. Era Carlota, y Reyes le hizo un resumen de sus desventuras. Después del tercer ataque de risa, y conteniéndola aún a duras penas, la mujer le ordenó que, estando su apartamento inhabitable y él resfriado, se fuera a esperarla en Basílica, donde Mercedes le prepararía algo reconfortante. Aunque derretido por la atención, él se hizo de rogar antes de acceder. Colgó y regresó frente a Elvira, que reanudó su relato:
—El francés puso en fuga fácilmente a todos aquellos mangantes y se convirtió en el Único Guía del Arte y la Exquisitez para Fermín Ribera.
Durante diez meses, Chevalier paseó a Ribera por el mundo que éste ansiaba conocer. Dispersada la corte de Madrid, creó un sofisticado itinerario cuyas principales paradas estaban en Roma, París, Londres y Nueva York. El exquisito connaisseur tenía amigos —también amigas, según Elvira— en todos aquellos puntos. Esos amigos se mostraron sumamente amables y hospitalarios —también cariñosas, según Elvira— con el reciente viudo que, en vida de Amalia y a causa de los alifafes de ésta, tuvo muy restringidas sus expansiones sociales.
En menos de un año, el mentor y valido alcanzó su meta: que su amo viera por sus ojos, oyera por sus oídos y pensara por su cerebro. Únicamente restaba desvalijarlo.
Aprovechando probablemente una de las alarmas fiscales de los primeros años de la transición democrática, Chevalier presentó a su patrón un atractivo proyecto: la compra, para posterior cesión a la Fundación Coi, de ocho pinturas flamencas de gran mérito.
* * *
Llegaron a la estación holgados de tiempo. Paseando por el andén, Carlota sonrió ante un súbito recuerdo.
—Una vez soñé contigo en una estación.
—¿Te dormiste en una estación y soñaste conmigo, o soñaste que yo estaba en una estación? —preguntó Walter.
—Lo segundo. Tú te llevabas mi tren. Fue en la época del Viejo Werther.
—Me sorprende que por entonces no me odiaras.
—Pues no te odié. Todo lo contrario.
Para otro, el silencio que siguió hubiera sido embarazoso. Walter lo sostuvo sin inmutarse y lo resolvió con fluidez:
—¿Con Ceferino te va bien?
—Me gusta. Me gusta Ceferino y me gusta la relación que tenemos. Durará poco, pero… pienso que habrá merecido la pena. —Se acercó a Walter y lo besó en ambas mejillas—. Adiós, y mucha suerte.
Walter la retuvo cuando ella se disponía a irse.
—Permíteme que haga por última vez de Viejo Werther —dijo. Tomó aire, sonrió suave y asumió un tono que era discreta evocación de su papel radiofónico—: Un escritor inglés, creo que Henry James, decía que las palabras más alegres de su lengua eran a sunny summer afternoon, una soleada tarde de verano. ¿Sabes cuáles consideraba las más tristes? —Carlota negó con la cabeza—. It could have been. —Una brevísima pausa, una mirada apenas significativa, y la traducción—: Hubiera podido ser. —Una sonrisa un poco triste y un poco alegre—. Que seas muy feliz y tengas mucha suerte…
Yendo hacia la salida de la estación, Carlota sentía un no tan ligero temblor en las rodillas.
* * *
—¿Y cuánto costaban las pinturas? —preguntó Reyes.
—Pues, aunque supuestamente valían dos millones de dólares, si la operación se completaba con rapidez, sólo costarían la mitad.
—¿Un millón de dólares? —Elvira asintió con la cabeza, y Reyes lanzó un silbido.
La documentación tenía un aspecto sólido y serio, con centenares de certificados, viejos documentos y copias de legajos. Sólo ella ocupaba más de lo que luego abultaron los cuadros embalados. Y, aparte la abrumadora prueba documental y el testimonio de los expertos avalados por Chevalier, as de los connaiseurs, estaba la opinión, unánimemente favorable a la compra, de los amigos de Roma, París, y las demás ciudades maravillosas.
Tanta delicia, unida a las ventajas fiscales, resultó una tentación excesiva. Ribera picó. En diez días se formalizó la venta, que el presidente de la Coi mantuvo secreta a fin de que la sorpresa y el impacto fuesen luego mayores.
Lo fueron. Cuando las pinturas, debidamente importadas, llegaron a España, Ribera las estaba esperando en su casa con un periodista y un fotógrafo para inmortalizar la ceremonia.
Y en el momento en que los cuadros fueron descubiertos, el fotógrafo puso cara extraña, se acercó a las telas y estuvo largo rato examinándolas para dictaminar luego, con todo aplomo, que eran absolutamente falsas.
—¿Qué clase de fotógrafo era ése? —preguntó Reyes—. Los de prensa que yo conozco no hacen esas virguerías.
—Como fotógrafo, era aficionado. Se trataba de un experto en pintura, especializado en la escuela flamenca. Se llamaba Peter Gregory y hacía la crítica de exposiciones para Taller de artistas.
—¿De dónde era el tal Gregory?
—Inglés. Estaba en Madrid becado por su Gobierno para realizar unas investigaciones en el Prado. Se ayudaba con las críticas radiofónicas, aunque ese dinero y más lo gastaba en copas con el director de Taller de artistas, del que se hizo amigo del alma. Por esa amistad, y para ganarse unas pesetas, debió ir Gregory a lo de las pinturas, acompañando al otro, que se ocuparía de la crónica escrita.
—¿Y qué hizo el viejo al oír que las pinturas eran falsas?
—Supongo que llamaría a Chevalier y, al no encontrarlo, a los amigos de Roma, París y demás… No creo que localizase a ninguno.
Ribera no denunció la estafa y calló a los dos inoportunos testigos poniéndoles en nómina de la Coi con sendos sueldos de ciento veinte mil pesetas, pese a desaparecer del aire Taller de artistas y de la programación de la Coi cualquier contenido mínimamente pictórico.
En el ochenta, Raymond Chevalier fue detenido en Francia por una estafa similar. Lo pescaron in fraganti y con pruebas abrumadoras en su contra. Pero, sorprendente y casi milagrosamente, cuando iba a iniciarse el juicio apareció un buen samaritano que, a golpe de talonario, logró que se retirasen las acusaciones.
Al cabo de un mes de su apretada escapatoria, el francés apareció en Madrid y se entrevistó con Sebastián Figueras, el benefactor que repartió los cheques en París. A raíz de aquella conversación, Chevalier entró en el Consejo Privado de la Coi, conocido en la empresa como «el Consejillo», con un sueldo superior al millón de pesetas. Con él entraron el experto en pintura flamenca y el último director de Taller de artistas.
—Un momento, un momento… ¿Pretendes decirme que la Coi está sacudiendo tres kilos mensuales a dos chantajistas y a un estafador?
—El «trío Calaveras», como yo les llamo, está sacando a la Cadena, en estos momentos… —Consultó unas notas—. Cuatro millones ochocientas mil pesetas. Los sueldos del Consejillo son actualizables. Esos tres mangantes se debieron de poner de acuerdo, aunque no he descubierto cómo.
—Pero… Si lo que dices es cierto, el viejo tiene como a un rajá al fulano que le robó un millón de dólares.
—Así es. ¿Te parece bastante escándalo?
—¿Hay pruebas?
—Las suficientes. Ha sido facilísimo. Nadie se ocupó de ocultar nada.
—¿Cómo es posible? Gastarse ese dineral y dejarlo todo a la vista.
—Para descubrirlo, había que saber dónde buscar. Y, más importante, Ceferino, era necesario querer buscar. Era necesario que alguien apilase los recortes de prensa por temas y se diera cuenta de que en mil novecientos setenta y ocho el montón de «Exposiciones» dejaba de crecer. Era necesario que alguien se interesase por los que trabajaron en Taller de artistas. Era necesario que alguien untara a un administrativo de la Coi y se enterase de los entresijos de la nómina, incluida la del Consejillo. Era necesario que alguien fuese a París y buceara en los archivos judiciales y en las hemerotecas. —Elvira suspiró—. Era necesario que alguien se tomara un montón de molestias e hiciera muchos gastos. En siete años, a nadie se le había ocurrido hacerlo y, de no surgir tú, hubieran podido pasar setecientos.
Aunque todo parecía perfecto, algo fallaba. La actitud de Elvira por una parte y, por otra, lo que él mismo sentía: un vago temor aún informe, pero que iba tomando cuerpo; el recuerdo de la pesimista advertencia inicial de la investigadora.
—O sea que puedo romperle el culo al viejo…
—Puedes.
Él quedó en silencio. Al fin:
—Cuando te señalé lo de que Ribera había dejado de ir a exposiciones, ya sospechabas algo.
—Es cierto —dijo Elvira, seria.
—Tú empezaste, a investigar partiendo de otra pista. ¿Cuál?
Elvira encendió un purito sin quitar ojo a Reyes.
—Cuando veo a alguien que vive como un rajá sin dar golpe, me intrigo. Puedo atribuirlo a una herencia, a una racha de suerte en el juego o a cualquier otra cosa, pero cuando la vida fastuosa se prolonga, pienso que estoy ante un chantajista.
—Ya —murmuró Reyes.
—Resulta difícil no fijarse en un hombre cuyo hobby es dormir en hoteles de cinco estrellas.
—Con una argentina, supongo —aventuró opacamente Reyes.
—En efecto.
—Así que el último director de Taller de artistas fue Damián, ¿no?
—Y si se airea este escándalo perderá un sueldo de un millón seiscientas mil pesetas al mes.
Reyes se quedó serio y callado y al fin suspiró lentamente.
—Vaya con Damián… —dijo.
* * *
Cuando Walter acabó de cenar, el paisaje al otro lado de la ventanilla del coche restaurante aún estaba iluminado por el largo ocaso. Fumando y dando breves sorbos a su copa de coñac, contempló cómo las sombras ganaban la partida e iban restando color y contornos al paisaje.
Al fin la ventanilla se convirtió en negra pizarra y él volvió su atención al interior del coche, donde sólo quedaba otro par de comensales rezagados. Al pagar, lo hizo con tarjeta de crédito. Minutos más tarde, cuando el camarero regresó, firmó el recibo y aún se quedó un buen rato en el comedor, dando los últimos sorbos a su copa.
* * *
—¿Así que Damián lleva siete años exprimiendo a Ribera? —preguntó Carlota. Reyes asintió torvamente con la cabeza—. Pues está arreglado el viejo: Damián y compañía por un lado; por otro, yo intentando cazarle; por otro, tú decidido a echarle de España; y no sé quién estará por el cuarto lado. A ver… —Tendió la mano hacia la boca de Reyes y retiró el termómetro—. Treinta y siete y medio. Sobrevivirás.
—Y no veas la peste que ha dejado en mi apartamento. —Meneó la cabeza—. ¡Vaya amigos!
—Damián no es amigo de nadie. Es un borracho, un mal padre, un putero, un golfo, un tahúr, un chantajista y un suicida.
—No es perfecto; pero es mi amigo.
—Si lo fuera, te habría advertido que tenía al viejo en el exprimidor. Y no te habrías gastado todo ese dinero…
—Tú no entiendes.
—Es verdad: no entiendo. ¿Y qué vas a hacer? ¿Olvidar tu venganza?
Reyes no dijo nada por un rato y al hablar lo hizo evadiendo la pregunta.
—Al menos he conseguido entender algo y colocar a otro de mis grandes camaradas en su perspectiva correcta.
—¿Qué quieres decir?
—¿Recuerdas el primer programa de Tristeza de amor? ¿Lo del bolsazo?
—No creo que lo olvide en mi vida.
—Nunca entendí que Sebastián me dejase en la estacada para irse a acompañar a un borracho descalabrado. Siempre me pareció una cochinada gratuita.
—Si el borracho descalabrado es miembro del Consejillo, los actos del director de Programas de la Coi se explican, ¿no?
Reyes asintió con la cabeza.
—¿Cómo has tenido esa habilidad para rodearte de chorizos, Ceferino?
—Eso me pregunto yo.
Carlota se sentó en el borde de la cama, arregló el embozo y mulló las almohadas contra las que él se respaldaba.
—Estás tú bueno —dijo.
—¿Y a ti qué tal te ha ido con el viudo alegre?
—Es un tipo increíble.
—¿Cuánta pasta le ha dejado Regina?
—Nada —dijo Carlota. Y lentamente repitió—: Absolutamente nada.
Reyes abrió mucho los ojos.
—No jodas. No me digas que al final la vieja hizo la pedorreta.
—Desde hace cuatro años, algo así como el ochenta por ciento de su fortuna estaba a nombre de Walter.
Reyes dejó escapar un suave silbido.
—Y el tío continuó calándosela…
—¿Nunca se te ha ocurrido la posibilidad de que estuviese enamorado de ella?
—No. Lo que pasa es que Walter es un buen profesional. ¿Que uno se llama Baldomero y a la vieja no le gusta? Pues a cambiarse el nombre. ¿Que la vieja tiene el mismo encefalograma que una muñeca de trapo? Da lo mismo: a esperar que palme por lo antiguo.
—No se llama Baldomero, sino Baltasar.
—Pues Baltasar. A partir de ahora podrá vivir como un rey mago.
—¿Y tú, Ceferino? ¿Qué vas a hacer?
—Largarme a Australia según lo previsto.
—Sin vengarte.
Reyes se encogió de hombros.
—Al menos, si no le parto el culo a Ribera es porque no quiero.
—¿Ya lo has decidido? ¿No harás nada?
—Yo no le quito a un amigo más de kilo y medio al mes.
—Eres un gilipollas.
—Supongo.
—Anda, dame un abrazo, gilipollas.
* * *
No lograba concentrarse en ninguna de las revistas que Carlota le había comprado en la estación. Sus viajes en tren habían sido infrecuentes. En la lejanía del recuerdo se perfilaban los cochambrosos vagones de tercera de los años cuarenta, cuando acompañaba a su madre en busca de la comida que en la ciudad no se encontraba.
Miró el departamento de coche cama, que ofrecía todas las comodidades posibles en la desvencijada Renfe. Cerró los ojos y quedó aislado de todo salvo del ruido del tren. Traca-tá, traca-tá, traca-tá, toc-toc.
Abrió los ojos, se levantó de la litera y fue a la puerta.
—¿Quién es?
—El camarero, señor —replicó una voz al otro lado.
Tras ligera vacilación, Walter abrió.
—¿Don Baltasar Heredia? —preguntó el empleado de blanca chaquetilla que estaba en el umbral.
Walter parpadeó varias veces y antes de hablar tuvo que tragar saliva.
—Sí, soy yo.
El camarero le tendía una tarjeta de crédito.
—Se la dejó usted en el comedor.
Walter entendió al fin.
—Ah, ya… Muchas gracias. Espere.
Fue a la chaqueta, sacó la cartera, guardó la tarjeta y extrajo dos billetes de cinco mil que luego tendió ni otro.
—¡Pero es demasiado!
—No se preocupe. Me ha ahorrado un montón de molestias.
El camarero no necesitó mayor insistencia.
—Muchísimas gracias, don Baltasar —dijo, y se fue.
Walter regresó a la cama y cerró de nuevo los ojos. Volvió a sumirse en el traca-tá, traca-tá… Siguió así un rato y, aunque todo permaneció igual, y las ruedas continuaron rodando sobre los rieles al mismo ritmo, el ruido cambió dentro de la cabeza de Walter, y el traca-tá que se repetía incesante se convirtió en un nombre:
«Bal-tasar, Bal-tasar, Bal-tasar, Bal-tasar, Bal-tasar, Bal-tasar, Baltasar, Baltasar, Baltasar, Baltasar, Baltasar…»