CAPÍTULO 4
Uranio era el último descubrimiento de Damián. La parte delantera del local albergaba un bar con bebidas genuinas y camareras topless, en su mayoría menores de treinta años. La posterior escondía una timba clandestina de póker en la que Damián jugaba casi todas las noches. Había intentado animar a Reyes a intervenir en las partidas, pero él declinó.
—Llevo diez años de racha negra —explicó—. En las maquinitas, con mil pelas lo máximo que he conseguido han sido veinte duros. Y, además, cuando juego al póker me pongo muy borde y muy faltón. Me convierto en un chorizo y no me gusta.
Damián no insistió. Él pasaba a la trastienda a jugar y su compañero se quedaba en la barra, charlando con las chicas. Para Reyes, conversar con las camareras era lo que para otros contemplar las llamas en una hoguera o el mar en un rompeolas. Al cabo de más de treinta años de tratarlas, se conocía al dedillo sus códigos, claves y trucos.
Entre todas las camareras de Uranio, Olga brillaba con luz propia por ser de las más jóvenes, la más guapa y la mejor calificada por la naturaleza para estar en un sitio como aquél. Lamentablemente, no era también la más lista.
—¿Por qué no te la tiras? —le había preguntado Damián—. A ella le haces tilín. Me lo ha dicho.
—No me inspira.
—Pues está grandiosa.
—Lo está; pero me gusta que entre las mujeres y las ovejas exista alguna diferencia intelectual a favor de las mujeres.
—Tú eres tan remilgado porque te funciona. A mí, sin embargo, me gustan todas.
En la madrugada del día de Todos los Santos, de tres a seis, Olga le contó a Reyes su vida y le expuso los planes que tenía para cambiarla:
—… y ya te digo, por aquí viene un señor, un señor muy simpático y muy majo, que tiene una empresa de computadoras de esas y máquinas electrónicas, y ya te digo, me dice, «Olga, lo que tienes que hacer es estudiar basic, que es lo que tiene porvenir…» —Suspiró profundamente—. ¿Y sabes lo que me dice Haydée? ¿Tú conoces a Haydée?
—No.
—Ha estado mala, pero ya mañana viene. Es una chica argentina muy inteligente. Muy culta. Es zoóloga.
—Si es argentina será socióloga.
—Ah, pues puede, se lo tengo que preguntar. Pues Haydée dice que para estudiar basic hay que saber muchas cosas antes. Y ya te digo, yo no he estudiado mucho. ¿Tú crees que yo valdría?
—Pues no sé, chica. —Reyes ahogó un bostezo—. Sería cuestión de probar. Como todo.
De la trastienda salió Damián, guardándose la cartera en el bolsillo interior de la chaqueta con expresión resignada.
—Noche perdida —dijo, acercándose—. Salgo en paz. Me he limitado a mover dinero. —Se desplomó en el diván y fijó su mirada en la chica, cuya desabotonada blusa dejaba entrever dos magníficos pechos. Luego miró al aburrido Reyes y propuso—: ¿Nos vamos los tres a tu apartamento?
—¡Ay, sí! —exclamó Olga.
* * *
Los años habían hecho madrugador a Ribera, y solía levantarse a las siete y media de la mañana. Pero ahora llevaba despierto desde las seis, dándole vueltas en la cabeza a un par de cosas, una profesional y otra estrictamente personal: lo del famoso Viejo Werther o «verde» como lo llamaba la gente, y lo de la rusa. Se rebulló, no dando con la posición cómoda para reanudar el sueño hasta la hora de ir al cementerio a llevarle el ramo de rosas a Amalia. Era incómodo que un individuo conocido popularmente como «viejo verde» se convirtiera en la estrella de la Coi. Se prestaba a chistes estúpidos y de mal gusto. Era más incómodo aún el papel que estaba haciendo la pobre Carlota. Y, cambiando de tema, era super, superincómodo todo el asunto de la rusa. En circunstancias normales, bastaría con irse de viaje y estar ausente cuando ella llegara; pero coincidía con la Junta General… Además, no sería caballeroso. A fin de cuentas, y aunque sólo por una noche, habían sido amantes.
A las siete menos diez, tomó una resolución que le dejó momentáneamente tranquilo: lo hablaría todo con Sebastián. Él sabría qué hacer. A partir de ahí, sólo le costó un minuto encontrar la posición y seguir durmiendo.
* * *
Carlota estaba perdida en una estación llena de personas anónimas, bullicio y ecos. Sostenía un pequeño maletín, pero había perdido el resto de su equipaje. Se lo arrebató la marea de gente que iba y venía, perfectamente conocedora de su procedencia y su destino. Ella estaba confusa. Con la vaga noción de que había un tren suyo, aunque ignoraba su paradero, el andén del que salía y la hora de su partida. Pero ya se iba, eso era seguro, hasta los altavoces lo decían: «Carlota Núñez, su tren va a partir dentro de mmm minutos por el andén mmm.» Y no lograba entender… De pronto, ya no había gente, y la estación no era la de Chamartín, sino una de pueblo, con un solo andén y un solo tren en la única vía. El de ella. Corrió hacia él y el tren se puso en marcha. Corrió más y el tren hizo lo mismo, sacándole ventaja. El tren, su tren, comenzaba a perderse. Y había alguien en el último vagón, asomando el cuerpo, diciendo adiós con la mano, inescrutable… se va con tu tren, Carlota, con tu tren… Walter se va con tu tren… tren…
* * *
—La verdad es que esa pobre debe estar hecha una braga —comentó Damián tras apurar su cuarta copa de brandy desde la llegada al apartamento.
Reyes alzó lentamente una mano en petición de silencio. Por el supermoderno equipo de sonido, su último juguete, doña Concha Piquer, desde una grabación de los cuarenta y por medio de una casete de los ochenta, explicaba la historia de aquella «otra» vestida siempre de negro y sin familia ni perrito que le ladrase. Damián esperó pacientemente a que terminara la canción.
—Decía que esa pobre chica debe de estar hecha una braga —repitió.
—¡Qué va! Se ha tumbado y se ha quedado roque. Se diga lo que se diga, a estas chicas la cama les gusta sobre todo para dormir.
—No digo Olga. Me refiero a Carlota.
—Ah, Carlota… —Reyes meneó la cabeza—. Las cosas de la vida. Pregunta: ¿Cómo es posible que un programa consiga el segundo lugar de audiencia en su horario en menos de un mes, y sin embargo nadie esté contento con ese éxito? Respuesta: el productor y guionista se llama Ceferino Reyes. —Miró fijo al otro—. ¿Qué pasa con Tristeza de amor? Tú, que conoces la casa, entenderás algo…
—A Ribera no le cae en gracia el Viejo Werther…
—Pero si por lo visto no lo ha oído nunca…
—Él no necesita conocer para opinar: es rico. Y a Figueras le encanta el viejo Werther, pero no le sirve para nada.
Reyes fue a orinar y a servirse un vodka tonic. Al regresar a la revuelta sala preguntó:
—¿Qué es eso de que Walter no le sirve para nada a Figueras?
—No quiere firmar un contrato. Se empeña en seguir cobrando por colaboración, a tanto el programa. Y creo que en estos momentos le dan tres mil pesetas o una ridiculez así.
—¿Y por qué no quiere firmar?
—Cuando se muera la septuagenaria con la que está casado, tendrá toda la pasta que quiera; y, mientras viva ese loro, ¿para qué demonios quiere pasta? Te digo una cosa, Ceferino: ese individuo no busca la gloria, ni el éxito, ni el dinero en pequeñas dosis.
—Pues que se decida de una vez, porque así, ni se muere el abuelo ni cenamos. Tú me dirás con qué cara le pido yo reporteros a Figueras si la gente lo que quiere es que el programa dure tres horas para que el bendito Viejo Verde tenga más tiempo para enrollarse y hablar por teléfono.
—Y Carlota, de telefonista. —Damián volvía a su tema inicial.
—Sí, va de Guatemala a Guatepeor —dijo filosóficamente Reyes—. En fin… que le den dos reales.
—A ti continúa sin caerte bien, y sin embargo no puede estar más simpática ni más comedida.
—Ni más inútil. En mi vida he visto un achante más grande que el de esa tarada.
—Es que además Ribera ya no le hace ni caso. Todos sus valores se están viniendo abajo. Sólo falta que se le incendie el Mercedes.
Reyes se levantó.
—Que sea la última vez —dijo, estirándose—, que me metes una mujer en la cama.
Damián comenzó a acomodarse para dormir.
—Reconoce que te la vas a tirar.
—Pues claro —replicó Reyes sin alegría—. ¿Qué quieres? ¿Que esa mema ande contando que la subimos al apartamento para acostarla y quedarnos tú y yo solitos?
Damián puso la cabeza sobre un cojín.
—Si no te motiva lo suficiente, dale un par de sopapos —recomendó—. Las idiotas, cuando lloran, parecen humanas.
* * *
A las ocho de la mañana, Lita se despertó a causa de su sobrina. La niña, menuda y débil, llorando no lo parecía. Esperó que su hermana se levantase; pero Malu, por lo visto, no escuchaba el insufrible llanto.
—¿No oyes a la niña?
Malu echó violentamente a un lado las ropas de cama.
—¡Sí, claro que la oigo! —Encendió la luz de la mesilla de noche y, sin ponerse las zapatillas, fue hasta la cuna—. ¿Qué te pasa? —preguntó destempladamente a la pequeña—. ¿Qué quieres? ¡No te pasa nada! ¡Sólo quieres amargarme la vida! ¡Parece que hayas venido al mundo única y exclusivamente para fastidiarme…!
La muchacha protestó débilmente:
—Malu… que son las ocho y me dormí a las tres…
—¡Y yo no he pegado ojo en toda la noche!
* * *
El pronóstico médico era todavía más desalentador que en días anteriores: el empeoramiento de la niña seguía su lento ritmo, y sólo una fina hebra de vida la mantenía en este mundo. Veinticuatro horas más, treinta y seis como mucho, y todo habría terminado.
Gaspar salió de la Uvi del Primero de Octubre con un nudo en la garganta. Ya no cabían más dilaciones. Si iba a ser, tendría que ser aquella misma noche.
* * *
Tras hablar veinte minutos por teléfono, Figueras salió del despacho y se dirigió al comedor, donde Beatriz estaba terminando de desayunar.
—¿Qué quería tu don Fermín? —preguntó la mujer.
—Está molesto.
—¿Por lo del Viejo Werther?
Figueras asintió con un gesto y dio un sorbo al café, que se le había enfriado. Al cabo de un rato, dijo:
—Esta noche cenaré con Ribera.
Ella lo miró fijamente.
—Íbamos al teatro —le recordó.
—Tendrá que ser otro día.
Tras una breve reflexión, Beatriz declaró:
—Estoy hasta la coronilla del viejo. Y, si no haces algo, dentro de nada lo estaré también de ti.
* * *
Walter paseaba por el jardín con expresión preocupada. Regina estaba pasando un mal día. La fecha era en gran medida responsable: la mujer odiaba cuanto se refiriese a los entierros o a los cementerios. Pero además, llevaba tiempo rara, tornadiza, irritable. El programa estaba siendo contraproducente. Ella se sentía relegada.
No le costó encontrar una solución. Nunca le costaba, tratándose de su esposa.
Ella permaneció en su dormitorio hasta la hora de comer, y durante el almuerzo estuvo callada. Al terminar el primer plato, Walter, que llevaba rato contemplándola con afectuosa sonrisa, preguntó:
—¿Ya no me vas a hablar más?
Regina bebió un sorbo de agua, se limpió los finos labios con la punta de la servilleta y replicó:
—No tengo nada que decirte.
—Te portas como una niña.
Ella le dirigió una mirada que tuvo el antiguo fulgor.
—A los viejos verdes les gustan las niñas —dijo.
En aquel momento llegó Paca con el segundo plato.
—De parte de la cocinera, que si el pescado no está todo lo bueno que debiera, es porque es del viernes, y que ella ya se lo dijo a la señora…
—Tiene un aspecto excelente —elogió Walter.
—Yo sólo digo lo que me han dicho, porque luego hay líos y a mí siempre acaban complicándome, que con la de ahora ya van cuatro cocineras este año —la criada había salido del comedor, pero su voz seguía llegando fuerte y clara—, y no creo yo que sea ésta la que nos prepare la cena de nochebuena…
—¡Esa mujer es insoportable! —exclamó Regina, oprimiendo la servilleta hasta hacer blanquear los nudillos.
—Ya conoces a Paca… —Walter sonrió y le tendió la mano—. Anda, cambia esa cara, mujer…
Ella continuó seria y empuñó los cubiertos de pescado, ignorándolo.
—Regina… dime algo.
—Te repito que no tengo nada que decir.
Walter lanzó un suspiro y, sin asomo de contrariedad, anunció:
—Diré en la radio que no cuenten conmigo en las dos próximas semanas y te acompañaré…
A ella le cambió la expresión y se le iluminó el rostro. Estaba evidentemente conmovida.
—Wally… ¿harás eso por mí?
Él tomó entre sus manos la derecha de su esposa.
—Eso, y cualquier otra cosa que te haga feliz.
Como siempre que conseguía un capricho, la mujer se mostraba un poco avergonzada.
—Soy una egoísta —dijo—. Sé que soy una egoísta.
Walter negó suavemente con la cabeza.
—No —dijo—. Estás enamorada.
* * *
Reyes se despertó por el ruido de la ducha. Se puso el digital frente a los ojos, apretó el botón de la lucecita y vio que eran pasadas las seis de la tarde. Chasqueó la lengua. Qué vida. Tosió un par de veces y puso los pies en el suelo. Tras encender un cigarrillo y fumar reflexivamente un par de minutos, se levantó y buscó la mugrienta bata que, según el último recuento, tenía dieciocho quemaduras, dos de ellas mayores que una moneda de duro.
Una vez en la sala, oyó salir a Olga del baño. La chica, perfectamente vestida y excesivamente maquillada, se dirigió hacia él.
—Quiero decirte una cosa, Ceferino —comenzó, en tono confidencial, y arrimándosele mucho—. Yo anoche lo pasé muy bien. Bueno, esta mañana. Lo haces bárbaro, Ceferino. —Su seriedad era absoluta—. Y yo para eso soy muy rara, y a veces no me viene. Pero contigo me vino tres veces. Me gustaría que volviéramos a vernos. ¿A ti qué te parece?
Apartando sus negros presentimientos, Reyes contestó en tono cordial:
—Claro que sí, Olga: cuando quieras.
—A mí incluso me han dicho que era frígida. Pero… —Sonrió ampliamente por primera vez—, cuando me encuentro con un torito como tú me doy cuenta de que no. —Recogió su bolso—. Chao. Nos vemos…
La puerta se cerró tras Olga y Reyes contuvo el aliento durante casi un minuto. Cuando ya iba a lanzar un suspiro de alivio…
—Estoy seguro de que te encantaría que yo no hubiese oído nada, Torito —dijo la sepulcral voz de Damián, desde el otro lado del sofá.
* * *
Por la mañana, Leticia y Mercedes salieron temprano. La chiquilla, para la sierra; la mujer, al cementerio y a pasar el día con su hermana. Cuando Carlota salió de su dormitorio, a eso de las siete, eran totales el orden y el silencio, conseguido éste por los dobles cristales que mandó instalar en las ventanas cuando el barrio empezó a ser demasiado ruidoso.
Carlota vagó por el piso y, en la cocina, se preparó un café con leche. No tenía hambre. En el último mes había perdido a lo tonto un par de kilos.
Se llevó la taza al salón, encendió una lámpara de sobremesa, conectó el televisor por el mando a distancia quitándole el sonido y dio un largo sorbo al café con leche. Se estaba bien. Tengo una casa bonita y cómoda, se dijo. También tengo un excelente sueldo y una profesión apasionante. Más aún: el azar me ha deparado a un genio como compañero de trabajo.
Walter se había convertido en una obsesión para ella que, al cabo de casi veinte años de micrófono, se consideraba experta juez de talentos radiofónicos. Pocos y pocas colegas la impresionaban, sobre todo desde que se impuso la tendencia de que la imagen profesional se limitara a ser una extensión de la personal: si caías bien, bien; si caías mal, mala suerte. No era aquél el caso del novato Walter. No en su opinión. El Viejo Werther —cursi, melifluo, exagerado— no era más que un instrumento tocado por un Walter desconocido. Es un Yehudi Menuhin de la sensiblería, se dijo la mujer. Pero… ¡qué escuela! Qué manera de aprovechar todas las debilidades, todos los puntos flacos del público; qué forma de adobar los tópicos y la moralina… Carlota creía ver en él demasiada astucia, demasiada mano izquierda para que todo aquello fuese algo más que una representación. Pero… una representación ¿en beneficio de quién? ¿Del público? ¿De la momia de su mujer?
De pronto se levantó, presa de una súbita curiosidad. Fue a su estudio y tomó de un estante un diccionario de argumentos literarios. Buscó «Goethe» y la parte dedicada al «Werther».
«Publicada también con el nombre de Las cuitas de Werther, esta célebre novela sirvió de modelo para ese romanticismo plañidero que tan en boga estuvo en el pasado siglo y del cual, según cuentan, no tardó mucho en abominar el propio Goethe después de escribir su obra. Ésta se compone de un conjunto de fragmentos de cartas que se suponen escritas por Werther a su amigo Guillermo, y en las cuales le cuenta, paso a paso, su llegada a Wahlheim en busca de reposo; sus puras distracciones; su enamoramiento volcánico de la sin par Carlota…»
Carlota dejó de leer. No sólo por el shock de ver su propio nombre tan íntimamente relacionado con el de Werther, sino también porque en aquellos momentos sonó el dingdong de la puerta con la insistencia habitual en Leticia.
* * *
Reyes se terminó el pastel de manzana, tomó su bandeja, la vació en uno de los colectores y salió del burger. Tras una tarde tranquila, a las nueve de la noche Orense comenzaba a animarse. Se había levantado fresco. Se cerró el chaquetón y echó a andar en dirección a la Coi.
En la redacción del programa sólo estaban Lita y un individuo como de cuarenta años y con el aspecto más grave y taciturno que Reyes había visto en mucho tiempo.
—¿Quién es? —preguntó a la muchacha cuando entró tras él en el cubículo.
La práctica había convertido a Lita en una experta.
—Yo creo que es bueno para un Momento de crisis —dijo.
Además del Dilema, Reyes había incluido en el programa un microespacio de periodicidad discrecional destinado a recoger los llamamientos de socorro de solitarios y desesperados.
Cinco minutos más tarde, en el interior del cubículo, Gaspar repetía su historia:
—… y aunque mi mujer nos abandonó hace dos años, Patricia continúa adorándola… —El hombre estaba evidentemente nervioso, al borde de las lágrimas. Trabajosamente, continuó—: Ahora la niña está muriéndose… Los médicos no esperan que pase de mañana… Y pide ver a su madre, pero yo no sé dónde está y, peor aún… —Se le escaparon un par de sollozos—. No creo que a mí me hiciera caso… Es una mala mujer, señor Reyes… Pero Patricia siente adoración por ella, y va a morir…
Reyes no sabía qué decir. Aquellas escenas le ponían incomodísimo. Lita explicó:
—A la mujer de Gaspar le gustaba mucho la radio, y él piensa que puede estar entre los oyentes…
Reyes tomó una decisión rápida:
—Esté usted aquí a las doce y media. A ver si hay suerte y su esposa nos escucha.
Salió Gaspar, entre emocionado y esperanzado.
—¿Le cogiste los datos? —preguntó Reyes a Lita.
—Sí. La niña está en la Uvi de…
—No me lo cuentes: llama y verifícalo. Si todo está conforme, España tiene las lágrimas garantizadas esta noche.
* * *
Tras mucho remolonear, Carlota reunió ánimos y se encerró en el baño para darse una ducha y arreglarse. Mientras se maquillaba, entró su sobrina y se quedó mirándola. Leticia, que nada más llegar de la sierra se había duchado, continuaba en albornoz.
—¿Qué miras? —preguntó Carlota, nerviosa por la observación.
—Lo bien que lo haces.
—¿Lo bien que me pinto el ojo? —Carlota hizo una leve mueca y se encogió de hombros, sin suspender su tarea—. Ya era hora de que alguien me admirase por algo.
Leticia hizo un mohín de desagrado.
—No me gusta verte así. Estás vueltica mierda…
—Espérate, que aún no he terminado de maquillarme.
—Digo por dentro, tía. —La muchacha tomó su skijama de detrás de la puerta. Quitándose el albornoz, se dispuso a vestirse para dormir.
Carlota se fijó en la carne joven, apretada y tersa: miró el cuerpo de dieciocho años, tan espléndido como, hacía más de veinte, lo fue el suyo.
—¿Sabes lo que te digo, Leticia…?
—¿Qué?
—Pues que, realmente, lo mejor que podrías hacer…
La mujer se cortó y se llevó una mano a la boca.
—¡Qué disparate…! —murmuró.
—Pero, ¿qué pasa? —La muchacha no entendía nada.
Carlota sacudió un par de veces la cabeza, luego salió del baño y fue a meterse a su dormitorio. Leticia terminó de ponerse el skijama, fue hasta el cuarto de su tía y entreabrió la puerta. Dentro estaba a oscuras y apenas se distinguía una forma atravesada sobre la gran cama.
—Tía… —llamó. Y, al no recibir contestación, entró en la pieza y se aproximó a la cama—. ¿Qué te pasa?
Ahogadamente, pero sin lágrimas, Carlota replicó:
—Soy un monstruo. Me he convertido en un monstruo.
Leticia se sentó en la cama y le pasó una mano por el pelo.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es cierto. ¿Sabes lo que estuve a punto de decir antes, cuando te vi desnuda en el baño? Me salió del fondo del alma aconsejarte que aprovecharas lo mejor posible el cuerpo y la juventud que ahora tienes… ¡Como una celestina!
Oír aquello no hizo perder la ecuanimidad a la muchacha.
—Bueno, tía, tampoco es tan grave. Yo te entiendo.
Carlota meneó la cabeza y amargamente dijo:
—¡Qué vas a entenderme! ¡Eres demasiado joven y demasiado feliz para entenderme!
—Eso es lo que tú crees. Vamos a ver, si no es tan difícil… Tú te has pasado la vida partiéndote los cuernos por tu carrera, has trabajado como una burra, te has peleado a mordiscos y a codazos y al final, ¿qué te pasó? Pues que hace año y pico estabas sin un duro, sin trabajo, y más colgada que un yonqui en el Nepal. Entonces apareció el señor Ribera, le caíste en gracia, y le dio por pasearte por su mundo y sus posesiones. Estuviste un año viviendo como los ricos y descubriste que lo que toda tu vida habías querido era justamente eso: ser rica. Ahora lo que quieres es atrapar al viejo, pero él se hace el longuis y no parece estar muy por la labor de dejarse pescar. Además tú consideras que estás perdiendo puntos profesionales y personales dejando que el Viejo Verde te quite el éxito, y, por si fuera poco, piensas que ya estás cuarentona…
—No tan cuarentona, que acabo de cumplirlos —corrigió Carlota.
—Bueno, pues te ves cuarentoncita, y necesitando tantas chorradas y tanto termo de chocolate para camelarte al viejo, que recuerdas tus veinte años, y que entonces estabas riquísima y no te hubiera costado nada llevarte al huerto no ya al viejo, sino al mismo presidente Reagan. Así que, como me adoras y te preocupas por mí, no quieres que cometa el mismo error y me recomiendas que me valga de mis encantos antes de que se marchiten.
Carlota se había sentado en la cama y miraba con fijeza a su sobrina.
—Eres un monstruo —dijo—. Yo a tu edad no lo hubiera entendido tan bien.
* * *
La excelente cena no había mejorado la disposición de Ribera hacia el rumbo tomado por Tristeza de amor. Para Figueras resultaba evidente que, más que el papelón que estaba haciendo Carlota en el programa, lo que molestaba al viejo era el seudónimo elegido por Walter.
—Hacerse llamar «Viejo Verde» me parece una ordinariez, ¿qué quieres?
Pacientemente, Figueras puntualizó:
—No es así como se hace llamar, sino como le llaman.
—Ya sé, ya sé que el nombre verdadero es Viejo Werther, pero los únicos que lo llaman así son los de El País. —Sacudió la cabeza, conturbado—. ¡Con lo fácil que hubiera sido escoger otro modelo para el seudónimo! ¿Por qué no lord Byron, que también murió jovencísimo? No me digas que no queda mucho más elegante el «Viejo Byron» que el «Viejo Verde».
A Ribera le encantaban las ocurrencias que tenía así, sobre la marcha.
—Mucho mejor, desde luego —asintió Figueras. Y, como paladeando el nombre, repitió—: «El Viejo Byron»… Mucho más rotundo, más sonoro… —Y, pagado el diezmo de halagos—: Pero ya no hay remedio, y a la gente no le molesta el nombre de Viejo Verde…
—Además, la pobre Carlota tiene que sentirse incomodísima trabajando con un individuo al que llaman así… Resulta hasta indecoroso.
—De ella quería hablarte. ¿Qué te parecería que la pasáramos a un programa de mediodía? Tú sabes que su público siempre han sido, o los jóvenes, o las amas de casa… Podríamos prepararle un magazine de consumo…
—No.
Figueras recogió rápidamente velas.
—No era más que una idea —dijo—. Pero es que… en Tristeza de amor hace bien poco, y tiene que ser violento para ella.
—El éxito de ese individuo ha sido una sorpresa para todos, pero estoy seguro de que Carlota reaccionará. Tengo la plena confianza.
—Tú no has oído el programa, ¿verdad? ¿Qué te parece si ahora, al salir, nos pasamos por la emisora? Así verás las cosas en su salsa.
—Está bien —suspiró Ribera—. Lo que tú digas. Además, para terminar de complicar las cosas, ese Walter está casado con Regina Abuín, que fue amiguísima de mi mujer… ¡Qué líos, Sebastián, qué líos…!
* * *
Walter fue el último en llegar a la redacción. Lo hizo pasada un poco la medianoche y entró directamente al cubículo donde Reyes estaba poniendo a Carlota al corriente de los detalles del Momento de crisis de Gaspar. Tanto la locutora como Walter estuvieron de acuerdo en incluirlo en el programa de aquella noche, postergando por tercera vez el caso de una muchacha embarazada, dudosa sobre si abortar o no. Luego Walter soltó su bomba:
—No voy a seguir en Tristeza de amor.
Los otros dos lo miraron con los ojos muy abiertos. Él continuó:
—Me he dado cuenta de que por culpa de mis charlas, estoy desatendiendo cosas más importantes…
—Un momento —atajó Reyes—. ¿Cuándo dejas el programa?
—Dentro de una semana Regina y yo saldremos de viaje, y vamos a estar quince días fuera por lo menos… No puedo dar fechas seguras, y por eso pienso que es mejor desaparecer por completo.
—¿Lo has pensado bien? —preguntó Carlota, con poco aliento. Walter asintió lenta y gravemente.
Reyes no desechaba la posibilidad de que tras la decisión de Walter se escondiera el simple deseo de firmar un sabroso contrato.
—Si te parece, mañana hablamos con Figueras —ofreció.
Y, en aquel momento, asomó Lita para anunciar que habían llegado el presidente y el director de Programas de la Coi.
Hasta la una y media, todo discurrió de forma que a Ribera le pareció aceptable. Primero, un docudrama bien realizado, aunque a la antigua, sobre la historia de una señora viuda. A continuación Walter dio una bella charla sobre textos de Khalil Gibran, e, inmediatamente, comenzó el Dilema. Esto ya le gustó menos, por tratarse de una señora cuyo marido era exhibicionista. Luego, a las dos, mientras daban las noticias, entró en el locutorio el individuo tristón y apocado que iba a exponer su Momento de crisis.
Carlota estaba nerviosa desde el principio del programa, más pendiente de Ribera que de lo que ocurría en el estudio. Gaspar se sentó junto a ella.
—Señorita Núñez… —dijo.
—¿Qué quiere, Gaspar?
El hombre, tímido e incómodo, se humedeció los labios.
—Verá… Me encuentro en unas circunstancias… Yo no sé si, hablando con usted, con una mujer, podré contenerme… Temo echarme a llorar, hacer el ridículo…
—¿Cómo puedo ayudarle? —preguntó Carlota.
—¿Le importaría…? —Gaspar se pasó una mano por los ojos, como para enjugar unas incipientes lágrimas—. Sería mucho más fácil para mí hablar a solas con… —señaló con un movimiento de cabeza hacia Walter, sentado a la misma mesa.
—¿Tienes algún inconveniente? —preguntó Carlota a su compañero.
—Ninguno en absoluto —respondió él.
Carlota se levantó y al cruzar las dobles puertas del locutorio conectó la sonrisa especial de homenaje a Ribera.
(MÚSICA: COMPASES DRAMA, TENSIÓN.)
CARLOTA. — A veces, la tristeza se convierte en angustia…
WALTER. — A veces el Destino parece contener la respiración y vacilar…
(MÚSICA: SUBE.)
WALTER. — Son…
CARLOTA (música sube y la arropa). —Momentos de crisis…
(MÚSICA: SUBE Y RESUELVE DANDO PASO A LOCUTORIO.)
Walter comenzó a hablar cuando Rafael, desde el control, bajó el brazo en su dirección.
—Esta noche tenemos ante nuestro micrófono a un hombre cuya alma pendía de dos hilos. El primero se quebró hace casi dos años; el segundo está a punto de quebrarse igualmente… Gaspar acude a nosotros en busca de consuelo; pero no para sí mismo, sino para un ser inocente… Por eso, afligido por la muerte y el desamor, viene a hacer un último llamamiento, una última tentativa… Pero, por favor, Gaspar, expón tu caso, tu crisis.
Gaspar no reaccionó de inmediato. Había estado mirando a Walter con fijeza de lector de labios y siguió haciéndolo. Aspiró profundamente y comenzó:
—Soy, por encima de todo, un hombre que ama. —Pausa y mirada significativa a Walter—. Soy, además, un hombre que ha mentido. —Pausa más breve y luego, como lanzándose desde el último trampolín de la piscina—: No tengo ninguna hija enferma, ni tampoco una mujer que me haya abandonado, ya que nunca me casé. —Una última pausa y luego, echando el corazón por la boca—: Yo estoy aquí porque te amo, Viejo Werther…
(La única reacción instantánea fue la de Saturio:
—Toma ya —murmuró.)
Walter no alteró su expresión; pero tampoco atinó a decir nada para llenar la pausa hecha por Gaspar, que ahora, sin perder por ello ni un ápice de su solemne seriedad, lo contemplaba con dulce, intensa y arrobada mirada.
(Figueras frunció el entrecejo y avanzó un paso hacia el cristal de la pecera. El dueño de la Coi abrió mucho los ojos y la boca; la incredulidad remoloneó antes de dejar paso a la indignación y a la ira en su rostro. A Rafael le dio un ataque de risa y a partir de ese momento todos sus esfuerzos estuvieron encaminados a reprimirlo. Reyes se quedó en neutro, pero en un segundo tomó la decisión de su incumbencia: no cortaría la emisión. Carlota, como Figueras, se acercó al cristal de separación.)
Tras un par de segundos de pausa, Gaspar continuó:
—¿No me contestas, Wally? Me han dicho que tu verdadero nombre es Walter, pero que quienes te quieren te llaman Wally. ¿Te importa que yo te llame así?
La réplica de Walter fue aplomada, correcta:
—Puedes hacerlo como gustes; pero…
—Yo sé lo que vas a decirme. Y sé que tienes razón. He sido un imprudente, un osado presentándome aquí bajo falsas apariencias, para conseguir estar a solas contigo y tener la oportunidad de declararte mi amor.
(—Pero… pero… pero… —Cada bisílabo de Ribera sonaba a dos segundos del anterior.
Rafael, mirando al presidente de la Coi, simuló un ataque de tos para encubrir el virulento de risa que sufría.
—¿Estás oyendo a ese individuo, Sebastián? —La resonante, jeremíaca pregunta logró casi tapar las falsas toses del técnico de grabación.
Reyes se volvió hacia Ribera y en un instante diagnosticó la situación: Este soplagaitas va a dar la nota.
Carlota se aproximó aún más al cristal de la pecera, mirando con fijeza casi hipnótica a los dos hombres. Una situación así tenía muy mala salvación. Con Gaspar sólo podían hacerse tres cosas: callarlo, dejarlo hablar o distraerlo. Las formas de callarlo iban desde cortar la emisión y poner un disco hasta burlarse de él o ridiculizarlo. Nada de eso. Dejándolo hablar se corría el riesgo de que el programa —y, por tanto, el «Viejo Werther»— quedase marcado como gay, comunidad en la que Tristeza de amor era ya sumamente popular. Y si eso ocurría y a Ribera no le daba un infarto como consecuencia inmediata de ello, Tristeza de amor desaparecería de la programación de la Coi, así de sencillo. En cuanto a distraer a Gaspar, o encontrar la salida airosa, que satisficiera a todos sin enfurecer a Ribera ni hostilizar a los homosexuales… ¿Cómo? Con casi veinte años de experiencia de micrófono a sus espaldas, a ella no se le ocurría nada. Meneó imperceptiblemente la cabeza. ¿Qué iba a hacer un novato?)
—… de declararte mi amor… Pero… —La pausa de Gaspar fue sobreenfática—. Ya que he llegado hasta aquí, hasta estos extremos, hasta este punto… permíteme hablar. (Pidiéndolo así, no hay quien le calle, pensó Carlota.) Permíteme que sea la voz de tantos que callan y padecen ese silencio…
(—¡Es el colmo! ¡Esto es el colmo! —estalló Ribera.
Ahora me va a ordenar que ponga un disco y yo le voy a mandar a tomar por el saco, pensó ecuánimemente Reyes.
—¡Corte usted ahora mismo la emisión! —exigió Ribera.
Figueras ya estaba junto a su jefe.
—Fermín, por favor —dijo, en silbante susurro. Y, con una firmeza que hasta el momento nunca había utilizado con el dueño de la Coi, lo tomó por el brazo y, casi a la fuerza lo hizo salir de la pecera.)
La nueva pausa de Gaspar tampoco había sido aprovechada por Walter.
—¿Puedo, entonces, hablar?
Tras humedecerse los labios, Walter dijo, siempre aplomado, siempre en su papel:
—Habla, pero te ruego discreción. No necesito decir más.
En la redacción, Ribera se desfogó:
—¡Libertad de expresión, libertad de expresión! —Y, explosivamente—: ¡Mariconadas!
—Cálmate, Fermín, que estás dando el espectáculo —advirtió Figueras, sombrío.
—¡Yo no tengo una cadena de emisoras para que un degenerado se ponga a decir obscenidades a través de ella!
—De acuerdo; pero no es tan grave.
—¡A mí me parece gravísimo!
El ejecutivo no dijo nada durante unos segundos, los suficientes para que su jefe recuperase un poco la compostura.
—Ese sujeto no puede continuar diciendo esas cosas —dijo el dueño de la Coi.
El otro adoptó la más persuasiva de sus actitudes.
—Confía en Walter. Es muy cuco. Sabrá salir del paso.
El dueño de la Coi quedó unos momentos inmóvil, respirando entrecortadamente. Al fin el rostro se le iluminó.
—¡Ya sé lo que haremos! —dijo—. ¡Ese tipo nos ha dado la clave al querer quedarse a solas con Walter! —Durante un tiempo, el hombre había sido fascinado lector de libros de divulgación de sicología—. ¡Es un inseguro! ¡Si entramos todos en el locutorio y nos ponemos a su alrededor sin decir nada, él se cortará y no sabrá qué hacer…!
Por primera vez en la relación entre ambos, Ribera fue el más rápido y Figueras no pudo evitar que se dirigiera de nuevo hacia el control.
—… tú mismo dices en tus charlas que las almas no tienen sexo, que sólo están encarceladas en estos míseros y débiles caparazones carnales, tan poco sublimes. Bien… Tal vez mi carne haya errado, pero deja hablar a mi alma.
(—Cómo se enrolla el mariquita, ¿eh, Ceferino? —dijo Saturio—. ¿Van unas cañas a que terminan novios?
Irrumpió Ribera en el control, seguido por Figueras, y expuso su idea, que nadie acogió con entusiasmo. Saturio y Reyes se excusaron diciendo que no podían dejar sus puestos. A Rafael la risa que pugnaba por escapársele le impidió poner un pretexto, y fue movilizado junto con Carlota y Figueras para formar la expedición que, capitaneada por el dueño de la emisora, intentaría acallar al incómodo orador.)
—… ¿debo rechazar y combatir unos sentimientos bellos, puros y nobles sólo porque mi envoltura carnal no es la adecuada, según el mundo, para albergarlos? ¿No te parece que ésa es una renuncia demasiado dura, demasiado cruel, demasiado desgarradora? —Gaspar hizo una pausa—. Wally… querido Wally… tú no puedes darme con la puerta de tu alma en las narices…
En este momento entraron en el locutorio, casi a paso de lobo, Ribera y el resto del grupo, y fueron situándose frente a la mesa ocupada por Walter y el invitado. Éste se distrajo unos momentos…
—No, no puedes… —siguió. Tragó saliva y barrió con rápido vistazo a los recién llegados—. ¿Sabes una cosa, Wally? Muchas noches te escucho en la habitación completamente a oscuras. Estoy inmerso en las sombras, y la única realidad es tu voz… Entonces imagino que mi invisible mano no es mía, sino tuya…; o eres tú quien comienza a acariciarme…
Rafael parecía al borde de la congestión, muy rojo pero serio. Figueras comprendió que iban a salir trasquilados, y señaló hacia la puerta mirando a su jefe, pero éste contemplaba con ojos desorbitados a Gaspar y no lo vio. Carlota, sin darse cuenta, estaba evaluando la situación como si fuese una partida de ajedrez. Y el último movimiento le pareció una brillante contraofensiva.
—… a acariciarme… Primero en la frente, luego en los ojos, después, y durante unos largos momentos, en los labios… Y luego baja a mi pecho, en una caricia muy delicada y sutil…
Ribera reaccionó y comenzó a mover casi epilépticamente ambas manos señalando la salida. En huida casi abyecta, los cuatro intrusos no tardaron ni cinco segundos en abandonar su cabeza de puente en el locutorio. Cuando, impulsada por su resorte, la puerta interior volvió a cerrarse, Walter, imagen viva de la seguridad, preguntó:
—¿Te sientes ya satisfecho? ¿Has podido hablar a tu gusto?
Gaspar bajó los ojos, como un poco avergonzado también él por el incidente.
—Sí, Wally —dijo.
—¿Me permites entonces que ahora hable yo?
De nuevo en redacción, Ribera no admitía discusiones:
—Que corten el programa —dijo a Figueras—. Que pongan música.
Figueras optó por ganar tiempo. Estaba seguro de que, en tres minutos, Walter solucionaría la situación. Tomó otra vez a su jefe por el brazo y lo condujo hacia el cubículo.
—Hablemos un momentito a solas —pidió, abriendo la puerta.
En el interior, Rafael, apoyado en el borde del escritorio, estaba doblado por la risa, que se le salía a borbotones. Al abrirse la puerta el hombre se enderezó y se recompuso, tomó unos papeles de encima de la mesa y salió rápidamente en dirección a control. Figueras miró a Ribera con reproche.
—¿Lo ves? —preguntó—. Vamos a convertirnos en el hazmerreír de todo el mundo.
—Prefiero que se rían a avergonzarme —replicó dignamente Ribera al tiempo que se encaminaba a la puerta del control.
(Carlota había vuelto a su puesto de observación en la pecera. De lo que dijese Walter en los siguientes minutos dependería el futuro de Tristeza de amor.
Entró Ribera y ordenó a Reyes:
—Corte el micrófono de estudio.
Reyes lo miró como si no hubiese entendido. Carlota se volvió hacia Ribera llevándose un dedo a los labios. Esto desconcertó al dueño de la Coi. Ella señaló hacia Walter en el locutorio, que había comenzado a hablar.)
—… y te respeto, Gaspar porque, si bien es cierto que has venido bajo engaños y pretextos, tu osadía, tu desfachatez incluso, estaban motivadas por una causa noble: el amor. Olvidemos qué clase de amor es, olvidemos también que ese amor va dirigido a mí. Es amor y basta para disculparlo todo.
(Bien, pensó Carlota. Al menos le ha parado. Y a su recuerdo acudió la imagen de Charrito en sus grandes tardes plantado en la arena y aguardando la embestida de un toro enorme recién salido de los toriles… Deteniendo al animal e hilvanando una serie de pases de capa que ponían en pie al público.)
—… pero, aún absolviéndote de la imprudencia que indiscutiblemente has cometido, sigue en pie el hecho de que has venido a ofrecerme tu amor esperando, supongo, que yo te corresponda con el mío.
(Carlota se horrorizó. No, por ahí no te metas… Sigue con las generalidades sobre el amor, ibas muy bien…)
—… Y tengo que rechazarte. Rechazarte a ti y rechazar tus sentimientos. Pero esto no es, entiéndelo, porque la naturaleza nos haya hecho del mismo sexo. No. No conozco el amor entre dos hombres, es cierto, y puede que, como la machadiana Castilla, caiga en el desprecio de lo que ignoro…
(—Toma ya —repitió Saturio, sin perder palabra.)
—… Sin embargo, hay algo, hay alguien, que sí conozco. Y ese conocimiento me basta para no sentir la comezón de la duda.
(En la pecera nadie parpadeaba. Ribera había quedado ceñudo, pero pendiente de Walter.)
—Te estoy hablando de Regina, de mi esposa…
(—Cristo —murmuró Reyes, impresionado.
—El loro —recordó Saturio.)
—… Por una de esas paradojas que tiene la vida, a causa de Regina te rechazo y, a causa de Regina también, te comprendo. Porque yo no conocí el amor hasta conocerla a ella, y por conocer el amor, ahora puedo entender cualquier cosa que se haga en su sagrado nombre. Y yo quiero admitir ante ti, ante nuestros compañeros y ante todos los oyentes que, si por un capricho del destino, Regina hubiese nacido hombre, yo no hubiera dudado ni por un instante en hacerme homosexual. Así de sencillo…
* * *
Regina, con los ojos llenos de lágrimas, y un pañuelo apretado contra los labios, tendió la mano hacia el teléfono interno sin bajar el volumen del aparato de radio que estaba escuchando.
—Prepare el coche, Dámaso…
* * *
(Carlota se dio cuenta de que tenía la carne de gallina. Walter estaba rompiendo la barrera del pudor, lanzándose en un triple salto mortal sobre el abismo del ridículo. Y lo estaba haciendo sin pestañear, sin una duda, sin una vacilación. Yo hasta ahí no llego, pensó.)
—… Y ya que tú me has hablado de tu amor, permíteme que yo te hable del mío. Pero… quisiera utilizar para hacerlo unas palabras que estén a la altura de Regina. Para describir a mi amada viva, tomaré prestadas las palabras con que Amado Nervo describió a su amada inmóvil…
(Carlota cerró los ojos, como ante una nota demasiado fuerte o un color excesivamente chillón. Te has pasado, Walter. No se puede describir a una mujer de setenta y cinco años con esos versos…)
Todo en ella encantaba, todo en ella atraía:
su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar…
El ingenio de Francia de su boca fluía.
Era llena de gracia, como el Avemaría;
¡quien la vio no la pudo ya jamás olvidar!
(¡Qué delicadeza de sentimientos! —exclamó al fin Ribera, y Figueras, junto a él, lanzó un suspiro de alivio.)
Ingenua como el agua, diáfana como el día,
rubia y nevada como margarita sin par,
al influjo de su alma celeste amanecía…
Era llena de gracia, como el Avemaría;
¡quien la vio no la pudo ya jamás olvidar!
(—¿Y este tío no será bígamo? —aventuró Saturio.)
Cierta dulce y amable dignidad la investía
de no sé qué prestigio lejano y singular.
Más que muchas princesas, princesa parecía:
era llena de gracia, como el Avemaría;
¡quien la vio no la pudo ya jamás olvidar!…
(Reyes se desmadejó un poco en su silla de control. Walter acababa de salvarle el trabajo a él, y la vida a Tristeza de amor, ni más ni menos. Tipo raro.)
Walter apartó por primera vez en cinco minutos la vista de Gaspar y la dirigió a Saturio, que en la pecera estaba pendiente de él. Hizo una ligera seña al musicalizador. Luego bebió un sorbo del vaso que tenía sobre la mesa.
(A Carlota volvió a sobreponérsele la imagen de Charrito, acercándose a la barrera para cambiar por el auténtico el estoque de madera y enjuagándose la boca con el agua del botijo tendido por un subalterno.)
—Mereces tener mucha suerte, Gaspar. Me siento unido a ti, porque ambos amamos y ambos somos capaces de llegar a extremos por nuestro amor. —Walter suspiró y levantó ligeramente la mano para Saturio—. Dios te bendiga, Gaspar… —Bajó la mano.
(Saturio pinchó el disco que tenía en el plato de su derecha. En decenas de miles de receptores sonaron las suaves notas de Tristeza de amor de Chopin…)
* * *
Damián entró en el edificio Windsor sintiéndose feliz. No sólo había ganado algo más de diez mil duros, sino que por Uranio había caído un tipo con pinta de primo y de manejar pasta. De momento, había estado de mirón, jugando apenas media docena de manos; pero se le notaba la querencia y… Bueno, ¿qué más se le podía pedir a la vida? Una agradable velada con perfectos tahúres, la detección de una futura presa fácil en el póker y, ahora, unas copas con Ceferino, su amigo del alma. Ni viudo podría sentirme más contento, se dijo.
Al llegar a la redacción se sorprendió, lo que no era frecuente en él. Mucha gente bien vestida: nada menos que Ribera, y a su lado, conversando volublemente, la momia de la mujer de Walter. Y Walter junto a los dos, centro de admiración de ambos.
—¿Qué pasa? —preguntó a Saturio, que salía.
—Ya te contará Ceferino… —Regina se había pegado mucho a Walter, y lo miraba con adoración. Saturio movió la cabeza en dirección a ambos—. De cine la parejita, ¿eh?
—¿De qué película, chaval?
—Psicosis. Anthony Perkins y su mamá.