CAPÍTULO 3

Ribera regresó a su hotel de Montreal poco después de medianoche. Varios delegados de la convención habían decidido dar una cena en su honor, como único, aunque extraoficial, representante de los liberales de su país. Al terminar la cena hubo elogios para la democracia española y Ribera los agradeció en el impecable francés aprendido en Suiza durante la Guerra Civil.

Una vez en sus habitaciones, se sentía demasiado excitado para acostarse. Los veinte días que llevaba en Norteamérica habían sido tan agradables como de costumbre. La gratísima sorpresa se la deparó Canadá, donde se reafirmó en que, por linaje y tesitura, la política era su terreno y el credo liberal su causa. Pese a su condición de observador, se consideraba hermano de aquellos hombres cultos, inteligentes y civilizados; uno más en la gran familia común por sus impecables credenciales de nacimiento, educación, valía personal y fortuna.

Sintiéndose locuaz, tomó a Ramón por confidente, y al cabo de un rato, los reprimidos bostezos del criado se hicieron muy evidentes. Ribera los ignoró mientras pudo pero, a partir de la una de la madrugada, no hubo forma de obviar el hecho de que el hombre estaba apenas consciente. Lo mandó a dormir, quedándose con su entusiasmo y su frustrada locuacidad, dando vueltas a los recuerdos de la cena, embriagándose casi con la forma en que los delegados le habían hecho sentirse en casa.

Pierre Elliot Trudeau. Tuvo ocasión de hablar unos minutos con él, y quedó encantado. El canadiense tenía aproximadamente su misma edad y Ribera veía otros rasgos comunes…

El recuerdo de Trudeau evocó el de Margaret. La mujer, con su falta de discreción, hizo cuanto en su mano estuvo por terminar con la carrera política de su marido y, sin embargo, allí estaba él, tan campante… Y, comparada con Margaret Trudeau, Carlota era una hermanita de la caridad… Aquello lo hizo meditar durante un buen rato y al final decidió que no, que una cosa eran los canadienses y otra muy distinta el pueblo español.

Pensar en la locutora le provocó el deseo de hablar con ella y más aún al advertir que dentro de menos de veinticuatro horas debutaría Tristeza de amor.

Ribera no lo pensó más. En España ya era de día. Levantó el teléfono y, en un inglés no menos impecable, aprendido en los Estados Unidos durante la segunda guerra mundial, pidió a la telefonista del hotel que le comunicase con el número de Carlota en Madrid.

* * *

Antes de que Carlota respondiera por el aparato de su dormitorio, el teléfono estuvo sonando casi un minuto y despertó a Leticia. Llamadas tan tempranas no eran frecuentes. La muchacha aguzó el oído y, en el silencio del piso, pudo escuchar, intermitentemente, los ruidos de asentimiento que su recién despertada tía lograba deslizar en la conversación.

Es el viejo, se dijo Leticia. Con sus demás comunicantes telefónicos, Carlota hablaba. Con Ribera, escuchaba y asentía hasta con la cabeza, como ella le había visto hacer en varias ocasiones. Veinte minutos más tarde, oyó el clic de corte de comunicación e, instantes después, abrirse la puerta del dormitorio de su tía. Se levantó y fue a la cocina, donde Carlota estaba poniendo leche a calentar.

—¿Ribera? —preguntó Leticia.

Carlota estaba feliz.

—Ribera —dijo—. Para desearme suerte, recomendarme prudencia y recordarme que el feminismo bien entendido consiste en realizar el trabajo con seriedad, profesionalidad y rigor. Me ha dicho que una buena ama de casa, sin ir más lejos, es infinitamente más respetable que una mala abogada o arquitecta. ¿Quieres café?

—Vale —dijo Leticia. Y, sin mucha alegría, añadió—: Le tienes loquito, ¿no?

Carlota ni pudo ni quiso ocultar su satisfacción.

—Eso parece —asintió.

—Y… ¿Cómo le aguantas? —Carlota no contestó, limitándose a mirar con fijeza a su sobrina, que al fin optó por cambiar de tema—: ¿No es muy temprano para levantarte?

—He de ir a la estación para recoger a una asesina —dijo crípticamente Carlota.

* * *

Había varios problemas. El principal, que Tristeza de amor seguía sin gustarle. Más aún: la simple idea de un programa con temática sentimental, aunque sólo fuera para oírlo, le revolvía las tripas; la perspectiva de escribirlo y producirlo le ponía carne de gallina. Pero estaba el medio millón mensual. Y, muy bien, por dinero uno transige; pero que al menos le den medios. Y no. Ni eso. Tres semanas llorando, gritando y amenazando en el despacho de Figueras para no conseguir nada. No ya cuatro reporteros, ni tres, ni dos, ni uno: ninguno. Y como toda ayuda, Damián, permanentemente sumido en un plácido nirvana alcohólico del que apenas salía para jugar al póker, comer y dormir. Por otra parte, todo lo que tenía de nulo para el trabajo, lo tenía de activo a la hora de las copas. Se conocía el Azca al dedillo; pubs, bares, salones de masaje, timbas clandestinas, puntos de distribución de droga…

Reyes, que llevaba casi un año viviendo en la zona, desconocía la mayor parte de lo que su amigo le enseñó. Paseando con él por el Azca, le daba la sensación de ir con el conde de Luxemburgo, el príncipe Danilo, o cualquier otro héroe de opereta. Camareros, encargados, propietarios y limpiabotas, trataban a Damián Pereira como al más gentil y pródigo de sus parroquianos; las putas y chicas de alterne, como a un monarca. Reyes le preguntó de dónde sacaba tanto dinero para pateárselo con aquella asiduidad. La explicación fue breve y clara:

—El póker, muchacho, el póker.

Así que Reyes tuvo que hacer prácticamente solo el trabajo de investigación que, según el proyecto, habrían realizado cuatro personas. Y, de no mediar Carlota, la mayor parte de los días ni siquiera hubiera conseguido magnetofonista.

La locutora se estaba portando correctamente, ayudándolo en las entrevistas e incluso en la investigación. Era lo mínimo, ya que a fin de cuentas iba a ser su programa.

A Damián le incomodaba tanta actividad por parte de su amigo.

—No seas tarado, Ceferino —le dijo una noche, faltando apenas una semana para el comienzo del programa—. Nadie te pide que te tomes tantas molestias.

—Soy el productor, ¿no? Y el guionista.

—No sé si cuando te fuiste a América era distinto, pero actualmente el lema es: si no te dan los medios que necesitas, arréglate con los que tienes. —Damián aspiró una profunda y, por las consecuencias inmediatas, mortífera bocanada de su cigarrillo. Tras el acceso de tos—: No te pongas digno. Si para ti es cuestión de principios, para la Coi es cuestión de dinero: resulta más barato hacer un programa sin cuatro reporteros que con cuatro reporteros. Es más barato para ellos y más fácil para ti.

—¿Y qué hacemos? ¿Poner música hasta que los oyentes exploten? ¿Dejar que Carlota se enrolle, con el riesgo de terminar yo en la cárcel?

—La radio actual, querido muchacho, consta de tres elementos y una panacea. Los elementos son: discos, entrevistas y llamadas telefónicas de los oyentes. La panacea se llama magazine. Tristeza de amor es un magazine sentimental. Entrevistas, llamadas, comentarios y mucho leer la prensa previamente marcada por el esclavo de turno. Eso es todo lo que necesitas. A fin de mes vas a cobrar la misma pasta y nadie te reprochará que dejes de dar el santo coñazo.

Reyes no hizo caso y siguió yendo a parroquias y juzgados, a tribunales de divorcio civil y de anulación eclesiástica y a cementerios, en busca de material. Luego, en equipo con Carlota, realizó entrevistas que posteriormente fueron guionadas y montadas en forma de docudrama, con la mujer como narradora e hilván de continuidad. En el programa piloto que Reyes se empeñó en grabar pese a la manifiesta opinión contraria de Figueras, se incluían cuatro de estos docudramas, cuatro historias de amor, terminando una en divorcio, otra en muerte, otra en matrimonio y otra en unas felices bodas de plata.

Los docudramas de prueba no quedaron del todo bien debido a que se carecía aún de musicalizador, y el montaje se lo hicieron de caridad y a deshora.

—¿Qué te parece? —le preguntó a Figueras después de que éste hubo oído el programa piloto.

Figueras lo miró reprobatoriamente y dijo:

—Muy bonito. Pero no es lo que se hace ahora.

Lo que sí le gustó fue la parte de Dilema, en la que una persona en el estudio contaba el problema en que se encontraba y a renglón seguido los oyentes llamaban para aconsejarla.

—Eso es lo que hay que fomentar, Ceferino: la participación del público. Lo que me parece innecesario es que la exposición del Dilema vaya pregrabada. Le quita naturalidad y espontaneidad.

El espacio dedicado a entrevistas a corazón abierto en las que los famosos, populares o simplemente conocidos contaban sus tristezas de amor también le satisfizo. Y, pese a que en realidad sólo se habían puesto objeciones de matiz a su proyecto, Reyes salió de la entrevista sintiéndose fracasado y con un porvenir tan brillante como el de un dinosaurio. Aquella noche, tomando unas copas de madrugada, Damián quiso quitar importancia al asunto.

—Lo único que te piden es que trabajes menos —dijo.

Reyes movió lenta y negativamente la cabeza.

—No. Lo único que me piden es que no trabaje en absoluto. Y no es ningún chollo, Damián. Mejor dicho: sí es un chollo, pero sólo por un año. Si Carlota no mete la pata y si el programa se improvisa cada noche, yo sobro. ¿No te das cuenta? No es que yo sea un enamorado de la radio bien hecha o hecha a la antigua: es que en la radio que se hace ahora, yo no tengo cabida.

—Lo entiendo perfectamente, muchacho. Lo mismo les pasó a los herreros cuando salió el automóvil.

Aquello fue lo máximo que consiguió de Damián. Aquello y la promesa de que, al menos para el primer programa, llevaría a unos entrevistados que tuvieran impacto y fuesen noticia.

Y llegado el día del programa, Damián llevaba tres sin dar señales de vida. Reyes había intentado localizarlo en los ocho o diez teléfonos que el periodista daba como referencia, y no lo consiguió.

Reyes se despertó temprano y habiendo dormido mal. No era sólo el agobio por la desaparición de Damián, sino que, además, tenía que escribir la careta de presentación de Tristeza de amor, lo cual le era tan grato como un cólico nefrítico.

* * *

Figueras llevaba mal el madrugar, y aprovechaba las ausencias del tempranero Ribera para hacer uso de la elasticidad de horario que su cargo conllevaba. Entró en el vestíbulo de la Coi poco antes de las once de la mañana, y allí mismo estaba esperándole Goyo Arriaga, productor del programa matinal.

—Mira, Figueras, ya no lo aguanto.

—¿Qué te pasa, Goyo?

—¡Saturio!

—Ya te dije…

—¡No, no me digas nada! ¡Me lo quitas ya!

—Bueno, ¿qué ha hecho esta vez?

—¿Sabes los cinco minutos de charla religiosa que tenemos a las nueve? Pues, en el cierre, en vez de la música sacra que tenía marcada, ha puesto La Internacional… ¡No te rías, coño! ¡Cómo se nota que no has tenido que aguantar al cura, que ya tiene fama de rojo en el obispado!

—Mañana te pongo a Pereda, ¿vale?

—Como si me pones a Martin Borman. Con tal de que no sea Saturio, cualquiera.

Figueras continuó hacia su despacho y al llegar encontró a Reyes.

—Mira, Sebastián, esto pasa de castaño a oscuro…

Reyes había hablado en un tono demasiado alto y la sonrisa de Figueras tuvo algo de rictus.

—Anda, pasa —le dijo. Y una vez en el despacho, preguntó—: ¿Cuántas veces tendré que decirte que no me levantes la voz?

—No era mi intención, pero… ¿Cómo demonios quieres que te hable cuando llevo veinte días pidiendo reporteros y que si quieres arroz, Catalina; y llevo veinte días pidiendo un musicalizador, e ídem de lienzo?

Figueras movió conmiserativamente la cabeza.

—¿Para qué hablarás? —dijo. Revisó los mensajes telefónicos dejados por la señorita Matilde sobre la mesa. Walter había llamado dos veces—. ¿Para qué hablarás? —repitió—. Ya te he conseguido musicalizador.

—Muchas gracias —dijo Reyes y, mirando el reloj, añadió—: Me lo das con catorce horas de antelación.

—Déjate de ironías. ¿Conoces a Saturio Barrera?

Reyes hizo memoria.

—No —dijo—. ¿Quién es?

—El musicalizador que te he conseguido. Un tipo fenomenal.

—¿Está en la casa ahora?

—Sí.

—Bueno, ¿y qué pasa con los reporteros?

—Tú tienes docudramas de esos tuyos para quince días. Eso me dijiste, ¿no?

—Sí: te lo dije e hice mal.

—Pues antes de dos semanas yo lo soluciono. ¿Te parece bien?

—No. Eso de las dos semanas nunca lo he entendido. Si lo puedes resolver, resuélvelo. Si no, ¿cómo sabes que dentro de dos semanas podrás resolverlo?

—Mira, Ceferino: no te pongas coñazo que estoy muy ocupado, y supongo que tú también tendrás mucho que hacer.

Tras una breve vacilación, Reyes se encogió de hombros y salió del despacho. Figueras llamó por el intercomunicador a la señorita Matilde.

—Vamos a asignar a Saturio Barrera a Tristeza de amor —le dijo a la mujer en cuanto entró.

—¿Ya sabe usted la que ha armado Saturio, señor Figueras?

—Ya me lo han dicho.

—¿Hay que sancionarle?

—No. ¿Cómo vamos a sancionarle por poner La Internacional, si es de Comisiones? No quiero líos con las centrales sindicales. Y, si es posible, que el señor Ribera no se entere.

—Por mí no lo sabrá.

—Estoy seguro —sonrió Figueras. Y, cuando la secretaria ya estaba en la puerta—: Comuníqueme con Walter Heredia, por favor.

* * *

«TRISTEZA DE AMOR»

LUN. a VIERN. 01:00 a 03:00

Cadena Nacional

CRÉDITOS: (PARA LEER AD HOC AL FINAL DE CADA PROGRAMA):

Locutora Presentadora: Carlota Núñez

Productor y guionista: Ceferino Reyes.

Asesor Periodístico: Damián Pereira

Asesor Literario: Walter Heredia

Secretaria de Redacción: Lita Méndez

Técnico de Grabación: Rafael Peláez

Musicalizador: …………

(CARETA DE PRESENTACIÓN A INCLUIR ANTES DE CADA PROGRAMA: MÚSICA: COMPASES SOLEMNES, UN POCO TRISTES.)

LOCUTOR (GRAVE). — Más vale haber amado y haber perdido que no haber amado nunca… (MÚSICA: ÍDEM ANTERIOR, MÁS LARGO, A CIERRE.)

LOCUTORA. — La Cadena de Ondas Ibéricas se complace en presentar, por su gran red de emisoras…

(MÚSICA: ENTRA, SUAVE, «TRISTEZA DE AMOR». SUBIENDO. AL FINALIZAR PRIMERA FRASE MUSICAL, BAJA.)

CARLOTA. — «Tristeza de amor»…

(MÚSICA: SUBE, VUELVE A BAJAR.)

LOCUTOR. — Un programa para los que amaron y perdieron…

LOCUTORA. —… para quienes conocen las sonrisas de tristeza, las lágrimas de alegría…

(MÚSICA: ACORDES.)

LOCUTOR. — Para quienes, en las batallas del corazón, encontraron la agridulce derrota…

LOCUTORA. — Para quienes saben que los besos y las lágrimas, los abrazos y los suspiros, están hechos de idéntica materia…

(MÚSICA: ACORDES.)

LOCUTORA. — Para todos los que amaron…

LOCUTOR. — Para todos los que aman…

LOCUTORA. — Para todos los que amarán…

(MÚSICA: TRISTEZA DE AMOR SUBE, MANTIENE, BAJA.)

CARLOTA. — «Tristeza de amor…»

(MÚSICA: SUBE Y BAJA PARA ENLAZAR CON CARLOTA EN LOCUTORIO.)

* * *

Saturio terminó de leer el breve guión y dejó los dos folios sobre la consola de control. La edad del musicalizador era indefinida: lo mismo podía tratarse de un cincuentón con pinta de cuarentón, que lo contrario.

—¿Así que te llamas Ceferino? —Reyes asintió con la cabeza. Saturio hizo lo mismo—. Yo sé lo que es eso —dijo—. Lo que no comprendo es que, llamándose uno Ceferino, pueda escribir una cosa así —y señaló con claro desdén los folios.

—Yo he pedido un musicalizador, no un crítico literario. No hace falta que te guste: sólo que le pongas música.

—¡Claro! ¡El obrero, al curro y sin participar para nada en la gestión empresarial! ¡¿Qué somos?! ¡Bultos con habilidades!

—Yo te diré lo que eres: un rompepelotas. Tú le pusiste La Internacional al cura, ¿no?

—Yo fui el responsable de ese valeroso acto de provocación cultural, sí.

Reyes encendió un cigarrillo y, echando el humo casi a la cara del musicalizador le espetó:

—Tú lo que eres es un pelele de la empresa.

La ofensa que denotó Saturio tenía un claro y no casual aire zarzuelero:

—¿Pelele de la empresa? ¿Yo?

Reyes volvió a cortarle:

—Pues claro. ¿Figueras es la empresa o no es la empresa?

—Es la empresa, pero…

—Bueno, pues Figueras te ha puesto en el programa para que rompas las pelotas. Así que tú haz lo que quieras, pero si decides romper las pelotas date por enterado de que estarás cumpliendo como un fiel perrillo sus deseos.

Saturio se quedó mirándole fijo y al fin le puso una mano en el hombro y, con algo de camaradería en su omnímodo antagonismo, preguntó:

—Bueno, patrón… ¿qué música quieres que le pongamos a esa joya que no se ruborizaría en firmar don Guillermo Sautier?

* * *

—¿Damián Pereira, por favor?

Lita se volvió hacia la voz, propiedad de una mujer como de veinticinco años, menuda, peripuesta y de expresión entre dulce y tímida.

—Pues no está, y no creo que venga por la mañana.

—Pero él trabaja aquí, ¿no?

—Sí, señorita. Si desea dejarle algún recado…

—No, gracias. Yo volveré.

Al salir, la mujer se cruzó en la puerta de la redacción con Reyes, que entraba malhumorado.

—¿Dónde demonios está Carlota? ¿Y Rafael?

Lita señaló la puerta del locutorio.

—Ahí los tienes a los dos. Llevan un par de horas.

—Haciendo ¿qué?

—Entrevistar a una mujer.

—Pero… ¿por qué? —Reyes estaba exasperado—. Tenemos entrevistas por un tubo.

—Es algo para el Dilema, creo.

—¡Para el Dilema ya tenemos a la tía que no sabe si casarse o meterse monja!

Reyes fue a la cabina de control del pequeño locutorio. Carlota entrevistaba a una mujer de cuarenta y tantos años con pinta de pueblo. La mujer, a quien la locutora llamaba Balbina, no tenía el don de la palabra. Se equivocaba y embarullaba. Rafael tuvo que cortar la grabación al cabo de unos momentos. Reyes aprovechó para hacer seña a Carlota de que saliera. Una vez ambos en el cubículo de redacción:

—¿Se puede saber qué haces? Te necesito para grabar la careta de presentación. A ti y a Rafael.

—Pues cuando quieras. Eso se hace en un minuto.

—¿Y qué pasa con esa mujer? ¿No teníamos a la monja para el dilema?

—Te explico la historia de Balbina. Es del pueblo de Mercedes, mi chacha. Hace siete años mató a su marido, y ha estado en la cárcel hasta hace unos meses. Al salir volvió a su pueblo, y ahora el hermano del difunto se ha enamorado de ella y quiere casarse.

A Reyes se le dispararon las cejas hacia arriba.

—Coño —dijo.

—Y ella no sabe qué hacer. ¿Qué te parece como dilema?

—Bueno —reconoció Reyes.

—¿Mejor que el de la monja?

—Sí, claro que sí. Pero… si esa Balbina no sabe hablar…

—Lo que no sabe es contar su historia —dijo Carlota—. Se enreda y se embrolla; pero hablar y contestar preguntas sí puede. ¿Se sabe a quién trae Damián?

—No te preocupes. ¿Cuánto te falta con esa mujer?

—Un cuarto de hora como mucho.

—Pues en veinte minutos en el Estudio Tres para grabar la careta, ¿vale?

* * *

Regina entró en el despacho de Walter excitada y alborozada.

—¡Lo están anunciando, Wally! ¡Lo están anunciando!

Walter cerró la pluma, la dejó encima de la carpeta de cuero sobre la que escribía y sonrió.

—¿Qué están anunciando?

—¡El programa! ¡Por la Coi! ¡Tristeza de amor! ¿Por qué no me habías dicho que empezaba?

La vacilación de Walter duró sólo un instante:

—Quería darte una sorpresa.

—Dime, Wally: ¿qué has preparado para el programa? No, mejor no me lo digas, prefiero no saberlo… Será algo bonito, ¿verdad?

Walter sonrió cariñosamente a la mujer.

—Si a ti te gusta, será bonito; si no, será feo.

* * *

Figueras entró en la pecera del Estudio Tres cuando finalizaba la grabación de la careta de Tristeza de amor.

—¿Qué te parece? —le preguntó Reyes, después de que ambos la hubieron oído.

—Un pelín larga, ¿no? Pero bien, muy en onda retro, lo que ahora gusta.

—Yo no me quiero meter en ninguna onda retro y dieciocho líneas de texto no son largas.

—Tú sabrás —dijo Figueras y luego, cambiando al tema que evidentemente le interesaba—: ¿Qué has pensado hacer con Walter?

—¿Walter? ¡Ah, Walter! Pues no sé, no tenía pensado hacer nada de momento. Más adelante, puede.

—Te equivocas. —Notando la irritación en Reyes, Figueras puso su mejor tono persuasivo—. Walter es un lince. Y sabe lo que hace. No es mi amigo. A me carga. Pero es un lince…

—¿Qué tiene de lince ese cursi?

—Dale la oportunidad de que te lo demuestre.

—No tiene experiencia en radio…

—Hazme caso y dale la oportunidad, aunque sólo sea recitando un verso o contando alguna chorrada…

—De veras, Sebastián: no sé qué pretendes. Te pido cuatro reporteros y me das un cursi.

* * *

—¿Has conseguido localizar a Damián? —preguntó Reyes.

Lita negó con la cabeza, explicando:

—En ninguno de los teléfonos saben nada de él desde hace dos días. Y el de su casa no deja de comunicar.

Reyes cerró los ojos y articuló varios tacos en mudo. Luego miró el reloj. Eran pasadas las doce y media.

—Me voy a buscarle —dijo—. Si alguien te pregunta, le dices que todo está bien y en orden. —Llegando a la puerta de la redacción se detuvo—. Ah, ¿tienes el teléfono de Walter Heredia? —Lita asintió con la cabeza—. Pues le llamas y me lo convocas aquí… a las once de la noche. Le dices que traiga preparado algo. Cortito, ¿eh?

* * *

Carlota terminó la entrevista con Balbina, la homicida, muy satisfecha. Un acto más de amarillismo radiofónico en mi haber, se dijo. Tras grabar rápidamente la careta, regresó a redacción, donde Lita le informó de que Reyes se había marchado, dejándolo todo listo y a punto.

—¿Se sabe a quién traerá Damián? —preguntó Carlota.

—Ceferino me dijo que todo estaba arreglado —replicó Lita.

Carlota acompañó a Balbina hasta el piso de Basílica, y dejó a la mujer en compañía de Mercedes. Después volvió a la calle y por primera vez en muchos días, pudo disfrutar de un ocioso paseo por su barrio.

Ella había vivido toda la gestación del Azca. Llegó a Basílica a comienzos de los sesenta, cuando el resto de la zona eran solares, y había visto el trabajo de las máquinas de construcción, los enormes huecos de cimentación de los actuales rascacielos, la llegada de las primeras cafeterías, los primeros pubs, las primeras grandes oficinas… Se sentía un poco fundadora del barrio que pasó de zona pobre y poco poblada, extensión de Cuatro Caminos y Tetuán, a ser aledaño de la parte más nueva, rica y prestigiosa de Madrid; de lo que empezó siendo prolongación de la Castellana, fue luego avenida del Generalísimo y terminó convirtiéndose, llegada la transición, en simple Castellana. Es curioso sentirme en casa en un lugar donde todo el mundo es forastero; arraigada dónde todo el mundo está de paso. Yo soy como todo esto, se dijo, sentada en una de las terrazas que continuaban abiertas gracias al benigno octubre. En otras circunstancias, le hubiese deprimido sentirse identificada con una colmena fría e impersonal como el Azca. Pero ahora se sentía optimista, y no veía ninguna colmena, ninguna frialdad y ninguna impersonalidad. Veía una casa acogedora, cordial y abierta a toda España. El presente fluyendo por cauces de cemento, vidrio y acero. La ambición de los rascacielos por alcanzar las nubes. La vitalidad en el trajín de su tráfico subterráneo y del ir y venir humano en los pasadizos. Veía, en resumen, un canto a la vida y al optimismo que ella sentía por tener trabajo, dinero, un programa y, sobre todo, un novio rico que en breve plazo le garantizaría, a título vitalicio, lo segundo sin necesidad de incurrir en lo primero ni en lo tercero.

* * *

Damián vivía en una casa próxima a la plaza Mayor. Como no había ascensor, Reyes tuvo que subir los cuatro pisos por gastados escalones de madera. Damián llevaba más de treinta años instalado allí, desde que llegó de La Coruña. Entre el cincuenta y siete y el sesenta, vivió con Concha, su primera compañera. Después lo utilizó para sus juergas y, en los sesenta, Reyes lo visitó con frecuencia, particularmente en la época en que ambos estaban encargados de la sección de espectáculos y cotilleo, y al viejo piso acudían infinidad de aspirantes a artista, que luego veían su nombre o su retrato publicados en un rincón del periódico.

Sin embargo, no era en aquellos dorados tiempos en lo que Reyes pensaba al llegar al rellano del cuarto piso, sino en toda la ascendencia paterna y materna de su amigo.

Tocó el timbre. Había que cruzar los dedos y esperar no sólo que Damián estuviera, sino que estuviera despierto, porque si no, era inútil oprimir el timbre: durmiendo la borrachera, el periodista caía en una especie de coma del que sólo salía por iniciativa interna.

Al otro lado de la puerta se escuchó un rumor, luego pisadas y la inconfundible tos de Damián.

—Qué hay, chaval —dijo opacamente al abrir la puerta.

—¡Eres un jodío irresponsable! —Reyes pasó al interior del piso. Abrió mucho los ojos—. Esto es horrendo —dijo, y le salió del alma.

Damián se manifestó de acuerdo. Cuando, cuatro años atrás Julia, su segunda mujer, lo abandonó tras once meses de matrimonio y dos antes de parir, él le dijo que podía llevarse del piso lo que quisiera, y Julia se presentó un día con un camión de mudanzas y se llevó desde el felpudo de la puerta hasta el termómetro del balcón, incluido todo lo de Damián. Éste se encontró con el hecho consumado al regresar de un viaje y, tomándose la cosa con filosofía, optó por reamoblar el piso lo más económicamente posible. Compró en saldos y remates los muebles más baratos y fuertes que vio, y al final se encontró con una especie de museo de los horrores inhabitable para cualquiera que, teniendo un mínimo sentido de la estética, no estuviera ciego.

—Al Dante se le ocurrió un sitio como éste para ponerlo en el infierno, pero lo quitó por tremebundo. Anda, pasa a la cocina…

Siguiéndolo, Reyes observaba con fascinación el horrendo mobiliario carente de toda gracia salvadora, sin época ni identidad…

—Yo lo llamo «estilo Auschwitz» —dijo Damián, ya en la cocina y cogiendo un par de tazas de una pseudo alacena pseudo tirolesa.

—¿Te acuerdas de que esta noche empieza el programa?

—La duda, querido Ceferino, ofende. ¿Tú me crees capaz…?

Se cortó al escucharse el ruido de una puerta dentro del piso. Reyes enarcó las cejas y lo miró. Damián fue a decir algo, pero en aquel momento apareció en la cocina una muchacha sumamente joven y de aspecto inmejorable aunque nada distinguido.

—Bueno, me voy —dijo. Y, encogiéndose de hombros, expresó un alentador vaticinio—: Otra vez será, no te preocupes. Eso pasa en las mejores familias. —Y, tras una indolente sonrisa a Reyes y un chao salió de la cocina y del piso. Los dos hombres quedaron unos instantes en silencio.

—¿A ti todavía se te pone gorda? —preguntó al fin Damián.

—Casi siempre que es necesario —replicó Reyes.

Damián quedó pensativo.

—Dos días encerrado aquí con esa ciudadana, y… —Meneó la cabeza—. Me hago viejo —dijo—. ¿Tú crees que doscientos gatillazos pueden ser indicio de impotencia?

—Eso y la cirrosis son enfermedades típicas del borracho. Y dejarme colgado es la enfermedad típica del hijo de puta.

—Muchacho… —Damián estaba cariacontecido—. ¡Cómo lamentarás haber sido tan ofensivo y, sobre todo, tan injusto conmigo! Tengo para ti el mejor reportaje radiofónico de mi carrera, querido Ceferino.

* * *

Reyes llegó a la redacción poco después de las once de la noche y sólo encontró a Lita. Ésta explicó que Carlota y Walter, llegados hacía un rato, habían bajado juntos a tomar café.

—Del que no sé nada es de Damián —añadió Lita, con evidente preocupación.

—Estará aquí entre once y media y doce —la tranquilizó.

—¿A quién trae?

A esto no pudo contestarle, ya que el periodista no había querido decírselo. Damián siempre fue muy secretero para las cosas de trabajo, y si bien a Reyes no le hacía gracia estar en la inopia con respecto al contenido del programa que él mismo producía, lo conocía lo suficiente para saber que resultaría inútil insistir. Lo único que logró sacarle era que sus invitados iban a ser dos, hombre y mujer, ambos populares, en otros tiempos matrimonio y separados desde hacía varios años. Aparentemente, el periodista había conseguido que, por primera vez desde su divorcio, una y otro discutieran en público los motivos del naufragio conyugal.

A las once y veinte regresaron Carlota y Walter de la cafetería, y al tiempo que ellos llegó Saturio, que se metió en el cubículo con Reyes y Carlota. Reyes sentía cierto temor hacia las originalidades que pudieran ocurrírsele al musicalizador, así que comenzó la informal reunión con un largo preámbulo sobre las condiciones que, para no caer en lo hortera, tenía que reunir la música que se emitiera en Tristeza de amor. Fue evidente que a Saturio todo aquello le pareció palabrería.

—Mira, Ceferino: el programa va a ser hortera te pongas como te pongas, así que no me pidas que yo lo remedie con cuatro discos… Además, con esa careta de presentación…

Irritado, Reyes se volvió hacia Carlota:

—¿A ti te parece mal la careta?

—No… Me parece bien —le respondió ella sin demasiada convicción—. Un poquito larga, quizá.

—Dejemos el tema —zanjó Reyes. Y, al musicalizador—: Quiero que le eches un poco de imaginación a la música que metas.

—Hay algo que prefiero aclarar siempre que trato con gente de vuestras edades —dijo Saturio.

La alusión picó a Carlota.

—¿Nuestras edades? —preguntó—. ¿Pretendes decir que eres más joven?

Saturio asumió una actitud solemne para replicar:

—Por mi mayor equilibrio, inteligencia, sensibilidad y madurez, constituyo caso aparte no representativo. Y ahora inquiero: ¿sois una y otro conscientes de que, en cuanto al universo musical se refiere, ya no estamos en mil novecientos sesenta y ocho?

—No hace falta que metas a los Beatles y a Simon y Garfunkel a todo pasto, si es eso lo que preguntas —dijo Reyes.

—Por ahí iban los tiros de mi indagatoria —reconoció Saturio. Y, poniéndose en pie—: Estando ya todo claro como la sopa de Auxilio Social, voy a Discoteca a ver cuántos discos de Mantovani tenemos…

Salió Saturio y, al quedar a solas con Reyes, Carlota preguntó:

—¿De dónde ha salido éste? ¿De La verbena de la Paloma?

—Esta mañana, al finalizar una charla religiosa, en vez de música sacra puso La Internacional. Figueras nos lo ha encasquetado, pero no creo que haya mucho problema con él.

—He estado hablando con Walter.

A Reyes, el tema lo ponía incómodo.

—Ya —dijo.

—Es un tipo raro —siguió ella—. Interesante.

¿Interesante? ¿Ese cursi?

—Me ha enseñado algunas cosas que tiene preparadas.

—¿Y…?

Carlota no atinaba a explicarse.

—Son cursis, supongo —admitió—, pero… —Decididamente, no encontraba las palabras—. Yo le daría una oportunidad, a ver qué pasa.

—Pasar, no pasará nada: no creo que funda el micrófono.

—Deja que lea alguna de sus cosas —insistió la locutora.

—Mira, que recite unos versos del Tenorio. Vayamos sobre seguro.

—A ti no te cae bien, ¿verdad? —Reyes puso cara de palo. Carlota lo miró fijo y, con sus más persuasivos tono y expresión, rogó—: Déjale a su aire, aunque sólo sea unos momentos.

—Que se enrolle como le dé la gana —dijo Reyes—. Pero cinco minutos como máximo y, a la tercera llamada de cachondeo, corto y pongo un disco de Raphael.

—Quiere hablar contigo —dijo Carlota. Y, sonriendo, aclaró—: Walter, no Raphael.

—Pues que pase —y, ante la sorprendida expresión de la mujer explicó—: Con el dentista hago lo mismo.

Entró Walter y, en sólo tres minutos, consiguió que los otros dos se mirasen con un desconcierto tan claro que hasta él lo notó.

—¿No os gusta? —preguntó.

—Pues… —Reyes se confirmó en su creencia inicial de que no estaba hecho para tratar con gente como Walter—. ¿Tú crees que un seudónimo es… imprescindible?

—Sí. —Y, por el tono con que Walter lo dijo, no había vuelta de hoja.

—Ya. —Reyes miró a Carlota y ésta le dirigió una dulce sonrisa—. ¿Y tiene que ser precisamente ese seudónimo?

—Me gusta —dijo Walter—. ¿A ti no te parece adecuado? Pienso que, si el joven Werther no se hubiera suicidado, si hubiese alcanzado la madurez y seguido aún más por el sendero de los años, habría alcanzado a ser distinto, pero igual, sólo que más sabio y por ello más comprensivo y más benéfico…

—No lo dudo —logró intercalar Reyes.

—… y ese imposible «viejo Werther» quiero intentar serlo yo para los oyentes.

Reyes carraspeó.

—Ya te digo que no lo dudo, Walter. No lo dudo. —Reyes miró de nuevo a Carlota, pero la atención de la locutora parecía prendida en Walter—. Ocurre que hay una pega. Eso de «viejo Werther» puede ser tan bonito como dices, pero… La gente entiende muy mal, y si eliges ese seudónimo, ten la certeza de que van a llamarte «viejo verde». Porque justamente eso entenderán los oyentes.

—Da lo mismo —dijo Walter.

Reyes sonrió y, dando una suave palmada con la que daba por concluida la charla, dijo:

—No se hable más. Me pareció que debía advertirte.

* * *

El maître extremaba sus excusas, pero en vano. Figueras se levantó y Beatriz lo imitó con parsimonia e ironía, en vez de dignidad ofendida.

—Pero por favor, don Sebastián… Termine de cenar… —El maître reaccionó ante la Diners que el otro le tendía como Drácula ante los ajos—. ¡No, por Dios, guarde usted eso!

—Espero que a partir de ahora no dejen entrar a borrachos —dijo secamente Figueras.

—Hasta ahora, el señor Olmedo había sido muy correcto… Se tomaba sus copas, pero nunca dio un escándalo.

—Pues para no tener práctica, lo ha hecho muy bien. Vamos, Beatriz.

En el coche, el matrimonio no comentó el incidente, que no era nuevo, ni original, ni agradable.

—Me he quedado con hambre —dijo Beatriz cuando se pusieron en marcha—. Si te parece, vamos a un «Vips» y nos sentamos cerca de un vigilante armado.

Cenaron en el de Velázquez. Luego Figueras llevó a Beatriz a casa y él continuó hacia la Coi para cerciorarse de que todo iba bien en el programa de Carlota Núñez.

* * *

A las doce menos cuarto Damián aún no había aparecido por la redacción de Tristeza de amor. La que sí se había presentado, por tercera vez en el día, era la menuda y peripuesta joven que preguntaba por él. Al decirle Lita que todavía el periodista no había llegado, pero que estaba al caer, la otra pidió permiso para aguardarlo en la propia redacción y fue a situarse en el rincón más apartado, como no queriendo molestar ni interferir. Pronto los demás se olvidaron de ella.

Dieron las doce y todos comenzaron a evidenciar el nerviosismo que llevaban media hora conteniendo. Sin embargo había tiempo de sobra, pues la primera parte del programa inaugural iba grabada, luego estaba el Dilema y, a eso de las dos, tras las noticias y la breve intervención de Walter, la entrevista con los personajes aportados por Damián.

El periodista llegó a las doce y diez, ceñudo y solo. Ante las desconcertadas expresiones de Carlota, Lita y Reyes, dijo:

—Lo mismo que la Armada Invencible, yo no puedo luchar contra los elementos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Reyes, con cara de pocos amigos.

—Nuestra pareja de famosos se ha echado para atrás. Retrocedió el primer paso al saber que la locutora eras tú —miró a Carlota—, y el segundo y definitivo al conocer la identidad del productor y guionista —y miró a Reyes—. Sin embargo, no os preocupéis, porque tengo una invitada de reserva…

La peripuesta mujer del rincón se había levantado, recogido su bolso y caminado con breve paso hasta el grupo que formaban Reyes, Carlota, Lita y Damián. Se acercó a este último por detrás, sonrió y lo tocó en el hombro con la mano izquierda al tiempo que, con una torsión, se enrollaba en torno a la muñeca derecha la correa del pequeño y pesado bolso.

—Damián… —dijo, con voz suave.

Al oír aquella voz el periodista dio un respingo y se volvió al tiempo que decía: ¡Julia! Tras exclamar este nombre, recibió el bolsazo más fuerte y preciso que los presentes habían visto asestar.

* * *

Mientras subía en ascensor a la emisora, Figueras pensaba que Tristeza de amor, como otros proyectos personales de Ribera, sería flor de un día o, como mucho, de una temporada. Lo mismo que el malhadado e inmencionable Taller de artistas y Poesía entre dos cigarrillos, programa éste que jamás oyó nadie y que al cabo de dos años se suspendió porque —detalle confidencial— Ribera dejó de fumar.

Figueras entró en la redacción y la escena a la que se enfrentó desde el umbral le pareció salida de una película de Peckinpah. Incluso, al evocarla posteriormente la veía en cámara lenta, sobre todo el principio; la mujer menuda y arreglada caminando hasta Damián, deteniéndose, llamándole y, en el preciso momento en que el sorprendido periodista terminaba de decir «Julia», asestándole un sonoro y demoledor bolsazo, a impulsos del cual la cabeza de Damián pareció ir a separarse del tronco. Lo que al fin ocurrió fue que el hombre cayó redondo al suelo.

Le ha matado, pensó Figueras y, aparentemente, todos los demás tuvieron la misma idea. Quedaron paralizados, con la incredulidad congelada en los rostros. La única que continuó moviéndose fue Julia que, sin perder ni un ápice de compostura, tomó el contundente bolso, se soltó la correa de en torno a la muñeca, lo abrió y lo volcó, derramando un torrente de monedas de veinticinco y cincuenta pesetas sobre el derribado Damián.

—Para farmacia —dijo antes de dar media vuelta y salir sin que nadie intentara cortarle el paso.

Los primeros en reaccionar fueron Balbina y Figueras. La homicida fue a inclinarse sobre el caído. El ejecutivo se acercó en dos zancadas a uno de los escritorios y, señalando el borde metálico del tablero, dijo con firmeza:

—Se ha dado aquí. Tropezó y se dio aquí. ¿Entendido?

Nadie pareció hacerle caso. Carlota, la tercera en reaccionar, fue como Balbina a inclinarse sobre Damián. La homicida le sonrió, tranquilizadora.

—No se preocupe, señorita —dijo—. Sólo está descalabrado.

Saturio llegó, en aquel momento, con un montón de discos bajo el brazo. Al ver el panorama ni pestañeó.

—Cuando se mueren, se quedan más yertos —seguía Balbina.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Saturio.

Sin apartar la mirada del yacente, Lita contestó:

—Una señora le ha dejado roque de un bolsazo.

Saturio meneó la cabeza seria y reprobatoriamente.

—¿Un bolsazo? —Sacudió de nuevo la cabeza—. Lo menos que Damián se merece es un botellazo. —Sin manifestar mayor interés y habiendo evidentemente decidido que la cosa no le atañía, se fue con sus discos hacia la pecera de control.

—¿Ha quedado bien entendido que Damián tropezó y se golpeó con este escritorio? —insistía Figueras en alto.

—¡Que sí, coño! —dijo Reyes, furioso y recuperando el habla.

—No reacciona —dijo Carlota desde el suelo. Y, mirando a Reyes—: Habría que llamar a una ambulancia.

Reyes asintió y se dirigió al cubículo. Figueras se acuclilló también junto a Damián. Lo cacheteó suavemente e incluso trató de incorporarlo, pero Carlota se lo impidió.

—Déjale —dijo—. No sabemos lo que tiene.

—¿Seguro que no está muerto? —preguntó Figueras.

—No —dijo Balbina con aplomo de experta—. No está agarrotado…

Mientras tanto, Walter permanecía sentado a un escritorio del fondo mirándolo todo con atención de espectador.

Sonó el timbre de uno de los teléfonos y Lita, mecánicamente, contestó. Rafael salió de la pecera y se quedó boquiabierto al ver el cuadro.

—¿Qué le pasa a Damián? —preguntó.

—Aparentemente, ha recibido noticias de una ex esposa —dijo Carlota.

—Teléfono, Carlota —dijo Lita, con una expresión muy rara…

—Chica, no es el momento…

—El señor Ribera desde Canadá —aclaró Lita.

Sin mutación, Carlota se levantó y fue a atender la llamada en el cubículo, del que en aquellos momentos salía Reyes.

—En menos de cinco minutos estará aquí —le dijo éste.

—¿Quién? —preguntó Carlota, que ya estaba recomponiendo sus estructuras mentales para hablar con Ribera.

—¿Cómo que quién? ¡La ambulancia!

—Ah, sí —dijo Carlota. Luego, tras una dulce sonrisa, se encerró.

Reyes se quedó mirando la puerta del cubículo, sin entender. Figueras se le acercó.

—¿Sabes a quién traía Damián de invitado?

—No. ¿Qué hace Carlota?

—Hablar con Ribera, que ha llamado desde Canadá.

Aquello fue lo que Reyes necesitaba para estallar:

—¿Cómo que hablar con Ribera? ¿Qué momentos son estos para ponerse a pelar la pava?

—Habla bajo, Ceferino —masculló Figueras—. Así que te has quedado sin entrevista…

—Eso parece —replicó sombríamente Reyes.

—… recuerda que no en vano soy hombre de radio y sé lo eterno que se hace ese tiempo muerto antes de empezar el programa, cuando todo está a punto, los detalles listos y no encuentra uno qué hacer con los minutos que faltan para la hora…

Escuchando a Ribera, Carlota veía como los de la ambulancia, rodeados por todo el personal de la emisora que podía abandonar su puesto, sacaban al herido mientras Reyes hablaba con urgencia a Figueras, éste se hacía el sueco, Reyes comenzaba a hacer los ademanes que acompañaban a sus voces, y, finalmente, Figueras lo tomaba por el brazo y lo sacaba de la redacción.

—… y debes pensar que, el tiempo que has tenido de inactividad no ha podido sino mejorarte, porque… Ha sido una pausa de reflexión, y estoy seguro de que ahora eres una profesional mejor y, sobre todo, más madura que hace dos años…

—Sí, Fermín —replicó Carlota. Y, admirativamente—: Cómo dominas la radio y… ¡qué bien me conoces!

Figueras había conducido a Reyes a una cercana oficina de Administración.

—¡Tú no te puedes ir en la ambulancia con Damián! —dijo Reyes.

—¿Apuestas a que sí? —replicó Figueras con indiferencia.

—Déjate de chulerías, Sebastián, déjate de chulerías… ¡Acaban de romperle la cabeza a mi único reportero y estoy más colgado que una lámpara! ¡Y tú te vas a hacer de enfermero y la otra se pone a charlar por teléfono con ese carcamal!

—Sigue diciendo esas cosas de Ribera en la Coi, y verás el tiempo que te dura el contrato.

Reyes se acercó a Figueras.

—¡Llama a uno de esos chicos listos que te hacen el programa de tarde y que me localicen a alguien!

Figueras se separó de su amigo, se alisó las solapas de la chaqueta y con ecuánime expresión dijo:

—Honestamente, Ceferino: lo que pienso es que esto, en el programa nocturno deportivo, no hubiera pasado jamás. Y ahora, si me dispensas… Estoy obligado a acompañar a Damián en estos críticos momentos. —Una amplia sonrisa—. Suerte.

Reyes no dijo nada. Se dejó caer en una silla y permaneció largo rato con la vista fija en la puerta por la que había salido Figueras.

A la una menos cuarto, Ribera dio por terminada su exposición de las rosadas perspectivas que estaba abriendo en Canadá a los liberales españoles. Le deseó suerte, le recomendó prudencia y colgó. La locutora hizo lo propio en el cubículo y salió. En la redacción sólo estaba Walter.

—¿Y los demás? —preguntó Carlota.

—Me parece que están en la oficina de enfrente.

Carlota salió de la redacción y entró en la única oficina de la que salía luz. Allí estaban Reyes y Lita, con cara de funeral.

—¿Qué hacemos, Ceferino? —preguntaba Lita.

Reyes se encogió de hombros.

—Cometamos suicidio ritual —dijo apagadamente. Y vio a Carlota—. ¡Vaya, qué sorpresa! ¿Terminaste de hablar con el chico?

—¿Hubieras preferido que le contase lo que ocurría?

Reyes se encogió hoscamente de hombros.

—A mí ya me da lo mismo todo.

—¿Y si le damos diez minutos más al coloquio de los oyentes con Balbina? —preguntó Carlota—. Una homicida da mucho de sí.

Reyes asintió ecuánimemente con la cabeza.

—Y en los veinte minutos que seguirán faltando le puedes contar al respetable tu charla con el viejo.

Carlota había decidido no caer en provocaciones.

—¿Y si usamos alguna de las otras grabaciones que hay preparadas? —propuso.

—También podemos poner El anillo de los nibelungos, que es una ópera larguísima.

Se produjo una pausa que al fin rompió Lita:

—¿Qué hacemos?

Carlota y Reyes se miraron y al fin la primera aventuró:

—Pues no te va a quedar más remedio que meter a Walter, a ver qué pasa.

—No. Hasta ahí podíamos llegar. No sólo es un cursi: es un cursi sin experiencia. Seamos un poco profesionales, Carlota; seamos un poco profesionales…

Balbina se retiró del locutorio confortada por la unanimidad del pueblo español en que ella y su cuñado tenían derecho al amor y que no debían permitir que la sombra de un muerto se interpusiese en su idilio. Como no llamó nadie escandalizándose, la polémica no existió y el Dilema cubrió a duras penas sus minutos previstos.

—¿Qué hacemos, patrón? —preguntó Saturio.

Reyes miró el reloj. Eran las dos, y el informativo duraría cinco minutos.

—Que hable Walter y luego metemos el final de los testimonios.

Aquello alarmó al tranquilo Rafael, que consultó inmediatamente la pauta.

—El final de los testimonios son doce minutos —dijo. Y, tras una nueva consulta—: Y las Citas y ráfagas son otros siete…

Saturio era rápido haciendo cálculos mentales.

—¿Piensas dejar a ese individuo media hora delante del micrófono?

—Las críticas, mañana —replicó secamente Reyes.

La tensión del programa y el regreso al micrófono tras dos años de lejanía tenían a Carlota como en sus mejores tiempos de consumidora de pastillas adelgazantes: despierta, sobrealerta e hipersensitiva. Mientras los de Informativos daban el boletín de las dos de la mañana, la mujer, sin prestar atención a Walter, sentado junto a ella, comenzó a tomar notas para cualquier intervención suya que la inexperiencia del hombre hiciera necesaria. Sólo al tercer carraspeo se dio cuenta de que su compañero deseaba decirle algo.

—Toma. —Walter, sonriente, le tendía un papel escrito con letra espaciada y clara.

Carlota lo tomó y leyó su contenido una primera vez sin entenderlo; una segunda, más despacio, para asimilarlo; y una tercera para verificar que no alucinaba.

—¿Quieres que lea esto? —preguntó al fin.

El hombre asintió con la cabeza. Ella volvió a echar un vistazo al papel, parpadeó un par de veces e insistió:

—¿Estás seguro?

—Claro que estoy seguro —replicó él.

Saturio tenía inmovilizado el disco de Tristeza de amor y lo soltó en cuanto los de Informativos terminaron. La música de Chopin estuvo sonando unos segundos, luego bajó y Rafael, con un movimiento de brazo, dio el pase a Carlota en el locutorio.

—Y ahora —comenzó a leer Carlota—, tenemos a un invitado muy especial. Se trata de un hombre que viene de la noche y la soledad y es amigo del dolor y la tristeza…

—Sopla —murmuró Saturio, y Reyes abrió mucho los ojos.

—… La amargura le ha borrado su nombre y los reveses han cubierto de prematura nieve sus sienes. Por eso, sólo desea ser conocido por un apelativo ficticio pero que es, en cierto modo, su retrato. Con ustedes… el Viejo Werther.

—Toma del frasco —dijo el musicalizador.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó Rafael—. ¿El viejo qué?

—Verde —replicó Saturio.

Dámaso estaba escuchando la densa voz del Viejo Werther cuando sonó la chicharra del intercomunicador. Meneó la cabeza, se levantó de la cama sobre la que se había tumbado sin desvestirse, y fue al aparato fijado a la pared.

—¿Sí, señora?

—¿Estaba usted despierto, Dámaso?

—Sí, señora.

—Bueno, pues saque el coche. Vamos a la Coi.

—Sí, señora.

Dámaso miró el reloj. Las dos y diez de la mañana. Nada insólito en doña Regina.

* * *

Antes del comienzo del programa, Herminia, una de las telefonistas de turno, le había contado a Lita sus problemas con el novio. Después de su experiencia de abandonada, Lita se consideraba ducha en el tema y al iniciarse las noticias de las dos fue a la centralita a pegar la hebra. En Tristeza de amor únicamente se esperaban llamadas del público para el Dilema. Sin embargo, a las dos y cuarto, la otra chica comenzó a no dar abasto para atender los teléfonos y Herminia tuvo que reincorporarse a su puesto. A partir de las dos y media, la centralita estuvo permanentemente bloqueada por llamadas preguntando por, o pidiendo hablar con, un misterioso «Viejo Verde» del que las telefonistas nada sabían.

* * *

En la pecera, hasta Saturio estaba callado, pendiente lo mismo que Reyes y Rafael del soliloquio de Walter ante el micrófono.

Ni esto es posible, ni este programa lo estoy produciendo yo, se decía Reyes. Debo de estar todavía en Latinoamérica, teniendo una pesadilla.

Más de una vez había dicho Walter que no temía a las palabras, y lo estaba demostrando. Su voz y su entonación pertenecían a la escuela de Doroteo Martí, el creador de Ama Rosa. A través de los altavoces de retorno del control, las frases del «Viejo Werther» sonaban densas como jarabe, cargadas de lo que, al menos para Reyes, era una mezcla de impudicia, sensibilidad trasnochada, claro morbo y no menos franco exhibicionismo.

Saturio ya llevaba demasiado tiempo sin hablar.

—Estás colorado, Ceferino —dijo, tras escrutarle unos momentos.

Reyes no hizo caso. No era sólo que Walter, en su faceta de Viejo Werther le encendiese los colores y le pusiera más carne de gallina que en su faceta de Walter. Era que notaba la misma sensación de vacío estomacal que ya había experimentado otras veces. Y en las ocasiones anteriores, quienes le habían producido tal reacción se convirtieron en ídolos populares.

Tenía razón Sebastián, pensó. Este hombre será un éxito…

Y yo me lo voy a tener que calar.

Entró Lita y cuando explicó lo que ocurría, Reyes vio materializarse sus peores presentimientos.

—Salgamos —le dijo.

Una vez en la redacción, la muchacha preguntó:

—¿Qué está pasando, Ceferino?

—¿Qué va a pasar? Ha nacido un ídolo.

—Están sonando todos los teléfonos. No sólo los de centralita. Los directos de oficinas también.

—El problema de España es que la gente duerme durante el día.

—¿Usted es el señor Reyes? —preguntó desde la puerta de la redacción el ordenanza de noche, que aún no conocía al equipo de Tristeza de amor.

—Sí, soy yo.

—Aquí hay una señora que quiere entrar a ver el programa y dice que es amiga suya —dijo el ordenanza. Y añadió, como para facilitar una mayor comprensión del problema—: Viene con el chófer.

* * *

Tras una ausencia de poco más de cinco minutos, Reyes regresó a la pecera. Saturio y Rafael seguían como hipnotizados por la actuación del Viejo Werther.

—Prestadme atención un momento, por favor —dijo Reyes. Y cuando los otros dos lo hicieron—: Ahí fuera está la esposa de Walter, empeñada en pasar a ver a su marido. —Cogió la chaqueta de detrás de su asiento—. Le he dicho que sí y, para que no estorbe, le cedo mi sitio. —Miró a Rafael—. A las tres menos veinte hay que meter el final de los Testimonios, así que dale ya los veinte minutos a Walter.

—Estoy dándole desde los cinco —replicó Rafael.

Reyes terminó de ponerse la chaqueta.

—Me despedís de Carlota —dijo—. Otra cosa. La mujer de Walter es una gran dama, así que a ver cómo os portáis. Y otra cosa más: aparte de una gran dama, también es un loro.

—¿A qué viene el apelativo avícola? —quiso saber Saturio.

—No le calculo ni un año menos de setenta y cinco —dijo Reyes ya en la puerta—. Pero ella no parece haber contado los treinta últimos.

* * *

A fin de cuentas, reflexionó Reyes, lo importante es hacer impacto. Y, ¿qué duda cabe?, Tristeza de amor lo ha hecho. Como el bolso de Julia contra la cabeza de Damián.

Lola, que ya no esperaba parroquianos entusiastas en aquella noche de lunes, estaba dedicando a Reyes todo el beneficio de su atención. En el puticlub sólo había otros tres o cuatro clientes, bastante más ruidosos y peor educados que él, que tal vez sólo pecase de poco locuaz. La había invitado a tres copas; pero Lola notaba cuándo los hombres hacían eso para evitar que ella diera la lata, y tal era el caso. Él bebía parsimoniosamente, pero con eficacia: llevaba cuatro reenganches de vodka con una sola botella de tónica.

Reyes la miró, la chica era bastante más apetecible que la cama vacía. Hizo una oferta. Lola regateó sin mucho ahínco. Reyes repitió la cantidad inicial. Ella dijo «Bueno, a fin de cuentas me caes bien» y veinte minutos más tarde, cerca ya de las cuatro de la mañana, iban camino del apartamento.

Al llegar al portal, Reyes abrió con el llavín, entraron, y a ambos se les congeló la sangre cuando una cavernosa voz sonó en la oscuridad:

—Vaya horitas, chaval, vaya horitas…

Finalmente, Reyes dio con el interruptor de la luz y lo accionó. Damián se hizo visible, pálido y con la cabeza envuelta en vendas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Reyes—. Estás hecho un cristo.

—¿Es amigo tuyo? —preguntó Lola, recuperada del sobresalto.

—Sí —dijo Reyes. Y a Damián—: ¿Te has escapado del hospital?

—No pueden retener a un ciudadano contra su voluntad, aunque tenga la cabeza rota. Déjame pernoctar en tu sofá, chaval.

—¿Qué le ha pasado? —insistió Lola.

—Pero… con el bolsazo que te han sacudido, ¿cómo se te ocurre…?

—Detesto pasar la noche oliendo a formol en un sitio donde impera la ley seca. Te prometo que en cuanto me tumbe en tu sofá, me quedo frito.

—¿Te han pegado con un bolso? —preguntó Lola, ya directamente a Damián.

—Pero… y si te da algo, ¿qué?

Al fin, Damián pasó la noche en el sofá y Lola decidió hacerle a Reyes el no solicitado favor de quedarse hasta la mañana por la misma tarifa.

Reyes se durmió pasadas las seis, entre borracho, deprimido y harto.

Pero tranquilo.