CAPÍTULO 8

Mal se presentaba el año nuevo. Pésimo. Por todas partes líos, complicaciones, problemas… Lo de la rusa por un lado. Lo de Elena, que sabría Dios qué le pasaba, por otro. La Coi, demandada por unos padres de familia escandalizados porque, supuestamente, en un programa juvenil se emitían críticas de películas X, y más aún, aquellos locos añadían que eran hechas por chicos y chicas de catorce años. Según Sebastián, los tales padres de familia eran unos desaprensivos que se dedicaban a poner demandas a los medios de comunicación para llegar luego a solapados acuerdos económicos fuera de los tribunales. Gentuza. Pero, al menos, de eso se ocupaba Sebastián. Luego, lo de Interviú: so pretexto de una entrevista política, lo habían poco menos que ridiculizado, resucitando incluso la viejísima historia del año y medio en que la Coi, tras ser hasta el treinta y nueve la Cadena de Ondas Independientes, fue la Cadena de Ondas Imperiales. Los mismos del Gobierno pidieron un poco de comedimiento, e ipso facto, las siglas pasaron a significar Cadena de Ondas Ibéricas, título que desde entonces había contentado a todos. Pero la revista lo relataba con tendenciosidad y, desde luego y como siempre, sin tener en cuenta la época y las circunstancias. Además, él entonces ni siquiera estaba en España… Gentuza. El mundo se estaba llenando de gentuza, ése era el problema. De gentuza como el tal Ceferino Reyes, que con llamarse Ceferino ya quedaba descrito.

Y tener que seguir pagándole medio millón mensual a aquel piojo resucitado… Pero ya se iba a enterar. Muy pronto. Sólo había que esperar unos mesecitos, a que expirase el contrato.

Y entonces… ale, busque usted trabajo, don Ceferino. Búsquelo en la radio, en la prensa, o en la publicidad, o incluso en la televisión… Busque trabajo, señor Reyes, y entérese de que Fermín Ribera puede perder una batalla, pero no la guerra. ¡Entérese! Entérese de que Fermín Ribera es demasiado enemigo para un mequetrefe como usted. ¡Entérese de que si regresó a España por gusto, tendrá que volver a irse por hambre!

Ribera se dio cuenta, con cierta alarma, de que la vivacidad de sus pensamientos le había afectado el pulso: sus dedos estaban húmedos de café y el mantel manchado.

Coléricamente, se levantó y, evitando salpicarse, tiró la taza casi llena sobre la bandeja.

—¡Ramón! —llamó destempladamente. Y, cuando el sirviente apareció—: Recoge esa porquería.

—Sí, don Fermín.

Aquel Reyes era tan desagradable, tan gafe, que sólo pensar en él ya provocaba contratiempos. Y, viendo a Ramón afanarse en la mesa, recordó otra de sus mortificaciones:

—¿Y la carta? Porque, claro, la carta no habrá aparecido, ¿verdad?

—No, don Fermín.

—Es que… —No debía alterarse, porque estaba con la tensión un poco alta, pero…—. Es que esto lo cuento y no se lo cree nadie. Es que ésta es la casa de Tócame Roque… Yo no sé para qué demonios tengo criados… ¡No lo sé! ¡Te juro, Ramón, que no lo sé! ¡Esa carta no se puede haber perdido! ¡No se puede haber tirado! ¡Porque si un criado de esta casa tira una carta sin abrir, yo, no es que lo despida! ¡Es que lo mato! ¡Habráse visto colección de inútiles…!

—Hemos mirado en todas partes, don Fermín…

—¡Hasta que esa carta aparezca, no acepto ni excusas!

Al quedar solo, Ribera evocó el cúmulo de adversidades al que iba unida la dichosa carta. Aparentemente, en ella Elena le confiaba un montón de secretos íntimos. Y ahora la pobre chica, que parecía haberse vuelto loca y andaba poco menos que huida, de hotel en hotel y de ciudad en ciudad, lo llamaba por teléfono a las horas más inauditas para tener unas conversaciones terribles en las que no dejaba de referirse a la carta, dando por supuesto que él la había leído. No siendo así, pasaba unos ratos espantosos y, al final, ni siquiera se enteraba de las cosas que su hija contaba… No sabía por qué la muchacha parecía estar recorriendo los Estados Unidos… Tampoco comprendía la calma con que Andrés se tomaba el comportamiento de su esposa. Sin lugar a dudas, se trataba de una conducta absurda; pero a los jóvenes había que desistir de entenderlos…

Y, además, la rusa llegaba aquella misma noche.

* * *

Carlota nunca había sentido interés en congraciarse con Figueras. Dado que era la protegida del jefe, las relaciones entre ambos siempre estuvieron almohadilladas. No obstante, al ser relegada por Ribera en el terreno sentimental y por Walter en el profesional, un sutil cambio se produjo en el director de programas. Un casi imperceptible brillo irónico en los ojos, una sombra de condescendencia en el tono de voz. Detalles insignificantes, matices sutiles; pero eran agujeros de carcoma en la madera de su status. Normal, pensó. Así son las reglas del juego: vales lo que tu éxito. Salvo que, como le ocurre al chorizo que tienes delante, valgas lo que tu posición.

—No quiero anticiparte nada, Sebastián —dijo, con una encantadora pero profesional sonrisa—. Esta tarde, a las cinco y media, venimos a que lo oigas.

Figueras la miró, sonriendo encantador. En el caso de la locutora, la pelota estaba en el tejado; tanto respecto a Ribera como respecto al programa. Parecía que el viejo ya no le hacía caso y parecía que ella había dado con una buena idea para Tristeza de amor. Mientras tal situación no se aclarase era preferible utilizar el tacto.

¿Venimos? —preguntó, tras adecuada pausa.

—Ceferino y yo —replicó Carlota, asumiendo automáticamente una involuntaria actitud de reto—. El productor y la locutora.

—La idea es tuya, ¿no?

—La idea es de Ceferino Reyes y Carlota Núñez. Por ese orden.

Figueras se levantó de detrás del escritorio, lo rodeó e indicó a la mujer la parte del despacho ocupada por un amplio tresillo de cuero. Una vez ambos se hubieron acomodado:

—Tenemos un problema —dijo.

—¿Tenemos?

Carlota no va a ser fácil, pensó el ejecutivo. Pero había que intentarlo:

Tristeza de amor tiene un problema. A raíz del éxito de Walter, varios patrocinadores se interesaron por el programa, pero casi todos se echaron para atrás al saber que el Viejo Werther podía desaparecer de la noche a la mañana.

—¿Casi todos?

—Hay uno que sigue interesado. Le hemos dicho que hay proyectos sumamente atractivos, le hemos valorado tu talento y tu profesionalidad…

—Habrá un pero, claro.

—El pero es nuestro amigo Ceferino. Te supongo enterada de su problema con Ribera.

La mujer puso cara de palo, sin parecer sorprendida, pero tampoco ansiosa por debatir el tema.

—Yo no tengo que estar necesariamente de acuerdo con ello, pero… —Figueras, separó ambas manos en ademán de impotencia—. Lo cierto es que en cuanto expire su contrato, Ceferino desaparecerá del programa y de la Coi.

Carlota enarcó las cejas. De momento, no estaba dispuesta a comprometerse. Ante su hermetismo, Figueras siguió haciendo el gasto de la conversación.

—Eso no tiene remedio. El cliente, dada las especiales circunstancias de Walter, admite la posibilidad de que desaparezca del programa; pero lo de Ceferino… puede traer problemas. Haría falta un poco de colaboración tuya para justificarlo.

—¿Adónde quieres ir a parar, Sebastián?

—Hará falta que, si llega el momento, apoyes mi versión.

—¿Y cuál es tu versión?

La mujer hacía las preguntas con tal sonriente amabilidad que Figueras iba sintiéndose cada vez más incómodo.

—Que Ceferino sestea.

—Y yo apenas abro la boca, y Damián no da ni golpe.

—Tú, por así decirlo, estás «respetando» el éxito de Walter. —Al propio Figueras le sonaban falsos aquellos argumentos.

—Escucha, Sebastián… Lo que cuentas me parece ridículo. Y, aunque no me lo pareciera: no pienso desacreditar a Ceferino ante nadie. Es un buen profesional y un excelente compañero. Además, ya le mandé a América en una ocasión. Con eso, basta. No volveré a perjudicarle. Si te parece, daremos por no tenida esta parte de la conversación. —Sonrió amable, encantadora, profesional—. Esta tarde, a las cinco, vendremos con la muestra del nuevo espacio. Ceferino y yo.

* * *

A mitad del invierno, en el jardín de Somosaguas sólo quedaban los colores oscuros, el verde de los pinos y abetos y el ocre de los árboles desnudos. Salvo cuando el tiempo era demasiado riguroso, Walter salía todas las tardes a dar una vuelta. Al concluirla pasaba por el invernadero y recogía unas flores para adornar el puesto de Regina en la mesa de la cena.

En el silencio del jardín, sobre el leve rumor de Madrid, se escuchó una nota discordante. El hombre meneó la cabeza. ¿Cuándo perdería Paca aquella costumbre de hablar a voces? Probablemente, nunca. Los gritos siguieron sonando: más fuertes, próximos y seguidos. Al cabo de unos instantes apareció la criada.

—¡Señorito Walter! ¡Venga en seguida! ¡La señora!

* * *

—… Eso no fue una equivocación de la naturaleza; eso lo decidiste tú. Y, al decidirlo, dejaste de ser nada mío… Les ruego que se vayan.

El final de las palabras de Dimas se mezcló con una triste música que, tras sonar unos segundos, dio paso a la voz de Carlota, limpiamente grabada en estudio:

—No hubo final feliz para Paquita… Si nuestro micrófono oculto hubiera estado en el interior de su pecho, probablemente habríamos escuchado cómo los latidos cesaban al helarse su corazón… Huérfana con los padres en pie, pecadora arrepentida y redenta, Paquita se encara a la soledad irremediable. Hoy parte de cero: sin familia, sin amigos, sin posibilidad de hijos… Pero en su fondo íntimo se siente compensada e inmensamente en paz porque ella es, porque así se siente… NADA MENOS QUE TODA UNA MUJER…

Aquellas palabras fueron sucedidas por una música de intención sublime que subió y se resolvió en el simple zumbido de amplificación sin señal del magnetófono. Figueras, que había permanecido retrepado en su sillón, lo hizo girar y desconectó el aparato.

—Bueno, ¿qué? —preguntó Carlota.

¡Esto es justamente lo que quiere Ripollés!, pensó Figueras. ¡Un nuevo concepto de la radio! ¡Un anticipo del siglo veintiuno!

—No está mal —dijo. Y, siempre dirigiéndose a la locutora—: ¿Cuántos reportajes tenéis preparados?

—Doce.

Muy mesuradamente y asumiendo actitud de juez benévolo, Figueras declaró:

—Pues, en principio, me gusta. Admite mejoras, claro; pero… Pienso que, madurándolo un poco, es un concepto con potencial.

—Escucha —comenzó opacamente Reyes—. Se trata de algo muy sencillo: ir con micrófono oculto al sitio donde se sabe que va a haber follón sentimental y grabarlo. No admite mejoras. No hay nada que madurar. No es un concepto, sino una realidad; y no tiene potencial, sino que es cojonudo. ¿Está claro?

—Ceferino… Las cosas ya son suficientemente difíciles para que tú encima te pongas borde. —Figueras sonrió a Carlota—: ¿Me puedo quedar con la grabación?

—Desde luego —replicó la mujer, sin sonreír.

Cuando, un par de minutos después quedó a solas, el ejecutivo se acercó a un puf de cuero y le dio un puntapié que fue encajado con un suspiro de inanimada resignación.

No estaba siendo un buen día. Primero el abogado de los Padres de Familia amenazando con meter en la cárcel a Paco Gil y al resto del equipo de La bolsa de la vida, en uno de cuyos espacios varios chavales opinaron sobre Garganta profunda y otros clásicos del porno duro contemplados en el vídeo familiar. Se trató de una simple encuesta, pero según ABC explicaba el asunto, parecía que la Coi mandase críticos infantiles a ver películas X. Y no era así. Al menos, Gil aseguraba que no era así. Luego, la llamada de Toñi Marcos, hecha polvo, porque por lo visto lo de Joaquín Olmedo, su marido, era una caída en picado y ella se había marchado con los dos niños, e iba a pedir el divorcio. Pero estaba sin dinero y necesitaba volver al puesto de locutora en la Coi que dejó para casarse. Y la Coi, afectuosa madre, nunca negaba ayuda en casos tan lamentables, aunque maldita la falta que hacía otra locutora en una nómina ya muy cargada. Después, la entrevista con Carlota y su metedura de pata al no recordar a tiempo el incidente de El Corte Inglés. Y ahora, comenzando la tarde, la grata sorpresa del programa de Carlota había sido agriada por el modo de hablarle del comemierda de Ceferino. ¡Tenga usted amigos para eso! Y no acababa aquí el día, ca. Por la noche había que recibir a la rusa, y él estaba sumamente mosca con la tal Catalina Yamanova, casi tan mosca como con toda aquella caterva de amigos políticos que su jefe se había echado últimamente.

Sonó el teléfono de intercomunicación con Presidencia.

—¿Sebastián? —preguntó Ribera, a través del aparato.

—Sí, Fermín.

—Pasa, quiero que hablemos.

* * *

Boris Averchenko era buen conocedor de París, y ya había dejado de sentir el deslumbramiento del novato. Pero Catalina se sintió hechizada por la ciudad; particularmente, por las boutiques y las joyerías. Esto redundó en un grave quebranto de los ahorros que el cincuentón representante del Ministerio de Cultura soviético tenía en un par de Bancos europeos. Pero todo era poco para su zarina, y Boris admitía con placidez que estaba dispuesto a darle cuanto ella pidiera: vestidos, joyas, libertad absoluta de acción… Las consecuencias no importaban. Daba lo mismo terminar dirigiendo la masa coral de una pequeña aldea uzbekistaní o sellando expedientes en un polvoriento despacho de la última escala administrativa. Era indiferente perder el apartamento de Moscú y el uso de una dacha dos fines de semana al mes. Y tampoco le importaba mucho la suerte que pudieran correr su esposa y su hijo pequeño. No se había convertido en un desalmado; simplemente había visto la realidad. Y la realidad era que cualquier precio merecía ser pagado a cambio de una sola noche con Catalina Yamanova. Y él llevaba muchas.

* * *

—No sé qué hacer, Sebastián… No sé qué hacer.

Figueras llevaba diez minutos viendo a Ribera pasearse de arriba abajo por el amplio despacho de Presidencia. Entre las características del viejo que permanecían vivas e incólumes estaba, con la locuacidad, la hamletiana indecisión.

—… Puede parecer extraño, injustificado, que el presidente de la Coi vaya a Barajas a recibir a una pianista —continuó Ribera.

—No es una simple pianista, Fermín. Toda la Europa culta habla de ella como de la sucesora de Rubinstein…

—Bueno, pues más a mi favor. La campanada va a ser internacional…

—A mí tampoco me gusta este asunto, Fermín; pero no tiene por qué perjudicarte. Al revés. Tu imagen política puede beneficiarse ayudando a la rusa a conseguir asilo en España. —Figueras extendió las manos como marcando un amplio titular de un imaginario periódico—: «Fermín Ribera: un liberal que libera.»

Ribera quedó unos instantes mirando con insólito respeto a su hombre de confianza:

—Está muy bien eso —dijo—. Muy bien… Pero imagínate que hay algún lío en la aduana, que le encuentran… qué sé yo, cualquier cosa comprometedora. Y tú y yo allí…

—Y, además de nosotros, habrá representantes de la Embajada soviética, del Ministerio de Cultura español, del teatro Real…

—Periodistas… —intercaló aprensivamente Ribera.

—No creas que muchos.

Al fin, tras mucha vacilación, Ribera decidió que no, que él no iría, que bastaría con la presencia del director de Programas y alguien musicalmente representativo de la emisora.

—¿La señora Pineda? —propuso sin entusiasmo Figueras.

—¿Esa vieja cretina? —replicó Ribera, tras relacionar rápidamente el nombre con la persona—. ¿Qué demonios pintaría…?

—Es nuestra crítico musical. No pretenderás que mandemos a un disc-jockey.

—No, claro. Pero esa vieja es muy estúpida. Su marido también lo era, pero ella le da ciento y raya.

—En cualquier caso, tú no la vas a tener que soportar.

—No, claro. Sería lo único que faltase…

Y así se quedó en que Figueras y la señora Pineda irían a recibir a la Yamanova. Pero a las siete y media de la tarde, Ribera tuvo un nuevo cambio de opinión y anunció que había decidido ir.

—Lo he estado pensando y es mi obligación. A fin de cuentas, tú sabes lo que ocurrió y… En fin, no es como para hablarlo por teléfono. A las diez estaré en Barajas. Y que no se le ocurra presentarse a la señora Pineda.

—Pues eso no te lo garantizo —replicó Figueras—. No está aquí, vive en el quinto pino y no tiene teléfono.

—Bueno, pues si aparece por el aeropuerto me la quitas de encima.

—¿Es tu decisión definitiva? Ir a recibirla, quiero decir.

—Sí, claro que sí. Soy un caballero. No me queda otra.

Al colgar el teléfono en su oficina, Figueras lanzó un largo y sumamente fatigado suspiro.

* * *

Carlota, Reyes y Lita estaban sentados a una de las mesas de la cafetería Mallorca. Los dos primeros charlaban sobre el espacio de micrófono indiscreto. Lita merendaba en silencio casi hosco.

—Figueras ha quedado encantado, te lo digo yo —afirmaba Carlota.

—Ya le has oído —replicó Reyes—. Es un «concepto con potencial».

—Lo que necesita es un nombre. Un título con garra.

—Lo que necesita es alguien que lea la correspondencia —dijo Lita—. Y que luego consiga de los entrevistados los derechos de reproducción radiofónica. Estoy harta de leer cartas y de pasar malos tragos con esos pobres diablos, ofreciéndoles unos miserables duros a cambio de su intimidad. ¡Llevo cinco meses husmeando en la vida de las personas a través de las cartas del programa! ¡Estoy perdiéndole el respeto a la gente!

—El muro de las lamentaciones está en Jerusalén —dijo Reyes—, y si te animas a ir yo te acompaño y lloramos juntos, pero lo que ahora hace falta es un título, no lágrimas.

—¿Qué os parece La vida misma? —propuso la muchacha.

—Yo había pensado Rincón del travesti —dijo Reyes.

—O Micrófono espiatorio —bromeó Carlota.

Continuando en la misma tónica, Lita sugirió:

—¿Corazones en vivo?

Viendo cómo Carlota y Reyes se miraban, la muchacha comprendió que la estaban tomando en serio.

—Lo he dicho en broma —se apresuró a decir. Pero ya era tarde, y el espacio de Tristeza de amor que intentaría reproducir el éxito de Así habla el Viejo Werther, acababa de ser bautizado.

* * *

Ribera llegó a Barajas con el tiempo justo. Aunque salió de Madrid con sobrada antelación, en la carretera se había producido un accidente instantes antes de que pasara el coche conducido por Ramón. La contrariedad, sin embargo, no fue grave, y llegaron al aeropuerto minutos antes de la hora prevista.

Al entrar en Llegadas Internacionales, y mientras intentaba orientarse ante el tablero de información, le salió al paso la señora Pineda.

—Don Fermín, ¿cómo está usted? —saludó, encantada.

—Muy bien, señora.

—No hace falta que lo diga, porque ya se le ve. ¡Qué buen aspecto tiene! —La mujer meneó tristemente la cabeza—. ¡Y eso que es de la quinta de mi Mariano, que en paz descanse!

Ribera la miró muy mal. Ella no se dio cuenta.

—Hay que ver que los aeropuertos cada vez son más grandes, ¿eh? —dijo, tras mirar en torno—. ¡Y pensar que yo nunca he viajado en avión!

Ribera sonrió mecánicamente y dirigió una nueva mirada hacia la entrada, donde Figueras brillaba por su ausencia.

—El avión de París llega por la puerta dos —dijo la señora Pineda tomándolo por el brazo. Mientras lo conducía en la dirección adecuada, continuó hablando volublemente—: Y lo que me pasa es que me da curiosidad volar, pero con lo que me mareo… Porque lo mío es verdadera facilidad para cambiar la peseta… Un par de veces me he subido en la noria de las verbenas, así, porque iba con amigos y me animaron, y ¿querrá usted creer que las dos veces arrojé? Y en la motora que da vueltas al estanque del Retiro, pues lo mismo. Pero creo que en los aviones dan unas bolsas precisamente para eso, por si se tiene que cambiar la peseta. ¿Es verdad?

Ribera parpadeó varias veces antes de responder:

—Sí, creo que sí.

* * *

Aparte de que a Figueras no le hacía gracia lo de la rusa, unos asuntos lo retuvieron hasta tarde en la Coi, salió con el tiempo justo y, mira tú por dónde, un accidente en la autopista de Barajas había estrangulado el tráfico, dejando espacio de paso para un solo coche. Todo era ruido de sirenas y pilotos rotatorios lanzando destellos rojos y azules. ¿Por qué no elegirá la gente otro momento y otro sitio para matarse?, se preguntó.

Y los peores son los de las ambulancias, que con ir de humanitarios hacen lo que les pasa por debajo del forro. Miró el reloj. El avión estaría aterrizando. Dio dos fuertes y nerviosos puñetazos sobre el volante. ¡Bonito sigue el día!, pensó.

* * *

Pero… ¿qué demonios le podía estar pasando a Sebastián? Ya habían avisado la llegada del vuelo de París, en cualquier momento aparecería la rusa con sabe Dios qué problemas; había cerca un par de fotógrafos, además de un tipo con barba y gafas que parecía periodista, y, sobre todo, aquella mujer…

—… y en barco sí he ido, porque a mi marido le tocó hacer la mili ya mayor, después de casarnos, pidió prórrogas de estudios y luego ya ve, no terminó la carrera, y en la mili le destinaron a Mahón, y yo siempre que podía sobre todo por navidades y en el aniversario de nuestra boda, iba a verle, y siempre en barco. Y no me mareé. Y ya le digo que yo, con sólo poner el pie en la motora del Retiro, guá, cambio la peseta… —La señora Pineda lanzó un suspiro—: Yo creo que si en el barco no me mareaba era por amor…

… aquella agobiante mujer con sesos de mosquito y cuerdas vocales de titanio, enloqueciéndole e impidiéndole pensar qué hacer en el caso de que Sebastián no llegara.

—… lo que no sé es si son de papel o de plástico…

Ribera miró a la señora Pineda. ¿Cómo podía un ser así encargarse de la crítica musical de la Coi? (Él olvidaba, o no sabía, que por cada crítica, reseña o gacetilla que se emitía, la señora Pineda recibía setecientas veinticinco pesetas.)

—¿Cómo?

—Las bolsas para el mareo de los aviones. ¿Son de papel o de plástico?

La aparición de Figueras al fondo de la gran sala dejó la pregunta sin respuesta.

Con su sentido de orientación, el ejecutivo localizó inmediatamente a Ribera, vio a quién tenía al lado y comprendió cómo estaría la paciencia del viejo. Automáticamente tapó con la gabardina el ramo de flores que llevaba en la mano y, sin preocuparse mucho de que la ocultación fuera perfecta, avanzó hacia la pareja. Se encaró con la señora Pineda.

—¿Y las flores? —preguntó.

Por una vez, la mujer se quedó sin nada que decir.

—¿Qué flores? —murmuró al fin.

—¿Qué flores van a ser? ¡Las flores para la Yamanova! ¡Viene usted en representación de la Coi, señora!

—Ya, pero… Nadie me dijo que…

—Ciertas cosas no hay que decirlas… —Regañosamente, Figueras sacó de un bolsillo del pantalón unos billetes de cinco mil que tendió a la mujer—. Tome. Vaya a ver si encuentra algo que no nos haga quedar en ridículo…

—Pero… ¿dónde encuentro flores a esta hora?

—¡Averígüelo, señora, averígüelo!

Viendo dejarse a la despavorida señora Pineda, Ribera comentó, sacudiendo reprobatoriamente la cabeza:

—¡Esa cretina! ¡No sólo da la lata, sino que se olvida de las flores!

Figueras retiró la gabardina de encima del ramo.

—Ah, pero… ¿no habías dicho que…? Ah, claro, era para… Sí, realmente… —Tras asimilar la maniobra, Ribera pasó a lo práctico—: ¿Qué hacemos con la rusa?

—Nada.

—¿Cómo, nada?

—De momento, nada. La saludamos muy correctos, le damos la bienvenida y el ramo de flores en nombre de la Coi, la podemos seguir incluso hasta el hotel…

—Pero… ¿y si pide asilo ahora mismo, al llegar?

—Entonces tú llamas a tus amigos, yo llamo a los míos, y entre todos le facilitamos las cosas.

—¿No debería haber hablado con el ministro de Asuntos Exteriores? La otra noche estuve con él en una cena…

—Pues cuando haga falta se le da un toque a Morán. Caramba, Fermín: no estés tan nervioso. No es la primera artista soviética que pide asilo en Occidente.

—Sí, pero yo siempre me he enterado de esas cosas por los periódicos. No me gusta este protagonismo.

Figueras lo miró fijo:

—Si fueses más formal y menos crío no estarías pasando este mal trago.

La regañina hizo sonreír a Ribera y la sonrisa se le congeló en los labios porque las puertas de espejo de la parte de aduana acababan de abrirse para dar paso al grupo entre el cual Catalina Yamanova refulgía con destellos diamantinos.

Después de su paso por las boutiques parisienses, el aspecto de la rusa desafiaba cualquier descripción. Tras contemplar a la Yamanova un largo e incrédulo momento, Figueras se volvió hacia su jefe y, por primera vez en la relación entre ambos, lo miró con admiración. Los ojos de Ribera estaban como platos, porque la increíble mujer que tenía a escasos metros guardaba poca relación con la que protagonizó el incidente moscovita. Aquélla era guapa, sí; atractiva, sí; pero… una pelagatos soviética, a fin de cuentas… Ésta era una gran dama; una gran artista… Indiscutiblemente, no erraban quienes la tenían por la sucesora de Rubinstein.

Figueras había devuelto su atención a la recién llegada, que ahora recibía la bienvenida del representante del Ministerio de Cultura español. Reprocesó críticamente lo ocurrido en los últimos instantes, y el dictamen final no pudo ser más desalentador: si él había sentido admiración hacia Ribera, las cosas estaban fuera de control.

Sus peores augurios comenzaron a hacerse realidad cuando vio a su jefe, con una sonrisa ofensivamente vacua flotándole en los labios, avanzar hacia la pianista. Se colocó rápidamente a su lado y carraspeó. Ribera salió del trance y adoptó una expresión más presentable. Se acercaron a los rusos, saludaron a un mortecino cincuentón de literario apellido y entregaron las flores a la Yamanova. Una vez cumplida la etiqueta, se apartaron.

—Y ahora nos largamos —dijo Figueras, con el alma en un hilo por el embeleso de Ribera.

—Pero… ¿tú has visto, Sebastián? ¿Tú has visto qué bombón?

—Anda, vámonos, Fermín…

—Te juro que en Moscú no era ni la tercera parte… Oye, es que… hay que verla para creérsela…

Figueras echó un nuevo vistazo a la rusa, que había sacado del tedio al par de fotógrafos llegados a Barajas esperando a la anodina pianista que mostraban las fotos de la agencia Novosti. Observándola posar ante las cámaras con elegancia y dignidad de gran duquesa, calculó el costo de lo que en aquellos momentos llevaba encima en no menos de dos millones de pesetas.

Mucho para una representante del arte soviético.

Cuando por orden del médico salió del pequeño pasillo de la Uvi, Walter se dio cuenta de que estaba muy cansado y de que eran más de las diez de la noche.

—Es inútil que se quede ahí, señor Heredia…

Walter asintió con la cabeza a las palabras del doctor.

—Tengo que telefonear —dijo.

Pudo hacerlo desde el mostrador de enfermeras. En la redacción de Tristeza de amor sólo estaba Lita, y fue ella la que recibió la noticia de que Regina había sufrido una hemorragia cerebral.

* * *

Los fotógrafos que, como por ensalmo, se habían convertido en media docena, forzaron una parada en el exterior del edificio de llegadas internacionales. Figueras intentó inútilmente arrastrar a Ribera hacia el Jaguar, pero el hombre seguía prendido en el hechizo de la Yamanova.

—Un minuto, Sebastián, no hay tanta prisa…

Mirando a la pianista desde escasos metros, Figueras no sentía que en ella hubiese gato encerrado, no: para el ejecutivo, aquel espléndido ejemplar de mujer soviética ataviado por Chanel albergaba en su interior cuanto bicho de uña filmó en vida el doctor Rodríguez de la Fuente. En momentos de crisis había que tener las ideas muy claras, y lo cierto era que una mujer así no se enamoraba de un imbécil como Ribera. Si cuento era lo del amor, cuento sería también lo del asilo político, y a saber en qué terminaría aquello…

Catalina Yamanova terminó de honrar a la prensa con su atención y se dirigió al coche a cuyo lado se encontraba Boris Averchenko y el representante de la embajada soviética. Figueras lanzó un suspiro de alivio. La rusa desaparecía de momento, y ya habría tiempo de pensar e incluso de investigar.

La mujer cambió unas palabras con Averchenko, giró sobre sus talones y avanzó decididamente hacia Ribera, que ya estaba junto al Jaguar.

—¿Me llevas en tu automóvil, Fermín? —dijo en excelente español con fuerte acento ruso.

—Cla… claro… —logró responder el hombre.

Catalina entró en el coche a través de la portezuela que el atónito e impertérrito Ramón mantenía abierta.

—¿No vas a entrar? —preguntó, una vez instalada, cuando la parálisis de Ribera se prolongó más de diez segundos.

Éste salió de su estupor y se montó. Cuando Figueras fue a seguirlo, la rusa desbarató sus improvisados planes.

—¿Necesitamos ir con dos lacayos? —al hacer la pregunta, se refería indistintamente a Ramón y a Figueras, equiparándolos en rango.

—Pues… —Ribera telegrafió a su hombre de confianza un gesto de absoluto desconcierto e impotencia.

Figueras se separó del coche. No era cuestión de montar un show con fotógrafos, diplomáticos y políticos a diez metros. Sonrió y cerró la portezuela. Ramón lo miraba como esperando alguna indicación. Enarcó muy ligeramente las cejas, sonrió de nuevo y se hizo a un lado mientras el chófer iba a ocupar su puesto al volante. Entre el grupo que había recibido a la rusa el desconcierto también era perceptible, y el único que parecía tan tranquilo era el cincuentón llegado con ella.

El Jaguar se alejaba hacia la salida del aeropuerto cuando Figueras echó a andar hacia su coche. Apenas había dado unos pasos le atajó una jadeante señora Pineda con un ramo de flores en la mano y una victoriosa expresión en el rostro.

—¡Déjeme usted en paz y no me maree! —estalló el ejecutivo.

Y la pobre señora jamás supo a qué vino tal sofión por parte de un caballero normalmente tan fino como el director de Programas de la Cadena de Ondas Ibéricas.

* * *

Cuando entró en la redacción a las diez y media de la noche, Reyes encontró a Saturio dando a Lita y a Damián su versión sobre lo ocurrido con Regina:

—… y lo mismo que la geografía política, la paciencia humana tiene unos límites, y esa vieja había rebasado los límites de la paciencia humana del santo Job que tiene por esposo del mismo modo que Hitler, pongo por caso y a modo de parábola o metáfora, vulgo símil, rebasó los límites del perímetro geopolítico de Polonia. ¿Qué ocurre en semejantes circunstancias? Pues que la Regina y los polacos comparten idéntico destino y a una y otros les dan mulé.

—¿Supones, pues, que nuestro amigo y compañero ha cometido parricidio en la persona de su esposa? —preguntó gravemente Damián, cerrando el frasco petaca del que acababa de dar un corto trago.

—Pero qué bordes sois —dijo la muchacha.

—Será, en todo caso, loricidio —corrigió Saturio—. Y, sí, pienso que cuando una ciudadana que se atiborra de gerovital estira la pata antes de los ochenta, alguien, aparte de rogar a Dios, ha dado con el mazo. ¿Tú qué opinas, Ceferino?

—¿Sobre qué?

—Walter llamó hace un rato. Tiene a su mujer en la Uvi —le informó Lita.

—Pero con las grabaciones del Viejo Werther que tenemos llegamos hasta el lunes, ¿no? —quiso saber Reyes.

—Sí, creo que sí.

—Ah, bueno. ¿Y qué le ha dado a Regina?

—El último espariflás —informó Saturio.

—Una hemorragia cerebral. Está en coma y piensan que no va a salir de él —dijo Lita.

—Ésos son los venenos que usan los ricos, que cuestan un millón de dólares el gramo pero son la ostia buenos —dijo Saturio.

* * *

Fue Catalina quien rompió el precario silencio que reinaba en el interior del Jaguar mientras Ribera, en un rincón, la miraba fijamente.

—¿No te alegra verme?

Ribera asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—. Claro que sí. —Carraspeó y, señalando con el pulgar por encima de su hombro, preguntó—: ¿No se… extrañarán?

—He hecho cosas parecidas en todas las ciudades.

—Ah.

—Yo creo que este automóvil puede ir más de prisa.

—¿Cómo? Ah, sí… Claro… Ramón, ¿qué haces yendo a cuarenta? —De pronto, la idea—: Para, que yo conduzco.

El coche se detuvo al borde de la carretera. Por un instante, Ribera temió que su iniciativa fuese aprovechada por la mujer para dejar también en tierra al pobre Ramón, pero no fue así. El chófer se acomodó atrás y Catalina delante, junto a él. Al menos, al volante no se sentiría tan incómodo. Abrió la guantera y buscó las gafas de cristales amarillos que utilizaba para conducir por la noche. Las encontró bajo un sobre que también sacó. Un simple vistazo le bastó para identificarlo: era la carta, aún por abrir, de su hija Elena. La famosa carta. Rápidamente la guardó en un bolsillo, se cambió de gafas, sonrió a Catalina y, antes de poner el coche en marcha, dijo galantemente:

—Estoy dispuesto a llevarte a donde me ordenes.

Tomando la galantería al pie de la letra, la rusa replicó:

—Quiero ver el acueducto.

—¿El… acueducto?

Ella asintió con breve pero firme movimiento de cabeza.

—Pero… Eso es en Segovia.

Los verdes ojos de la pianista se clavaron en los pardos del millonario.

—Yo estaba en Moscú, y ahora estoy aquí. Eso era difícil. Llévame al acueducto.

* * *

Carlota se daba cuenta de que con Corazones en vivo tenía en la mano los cuatro ases que superaban los meritísimos cuatro reyes del Viejo Werther. Porque la misma audiencia que se había embobado con las filosofías khalilgibranianas de Walter perdería la cabeza ante el amarillo limón de una Paquita siendo repudiada por su padre; de una jovencita que, tras charla con un sacerdote y una amiga, decidía sacrificar su vida por la Vida y renunciar al aborto que tenía planeado; de una adúltera agobiada por los remordimientos que, tras largos años confesaba su pecado al marido y, después de una bronca llena de reproches y recriminaciones que montada y musicalizada duraba veintidós minutos, llegaba a una arrebatadora escena de reconciliación conyugal bajo el influjo de la locutora de los corazones solitarios, que murmuraba palabras de comprensión y ternura…

Y todo ello con sentimientos y pasiones frescos, recién pescados en el mar de lágrimas que, aparentemente, era la España de entre una y tres de la madrugada. El espacio aún no había salido al aire, pero ya Carlota olfateaba, sentía el éxito cernirse sobre ella como benigno buitre cargado de solvencia.

Y había que celebrarlo. Así que se fue con Leticia a un chino y a las diez se metieron en un cine de la Gran Vía tras cerciorarse de que la película terminaba con tiempo suficiente para que Carlota llegase al programa.

Tuvieron la desacertada ocurrencia de ver una película romántica, y al salir estaban ambas un poco asqueadas. Leticia, que no había sabido sustraerse a la curiosidad y había fisgoneado en la correspondencia de Tristeza de amor, estaba tan saturada como su tía de males sentimentales.

—Estoy pensando muy seriamente en no enamorarme jamás —dijo, caminando Gran Vía arriba a la salida del cine.

Sin recordar para quién hablaba, Carlota replicó:

—El amor es como la colitis: cuestión de controlar los esfínteres… —Recordó—: No me hagas caso. No olvides que soy un pendón. —Detuvo un taxi, montaron, y dio al conductor las señas de Coi-Madrid.

* * *

Como siempre que se alojaba en el hotel, los del Palace habían dado a Boris Averchenko una habitación con vista a Neptuno y a una parte del Museo del Prado; que era uno de los principales atractivos de Madrid para él antes de que en su vida entrase aquella vorágine llamada Catalina Yamanova. Ahora los lugares eran el desierto si ella no estaba y el paraíso si estaba, dando lo mismo Madrid que el más mugriento rincón del más mugriento país tercermundista.

Había, no obstante, que tener conformidad y procurar que el desierto fuese al menos grato y cálido. Tras instalarse en sus habitaciones y darse una ducha y una fricción de colonia, Boris se puso una bata de terciopelo y sacó su maletín personal. Lo abrió. Allí había cuatro litros de vodka repartidos en ocho botellas de plástico desechable que, una vez vacías, en nada recordarían su contenido. Uno de los defectos de los emisarios culturales soviéticos era el de ir dejando a su paso por los hoteles de occidente un reguero de botellas vacías. Él jamás había cometido tal imprudencia. Ahora las precauciones parecían un poco fuera de lugar. A fin de cuentas, en tiempos de Stalin, su errático comportamiento con la Yamanova le hubiese acarreado la deportación a Siberia o un tiro en la nuca. Quedó unos instantes pensativo y al fin decidió que aun así. Era preferible estar muerto y haberse acostado con Catalina Yamanova a estar vivo y no conocer tal dicha. Bebió un trago del vodka de su maletín. Siempre había pensado que la vida era un ten con ten. Había momentos buenos y momentos malos. Y así fue durante cincuenta y tres años, en los que unas veces estuvo amarrado a un escritorio y bajo el férreo escrutinio de un superior hostil, y otras se las arregló para figurar entre los que llevaban a los países capitalistas un hálito de la cultura y el arte soviéticos. Y, ya próximo a la cuesta abajo de la vida y las pasiones, aparecía el delirio sensual en la forma de la mujer más bella de la creación. Dio un largo trago de vodka. Una mujer así, qué duda cabía, llevaba en su cuerpo la perdición, pero… ¿qué lugar mejor para perderse?

* * *

En el cubículo, Reyes contemplaba con estéril fijeza el papel metido en el rodillo de la máquina. Era difícil ser sobrio para un público sentimentaloide; serio para una audiencia hortera. Por otra parte, el telele de Regina había que contarlo en el programa, porque causaba la desaparición del Viejo Werther… Y Carlota, improvisando sobre una defunción romántica podía provocarle a él una coronaria. Era preferible escribirle un guioncito, aunque pecara de cutre y tremebundín. Y ponerle música… ¿Cuál? Y el guión, ¿que diga qué?

Al cabo de media hora, Carlota se había sumado a su esfuerzo, pero tampoco estaba siendo de gran ayuda.

—Es que ni siquiera se ha muerto —dijo—. Porque se me había ocurrido que le pusiéramos la Pavana para una infanta difunta, de Ravel, pero…

—Yo supongo que las habrá, pero a una infanta no me la imagino con setenta y cinco años —dijo Reyes.

En el cubículo volvió a reinar un pensativo silencio.

—¿Y si metemos un recitado de Walter? —propuso Carlota.

—Podría ser. —Reyes llevaba un rato con el entrecejo fruncido, como evaluando una idea—. ¿Con un vals de fondo?

¿La viuda alegre? —preguntó Carlota con cara de palo.

Reyes se palmeó la frente.

—¡Ya lo tengo! —exclamó.

* * *

En Cándido, Ribera había conseguido fácilmente una mesa con vista directa al acueducto. Durante la silenciosa cena, no dejó de observar a la deslumbrante Catalina, que sólo tenía ojos para el artificialmente iluminado monumento.

Esto es romántico, se dijo el hombre, embobado por el exquisito rostro de su compañera, la elegancia de su atuendo, el impecable maquillaje… Sí, aquella formidable intérprete de Chopin era, además, una mujer de gran belleza, de gran atractivo… Emanaba de ella una especie de… extraño efluvio… Era difícil, teniéndola delante, pensar en otra cosa. Y no se trataba de un simple deleite estético, porque… porque…

—Aquí el cochinillo es excelente —dijo por quebrar el hilo de sus pensamientos.

Catalina no reaccionó, siguió atenta al monumento. Se sintió violento. Estaba acostumbrado a que le diesen carrete. Carraspeó. Decidió abordar el tópico que, evidentemente, interesaba a la rusa. Señalando con leve ademán las viejas piedras, preguntó:

—¿Te gusta?

La mujer apartó la vista del acueducto y la fijó en los ojos de Ribera con intensidad casi hipnótica. Tras una pausa que pareció más larga de lo que en realidad fue, dijo:

—Sí. Me gusta mucho. Es viejo, pero fuerte y bello. —Y, al pronunciar estas palabras, siguió taladrando con la mirada a su compañero.

Ribera se sofocó.

* * *

Walter había dejado más de una docena de espacios de Así habla el Viejo Werther, de unos cincuenta minutos cada uno. Tras el informativo de las dos, Rafael puso una de las grabaciones. Carlota propuso que al final del programa, pasasen por la clínica a ver a Walter. Saturio y Damián se excusaron:

—A mí no me gusta el ballet —dijo el primero—. Ni La muerte del cisne, ni La muerte del loro.

—Yo no me paso una hora oliendo a formol para ver a un hombre conteniendo su alegría —alegó el segundo.

Rafael, pluriempleado paterfamilia que comenzaba a trabajar a las diez de la mañana, estaba automáticamente disculpado. Lita se apuntó de buena gana.

—No sé a qué, pero supongo que yo tengo que ir —reconoció Reyes.

La grabación terminó y Carlota, en el estudio leyó el guión preparado:

—La intervención del viejo Werther que acaban ustedes de escuchar fue grabada en la tarde de ayer, ya que nuestro compañero Walter Heredia no deseaba estar hoy alejado de su esposa, cuya salud le tenía preocupado.

»Lamentablemente, los temores de nuestro amigo han sido fundados y esta noche su compañera ha sido hospitalizada en gravísimo estado, sin que la medicina pueda hacer nada por ella. Tristeza de amor quiere, en estas luctuosas circunstancias, rendir homenaje a doña Regina Abuin de Zubiyaga, gran dama española…»

Pisando las palabras de Carlota, Saturio pinchó una versión suave de Dama de España. Momentos después, a indicación de Reyes, Rafael puso una de las poesías que Walter había dejado grabadas. Sobre la música dulzona, los solemnes versos de Jorge Manrique resonaron desoladoramente:

¿Qué se hicieron las damas,

sus tocados, sus vestidos,

sus olores?

¿Qué se hicieron las llamas

de los fuegos encendidos

de amadores?

¿Qué se hizo aquel trovar,

las músicas acordadas

que tañían?

¿Qué se hizo aquel danzar

y aquellas ropas chapadas

que traían?

* * *

Lita contemplaba, fascinada, lo poco que podía verse a través del vidrio de separación y a la débil luz del interior de la Uvi. La mujer estaba entubada, con los ojos cerrados, la boca torcida, desencajada, enormemente vieja. Sin ningún parecido con la elegante, sofisticada y altiva señora que pasó media docena de veces por la redacción. Ya Regina no era nada. Ni siquiera un cadáver.

—¿Es familia tuya?

Se volvió. El que había hablado llevaba bata de médico, tenía menos de treinta años y era bien parecido.

—No. La esposa de un amigo. —Devolvió su atención a Regina—. ¿Qué siente?

El joven médico meneó la cabeza.

—Nada. Que nosotros sepamos, nada.

—Y… ¿cuánto tiempo durará así?

El muchacho se encogió de hombros. Lita continuaba como hipnotizada por la imagen de muerte y vejez que ofrecía Regina.

—Fue una mujer bellísima —dijo—. Se casó en Roma, y Alfonso Trece fue su padrino de boda. —Sacudió la cabeza—. Hay que ver…

—Así pasa la gloria de este mundo —sonrió el médico.

—¡Esa frase es latina! Sic transit gloria mundi. —Satisfecha de sus conocimientos, siguió preguntando—: Pero a ver si sabes de quién es.

—¿Cómo?

—Quién la dijo o quién la escribió. A ver si te crees que esas frases salen solas… Es de Kempis. Tomás de Kempis.

—Qué culta…

—No, qué va… En el baño tengo un diccionario de frases famosas. Así, a lo tonto, consigue una un barnicillo…

Yendo ambos hacia la salida de la Uvi, el médico preguntó:

—¿Has venido sola?

—No. Con unos compañeros de trabajo.

En el vestíbulo, Walter hablaba con Carlota y Reyes.

—¿Te vas a quedar con ellos? —preguntó el muchacho.

—Pues… No, pero…

—Yo estoy terminando mi guardia. Si me esperas cinco minutos, te llevo a donde vayas. —Una amplia sonrisa—. Me llamo Fernando.

—Y yo Lita. Y vivo por Embajadores, así que si no te coge bien…

—Pues yo vivo en Atocha. —Nueva, atractiva sonrisa—. Somos vecinos, mira tú por donde.

* * *

Figueras paseaba por el dormitorio, de arriba abajo, infatigablemente. De cuando en cuando se sentaba en el borde de la cama, o entraba en el baño a beber un vaso de agua, pero en conjunto, lo que más le veía hacer Beatriz era pasear.

—¡Esa hija de la grandísima…! —masculló por enésima vez.

—Debe de ser una mujer fascinante —suspiró Beatriz—. ¡Arrebatarte a Ribera! ¡A ti, que con el viejo eres peor que un doberman!

—¡No tiene gracia! ¡No tiene puta gracia!

—Te equivocas, querido. Tiene una gracia enorme; que a ti no te la haga es otra cosa, pero gracia, tiene. ¿Piensas que la rusa lo ha secuestrado para pedir rescate? ¿O crees que sólo se propone abusar deshonestamente de él?

—¡No lo sé! ¡No me divierte! Este asunto puede tener consecuencias graves… —Sacudió la cabeza con irritación e impotencia—. ¡Ese carcamal…!

* * *

Walter se levantó para despedirse de Lita, que se marchaba acompañada de un joven médico.

—Gracias por venir —dijo, tras dar dos besos al aire, mejilla contra mejilla, a la muchacha.

—Lo siento mucho… Para cualquier cosa que me necesites…

Desde que había llegado, Reyes no quitaba ojo a Walter. ¿Era, como Damián opinaba, un hombre conteniendo la risa? Resultaba difícil creerlo. No había muecas, desmelenamiento, ni siquiera huella de lágrimas. Sólo seriedad. Una impecable seriedad; una impecable corrección; una impecable cortesía. Modélico. Casi repelentemente modélico… El ideal de una septuagenaria… Esto le recordó algo que había leído sobre el ectoplasma, el fluido que desprendían los mediums y que podía asumir formas corpóreas. Los sueños de Regina materializados en la forma de Walter Heredia. Lo único malo era que el ectoplasma, más que un fenómeno natural, parecía ser un truco de vivos, timadores, estafadores. ¿Era eso? ¿Un ectoplasma que se había hecho a sí mismo? ¿Un vivo, simplemente? ¿Un vivo que había comprado todas las papeletas de un sorteo con fecha de celebración imprecisa? Y ya estaba, ya le había tocado el premio: entre veinte y treinta millones de dólares. Por estar acostándote con una vieja, soportándola, cuidándola, acostándote con ella, riéndole las gracias, mimándola, acostándote con ella… Y Walter no era ningún niño… Aunque, evidentemente, tampoco Regina debía de haber estado muy guerrera en sus últimos años. Aún así… Aunque sólo fuera una vez al mes… Seis mil millones de pesetas por ser amante, bufón, felpudo, lector, pelele, acompañante, consejero, confesor, báculo y mago… Mago para conseguir que Regina creyera en el milagro, en el prodigio del amor floreciendo al borde de la tumba. Mierda, es mucha pasta, pero también un trabajo que le manda dos cojones.

—¿Qué piensas hacer, Walter? —preguntó Carlota.

Él se encogió de hombros.

—No sé… —Se pasó una mano por el pelo—. Siempre piensas que puede ocurrir algo; pero cuando ocurre, te coge desprevenido. —Advirtió la fijeza con que lo miraba Reyes, que no lograba parecer cariacontecido pese a intentarlo—. Éste es el final del Viejo Werther, Ceferino.

—No necesitas decidirlo ahora —dijo Carlota.

—Eso lo decidí hace tiempo. El Viejo Werther era por y para Regina. —Sonrió levemente—. Se va el Viejo Werther, pero queda la gentil Carlota.

* * *

Ribera estaba tan nervioso, irritado y frustrado que eran las cinco de la mañana y aún no había conseguido dormirse. ¡Qué situación…! ¿Qué pintaba él en un hotel de Segovia? Y… ¿qué se le había perdido a la rusa allí? Porque no era normal. No era normal llegar a un país y en el propio aeropuerto casi secuestrar un coche privado para irse a Segovia, pegarse una señora cena en Cándido, medio decir y medio dejar entrever ni se sabe qué cosas, hasta el punto de hacerle plantearse cómo demonios se deshacía de Ramón, y luego… Y luego desaparecer en su habitación, poner el cartelito de «No molestar» y dar orden en centralita de que no le pasaran ninguna llamada hasta las diez de la mañana. Era un comportamiento de decir, así de sencillo: esta señora está loca. Porque, bueno, quieras que no y aunque no fuese en las circunstancias perfectas, habían sido amantes. Sólo que en Moscú Catalina no era ni un vago remedo de la que ahora había aparecido. ¡Qué mujer! Pero… ¡qué loca! Y, también, ¡qué déspota!

Ribera olfateó el pijama. Venía notando un olor raro desde hacía rato y ahora se daba cuenta de que era el pijama. ¡Pero bueno! En el coche llevaba siempre una maleta con ropa de dormir y muda para un par de días. Y tenía dada orden de que el contenido de esa maleta de emergencia se cambiase, como mucho, cada semana si antes no había sido usado. ¡Y ahora el pijama olía claramente a estadizo! ¡A saber desde cuándo estaría en la maleta! Y, además, la cama era demasiado blanda, y la calefacción estaba excesivamente fuerte, y no se quitaba de la cabeza a la Yamanova, con su vestido Chanel y su arreglo impecable… ¡Y sabría Dios el cisco que se habría armado en Madrid a cuento de la desaparición de la rusa!

* * *

—¿De dónde vienes a estas horas?

Lita estaba terminando de arroparse cuando sonó la susurrada pregunta de su hermana en la oscuridad del dormitorio compartido. Con voz igualmente baja, le explicó lo ocurrido a Regina, la visita a Walter en la clínica y…

—He conocido a un chico majísimo. Se llama Fernando y es médico…

Tras una pausa, un comentario muy propio de la nueva Malu:

—No vuelvas a verle y seguirá pareciéndote majísimo.

* * *

Media hora atrás, Carlota había detenido el coche frente a casa de Reyes. Ahora, el interior del Mercedes estaba lleno de humo de tabaco y la charla era viva e intensa.

—Que no, Ceferino: el lunes le dedicamos un programa especial al Viejo Werther y adiós muy buenas. A partir del martes, la estrella será Carlota Núñez.

—Yo lo que digo es que tenemos grabaciones de Walter para un par de semanas y en ese tiempo podríamos aumentar la reserva de Corazones en vivo…

—No.

Reyes lanzó un suspiro.

—Como quieras, pero vamos a andar a tortas con el tiempo.

Ella se encogió de hombros y encendió un nuevo cigarrillo.

—¿Qué se le va a hacer? —preguntó, resignadamente.

—Gracias —dijo Reyes tras un silencio.

—¿Por qué?

—Por atribuirme ante Figueras la paternidad de Corazones en vivo. Fue idea tuya.

—Ya te conté que, en realidad, fue idea del empleado de una gasolinera.

—De todas maneras, gracias. —A Reyes lo incomodaba la situación—. Nunca te hubiera admitido un favor así; pero… Necesito todo el éxito que sea posible.

—¿Ves fácil que la competencia se interese por ti?

—No.

Se hizo un largo silencio. Tras debatirlo interiormente, Carlota dijo:

—Ribera te odia.

Reyes enarcó las cejas.

—¿Cómo?

—Hablé con él hace poco. Te odia. Con todas sus fuerzas.

—Tampoco exageres. Le puedo caer fatal, pero de eso a odiarme…

—Le conozco y hazme caso: te odia.

—¿Y ese viejo de mierda está loco, o qué le pasa?

—No le insultes. Ten en cuenta que yo todavía no he desistido de convertirme en la señora de Ribera.

—Olé por tu optimismo.

—Sí, ya sé que es absurdo. Pero tengo la corazonada de que terminaré casada con él. A lo mejor cuando se le pase la perra de la política vuelve a acordarse de mí.

—No creo.

Carlota lo miró con el entrecejo fruncido.

—¿Qué quieres decir?

—Nunca has tenido nada que hacer con ese viejo de mierda. Perdón.

—No te preocupes. ¿Por qué? Fue mi acompañante inseparable durante un año y luego, pese a mi fama, me confió un programa de radio.

—En ese año en el que fuisteis inseparables, ¿a cuántos estrenos te llevó? ¿A cuántos cócteles? ¿A cuántas cenas homenaje? ¿Cuántas fotos vuestras publicaron las revistas del corazón? —El silencio de Carlota fue expresivo—. Os visteis en ocasiones privadas, entre amigos íntimos. Cacerías, fines de semana en fincas de amigos, excursiones en yate… ¿O no?

—Más o menos. Pocas excursiones en yate.

—Y de pronto al viejo le da la venada de meterse en política y tú le estorbas.

—¿Cómo?

—Le estorbas. Así que te da un programa para tenerte trabajando a la hora de las cenas y durmiendo a la de los almuerzos.

—¿Pretendes decir que me dio el programa para desembarazarse de mí?

—Eso digo.

Carlota se pasó una mano por la frente. Jamás se le había ocurrido y, de pronto, parecía tan lógico… Con aquella explicación, todo encajaba.

—Pero… ¿por qué?

—No querría comprometerse. La reputación de un caballero es de cristal.

—Estaba a punto de pedirme que me casara con él. Yo me daba cuenta.

—Nunca tuviste ni la menor posibilidad, Carlota.

—¿Por mi fama de escandalosa?

—No. Eso hasta podría hacerle gracia. Lo que él no te perdona ni te perdonará nunca es el año liada con Charrito y los reportajes a doble página que Pueblo publicó sobre vosotros.

Tras casi un minuto de silencio, la mujer preguntó:

—¿Al cabo de tanto tiempo? —Reyes la miraba inexpresivo—. Sí, supongo que tienes razón —suspiró—. Fui una imbécil no dándome cuenta… O supongo que no quise dármela. —Nueva y larga pausa—. Qué putada, ¿no?

—Estuviste gratis en sitios bonitos.

—Sólo con lo que me gasté en trapos me hubiera podido pasar el año entero en la Costa Azul.

—No te quejes: has sacado un guardarropa y un empleo.

—Moriré elegante y solterona.

—Podríamos casarnos.

Carlota no replicó en seguida. Lentamente, volvió la cabeza hacia el hombre y preguntó:

—¿Cómo has dicho?

Él la miraba imperturbable.

—¿No quieres casarte conmigo?

—¿A qué viene esto, Ceferino?

Él se encogió hoscamente de hombros.

—A nada. Podríamos casarnos. Tenemos cosas en común.

—¿Qué te pasa?

Reyes abrió la portezuela.

—Estoy hasta las pelotas —dijo—. Eso es lo que me pasa.

—Pues a ver si duermes bien y te alivias.

—Gracias. ¿El lunes a las doce en la emisora?

Carlota asintió con la cabeza. Reyes salió del coche. Ella se quedó mirando cómo el hombre se dirigía hacia el portal, volviendo a una casa sola, fría y revuelta: qué profesión de mierda.

* * *

Lo despertó una llamada en la puerta. Ribera tardó en ubicarse y antes de conseguirlo, dio una voz:

—¡Ramón!

Pero no apareció su hombre de confianza y los golpes de nudillos volvieron a sonar. Atinó con el interruptor de la lamparita de encima de la mesilla. Hotel. Una habitación desusadamente anodina. La rusa. Segovia.

Saltó de la cama, fue a la puerta y la abrió. Allí estaba la Yamanova. El corazón le dio un vuelco: distinguida, elegante y bella, le producía un efecto casi paralizante. Y más se paralizó al recordar su hediondo pijama y sus pelos seguramente revueltos. Catalina lo miraba como siempre, y era imposible saber qué había tras aquellos hipnóticos ojos.

—He abandonado mi país y mi carrera porque te amo, Fermín. Pero a Catalina Yamanova no le es fácil amar. —Otros quince segundos de taladrante mirada y, después—: Te espero en el vestíbulo.

Cuando medio minuto más tarde llegó Ramón, lo encontró aún en el umbral, con los ojos muy abiertos y expresión atónita.

—¿Le ocurre algo, don Fermín?

—¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah…! —Ribera quedó en silencio por un largo momento. Meneó lentamente la cabeza y miró al otro como a un amigo—: ¡Todo, Ramón, me ocurre todo!

* * *

En los más de diez años que le conocía, era la primera vez que el doctor Tovar veía a Walter algo menos que impecable. Las ligeras arrugas de su traje y la sombra de barba eran el vestigio de una noche pasada en el sofá del pequeño vestíbulo de la Uvi.

—Su esposa no corre un peligro inmediato. Quiero decir que su organismo reacciona bien a las ayudas que está recibiendo. Pero ya sabe usted que eso no significa nada.

Sentado al otro lado del escritorio, Walter lo miraba con inexpresiva atención.

—La hemorragia cerebral ha producido una lesión masiva e irreversible. Ayer se lo dije.

Walter asintió con la cabeza.

—Vaya a su casa y descanse. Es lo mejor que puede hacer.

—No. Quiero una habitación aquí.

El médico se encajó mejor las gafas.

—¿Pretende quedarse acompañando a su esposa? —Walter asintió con un gesto—. Eso es una… —no atinaba con la palabra—. Es un sacrificio inútil, Heredia… No hay nada que hacer. Ella ya está más allá de darse cuenta…

Con voz suave y firme, Walter lo interrumpió:

—Quiero una habitación individual. Da lo mismo que sea pequeña. —Hizo una pausa—. Estaré junto a Regina hasta que su corazón deje de latir.

—Insisto en que es un sacrificio inútil.

—Eso debo decidirlo yo, doctor. No lo olvide. Y espero que mi esposa reciba la mejor atención, los mejores cuidados y las mejores ayudas que ustedes puedan proporcionarle. ¿Queda entendido?

Tras una leve vacilación, Tovar suspiró e hizo un vago ademán de asentimiento.

* * *

—Por aquí no se va a ningún sitio…

Catalina no hizo caso y continuó caminando hacia la parte más moderna y anodina de Segovia, en dirección contraria al acueducto y a cualquier otro atractivo turístico.

El sábado invernal era benigno. Brillaba un tibio sol y el cielo estaba sin una nube. Ribera consultó el reloj: las diez y media. Apenas hacía doce horas que la rusa había llegado, y todo estaba vuelto del revés. Afortunadamente, una llamada a Madrid lo había tranquilizado. Según Figueras, en el Palace, donde se hospedaba la legación soviética, todo estaba en orden y calma. Raro, pero muy de agradecer.

En cualquier caso, el comportamiento de la rusa no era admisible. Su laconismo, por ejemplo, resultaba casi insultante, pero… Mirándola de reojo, tenía que admitir que a una mujer así, podían permitírsele muchas cosas. Sin embargo, todo tenía un límite…

—Si me cuentas lo que quieres, adónde vas, qué te propones, tal vez yo te pueda ayudar…

Catalina no contestó, ni tampoco alteró su expresión ni su paso. ¡Qué carácter! Tras cinco nuevos minutos de caminar en silencio, Ribera expresó su razonable irritación.

—Catalina… Me considero obligado por las leyes de la hospitalidad y la caballerosidad, pero todo tiene un límite, y ni me gusta que me manejen, ni estoy acostumbrado a ello. No quiero ser brusco ni descortés, pero te ruego un poco más de consideración hacia mí. Llevo doce horas siguiéndote como un crío a su niñera… —Había hablado con la vista al frente, midiendo las palabras para que fueran tan mesuradas como firmes. Volvió la cabeza para ver qué efecto tenían, pero Catalina ya no estaba a su lado ni en ningún sitio del entorno visible.

El comisario Bermejo estaba de pésimo humor. A sus cincuenta y cuatro años, hasta el día anterior se había considerado fuerte como una roca y con una salud a toda prueba. Pero en los análisis del chequeo anual salieron altos el colesterol y el azúcar en sangre, así que le habían puesto un régimen que, desde luego, no incluía los huevos fritos con morcilla que, como todas las mañanas desde hacía cuarenta años, constituían su desayuno. Aquellas cosas tan sabrosas no podían ser el veneno que aseguraba el médico. Y Aurora, su mujer, se lo había tomado en serio, y estaba dispuesta a hacerle bajar los dieciocho kilos de sobrepeso que según la ciencia le sobraban. Bonito panorama, se dijo rompiendo con un pedazo de blanco pan la yema de uno de los grandes y sabrosos huevos que Esperanza, la dueña del bar, freía como nadie en el mundo. ¡Colesterol! ¡Pamplinas!

—Señor comisario…

Levantó la mirada y se encontró con el agente Medina, que estaba ante su mesa con una expresión muy rara.

—¿Qué pasa? —preguntó con la irritación de quien ha repetido cientos de veces que la hora de su desayuno es sagrada—. Y espero que sea algo importante.

Lo dijo con tonillo, porque pocas cosas importantes pasaban en Segovia los sábados tan de mañana. Sin embargo cinco minutos después, y tras hacerle repetir a Medina su historia, Bermejo, por primera vez en el tiempo que llevaba siendo cliente matutino de Casa Esperanza, salió del bar dejándose en el plato la mitad de la morcilla.

—Me parece muy bien que sea usted el presidente de la Cadena de Ondas Ibéricas, señor Ribera, y le felicito por ello. Suelo escuchar la Coi y me gusta. Pero no creo que la radio tenga que ver con el asunto de esta señora.

—Bueno, claro que no, pero…

Bermejo apartó la mirada de Ribera y la dirigió a la mujer sentada, imperturbable, al otro lado del gran escritorio. Se sentó a su vez:

—Me dicen que habla usted español.

Catalina asintió. Bermejo tomó el pasaporte soviético de encima de la mesa y lo hojeó.

—Así que solicita usted asilo político en España…

Refugio y asilo político.

—Ya —dijo el comisario, con el pasaporte aún en la mano—. Llegó usted ayer a Madrid tras haber visitado media docena de capitales europeas en los últimos tres meses.

La mujer seguía imperturbable. Él siguió:

—Al parecer no consideró usted oportuno hacer en ese tiempo ni en esos sitios lo que ahora está haciendo aquí. En Segovia precisamente.

Entró el subcomisario y, a la inquisitiva mirada de Bermejo, respondió:

—En Madrid dicen que nos llaman en cinco minutos.

Bermejo asintió, pensando que ya sería más.

—¿Cuáles son los motivos de su petición, señora?

—Solicito refugio y asilo porque no estoy de acuerdo con la política ni la forma de gobierno de mi país.

El comisario aspiró largamente, se echó para atrás en su asiento, hojeó de nuevo el documento y dijo:

—Con mis escasos conocimientos de las leyes puedo decirle que el simple hecho de estar en desacuerdo con la política de su país no basta para recibir asilo. Al menos, así lo especifica la ley Reguladora del Derecho de Asilo y Condición de Refugiado, que supongo es la que se aplica.

Sin alterarse ni pestañear, la rusa replicó:

—Tiene usted razón.

—¿En qué tengo razón? —preguntó Bermejo pacientemente, cuando la pausa se prolongó demasiado para su gusto.

—Sus conocimientos son escasos —replicó lacónicamente Catalina.

Bermejo comenzaba a perder la paciencia. Si aquella hermosa mujer pretendía impresionarlo o achicarlo, iba a llevarse un chasco.

—¿Por qué son escasos mis conocimientos, señora? —preguntó, en tono comedido pero con unas arrugas nada amistosas en el entrecejo—. Para solicitar asilo político no basta la disidencia. Es necesario demostrar que se padece persecución por parte del gobierno del propio país. ¿Es ése su caso?

—No.

—¿Entonces?

—No he pedido asilo. He pedido refugio y asilo. Por ese orden.

Tras varias aspiraciones y expiraciones profundas imprescindibles para mantener su tono ecuánime, el hombre dijo:

—Continúe. Y hable seguido, por favor.

—Para pedir refugio no se precisan requisitos. —El fuerte acento de Catalina contrastaba con lo preciso de su pronunciación y lo exacto de las palabras que usaba—. Usted tiene que notificar mi petición de refugio a su Ministerio del Interior. El Ministerio lo notificará a mi embajada, y ésta a Moscú. Inmediatamente, como primera medida, el gobierno soviético me retirará el pasaporte, me dejará indocumentada. Eso será persecución. Eso justificará mi petición de asilo.

Sus dos subordinados lo miraban como a quien acaba de recibir un baño y esto terminó de irritar al ya molesto comisario.

—He empezado reconociendo que no soy especialista en el tema. Tal vez todo sea como usted dice, en cuyo caso queda admitida y será tramitada su solicitud de refugio. —Hizo una prolongada pausa y su mirada pasó a Ribera, cuyo rostro reflejaba lo que a Bermejo le pareció un estúpido e injustificado pavor—. No obstante —repitió, al tiempo que volvía a hojear lentamente las páginas del pasaporte—, continúa pareciéndome ciertamente extraño que, llevando varios meses en Europa occidental, y habiendo pasado por capitales como París, Estocolmo, Helsinki, Bruselas… y Madrid, haya tenido que escoger precisamente Segovia para efectuar su solicitud. —Una nueva pausa tras la que, en tono burlón aunque respetuoso, sugirió—: O tal vez eso también tenga una explicación razonable.

—La tiene. —Catalina hablaba como recitando un texto, aprendido. O tal vez sólo diera esa sensación a causa de su acento, que restaba entonación a las bien construidas frases—. Estuve casada con un español. Con uno de aquellos niños que mandaron a la Unión Soviética durante la guerra civil. Mi marido me enseñó el idioma, la historia y el carácter de esta tierra que él siempre consideró como la única suya. Quiso volver a España cuando aquí se instalara de nuevo la libertad; pero murió antes de que eso ocurriese. Supo, sin embargo, transmitirme su sueño. Por eso estoy aquí. Y he elegido precisamente este lugar porque mi marido era segoviano y amaba a su patria chica. Eso es todo, señor comisario. No hay nada sospechoso en que una viuda quiera rendir homenaje al recuerdo y a los ideales del hombre al que amó por sobre todas las cosas.

Cuando la rusa terminó de hablar, en el despacho habría podido escucharse el vuelo de una mosca. Bermejo reaccionó al fin y se puso en pie.

—Señora… Le ruego me disculpe si en algo puedo haberla incomodado. —Casi cuadrándose ante la Yamanova, añadió—: A partir de este momento, tiene usted a Matías Bermejo Bonafé a su plena disposición.

Sin mover un músculo del rostro, Catalina replicó:

—Gracias.