IV. EXISTENCIA

VIVARTASIDDHA

PRIMAVERA — VERANO ACTUALES

Miami / Moscú / Hong Kong / Shan Washington

—Es un fantasma.

—¿Qué?

—Un fantasma, amigo. Se ha ido, ¿sabes? El muy cabrón se ha ido.

—¿Bennett?

Martín Juanito Gato de Rosa dobló la cabeza.

—¿Crees que he sacado toda el agua de tus pulmones, amigo? Tal vez he dejado alguna.

—¡Uf! Si sigues con el boca a boca —dijo Tony Simbal—, puede que me enamore de ti.

Estaba oscuro allá abajo, y hacía frío. Simbal no había sentido nunca tanto frío en su vida. Pero daba gracias a Dios por aquel frío; era lo que le había reanimado. Sin el frío se habría hundido como una piedra a profundidades que el Cubano no habría podido alcanzar sin ir provisto de pulmones artificiales. Simbal se estremeció, sintiendo todavía los efectos del frío y de la oscuridad.

Los ojos de topacio de el Cubano se nublaron.

—¡Qué maldita pérdida!

Estaba sentado envuelto en una manta gris con la inscripción MIAMI METRO PÓLICE en letras negras. Había mostrado sus credenciales a los «polis» que habían acudido en respuesta a la airada llamada telefónica de algún ciudadano y, después de tomar unas declaraciones de rutina, se habían marchado, haciendo sonar las sirenas, hacia el lugar donde se estaba produciendo un verdadero desastre, el incendio de un hotel en el centro de la ciudad. Los sanitarios habían curado los cortes y magulladuras de Simbal. Habían querido llevarlo al hospital, en observación, pero él se había negado.

—María no era como las otras despreciables que suelen encontrarse allá abajo, que se agarran a cualquiera como los perros a un hueso. Tenía una mente que se podía utilizar.

En el frío y en la oscuridad, no había un soplo de aire. Esto era lo que roía todavía la mente de Simbal. Sin aire, no había vida. Se imaginaba los pulmones dejando de trabajar al infiltrarse en ellos el frío y la oscuridad, penetrando por las fosas nasales y entre los apretados dientes hasta que se convertían en una marea. Ahogándole. Se estremeció de nuevo y se arrebujó más en la tosca manta de la Policía.

—Mira mi traje —dijo el Cubano. Ahora había tristeza auténtica en su voz—. Igual podría meterlo en el incinerador, por lo que me va a servir ahora. ¿Sabes cuánto costó este bastardo?

—Cállate.

—¿Qué?

—Te he dicho que te calles. La Compañía pagó ese traje, ¿no?

Se refería a la CÍA.

—Bueno, sí.

—Por consiguiente, deja de incordiar.

El Cubano bajó la cabeza.

—No es por el maldito traje, amigo. Esto es una mierda, hombre.

Simbal estaba temblando, como tiembla ligeramente la tierra después de un fuerte terremoto.

—Aquel hijo de puta volvió su arma contra ella y la despachó. Así sin más. Se necesita un corazón muy frío para hacerlo, te lo aseguro. Hay que ser un espectro vudú.

—Cállate, Martín.

Pero ahora estaba escuchando atentamente a el Cubano, tratando de interpretar sus sentimientos.

—¿Quién eres tú para decirme que me calle, hombre?

—dijo el Cubano, en tono ofendido—. ¿Quién crees que se zambulló, con todos los tiburones y toda aquella mierda, y te sacó de allí?

—No hay tiburones tan cerca, Martín.

—¿No sabes lo que es una licencia poética, amigo? Madre de Dios, yo salvé tu incrédulo pellejo de una tumba de agua.

—Y te lo agradezco, Martín, te lo agradezco de veras; pero, ¿quieres hacer el favor, por el amor de Cristo, de mantener cerrado el pico durante un minuto?

El Cubano contempló las luces que se balanceaban sobre las aguas.

—Ésta no es manera de mostrar tu agradecimiento, hombre.

—Dijiste que Bennett desapareció.

Gato de Rosa seguía contemplando el mar.

—Se desvaneció, amigo. Como la marea.

—Tal vez no —dijo Simbal.

El Cubano se volvió a mirarle.

—¿Qué sabes tú que yo no sé?

—Run-Run Yi.

—¿El Yi de Chinatown? ¿Uno de los tres hermanos que dirigen el diqui en Nueva York?

—El mismo. Le vi en la fiesta. Él y Bennett estaban hablando.

—¿Ah, sí? —El Cubano se encogió de hombros—. ¿No es esto normal en todas las fiestas?

—No en ésta —dijo Simbal—. ¿Recuerdas lo que dijo Bennett? Él liquidó a Alan Thune. Run-Run era el que empujaba a Thune dentro del diqui. Según un rumor que oí, Yi estaba apoyando a Thune para un ascenso importante.

Los ojos topacio de Gato de Rosa se abrieron de par en par.

—¿Y tú crees?

Simbal asintió con la cabeza.

—Si algo le iba mal a Thune, es probable que lo propio le ocurriese a Yi. ¡Quién sabe! Tal vez los dos se estaban pasando de la raya o, incluso, proyectando establecerse por su cuenta en el negocio.

—Si estás en lo cierto —dijo el Cubano—, encontremos a Run-Run Yi y encontraremos también a Bennett, pues éste vino para liquidarle.

—Es lo que estaba pensando.

El Cubano se levantó, despojándose de la manta.

—Deja que haga un par de llamadas por teléfono. Alguien tiene que saber dónde se aloja Yi.

Alguien lo sabía.

—El Yak dice que Run-Run se aloja en el «Trilliant», en la Beach.

—¿El Yak?

—Mira, hombre, si tú tuvieses tanto pelo como ese petimetre, también te llamarían el Yak. —Su elegante traje de seda de color crema estaba hecho un asco, arrugado y con bolsas en las rodillas y en los codos—. Vayamos en busca de ropa seca. —Tendió una mano—. Después buscaremos a Yi. —Ayudó a Simbal a ponerse en pie. Quedaron muy cerca el uno del otro—. Dondequiera que vaya este bastardo, allá iré yo con él.

—Bennett es mi objetivo.

—Ya no —dijo el Cubano—. No después de esto.

El «Trilliant» hacía honor a su nombre; era una verdadera joya, deslumbrador en su moderna forma piramidal triangular. Entre su inclinada fachada de color melón y el océano, había una enorme piscina triangular, parecida a una laguna, con una isla central salpicada de palmeras e iluminada como la pista de un aeropuerto.

Gato de Rosa gruñó cuando detuvieron el coche y un mozo uniformado se hizo cargo del «Ferrari» rojo.

—Espera a ver su campo de golf —dijo—. Los nueve recorridos del fondo son terribles. En el estanque del decimoséptimo hoyo hay algo más que agua. Hay también un maldito cocodrilo —dijo, y lanzó una carcajada.

Unas grandes losas de un rosa pálido conducían a la resplandeciente puerta de entrada de cristal ahumado y bronce pulido, flanqueada a ambos lados por palmeras, azaleas y bungavillas.

—Primera clase —dijo Simbal.

—Sí —dijo el Cubano—, si puedes soportar esta mierda más de una hora.

En el interior, el acondicionamiento de aire les cortó la respiración.

—¡Jesús! —dijo Simbal—. ¿Dónde está mi anorak?

—¿Qué te pasa? —dijo Gato de Rosa—. ¿No quieres morirte de frío?

Se dirigió a un gran tablero cubierto de mármol donde había una hilera de teléfonos de color rosa. Levantó un auricular y pidió el número de la habitación de Run-Run Yi. La telefonista no quiso dárselo y él no quiso que llamase a la habitación.

Se acercó lentamente a recepción y esperó a que el conserje de piel morena colgase el teléfono. Gato de Rosa le llamó en voz baja y pasó un billete de veinte dólares a la mano expectante del hombre. La maniobra se realizó con esa misteriosa destreza propia de un número de prestidigi-tación. Hablaron en español durante menos de treinta segundos.

Gato de Rosa volvió al cabo de un momento.

—¿Qué te imaginabas? —dijo—. Treinta y siete cero uno dos. Una suite en el último piso. Esto cuesta cinco billetes por una noche.

—¿Quién dijo que el crimen no rinde? —dijo Simbal mientras se dirigían a las puertas de bronce de los ascensores.

Cada una de ellas estaba marcada con el signo triangular del hotel. Éste aparecía también tejido en las alfombras del vestíbulo.

—¿Te ha dicho tu paisano si el viejo Yi estaba en su habitación? —preguntó Simbal.

—Creía que sí.

—¿Algún visitante?

El Cubano miró a Simbal con cierto escepticismo.

—Vamos, es el conserje, no Superman. El «Trilliant» es un hotel enorme. Podría entrar un camión de marines y él no se daría cuenta.

—Pero al menos te aseguraste de que tu propina era la primera que aceptaba esta noche por este concepto.

Gato de Rosa se echó a reír.

La vista de Bennett saliendo de uno de los ascensores cortó en seco su risa.

—¡Hijo de puta!

El vestíbulo estaba lleno de clientes lujosamente ataviados. Una música sonaba con fuerza a la izquierda, y la mayoría de la gente caminaba en aquella dirección. Un espectáculo de última hora en el club nocturno. La cantidad de brillantes que se exhibían habría hecho que al propio Murph the Surf se le hiciese la boca agua.

Bennett se abría paso contra corriente entre la mutitud. Parecía no tener prisa y no se había molestado en mirar a su espalda. Como la mayoría de los locos, era muy confiado. Simbal y el Cubano caminaron detrás de él, abriéndose camino con los hombros entre los vestidos «Nipón» y «Unga-ro» y los smokings «After Six». Les envolvían nubes de «Norell» y «Chanel N.° 5».

Bennett desapareció por una puerta lateral y ellos apretaron el paso. Cruzada la puerta, se encontraron en un pasillo de hormigón. El suelo estaba tapizado con «Astroturf». Un cartel fijado en una de las paredes decía: NO SE PERMITE TRAJES DE BAÑO EN EL VESTÍBULO.

—¡Mierda! —dijo Simbal, echando a correr.

Recordó que el Cubano le había dicho que Bennett no iba nunca a ninguna parte si no era en barca.

Cruzaron las puertas cristaleras que se abrieron automáticamente al acercarse ellos, y rodearon la iluminada piscina. Era grande como un campo de béisbol. Más allá de la terraza de hormigón, donde más de cien tumbonas se hallaban colocadas en exactas hileras, había una escalinata de anchos peldaños. Éstos estaban salpicados de arena. Los dos hombres los bajaron de tres en tres.

Gracias al resplandor de las luces de la piscina, pudieron ver a Bennett en la orilla del mar. Mientras Simbal le observaba, se sumergió en las olas y emergió sacudiendo la cabeza. Unas cuantas brazadas vigorosas le llevaron más allá de la rompiente. El Cubano se arrojó al agua detrás de él.

Un momento más tarde, Simbal vio la aerodinámica silueta del cigarrillo negro que se balanceaba anclado.

—¡Maldita sea! —dijo, y empezó a correr de nuevo hacia el hotel.

La doble puerta de caoba de la suite. no estaba cerrada con llave. Run-Run Yi yacía en un sofá verdermar que rodeaba todo el cuarto de estar. Su cara plana cantonesa estaba blanca como el papel de arroz. Su pecho se movía de un modo irregular y el nombre tenía los ojos cerrados.

Simbal se arrodilló y le tomó el pulso.

—Anciano Tío —dijo en cantones—, te pondrás bien. Bennett te ha hecho esto. Edward Martin Bennett. ¿Por qué?

Run-Run Yi abrió los ojos, Simbal comprendió que no veía nada, salvo lo que estaba en su mente.

—Bennett me quería muerto —dijo lentamente, en voz baja, dolorosamente.

—¿Como quería muerto a Alan Thune?

—Sí.

—¿Por qué?

Yi no respondió. El dolor le hizo poner los ojos en blanco.

—¿Por qué, Anciano Tío? ¿Por qué os quería Bennett muertos a Alan Thune y a ti?

El chino murmuró algo y Simbal dijo, desesperadamente y en voz muy fuerte:

—¿Qué?

Y cuando lo oyó, se quedó pasmado.

—¿Armas? —dijo. Y después, en tono más apremiante—: ¿Has dicho armas, Anciano Tío?

Yi parpadeó.

—Me estoy muriendo —dijo con voz gutural, estropajosa—. Debes informar a mis hermanos.

—Sí, sí.

—Pongo a todos los dioses por testigos —murmuró Yi— de que maldigo a mi asesino hasta la decimosexta generación.

—¿Os quería Bennett muertos, a ti y a Alan Thune, a causa de las armas? —dijo Simbal.

Ahora estaba muy cerca del otro hombre y pudo percibir el olor peculiar de la muerte que brotaba de él.

—Sí. —Los labios de Yi estaban temblando—. ¿Hace frío aquí?

—Las armas, Anciano Tío.

—Esto es del demonio de la nueva generación, según parece. De Bennett, de Mako, de los otros.

—¿Qué otros?

Yi perdía y recobraba la conciencia. Cerró los ojos. Parecía estar haciendo acopio de energía.

—Armas, armas antipersonales... «Blackman T-93»... son los que nos han dicho que ahora debemos transportar. Pero estas armas no rinden beneficios. No vamos a venderlas.

—Entonces, ¿qué?

—Las almacenaremos.

—¿En Asia?

—Asia, América del Sur, Europa, los Estados Unidos. En todas partes.

—Pero, ¿por qué?

Una burbuja de color de rosa se formó entre los labios temblorosos de Yi.

—Thune estaba en contra de ello. Yo también. Hubiésemos tenido que pensarlo mejor. Pero es peligroso. Muy peligroso para el mundo.

—¿Qué clase de peligro? —le apremió Simbal, acercando más la cara a la de él.

—De la peor clase.

—¿Qué crees que...?

—Estas armas..., tendrán potencia para destruir el mundo. —Un sudor frío cubría el rostro plano de Yi. Su piel había adquirido una palidez horrible—. Cuando Bennett...

Simbal esperó, sin respirar. Podía oír su pulso repicando en los oídos. Virgen santa, pensó, ¿en qué me he metido?

—Cuando Bennett... —alentó el otro—. Bennett es el jinn que abre la puerta.

¿Qué quería decir esto?

—¿A dónde ha ido?

—Al Shan —dijo Yi, y se estremeció—. La fuente.

—¡Anciano Tío!

Simbal alargó una mano, buscando el pulso, y no lo encontró. Al cabo de un momento, se recostó en el sillón.

¿El diqui, metido en transporte de armas?, se preguntó. Armas antipersonales, concretamente «Blackman T-93», lanzadores individuales de cohetes. ¿Por qué? Y, ¿cómo podían estas pequeñas armas causar la destrucción del mundo? Simbal empezó a temblar. Se sentía tan frío como los muertos.

—¿A qué vino todo esto? —dijo Gato de Rosa, entrando en la habitación.

Estaba dejando charquitos de agua en la gruesa alfombra. Simbal no le miró.

—¿Y Bennett?

—El cigarrillo —dijo el Cubano—. Le estaba esperando.

Simbal suspiró.

—Estoy cansado —dijo.

—Bueno, no me vengas con gilipolladas, tío —insistió el Cubano—. Estabas hablando con el chino. Te oí.

—Desvariaba —dijo Simbal.

Tenía la impresión de que llevaba todo el peso del mundo sobre los hombros.

—¡Tonterías!

—¡Tienes toda la razón! —gritó Simbal. Se levantó—. Yo me encargaré de Bennett.

—¡Y un cuerno!

—No tienes alternativa. Se te ha escapado de las manos.

—¿Lo crees así?

Algo en su tono hizo funcionar un timbre de alarma en la mente de Simbal. Recordó el sentimiento que había tratado de interpretar al escuchar las palabras de el Cubano cuando estaban en el puerto.

Cruzó bruscamente la habitación. Cuando llegó a la puerta, el Cubano dijo:

—¿A dónde vas, amigo?

—Volveremos a vernos, Martín.

Gato de Rosa se levantó de un salto.

—¡Eh, eh, no puedes hacer esto! ¡Eh, tío!

Simbal se volvió en redondo.

—¿Qué vas a hacer? ¿Seguirme? —Le dirigió una tétrica sonrisa—. Sabes que no te conviene.

Se hizo un largo silencio. Se miraron fijamente.

—¡Eh, hombre! Esta suite empezará a apestar como una barca de pesca del atún en cualquier momento.

—¿Vas a decirme a quién llamaste desde el puerto, Martín?

—Ya te lo dije, amigo.

—Sí. Claro.

—¡Carajo! —Gato de Rosa cruzó la habitación—. Me dijo que no te perdiese de vista. Me dijo que fuese donde tu fueses. No creo que confíe en ti, amigo.

—¿Quién? —dijo Simbal, pero ya lo sabía.

—Max —dijo el Cubano—. Era Max.

Max Threnody, pensó Simbal. Primero había pillado a Monica, y ahora, a el Cubano. Pero Gato de Rosa no era un SNÍT y Max era jefe de la DEA. ¿Qué diablos se propone Max?, se preguntó Simbal.

—Dile a Max que, si quiere hacerme seguir, será mejor que lo haga él mismo. Sé a dónde va Bennett, y es allí donde iré yo.

A cada palabra que decía, se iba acercando más a el Cubano.

—Entonces tendrás compañía, hombre.

—¡Y un cuerno! —dijo Simbal. Con rápido movimiento, hurgó debajo de la chaqueta de Gato de Rosa. Sacó la chata pistolita del 22—. Un arma de mujer —dijo—, pero tú sabes mejor que yo el daño que puede hacer a quemarropa.

—¡Eh, tío, eh! ¿Te has vuelto loco?

—No es nada personal, Martín. —Simbal levantó la 22—. Tiéndete sobre el sofá.

—¡Por el amor de Dios, hombre! ¡Tranquilízate!

—Haz lo que te he dicho —dijo Simbal, con voz ronca.

Empleó el cordón de la bata de seda para atar las manos de el Cubano detrás de su espalda.

—No me importa que puedas caminar por aquí —dijo—. La Policía llegará antes de que puedas salir de ésta. Y yo estaré entonces ya muy lejos.

—¿A dónde habrás ido, amigo? ¿A dónde vas?

Los ojos de el Cubano tenían ahora el color del café.

Simbal extrajo las balas de la 22 y las arrojó a los pies de Gato de Rosa.

—Bíselo a Max cuando llegue. —Arrojó la pistola detrás de las balas—. Dile que he ido al Shan.

Qi-lin dormía.

—Mira qué maravilloso es el cerebro humano. —Huai-shan miró fijamente la forma supina con un hambre tal en los ojos que Chen Ju se quedó momentáneamente horrorizado—. Es una máquina fantásticamente complicada. —La extraña y encorvada apostura de Huaishan Han era exagerada por la luz de la desnuda bombilla, dándole un aspecto realmente grotesco—. El coronel Hu lo sabía y lo apreciaba.

Chen Ju gruñó.

—El coronel Hu está muerto.

Huaishan Han sonrió, y de nuevo sintió Chen Ju un ligero escalofrío. Era la sonrisa propia de los que están más que un poco chiflados.

—Mi amigo, siempre pragmático, ¿eh? —dijo Han, asintiendo con la cabeza—. Pero adivino tu mensaje. —Alargó una mano y acarició la lisa frente de Qi-lin—. Sí, ella mató al coronel Hu y consiguió escapar de su recinto. Un complejo militar muy fortificado, debo añadir.

—Me parece —dijo Chen Ju— que lo que le hizo Hu, fuese lo que fuere, surtió poco efecto.

—¿De veras? —Huaishan Han esbozó de nuevo aquella sonrisa, que era como el calor que lanza un sol macilento—. La guerra en Camboya marcó irremediablemente al coronel Hu. Cierto que era un maestro en su oficio. Pero la bebida le dejaba atontado todas las noches. Los hombres habían empezado a discutir sus órdenes, su liderazgo.

»Ya sabes lo que significaba esto. Su unidad había sido escogida con todo cuidado para aceptar las órdenes a ciegas. Esto era esencial, sobre todo si tenían que marchar sobre Kam Sang, desarmar a los soldados que guardaban la instalación, encarcelar a todos los que encontrasen allí, incluidos los miembros del servicio de información, y tomar lo que necesitamos.

Huaishan Han suspiró.

—En una palabra, amigo mío, el coronel Hu se había convertido en un estorbo. —Alargó la mano y acarició de nuevo la frente de Qi-lin—. Mi preciosa lizi, mi ciruela, hizo exactamente lo que yo le pedí. ¿Crees que fue joss lo que hizo que no la viesen los soldados del general Kuo? No, no. Ella estaba programada para todo esto. Para matar a Hu, escapar y venir aquí.

Chen Ju pareció poco convencido.

—Pero, ¿cómo?

—Con esto.

Huaishan Han sacó un frasco de alcohol y una bolita de algodón. Tomó el brazo de Qi-lin y lo volvió de manera que quedase al descubierto la cara interna del codo. Empleando el algodón, frotó una zona de la piel. Un momento después, tenía una jeringuilla en la mano. Apretó el émbolo hasta hacer salir un poco de líquido por la punta de la aguja. Después la invirtió y la clavó en la vena de Qi-lin.

—Una dosis de esta droga, que hay que administrar con regularidad. Es un invento del propio Hu. Actúa directamente sobre la corteza central, inhibiendo el yo y el super-yo. Estimula, en efecto, las emociones primitivas. Odio, miedo, deseo, se convierten en cuestiones de vida o muerte. En este estado desequilibrado, el sujeto es como un puñado de arcilla, dispuesto para ser modelado por la mano hábil del artesano.

Volvió a meter aquellas cosas en su bolsillo.

—¿Y ella no sabe nada de esto?

—Su conciencia queda bloqueada —dijo Huaishan Han—. Es mía por dentro y por fuera. Mía para siempre. Al escapar y llegar hasta aquí, me ha demostrado sus grandes facultades. Ahora le espera una tarea muy difícil.

Huaishan Han miró a Chen Ju.

—Muchos, antes que ella, han tratado de matar a Jake Maroc Shi. Y todos han fracasado. Joss, ¿eh? Pero yo he descubierto que joss es como la marea del océano. Sube y baja. ¿Lo ves?

Yo quiero controlar el mundo, pensó Che Ju, y este viejo corrompido sólo se preocupa de pervertir la mente de una joven. Es vergonzoso. Busca únicamente la venganza personal, una actitud mezquina y tonta en el mejor de los casos. Aquella caída en el pozo hizo algo más que deformar su cuerpo; lesionó también su cerebro. Antaño habría comprendido el gran plan que yo estoy urdiendo; antaño se habría unido a mí.

Chen Ju meneó la cabeza. Tal vez sus muchos años en el Shan le habían cambiado sutilmente. Allí, la riqueza no significaba nada: los señores de la guerra paseaban por sus recintos con puñados de rubíes, zafiros y jade imperial en los bolsillos. Dirigían la distribución de las lágrimas de adormidera y obtenían con ello enormes beneficios. Pero su poder era sobre la gente. En el Shan, la riqueza material era secundaria. La razón de que los americanos y los rusos hubiesen tenido que quedarse fuera del Shan era que no sabían tratar a la gente. Los agentes de la CÍA y de la KGB, respectivamente, habían tratado de infiltrarse en el Shan empleando básicamente la misma metodología: ofreciendo dinero a cuantos encontraban.

El Shan se reía de los occidentales; sus señores de la guerra se burlaban de ellos y los despedían. El poder era distribución. Control de los agricultores que cultivaban las fábricas donde se refinaba el opio y escoltaban las recuas de muías en las escarpadas vertientes del Shan hasta los lugares donde esperaban los codiciosos vendedores al mayor.

Y si Chen Ju había aprendido algo durante su largo exilio de Hong Kong, era esto: el verdadero poder residía en el dominio del hombre sobre su prójimo. Los que sólo confiaban en la riqueza eran víctimas de una ilusión.

Huaishan Han, privado desde hacía tanto tiempo de verdadero poder, había llenado su villa de una riqueza arqueológica de siglos. Pero ¿qué importancia tenía esto? Cuando muriese, esta riqueza sería redistribuida, dividida, dispersada como granos de arena. ¿Qué quedaría? Nada. Nada en absoluto que marcase su paso por el mundo.

En cambio, Chen Ju sabía que la empresa en que se había embarcado cambiaría seguramente el mundo para siempre. Como el faraón Keops, estaba construyendo un movimiento eterno que marcaría su breve tiempo sobre la tierra.

Dejo la codicia para los espíritus inferiores, se dijo. Y reconoció codicia en la cara de Han, que contemplaba el semblante adormecido de aquella joven que era tan importante para él. Ansia lo que nunca podrá tener, pensó Chen Ju, y esto es una definición muy acertada de la codicia; ansia tener un hijo. Y es de esta carencia que nace su odio ardiente contra Zilin. Y tal vez es también la raíz de su obsesión por esa pobre muchacha. Si la adora tanto, ¿cómo no puede comprender lo mucho que la tortura?

HKf, Mirando a Huaishan Han, Chen Ju se impresionó al ver los daños que puede causar el tiempo a la mente y al cuerpo de los mortales. Razón de más se dijo para seguir adelante con lo que tenía que hacer. El mundo estaba a punto de entrar en una nueva era.

Daniella Vorkuta recibía los informes de Mitre (nombre en clave de Sir John Bluestone para la KGB) los jueves por la mañana. Llegaban cifrados y por correo especial y Daniella solía reservar una hora antes del almuerzo para estudiar los progresos que estaba haciendo su agente más activo para infiltrarse dentro de Kam Sang.

Sin embargo este jueves particular fue una pesadilla. La despertó el oficial de guardia. El servicio secreto del Ejército requería un enlace con la gente que tenía ella en Afganistán. La crisis estaba siendo estudiada mientras ella se vestía. En su despacho se encontró con que las ruedas se habían atascado en no menos de cuatro operaciones separadas dos de las cuales estaban en sus fases finales y exigían por consiguiente toda su atención para guiar a los respectivos oficiales encargados por las vueltas y revueltas de los casos con el fin de mantener vivos y coleando a sus agentes en el campo.

El almuerzo no le trajo ningún respiro ya que la frenética mañana había hecho que tuviesen que aplazarse las reuniones administrativas hasta que pasaran las fases críticas de las misiones. Una docena de jefes de departamento estaba esperando su aparición de modo que toda una serie de encuentros de la mañana tuvieron que concentrarse en la hora del almuerzo.

Y la tarde fue todavía peor. Le comunicaron que, a pesar de todos sus esfuerzos, uno de sus agentes en el campo había sido superado por el adversario. Peor aún: había sido capturado vivo. Se requirió a Daniella para que iniciase delicadas y humillantes negociaciones para intentar su repatriación.

Aquella noche, Daniella y Carelin no fueron a casa de ella. En vez de esto, él la llevó a un pequeño apartamento en el piso más alto de un edificio de ladrillos rojos de la calle Solyanka, cerca de Prokovsky, uno de los Bulevares Verdes, llamado así por el césped y las zonas verdes que son parte de su ornato. Desde una de sus pequeñas ventanas, se podía ver el puente Ustinsky y las luces que se reflejaban sobre la oscura superficie del Moscova. La vista, dijo Carelin a Daniella, había sido mejor antes de que llegasen los tractores y las máquinas excavadoras para convertir, de acuerdo con el plan municipal, aquel cid-de-sac en la Internatsionalskaya y la Ulyanovskaya que habían de enlazar el bulevar con la orilla sur del río.

Estaba aquí a causa de Carelin. O mejor dicho, porque él no podía soportar la vigilancia que ejercía Maluta sobre Daniella. Éste era un lugar que nadie conocía. «Estoy harto de hacerte el amor —le había dicho— mientras un soldado de Maluta vigila desde la sombra.» Demasiado agotada, física y emocionalmente, para comer, Daniella se había quitado la ropa y tomado una ducha durante tanto rato que Carelin tuvo que llamar varias veces a la puerta para preguntarle si pensaba salir.

Ella salió al fin, sin sonreír, envuelta en una gruesa toalla de fabricación americana. Sus ojos grises se encontraron con los de Carelin, y éste se inclinó para besarla cariñosamente en la mejilla. Después entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Al cabo de un momento, ella oyó el ruido de la ducha.

Danieüa, desde la cama, escuchó el tamborileo de la lluvia y observó los espeluznantes destellos azul eléctrico de los relámpagos, perforando las persianas como cuchillos. Cerró los ojos y recordó que aún no había leído el informe de Mitre. Estaba tan cansada que, por un instante, pensó en dejar su lectura para la mañana. Pero, eir definitiva, su deseo de enterarse de los progresos en Kam Sang pudo más que su letargo. Dio media vuelta y buscó en su bolso. No había ningún peligro en leer aquí el mensaje. La clave era indescifrable, salvo para Mitre y para ella misma.

Se recostó en las almohadas, abrió el sobre y empezó a leer despacio.

Al cabo de un momento, dejó las finas hojas de papel y miró fijamente la puerta del cuarto de baño como si hubiese adquirido una visión de rayos X. Se sentó del todo en la cama y leyó nuevamente todo el informe. No podía ser más revelador. Contenía la información que había dado Neón Chow a Bluestone con referencia al agente Apolo de la Cantera. La última línea daba la identidad de Apolo: Mikhail Carelin.

Cuando Daniella leyó su nombre escrito en clave, le dio una vuelta en el estómago y boqueó, dominada un instante por las náuseas. Echó la cabeza atrás sobre las almohadas y no hizo más que respirar profundamente durante un largo rato.

Mikhail Carelin era un agente que trabajaba para una potencia extranjera, ¡para su enemigo más poderoso!

Ahora que sabía esto, debía empezar a buscar la manera de descubrir cuáles eran sus atribuciones. Después trataría de hacer que cambiase de bando. O, alternativamente, lo entregaría a la justicia. A fin de cuentas, era un traidor.

Pero no estaba pensando en ninguna de estas cosas. Con una especie de sobresalto, se dio cuenta de que esto no le importaba. Traidor o patriota, le era absolutamente igual. Carelin seguía siendo el hombre a quien amaba. Y sabía que no iba a hacer nada que pusiese en peligro su relación con él.

Daniella Vorkuta, criada y adiestrada entre la élite del mundo subterráneo soviético del sluzhba, era ahora un ser humano. El rango de general significaba tan poco para ella como su elevación a la jefatura del Primer Directorio o incluso al Politburó. Su carrera, su vida dentro del sluzhba, no significaban nada. Lo que importaba era esto. ¿Cómo era posible?, se preguntó. Llevó las puntas de los dedos a su bajo vientre y más allá, empujándolos a través del vello entre sus muslos. Palpó el calor entre sus piernas hasta que estuvo segura de que no se había equivocado. La mucosidad estaba allí; esto significaba que había llegado el momento del mes en que el óvulo estaba dispuesto y esperando. Cuando retiró las manos, estaban temblando. ¿Se había vuelto loca? Era la única explicación racional. Pero sabía que no había nada racional en su decisión. Ésta era puramente emocional. Aquí estaba la verdadera diferencia entre una mujer y un hombre.

Al cabo de un rato, Carelin entró en el dormitorio. Vio que ella no estaba leyendo, tal vez se había dormido, y que había apagado las luces. Cuando se tendió junto a ella, Daniella se estiró, como en sueños, y volvió su largo cuerpo desnudo contra el de él. Empezó a acariciarle con los dedos.

Al cabo de un largo tiempo, él murmuró: —¿Danushka? ¿Estás despierta?

Ella frotó los senos contra él, arrastrando los pezones sobre su carne. Cuando llegaron al vientre, estaban duros. Entonces abrió los labios y le encerró en su exquisito ca lor. La lengua resiguió la verga hasta la dilatada punta. Cuando él se estremeció, sustituyó la boca por el monte.

La estrujó hasta que él empezó a gemir, y la guió con sus propias manos. La penetró con fuerza y arqueó el cuerpo y, cuando sintió que su cálido semen fluía dentro de ella, la oyó gritar:

—¡Mikhail, Mikhail, Mikhail!

Y sintió que su cara estaba mojada de lágrimas.

Bliss sintió cómo penetraban las balas, una, dos, tres, cuatro, cinco, como fragmentos de plata, como los dientes de una cibeta hambrienta en la jungla esmeralda. Blanco sobre negro, sus breves y sibilantes viajes eran radiados a ella a través de dahei, la gran oscuridad.

Al penetrar las balas en el hombre sentado a su izquierda, una corriente de empatia hizo que Bliss gritase con la misma angustia que experimentaba él. Ostrones Pok saltaba hacia atrás a cada impacto, como si fuese una marioneta cuyos cordeles fuesen manejados por un loco o un borracho.

Pero, incluso antes de esto, Bliss había volcado la mesa, arrojando al suelo los platos, los vasos y los restos de la comida. Ahora, siete centímetros de sólida madera y abrazaderas de hierro estaban entre ella y la sexta bala, que dio en el centro de la mesa en vez de en su corazón.

Desde el lugar donde se hallaba, podía ver la mitad inferior del cuerpo despatarrado de Ostrones Pok, enredadas las piernas en la silla volcada. Se estaba formando un charco oscuro de sangre en el suelo.

El asesino había dado media vuelta y se alejaba corriendo, empujando a los camareros chinos y a los clientes gwai loh que gritaban acobardados. Resbalando sobre el sucio suelo, Bliss se acercó de rodillas al lugar donde yacía Ostrones Pok.

Cinco disparos a quemarropa y dahei le decían que una vida había terminado. Pero, a pesar de esto, apoyó las puntas de los dedos en el lado del cuello del hombre, porque necesitaba una prueba física de aquello. Ninguna pulsación. Se inclinó y acercó los labios a los de él. Ningún aliento.

Había estado cerca muy cerca de conseguir lo que quería. Cerró los ojos y suspiró. Ahora no tenía nada en que fundarse. Su búsqueda de los asesinos del Jian había tropezado con una pared de piedra.

Lo único que Huaishan Han pudo ver cuando la miró a la cara fue el pozo. Miró fijamente el rostro de Qi-lin y vio locura en él. El pozo era locura.

Ecos. Ecos húmedos, limo, moho, herrumbre y fango. El deslizamiento de sustancias viscosas sobre su carne de gallina. La exquisita angustia del tormento, de los ateridos dedos soportando todo el peso del cuerpo durante..., ¿cuánto tiempo? ¡Por Buda, cuánto tiempo! Una eternidad. Ni un momento menos.

Ahora, al mirar a Qi-lin y ver la locura, ya no supo si era la de ella o la suya propia. Dio gracias a Buda por su buena fortuna. ¡Su joss debía de ser ciertamente muy poderoso!

El coronel Hu había hecho un buen trabajo al esculpir la mente de ella. Chen Ju había aconsejado a Huaishan Han y éste había pasado la información a Hu. El mejor lugar para que pudiera salir del país una fugitiva del Gobierno chino era esta parte de la frontera chino-birmana.

Los Estados Shan era un lugar salvaje y, en el mejor de los casos, hostil. Las tribus étnicas de la región (Shan, Wa, Lahu, Akha, Lu, Lisu) habían emigrado aquí durante el siglo XV. Fieramente independientes, habían resistido todos los esfuerzos de diversos regímenes birmanos para incorporarlas a una nación unificada.

Actualmente, muchos de los señores de la guerra que acaudillan ejércitos tribales y feudos de esplendor medieval son descendientes, o dicen serlo, de los sawbwas originales, los príncipes hereditarios Shan. Otros señores de la guerra son oficiales renegados del Ejército chino, atraídos al Shan por la promesa de un poder y una riqueza inconcebibles.

Y de todos los señores de la guerra en los Estados Shan, el general Kuo era el más poderoso.

Era el que tenía más hombres bajo su mando, lo bastante bien armados para disuadir a los chinos de invadir su territorio. Y si era así, ¿cómo podía escapar ella a la detención por una de las patrullas de frontera?

Su belleza se había clavado como una flecha en el corazón de Huaishan Han. Ahora que había vuelto, se daba cuenta de lo mucho que la había echado en falta. Era nieta de su enemigo. Shi Zilin seguía viviendo en ella, lo mismo que era Jake Maroc. Había cierta ironía exquisita en el hecho de emplear a la hija de Shi Jake para asesinarle. Esta idea provocó en Huaishan Han una risa gutural.

Al general Kuo no le gustó la risa de Han. Era maligna y peculiarmente obscena, como la de un viejo que atisba por debajo de la falda de una niña para ver algo puro y sonrosado.

Pero el general Kuo no decía nada de esto. Cobraba el equivalente del precio del rescate de un rey para supervisar la recolección y la refinación de las lágrimas de adormidera, no para dar su opinión sobre las personalidades interesadas. Lo más importante para él era el opio Número Cuatro. Su segunda prioridad era mantener a raya a la CÍA americana, a la KGB rusa y a los Ejércitos chino y birmano. Aparte de esto, a nadie le importaba un bledo lo que hiciese o dejase de hacer. Había admirado a Huaishan Han más que a nadie en el mundo.

El general Kuo sabía que podía llamar en cualquier momento a veinte hombres y ordenarles que disparasen, sin que Huaishan Han tuviese tiempo de volver la cabeza en dirección a los disparos. La alta meseta Shan era territorio del general Kuo, pura y simplemente. Y Huaishan Han lo sabía.

Pero era el general Kuo quien habla salvado a Huaishan Han de las terribles profundidades del apestoso pozo del Parque de las Colinas Fragantes, tantos años atrás. Entonces Kuo no era general. Pero su rápida y aguda mente le había apartado ya de sus contemporáneos, que parecían contentarse con enterrar la cabeza en la arena que soplaba desde el Gobi.

Al general Kuo no le gustaba recibir órdenes. Era militar porque, para él, el Ejército era sinónimo de poder. Ansiaba el poder tanto como ansia la mayoría de la gente la comida y el sueño. Kuo no recordaba haber dormido nunca más de tres horas por la noche; no lo había necesitado. Lo que necesitaba era poder.

No era político. Tenía una mente increíblemente ordenada. Disciplina. Había nacido con una mente disciplinada. Estaba hecho para el Ejército, salvo porque odiaba recibir órdenes de superiores que solamente lo eran en graduación.

El general Kuo había descubierto el wei qi, el juego de estrategia maestra, a una edad muy temprana. Había aprendido a jugar observando a un viejo que aceptaba todos los desafíos que le hacían diariamente en el parque. Kuo hacía ahora casi sesenta años que jugaba al wei qi y, en todo este tiempo, no había encontrado nunca un jugador mejor que aquel viejo del parque.

Fue el wei qi, o más exactamente la estrategia aprendida en el juego, lo que permitió a Kuo ver la oportunidad de su vida al descubrir el pozo y su contenido.

En aquel tiempo, Shi Zilin había revelado a Mao lo que había descubierto acerca del empleo personal de fondos procedentes del inicuo contrabando de opio, inmediatamente se inició una investigación a gran escala, en el curso de la cual fueron exonerados Lo Jui-ch'ing y K'ang Shen. En cambio, se descubrió que Huaishan Han, presuntamente muerto, había concebido y dirigido el plan.

Desde luego, Kuo se había enterado de todo esto cuando estaba en Xiang shan. Había pasado una semana desde el incidente del parque y, como el tiempo era bueno y agradable, Kuo había llevado a su joven amiga a dar un paseo por el parque después de la cena. En realidad, había elegido este parque e incluso este lugar, Shuang jing, la Villa de los Dos Pozos, premeditamente. Había intervenido en parte de la investigación y, por consiguiente, poseía mucha información que no llegaba al público en general. Había pretendido describir detalladamente los sucesos de la semana anterior y su participación en la subsiguiente investigación, con el fin de impresionar a la damita.

Pero nunca tuvo ocasión de hacerlo. Ella empezó a gritar antes de que él comenzase su cuidadosamente preparado relato. Kuo se volvió. La luz de la luna arrancaba reflejos metálicos de los dos pozos. Su amiga señaló, tapándose la boca con la otra mano, y Kuo fue a investigar.

Lo que al principio había tomado por fragmentos de la destrozada tapa de hierro del pozo era, visto más de cerca, unos dedos como garras, cuya carne estaba blanca a causa de la tensión y de una especie de media parálisis.

Al asomarse sobre el ancho pretil, Kuo pudo distinguir un par de ojos, brillando como los de un animal nocturno y mirándole desde las fétidas tinieblas.

Era Huaishan Han, maltrecho, magullado e hinchado hasta el punto de que era casi imposible reconocerle. Su espalda estaba fracturada o, al menos, tenía rotas algunas vértebras. Cuando Kuo lo sacó del pozo en el que había estado agarrado durante toda una semana, parecía un jorobado. Kuo no comprendía cómo había podido un ser humano sobrevivir allí abajo tanto tiempo, ingiriendo únicamente agua de lluvia. Debido a esto, sintió por Huai-shan Han una especie de admiración pavorosa, como si fuese un ser sobrehumano. Huaishan Han tuvo la suerte de ser rescatado por Kuo. Pero también fue una gran suerte para éste.

Virtualmente, cualquier otro familiar habría informado a su superior, y Huaishan Han habría sido llevado al Hospital Militar, donde, después de haberse recobrado, habría sido ciertamente terrible.

Pero Kuo vio en esta situación la posibilidad de escapar del Ejército. Reconoció en el plan de Huaishan Han un poder y una riqueza capaces de colmar los más fantásticos sueños de toda su vida. Por consiguiente, la preservación de aquel hombre se convirtió en lo más importante para él. Kuo comprendió que no solamente tenía que mantener a Huaishan Han a salvo, sino también impedir que fuese descubierto por el Gobierno.

Con la ayuda de su amiga, llevó al herido a un coche militar. Sabía que tenía que llevar consigo a la chica, para que su seguridad fuese absoluta. A Kuo no le parecía mal esto, pero no estaba tan seguro de la muchacha y, en consecuencia, le mintió. En esto era maestro. En el wei qi, parte de la estrategia consistía en incursiones simuladas en territorio enemigo, con el fin de ocultar la verdadera estrategia hasta que aquél no tuviese tiempo de contraatacar.

Kuo condujo durante toda la noche. Necesitaba alejarse lo más posible de Pekín antes de las primeras luces del día. En el Sur había personas en las que podía confiar, y otras, estaba seguro de ello, que ayudarían a Huaishan Han a cambio de entrar a formar parte de la red del opio. Los resultados confirmaron el acierto de Kuo. El hombre lesionado fue admitido en un hospital bajo otro nombre. Era uno de los muchos heridos de guerra que llegaban en tropel desde el frente coreano. Era fácil cambiar de identidad, y nadie, en el lejano Sur, reconocería la cara de Huaishan Han.

Ahora, el general Kuo, de pie en la escalera de la entrada de su cabana, en la alta meseta Shan, contempló el triplemente endoselado bosque. Las montañas purpúreas y blancas del norte de Birmania se alzaban hacia el cielo nocturno a todo su alrededor. Las consideraba como parte de su Ejército, como grandes centinelas naturales que había aprendido a utilizar.

Esto era el principio, pensó. El deseo de un hombre joven de impresionar a su mujer; una salvaje carrera hacia el Sur entre una nube de polvo. Un sueño que él había convertido en realidad. Pues éste había sido su objetivo. Reinaba definitivamente sobre miles de personas; tenía los bolsillos llenos de rubíes, de zafiros grandes como los nudillos de sus dedos. Si se le antojaba, podía comprar el negocio de cualquier tai pan de Hong Kong. Sin embargo, sabía que nunca lo haría. Éste era su país. Aquí era emperador. Mas aún, era dios.

El Shan.

Solamente la montaña sabe... Las últimas palabras de Hige Moro resonaban en la mente de Jake durante todo el camino de vuelta a Hong Kong. ¿Qué montaña? Seguramente, el oyabun yakuza no podía saber nada de la montaña personal en la que trabajaba Jake. La montaña de Shi Zilin, del padre de Jake; la montaña del Jian, del Zhuan.

¿Qué montaña podía ligar a un ministro comunista chino y a un gran señor de los bajos fondos japoneses?

Mikio Komoto no lo sabía, ni tampoco lo sabía Jake. Mikio se había quedado pasmado ante las revelaciones de Hige Moro y, según había dicho, se habría sentido inclinado a rechazarlas de plano si Moro no se hubiese hallado a punto de morir. En su fuero interno, podía creer que Hige Moro se había burlado de ellos. Pero Jake no estaba tan seguro.

En primer lugar, la historia era demasiado improbable para ser una última broma macabra. En segundo lugar, Jake había estado mirando a los ojos al oyabun cuando había dicho aquello. Habría apostado cualquier cosa a que había visto en ellos la verdad.

El «Jumbo 747» aterrizó en Kai Tak sin que él hubiese hecho ningún progreso en la solución del problema. Había esperado poder dormir un poco durante el vuelo, pero había sido incapaz de apartar de su mente sus frenéticos pensamientos.

En consecuencia, volvió a casa cansado, doliéndole virtualmente todo el cuerpo. Cuando salió de la terminal, el día era oscuro y tormentoso. Las nubes pupúreas dominaban en un cieJo cargado de electricidad. Victoria Peak estaba envuelto en oscuridad y, de vez en cuando, un pálido relámpago se alargaba como la lengua de una víbora.

Su apartamento en los Cloud Levéis del Peach estaba tan oscuro como la noche. Sin Bliss, parecía desolado y frío. Dejó caer sus maletas y fue directamente al cuarto de baño. Cuarenta y cinco minutos más tarde, con una diminuta taza de soke en la mano, se sintió medio humano por primera vez en muchos días.

Mirando por la ventana las hinchadas y electrizadas nubes, levantó el teléfono y marcó el número de su tío. La precipitación que resbaló por los cristales sólo se asemejó fugazmente a la lluvia. El cielo parecía llorar lágrimas amargas.

Saludó a una voz joven, la de uno de sus sobrinos y al cabo de un momento Tres Votos se puso al aparato.

—Ya he regresado, tío —dijo—. Sé quién mató a mi padre.

—¿Sabes por qué?

—Sólo en parte. La respuesta completa no estaba en el Japón.

—¿Estás bien, sobrino?

—Depende de lo que entiendas por esto —dijo Jake—. Bastante bien. ¿Cómo está Bliss?

Hubo una ligera pausa.

—Ha salido del hospital, sobrino. Pero creo que harías bien en venir inmediatamente al junco.

Jake sintió que renacía su tensión, un nudo de inquietud en su estómago.

—¿Está bien, tío?

—Alguien trató de matarla.

—¿Quién?

—Alguien a quien conoces muy bien —dijo Tres Votos—. Gran Charco de Orines.

—¿McKenna? ¿lan McKenna? ¿Por qué?

Jake sabía que estaba gritando, pero no le importaba.

—Mi hija insistió en seguir la pista del ópalo, sobrino. Esta pista la condujo a Ostrones Pok. Estaba cenando con él cuando Gran Charco de Orines mató al hombre. Y a punto estuvo de matar a Bliss.

—¿Está herida?

—Físicamente, no —dijo Tres Votos—. Te pido de nuevo, sobrino, que vengas al punto. Hay muchas más cosas ¿LOA que... ¿Sobrino? ¿Sobrino? ¿Jake, estás ahí? Pero Jake ya no estaba.

A las siete y media de la tarde, Rodge Donovan recibió la llamada por el poderoso aparato de onda corta que había montado e instalado él mismo en un rincón del ático reformado de Greystoke. Acababa de regresar de un largo y estimulante paseo en su «Corvette 63». Donovan adoraba aquel coche, lo mimaba, como había querido mimar a Les-lie, como ansiaba mimar a Daniella Vorkuta.

Conocía centímetro a centímetro el engrasado interior del «Vette», que era más de lo que podía decir de cualquiera de las mujeres que había conocido. Donovan, que era un genio en lo tocante a las máquinas y a los hombres, no podía sondear jamás el arcano funcionamiento del alma femenina.

Era éste un defecto que, si hubiese pensado en ello, habría sabido que Daniella había descubierto y aprovechado con enorme eficacia desde hacía años. Durante los meses que habían estado los dos en París, ella había podido reclutarle, tanto porque él creía que la comprendía y no era así, como porque ella había descubierto en él una profunda y permanente antipatía por el sistema elitista de clases en el que había nacido.

—Tres-cuatro-siete-ocho —dijo, en la frecuencia convenida.

—Estoy aquí.

—Daniella —dijo él—. ¿Estás todavía metida en la nieve hasta la cadera?

Pero cesó en su tono chancero cuando ella dijo:

—¿Qué sabes de Apolo?

—¿De Apolo? —Su mente era como un ordenador y revisó inmediatamente el nombre—. Nada.

—¿Estás seguro?

—Absolutamente. ¿Quieres darme una pista?

-¿Qué?

—Me rindo. ¿Quién o qué es Apolo?

—Un topo —dijo ella— dentro del Kremlin. Un agente de la Cantera.

—¡Imposible! Yo...

—Fue una creación genial de Henry Wunderman.

—¡Oh, Dios mío! —Miró por la ventana. Las onduladas colinas parecían negras contra el sol poniente—. ¿Sabes quién es?

—Mikhail Carelin.

Él pestañeó.

—¿El consejero de Genachev?

—Exacto. —Se produjo una pausa anormal—. Escucha. Apolo era un agente de Henry Wunderman. Esto quiere decir que sabe que Wunderman no era Quimera.

—¡Jesús! —Donovan rechinó los dientes. Dejando a un lado su angustia, empezó a pensar furiosamente—. ¿Sabes quién es el nuevo control de Apolo?

—Sí —dijo Daniella—. Jake Maroc.

—¡Otra vez Maroc! —La adrenalina fluyó por las venas de Donovan. Las verdes colinas de Virginia tenían ahora fuego en sus cumbres—. Por alguna razón, sabía que volvería a tener noticias de él. Traté de reclutarle después de que hubo matado a Wunderman. Pensé que, psicológicamente, era el momento más adecuado para intentarlo. No quería tener nada que ver con la Cantera.

—Pero ahora querrá —dijo Daniella—. En cuanto Apolo le diga que estaba equivocado en la identidad de Quimera. ¿Y qué crees que te hará Maroc cuando descubra que la información errónea que le dimos fue la causa de que matase a Henry Wunderman? Wunderman había sido el mentor de Maroc; Maroc le quería como a un padre.

—¡Jesús! No me hace falta que me lo digas. —Donovan había puesto los ojos en blanco, pensando en el problema. Consideró varias alternativas y las desechó una a una—. Creo que no tenemos opción —dijo cuidadosamente—. Tendremos que encargarnos de Mr. Maroc de una vez para siempre.

—Francamente —dijo Daniella—, creo que no tienes ningún agente capacitado para realizar este trabajo, y no es una tarea que pueda intentarse dos veces.

Donovan pensó en la larga tarde que había pasado conduciendo el «Corvette» a toda mecha por el mero placer de la velocidad.

—No te preocupes por esto. —Su mente apreciaba que la pusiesen al borde del peligro—. Aunque lo tuviese, no confiaría esto a nadie. Provocaría demasiadas preguntas incómodas.

A su mente le gustaba ser engatusada de vez en cuando; esto hacía que su cerebro se sobresaltase y reemprendiese la marcha a toda velocidad.

—¿Sabes dónde está Maroc en este momento?

—En este momento, en Hong Kong —dijo Daniella—. La gente de Mitre sigue de cerca todos sus movimientos.

—Bien —dijo Donovan—. Tenme al corriente. —Recordó aquella cerrada curva en S y cómo la había tomado a más de ciento treinta kilómetros por hora. Y delante de él, el monte, surgiendo como una mole de color esmeralda—. Me encargaré personalmente de Jake Maroc.

McKenna vivía en una casa destartalada y de paredes desconchadas de Dragon's Back, en el sector sudeste de la isla, limitado al Norte por Mount Collinson y al Sur por la península de D'aguilar Peak. Era, en su mayor parte, un lugar muy desolado, muy diferente del resto de Hong Kong. Tenía, por ejemplo, algo de la topografía australiana. Lo cual era la razón, presumía Jake, de que McKenna lo hubiese elegido.

Jake detuvo el «Jaguar» en el arcén rocoso y polvoriento y paró el motor. Estaba todavía a mil metros de la casa. Había viajado los últimos kilómetros con las luces apagadas. La carretera tenía demasiadas curvas en zigzag que, de noche, harían que sus faros se viesen desde muy lejos. No había tenido que adelantar a otros vehículos y no quería poner sobre alerta a Gran Charco de Orines.

Se apeó del coche, dejando la portezuela abierta. El sonido, lo mismo que la luz, viajaba aquí hasta muy lejos. Las luces de Peak, detrás de él, y las de Aberdeen a su derecha, estaban amortiguadas por la lluvia. Todo el mundo se alegraba en Hong Kong cuando llovía. Hasta que no entrase en funcionamiento la planta de desalación de Kam Sang, la Colonia seguía sufriendo por la crónica escasez de agua.

McKenna desorbitó los ojos cuando entró Jake por la puerta. Estaba sentado en un rincón, con la espalda apoyada en la pared desnuda. Todas las fotografías y pinturas habían sido arrancadas y yacían ahora en el suelo, como banderas hechas jirones después de una batalla, entre un revoltijo de cristales rotos y marcos destrozados. Trozos de espejo relucían ante los pies descalzos de Mac-Kenna. No había ninguna luz encendida y estaban cerrados los postigos y corridas las cortinas de las ventanas.

McKenna las miraba fijamente, como si fuesen las almenas de Armagedón.

—Hola, McKenna.

—Maroc, ¿qué diablos viene a hacer aquí?

—He venido a pagar una deuda —dijo Jake, mostrando los dientes como un lobo hambriento.

-¿En?

Jake miró a su alrededor.

—¿Tiene algún chiquillo por aquí, McKenna?

El hombrón se sobresaltó.

—¿Qué sabe usted de él?

—¿De quién? —dijo Maroc, viendo que McKenna abría unos ojos como platos.

—Supongo que no lo sabe. Supongo que nadie lo sabe. —Había gotas de sudor temblando en el rostro de McKenna—. Pero es demasiado tarde para esto, ¿no? Ellos lo saben, ¿verdad? Ellos lo saben.

Jake pensó que la cosa se estaba poniendo interesante.

—¿Quién lo sabe?

—No juegue conmigo, Maroc. Usted sabe quién. Usted lo sabe. Ellos lo saben. —Sacudió la cabeza y el sudor saltó como gotas de lluvia—. Yo lo sé porque puedo oír la cantilena.

—La cantilena —dijo Jake, acercándose más—. Claro, McKenna, yo también la oigo.

El hombrón asintió con la cabeza.

—Los aborígenes creen que pueden destrozarme manteniéndome despierto por la noche. —Lanzó una risita cascada—. Me menosprecian de nuevo.

—Claro que sí, McKenna —dijo Jake, y fue al grano—: ¿Qué me dice de Ostrones Pok? ¿Por qué le mató?

—¿Matarle? ¿Lo hice? Bueno, si es así, es que lo tenía merecido.

Jake pudo ver ahora que estaba desnudo. Se envolvía parcialmente en una manta, pero la gruesa y pálida carne aparecía aquí y allá. Mientras Jake le observaba, McKenna sacó una mano de debajo de la manta. Empuñaba una «Magnum 357».

—Le liquidé con esto, Jake. Pero lo tenía merecido.

—Sí, ¿eh? —Ahora debía tener cuidado, mucho cuidado—. ¿Se acostaba con usted, McKena?

—¡Qué va! —De nuevo aquella risa cascada, justo al borde del histerismo—. Nadie se acuesta conmigo, Jake, lo sabe muy bien. Pero aquél era un cerdo, ¿sabe?, ¡un gran cerdo! Y los cerdos me persiguen desde entonces, ya lo sabe.

Jake no tenía la menor idea de lo que quería decir, pero asintió con la cabeza. La cuestión era que siguiese hablando. Evidentemente, estaba loco como una cabra, pero Jake sospechaba que, en algún lugar de su confusa mente se ocultaba una razón lógica para haber matado a Ostrones Pok—. Usted mató a Pok porque era chino, ¿no es cierto?

La cuestión era ponerse a tono con el nivel de chala-dura de McKenna.

—¡Lo ha entendido! —McKenna hizo una mueca salvaje—. Siempre le había tenido por un tipo listo, Jake. —Estaba moviendo la pistola de un lado a otro—. Me alegro de haber acertado en lo tocante a usted. —Su expresión cambió de pronto con asombrosa rapidez. La pistola apuntó a la cintura de Jake—. Pero no se acerque demasiado, amigo. Nunca se sabe lo que puede pasar.

Jake se quedó inmóvil.

—¿Nunca se sabe qué, McKenna?

El hombrón le miró fijamente, como si hubiese perdido la cabeza. Apuntó la pistola a una ventana.

—Lo que harán los aborígenes, desde luego. —Sus ojillos eran ahora astutos—. Podían haber ido a su encuentro, ¿sabe? Tienen maneras de hacerlo.

—Cierto que las tienen —dijo Jake, esforzándose por mantener su voz tranquila. Ansiaba saltar los pocos metros que les separaban y arrancarle la verdad—. Pero no se han puesto en contacto conmigo. Todavía.

El miedo se reflejó en los ojos de McKenna.

—¿Todavía? ¿Qué quiere decir?

—Bueno —dijo Jake, encogiéndose de hombros—, he oído la cantilena, desde luego.

—Nunca cesa. Nunca —dijo McKenna—. Yo me acostumbré, ¿sabe? Pero ahora son demasiados. Aborígenes. Pueden estar canturreando eternamente. Eternamente.

¿Qué pecado había cometido McKenna en Australia para llevarle tan lejos en su locura?, se preguntó Jake.

—¿Es por esto que quiso matar también a la muchacha?

—¿La muchacha? —La cara de McKenna se llenó de asombro—. ¿Qué muchacha?

—La que estaba con Ostrones Pok cuando usted le disparó.

El hombrón tenía ahora la mirada ausente.

—¿Había algunien con él? No me acuerdo.

—Tiene que recordar a la chica, McKenna —dijo Jake, y le describió a Bliss.

—¿La maté también?

—Creo que no; no.

—Pok va siempre con alguna —dijo tristemente McKenna—. Sus ostras no son ahora tan grandes, ¿eh? ¡Por mil diablos! Le gustaba levantar la voz, como si no fuese un cerdo. No sabía estar en su sitio; siempre con mujeres guapas y dándose la gran vida. Pero ahora ya no se la da. ¡Vaya que no!

Por consiguiente, no había sido sólo porque Pok era chino, pensó Jake. Había alguna relación personal.

—Pero usted le ajustó las cuentas —dijo—. Fue el último en reír.

—¡Reír! —dijo McKenna. Su voz era extraña, asustadiza, como agitada por las emociones—. Él se reía de mí. Me miraba de arriba abajo. Pero me dio la información, ¿verdad?

—Claro que sí —dijo Jake, sabiendo que se acercaba a lo que pretendía—. ¿Qué información?

—Oh, ya lo sabe —dijo McKenna—, la confirmación del rumor de que había jaleo, jaleo gordo, ¿eh, Jake?, en «Sou-thasia Bancor».

—¿Dónde se enteró de esto, McKenna? Era secretísimo. Nadie debía saberlo, salvo los directores de «Inter-Asia».

—¿No lo sé yo? —dijo McKenna satisfecho—. Yo...

Pero entonces se abrió la puerta de la entrada y Mac-Kenna volvió rápidamente la cabeza, pasando de nuevo con espantosa rapidez a su estado histérico. El cañón de la «Magnum» trazó un arco, y él gritó:

—¡Ya vienen! ¡Ya vienen!

Jake vio a Bliss, brillantemente iluminada por los faros de su coche, cruzando la puerta medio abierta, y saltó sobre McKenna. El primer disparo dio en el techo al desviar Jake el brazo extendido del otro.

McKenna gruñó y dio media vuelta, liberando una mano. Levantó un puño enorme y lo descargó sobre la nuca de Jake. El golpe hizo que a Jake le diese vueltas la cabeza, pero no tuvo tiempo de pararlo, como tampoco los sucesivos que fueron a dar en el mismo sitio. Su principal preocupación era la «Magnum». Dado su calibre, habría bastado un disparo para dejarle seco para siempre.

Pero McKenna no cedía. Tenía la fuerza de la locura y era imposible arrancarle el arma. Entonces Jake comprendió la razón. La había estado empuñando incluso antes de que llegase él. La consideraba como algo mágico, su única protección contra los aborígenes.

Jake empleó un pie, apretando hacia abajo la muñeca de McKenna para mantener a raya la «Magnum». Al mismo tiempo, se valió de un golpe al hígado, un golpe seco, un atemi. El nombren gruñó y levantó con fuerza una rodilla. Ésta chocó con la nuca de Jake, haciéndole ver las estrellas. Se tambaleó, y McKenna, con fuerza sobrehumana, desprendió la muñeca. Apuntó la «Magnum» a la cara de Jake.

—Adiós, pequeño —dijo con voz estropajosa.

Y Bliss le lanzó una patada en la sien.

El hombre empezó a boquear, y Jake, recobrándose, empleó el codo en una serie de atemi que habrían puesto fuera de combate a cualquier hombre normal. Pero no a McKenna, que atacó blandiendo la pistola y el puño que tenía libre, de manera que Jake no tuvo alternativa. La «Magnum» estaba muy cerca y era imposible controlarla. Empleó el juthara, el golpe mortal, descargando el canto de la mano contra la quinta y sexta costillas, en un ángulo tal que los huesos fracturados se clavaron en el corazón.

McKenna gritó, desorbitó los ojos y arqueó el cuerpo como un pez atravesado por un arpón. Aunque ya estaba muerto, se estremeció con un movimiento reflejo.

Jake, todavía aturdido, se puso en pie, tomó a Bliss de la mano y salió al patio. Allá abajo, a lo lejos, las olas rompían bramando contra las negras rocas; las últimas gotas de lluvia repicaban suavemente sobre ellas, y el viento de la noche trataba de secarlas.

Jake quería recobrar el aliento, pero no podía y se quedó inmóvil, doblado por la cintura, mientras Bliss le sostenía la cabeza llena de ruidos. Al cabo de un largo rato, oyó que ella murmuraba:

—Jake, Jake, Jake.

—Has cometido una estupidez al venir aquí —dijo él—. Una verdadera estupidez.

—Lo mismo podría decir yo de ti —dijo ella, a su lado—. Supliqué a mi padre que no te dijese nada hasta que llegases al junco. Sabía que harías algo así. ¡Oh, Buda! ¡Tenía tanto miedo por ti! —gritó esto en la noche y, después, se derrumbó sobre él y sollozó—. ¿Dónde estabas? —mur muró—. ¿Por qué no me llamaste? ¡Estaba tan preocupada!

Jake la rodeó al fin con sus brazos. Quería contárselo todo: lo que había descubierto en el Japón y la causa de que, en definitiva, se hubiese marchado. Pero no podía. Tenía la impresión de estar soñando y no poder encontrar su propia voz. ¿Por qué permanecía mudo?

En vez de hablar, la besó, viéndose a los dos como en un cartel de cine, donde él era el héroe todopoderoso abrazando a la dulce y vulnerable protagonista. Esto le proporcionó alivio y se preguntó por qué.

Sintió el corazón de ella latiendo con fuerza contra él, su calor filtrándose en él, y se dio cuenta de lo mucho que la había echado en falta, de lo muy inquieto que había estado por ella. Había querido telefonearle muchas veces cuando estaba en el Japón, pero nunca lo había hecho. ¿Por qué? No por falta de interés. Tal vez por todo lo contrario. La situación había sido lo bastante crítica en Tokio, y después en Kyoto, como para permitir que le distrajesen sus emociones. Durante aquel tiempo comprimido, había sido mucho mejor mantenerla a distancia.

Pero ahora se daba cuenta de lo cruel que había sido para ella.

—Lo siento, Bliss —dijo—. Eran malos tiempos para Mikio. La muerte rondaba a nuestro alrededor, y no quería compartir esto contigo. —La besó en el cuello—. Y te conozco, lo habrías comprendido en el momento en que te hubiese dicho «Hola».

—Está bien, Jake —murmuró ella—. Lo importante es que has vuelto sano y salvo. —Le besó—. Descubrí quién era la mujer del ópalo —prosiguió rápidamente—. Era la amante de Ostrones Pok. También era una espía comunista.

—Entonces, yo tenía razón —dijo Jake—. Me estuvo siguiendo para mantenerme lejos del junco. Para que no pudiese entorpecer el trabajo del dantai.

—Pero...

Pero él le tapó la boca con una mano y le impuso silencio con un susurro. Sus caras estaban muy cerca la una (de la otra, y vio perplejidad en los ojos de ella.

El coche, pensó, y después le murmuró al oído:

—Ve a tu coche y quítalo de delante de la casa. No te olvides de apagar las luces. Después vuelve directamente aquí.

—Pero, Jake...

—¡Date prisa! —dijo él en tono apremiante, y la vio desaparecer en las sombras que envolvían el lado de la casa.

Ella no hizo el menor ruido y, a los pocos momentos, él se esforzó inútilmente por ver a dónde había ido.

Cuando volvió, casi pareció materializarse en las mismas negras sombras. Avanzó hacia él medio agachada.

—¿Has visto algo? —murmuró Jake.

Ella asintió con la cabeza.

—Viene un coche. He podido ver sus faros.

—Bien —dijo él—. Veamos quién viene a visitar a Gran Charco de Orines a esta hora de la noche.

Para ello, tuvieron que entrar de nuevo en la casa. El hedor era ya insoportable y Jake comprendió que tendrían que actuar rápidamente. Por consiguiente, se colocó con Bliss detrás de la puerta. Esperaron, inquietos. Incluso parecía fallarles la respiración.

Al cabo de un rato, oyeron el ruido sordo de un tubo de escape. La lluvia había cesado completamente y reinaba un silencio absoluto. Pudieron oír el crujido de la gra-villa y el ruido de alguien que subía los peldaños.

Llamaron a la puerta y Bliss la abrió, mientras Jake se lanzaba hacia delante y tiraba de la figura que había en el umbral. Bliss cerró la puerta de una patada y encendió la luz.

El chino les miró con su único ojo sano. El otro, ciego y de un blanco lechoso, brilló como un frío sol invernal.

—No quiero verle —dijo Sawyer a Sei An—. Bajo ninguna circunstancia...

—Pero ya estoy dentro —dijo Sir John Bluestone, abriendo la puerta del despacho de Sawyer.

—Lo siento muchísimo, tan pai —se disculpó Sei An, mirando alrededor del alto gwai loh—. Me pilló por sorpresa.

—Está bien, Sei An —dijo Sawyer.

—He enviado a buscar a los de Seguridad.

Sawyer vio la afectada sonrisa de Bluestone y comprendió que no podría soportarlo.

—No, no, Sei An. Diles que todo está bien —dijo, haciendo caso omiso de la pérdida de prestigio que esto significaba.

Sei An miró a su tai pan, vio que se hallaba en una situación difícil y, no queriendo aumentar aquel desprestigio, asintió con la cabeza sin decir palabra, salió y cerró Ja puerta.

—Siéntese, tai pan —dijo Sawyer, con una sonrisa forzada—. ¿A qué debo este honor?

Esta tarde, el sol pendía en el cielo como una herida inflamada, derramando sobre la ciudad una luz rojiza y polvorienta. Victoria Harbor estaba lleno de embarcaciones de toda clase, desde los viejos y al parecer decrépitos juncos, con sus desvaídas velas de color naranja desplegadas, hasta los elegantes y modernos barcos para cruceros, echando humo por los tubos de escape; desde los manchados cargueros matriculados en países de medio mundo, hasta los grises portaaviones para «R & R».

—Desde estas ventanas, la vista es extraordinaria —dijo Bluestone, sin responder a Sawyer—. Uno se siente como si todo Hong Kong le perteneciese. —Se volvió sonriendo y, sin pedir permiso, se dirigió al aparador con cubierta de granito y escanció dos bebidas en sendos y anchos vasos de cristal tallado. Puso uno de ellos sobre la mesa, delante de Andrew Sawyer y sorbió el suyo—. ¡Hum! Pura malta. Excelente.

Sawyer no tocó el vaso de whisky escocés. Mantuvo las manos cruzadas, entrelazados los dedos, para disimular su temblor. No sabía si era de rabia o de miedo.

—¿No tiene sed, tai pan?

Bluestone sonrió de nuevo ampliamente. Llevaba un traje ligero con finas rayas de un gris claro y de corte impecable, camisa blanca «Turnbull y Asser» con la corbata adecuada, gemelos y alfiler de corbata de oro, y brillantes zapatos con puntera color sangre de buey.

—¿Es una visita de cortesía? —preguntó al fin Sawyer, exasperado.

Bluestone sonrió ante la pequeña victoria. Sabía que iba sumando puntos. Miró el whisky e hizo girar el líquido ambarino.

—¿De cortesía? ¡Ah, no, tai pan! Creo que no tengo tiempo para esto.

—Claro que no —dijo secamente Sawyer—. Ha estado muy ocupado últimamente, ¿verdad?

—Y a usted le gustaría mucho aplastarme, tai pan. —Bluestone levantó la cabeza y miró fijamente a Sawyer—. Pero será mejor que se ande con cuidado.

—¿Es una amenaza? ¿Cree que puede asustarme?

SOfi —Sería muy estúpido —dijo Bluestone con cierta mordacidad— el hombre que no se asustase ante la perspectiva de perder todo su imperio.

—Ya veo por qué ha venido —dijo Sawyer. Se levantó, concediendo otra pequeña victoria a Bluestone. No podía soportar que éste le mirase de arriba abajo desde su majestuosa altura—. Lo ha hecho para refocilarse. Cree que ya ha triunfado, que toda «InterAsia» le pertenece. —¿No es así?

—Ni con mucho —dijo firmemente Sawyer. Bluestone se acercó a la mesa y se inclinó sobre ella. —Ahora poseemos el treinta y ocho por ciento de «InterAsia». Solamente hoy, hemos adquirido otro ocho por ciento. Los valores están cayendo en picado y nuestros agentes reciben innumerables ofertas de vender acciones al precio que nosotros ofrecemos, que sigue siendo de diez dólares por encima de la actual cotización en el Hang Seng. ¿Cree usted realmente que podrá impedir que nos apoderemos de la empresa, en el último momento?

—¡Salga de mi despacho! —gritó Sawyer, desprestigiándose más, pero sin que le importase, enrojecidas las mejillas por el resentimiento y la ira.

Bluestone miró tranquilamente la espaciosa estancia. —Siempre ambicioné este despacho, este edificio. Su situación es soberbia.

—¡Es mío! —rugió Sawyer—. Y mientras lo sea, ¡tendrá usted prohibida la entrada!

Descolgó el teléfono y pidió a los de Seguridad que subiesen a toda prisa.

—Mientras sea suyo, estará en su derecho. —Bluestone dejó de golpe el vaso sobre un montón de papeles—. Pero, en realidad, ambos sabemos que esto no durará mucho. —Se golpeó los labios con el dedo índice y dijo reflexivamente—: ¿No sabe? Creo que tengo el proyecto de decoración más adecuado para elevar al máximo la espectacu-laridad de esta vista. —Dos hombres uniformados y armados entraron en el despacho, y él dijo—: Bueno, veo que está usted ocupado, tai pan. Y yo tengo mucho que hacer. —Levantó los brazos—. Todo esto tendrá que cambiar, desde luego; su orden ha sido exagerada; por consiguiente, sé que me disculpará.

Y salió rápidamente por la puerta.

El jefe de los guardias uniformados dijo:

—¿Señor?

5ÍY7 —Nada —dijo Andrew Sawyer, apoyando la cabeza entre las manos—. No hay nada que pueda usted hacer.

Cuando Oleg Maluta la llamó a su despacho, ella fue allí de buen grado. Ahora que había entrado en el juego, ahora que había deslizado el cuchillo entre las placas de su armadura y encontrando los puntos flacos, ya no le temía.

Oleg Maluta ya no parecía tener dos metros de estatura, ni estar lleno de un poder inagotable, ni poseer una mente infinitamente astuta que podía atraparla en cualquier momento.

Daniella recordó la pistola que tenía él con las huellas digitales de ella grabadas en la culata. Las fotografías que tenía de ella llorando aquella noche de invierno en que le había tendido una trampa para que matase a Alexei. Las sucias fotos que le había mostrado y que reducían el amor existente entre ella y Mikhail Carelin a una vulgar y viscosa cópula animal.

Fotografías como aquéllas no deberían existir, pensó. Eran una ofensa a Dios, así como a la santidad de la emoción. Las rameras y los actores de cine podían ser sorprendidos así en la intimidad momentánea del celuloide ya que ninguna emoción verdadera pasaba de una persona a otra en la realidad de la escena. El observador, el voyeur, tenía que participar añadiendo elementos de su propia imaginación para que aquello cobrase vida. Pero aquí, la desnudez de Daniella y de Carelin era espantosa. La captación de lo que sentían recíprocamente era en realidad lo más obsceno.

La Vía de Circunvalación estaba llena de tráfico y Daniella se vio obligada a cerrar las ventanillas contra el polvo de cemento que se elevaba a tal altura que convertía la desvaída luz del sol en un pincel de puntillista.

Nada de esto le importaba. A esta hora, estaba completamente harta de una jornada llena de reuniones sobre presupuestos, personal, valoración de proyectos en curso, valoración del personal central, revisión de gastos y, desde luego, los crónicos problemas de mantenimiento que era una plaga en las nuevas oficinas.

El cansancio de la inercia la envolvía como mugre. Era algo endémico en la estructura burocrática soviética, pero, por alguna razón, hoy le era más difícil soportarlo. Su departamento, al parecer todo el sluzhba, estaba empantanado en la ineficacia, en el tedio y en la estupidez. La rutina se había apoderado de todos, convirtiéndoles en torpes babosas que se deslizaban ciegamente por un suelo sembrado de piedras.

Después de más de un decenio, y sabía Dios a costa de cuánto dinero, África se estaba apartando más y más del comunismo. Las protestas coordinadas de toda Europa occidental eran ahora insignificantes, y el dominio de Rusia sobre la Europa oriental, aunque firme, sólo servía para que Daniella viese claramente la falta de visión y de inspiración global de su propio país.

Sólo los centros de instrucción de terroristas, respaldados por los soviets, constituían un éxito indiscutible; pero, mientras muchos colegas de Daniella aplaudían su trabajo y reclamaban todavía más reclutas del Oriente Medio, ella veía algo que ellos ignoraban: que armar a los árabes era una cosa, y adiestrarles de esta manera, algo completamente distinto.

El gran peligro del fanatismo se había desvanecido en Rusia al corregir el Gobierno las historias de Stalin y de Trotsky. El fanatismo ideológico es bastante malo, pensó Daniella. Pero el fanatismo religioso era una bomba letal de terrible potencia. Y ahora, mientras cruzaba en su «Chaika» la Puerta de Borovitsky, se preguntó si alguno de los que estaban dentro del sluzhba sabía exactamente lo que estaban ayudando a fomentar.

La oficina de Oleg Maluta se componía de tres habitaciones en el interior del Kremlin. Estaba en la cuarta planta de un edificio nada extraordinario próximo al teatro, y sus antiguas ventanas tenían una vista excelente sobre la plaza de la Catedral, donde abundaban los turistas, hasta Tainitskaya Bashnya, la Torre del Silencio, construida en 1485, que era la más antigua de las estructuras exteriores del Kremlin.

Cortinas de terciopelo pendían a ambos lados de la ventana, delante de la cual estaba emplazada la mesa de caoba maciza. De esta manera la luz daba siempre a la espalda de Maluta y a los ojos de sus visitantes.

Daniella cerró la puerta a su espalda y caminó sobre la alfombra de Ispahán, pasando entre los dos sillones de alto respaldo cubiertos de terciopelo. Sendos retratos de Lenin y Stalin, de tamaño más que natural y sin duda nada corrientes, pendían de las paredes laterales. El extre mo de un sofá de cuero asomaba detrás de una puerta parcialmente abierta.

Maluta estaba hablando por teléfono, medio vuelto de espaldas, al depositar ella sobre la mesa los dos sobres de papel manila: su último informe sobre Carelin y Genachev. Miró por la ventana. Más allá de la muralla almenada de estilo italiano, más allá de la Torre del Silencio, unas barcas navegaban por el Moscova a la velocidad de caracoles subiendo una cuesta. Desde esta distancia, el agua parecía densa como el plomo. Tenía el color del cinc. Las ventanas estaban cerradas para impedir la entrada de los vapores de los motores diesel y el ruido de las obras nunca interrumpidas. Sin embargo, advirtió que entraba polvo a lo largo del alféizar.

Maluta le indicó un sillón, pero ella desdeñó la invitación. Pasó por el lado de la mesa y apoyó un pie en el sillón de él. Empujó éste, haciéndolo girar, y dobló la rodilla. La gruesa tela parda de su falda de uniforme se abrió, como accidentalmente, descubriendo la carne del muslo.

Sorprendido e irritado, Maluta levantó una mano, pero Daniella le agarró la muñeca con las dos suyas. Él abrió la boca, pero ella le acercó la cara y despacio, muy despacio, le hizo bajar la mano. Sus miradas se encontraron y, esta vez, Daniella vio el punto vulnerable detrás de la estudiada fachada. Era un chiquillo, como lo son todos los hombres en el fondo de su alma. Ésta era la diferencia esencial entre los sexos, pensó Daniella: en el fondo los hombres son chiquillos; las mujeres, son madres.

Daniella le maldijo a la cara al introducir él su mano vacilante debajo del dobladillo de la falda.

—Esto es lo que quieres, bastardo —silbó—. Pero temes que Oreanda te castigue por tenerlo. ¿No es verdad, Oleg?

—No me llames así aquí.

Tenía el rostro enrojecido y blanca la mano que sostenía el teléfono.

—Cuelga el teléfono, Oleg.

—Te he dicho...

Ella le agarró la mano con fuerza y guió las puntas de sus dedos hasta la húmeda mata de vello del pubis. En cuanto sintió el temblor, apartó la mano de él a lo largo del muslo.

El cerebro de Maluta estaba ardiendo. A través de las llamas, veía la cara de Oreanda, abriendo los labios gordezuelos y habiéndole. Sentía más que oía sus palabras. Éstas caían como gotas de rocío sobre las puntas aprisionadas de sus dedos.

Sacó la lengua y se lamió los resecos labios; empezó a temblar con más fuerza.

—Eso es lo que quieres, Oleg.

Su voz era como un rumor de seda.

—No aquí —farfulló él—. No ahora.

—¡Oh, sí! —dijo ella, rozándole la oreja con los labios—. Aquí. Ahora.

—¡No! —gritó él, empezando a levantarse del sillón.

Pero Daniella atrajo la palma de su mano, le obligó a introducir los dedos y le dijo:

—Así.

Como si hablase a un niño y quisiese poner fin a su interminable llanto.

¡Oh, Dios, Dios, Dios!, pensó Maluta, estremeciéndose. Sentía gotear el sudor debajo de sus brazos. Con un grito ahogado, se incorporó sin terminar la conversación. Tenía un sabor extraño y dulzón en la boca.

—¿Estás loca? —dijo, pero sabía que no era ella, sino él, el que estaba loco; sabía que, si quería ahora retirar la mano, no podría—. ¿Por qué haces esto? —murmuró, sin poder apartar la mirada de las oscilantes caderas—. ¿Es para humillarme más? ¿Para decirme lo mucho que me desprecias, lo mucho que odias hacer el amor conmigo, el asco que te doy?

—Voy a correrme —dijo Daniella, arqueando el cuerpo sobre los dedos que la hurgaban. Pareció acariciarle con la mirada de sus ojos grises—. Ahora.

Y alargó una mano para apretar el bulto formado debajo de los pantalones de él.

Sintió que se estremecía, que eyaculaba con fuerza, y dijo:

—Así. ¡Oh, así!

Empezó a sonar el teléfono. Él estaba jadeando, empapada la cara en sudor que se deslizaba por debajo del cuello almidonado de su camisa. Experimentó unas ligeras sacudidas, como provocadas por pequeñas descargas eléctricas, mientras ella seguía frotando el mojado pantalón. Al cabo de un momento, el timbre del teléfono dejó de sonar.

—Espero que tengas aquí ropa para cambiarte —dijo Daniella, apartándole la mano y bajando la pierna.

—¿Te ha gustado? —dijo Maluta, sin dejar de mirarla mientras ella daba la vuelta a la mesa y se sentaba al fin en uno de los sillones tapizados de terciopelo.

Se quedó sentada muy tiesa, con las piernas modestamente cruzadas, en la actitud de un soldado. Echó la cabeza atrás y un grueso y rubio mechón de cabello se enroscó sobre un ojo gris, frío y calculador.

—Quiero saberlo —dijo Maluta—. Es importante que lo sepa.

No se había movido una pulgada desde que ella se había separado de él.

—¿Por qué es importante para ti, Oleg?

—Porque... —dijo él, y se interrumpió.

—¿Porque te imaginas ser un gran amante?

—Porque Oreanda nunca..., disfrutó con esto.

Lo dijo farfullando y Daniella reprimió una sonrisa de triunfo. Sabía que él no podía imaginarse en el papel de amante, después de todos aquellos años de celibato desde la muerte de Oreanda. Pero había querido provocar una reacción en él, sabiendo que, si le hería en lo más hondo, saldría inevitablemente la verdad. Y había triunfado en esto.

—Ahora debes saber si soy como ella en esto.

—Sí.

—Oleg, Oreanda nunca entró en tu despacho y te hizo esto.

—No se le habría ocurrido —confesó él.

—¿Qué le gustaba?

Él tenía los ojos cerrados y se frotaba la frente con los dedos arqueados.

—Leía a Sade. Ya lo sabes.

Ella no lo había sabido, sólo lo había sospechado, hasta que él se lo había dicho en la dacha.

—Y practicaba lo que leía. —Le observó fijamente—. Sí —prosiguió—, me imagino que era una zorra.

—Tú no sabes nada de ella —dijo Maluta, pero sin convicción en la voz.

—Al contrario —dijo Daniella, poniendo deliberadamente fin al tema.

—¿Y bien? —dijo él—. No has contestado mi pregunta.

—Creía haberlo hecho.

—No te entiendo.

—Oleg —dijo ella—, no voy a responderte nada más.

—Se levantó y sonrió—. Espero que no tendrás ninguna reunión urgente. Estás todo mojado.

Él se miró los pantalones, como si no se hubiese dado cuenta hasta entonces de aquella porquería.

—Mira lo que me has hecho.

—Quiero las fotos de Mikhail.

—No —dijo Maluta.

—¿Qué es lo que haces? —dijo despectivamente ella—. ¿Verter tu semen en ellas?

Él se sintió de pronto ofendido.

—¿En qué estas pensando? No puedes avergonzarme para que te las dé.

—No me hace falta, Oleg —dijo seriamente ella—. Ya te has avergonzado tú mismo.

—¡Con qué facilidad salen de tu boca las mentiras, zorra!

—No, Oleg —dijo ella—. La zorra era Oreanda, la perra que hizo un infierno de tu vida.

—¡Yo la amaba! —gritó él, y ella pensó: Sí, la herida es todavía tan tierna como si te la hubiesen infligido ayer—. La amaba con todo mi corazón.

—No es posible —dijo rotundamente Daniella—. De haber sido así, ella no habría muerto.

Él palideció.

—¿Qué quieres decir?

Pero lo sabía perfectamente.

—Protestas de que tú no provocaste el incendio —dijo Daniella—. ¿Por qué? ¿Crees que puedes ocultárselo a ella? ¿Crees que puedes escapar a su venganza?

Maluta agarraba con fuerza los brazos del sillón.

Y ella dijo en voz más baja:

—Ahora está escuchando, ¿no es verdad, Oleg?

Él tenía los ojos desorbitados y la miraba fijamente.

—¡Estás chalada! —Ahora temblaba. Sabía que tenía que romper el sibilante silencio o se volvería loco. Esto era lo que había estado combatiendo desde la muerte de Oreanda. Y ahora estaba saliendo, filtrándose a través del precinto que había pegado en el lado oscuro de su mente—. Ella está muerta. ¡Muerta y enterrada!

Daniella sacudió la cabeza, presintiendo su victoria. Los ojos de él, mostrando el blanco alrededor de las pupilas, parecían los de un animal presa de pánico.

—Ella está dentro de tu alma, Oleg. Tienes que saberlo. —Se inclinó sobre la mesa, y le lanzó una mirada fe roz—. Ella sabe quién provocó el incendio. Sabe que tú la mataste.

Entonces, bruscamente, pasó alrededor de la mesa. Su aspecto se suavizó, al mismo tiempo que su voz.

—Pero yo te protegeré, Oleg. —Apoyó la mano en el bajo vientre de él. Sintió que algo rebullía allí—. Te protegeré de Oreanda. Ahora su poder es mío, ¿no es verdad, Oleg? Su magia me ha sido transferida. La tengo y puedo emplearla como quiera. —Su voz se había convertido en un arrullo—. Sí, te protegeré.

Maluta se estremeció y hurgó frenéticamente debajo del cuello de su camisa. Sacó una llave pequeña y extraña, colgada de una cadena de oro, y con rio poco trabajo consiguió insertarla en la cerradura del cajón inferior de su mesa. Tiró de éste y revolvió su contenido durante un rato, fuera del alcance de la vista de Daniella.

—Aquí está —dijo al fin—. ¿De acuerdo? Tómalo.

Daniella miró el paquete que había arrojado él sobre la mesa y su corazón latió con fuerza. Trató, sin conseguirlo, de respirar normalmente.

—Tú y Mikhail Carelin —dijo Maluta, tensos los labios—, Parecéis personajes de película. De película pornográfica. —Desvió la mirada, como si no pudiese soportar lo que estaba haciendo—. Las fotos y los negativos. Todo está ahí.

Una vena latía de manera irregular en su sien. Parecía extraordinariamente cansado, como si el hecho de entregar las fotos le restase en cierto modo energía.

Daniella levantó una mano y se enjugó la sudorosa frente.

—Pobrecito mío —murmuró—. Descansa ahora. Duerme.

Oleg Maluta asintió con la cabeza. Cerró los ojos.

Muy despacio, en la actitud reverente de su madre cuando se dirigía a la imagen de Cristo en la cruz, Daniella puso la mano sobre el paquete.

Jake lanzó un fuerte puñetazo contra la nariz de Ojo Blanco Kao. La piel se rasgó, el cartílago se rompió y brotó un chorro de sangre. Jake sujetó las manos del chino para que no pudiese cortar con ellas la hemorragia.

Ojo Blanco Kao tenía enrojecido el ojo sano y su vestido barato estaba manchado de rojo.

—Sé que no has venido aquí para que te diesen por el saco —dijo Jake—. En primer lugar, eres demasiado viejo para McKenna. —Empujó al chino a través de la iluminada habitación—. Además, eres un maldito cerdo. Así te llamaba McKenna, ¿sabes? Me pregunto si te lo diría alguna vez a la cara. No, no tenía redaños para esto. Pero lo pensaba. Sólo eras una plaga para él.

Agarró a Ojo Blanco Kao por el cogote y, como si fuese un perrito que se hubiese ensuciado en la alfombra, empujó su cara sobre el rostro hinchado de McKenna. El hedor era horrible.

—¡Gr..., Gran Charco de Orinesl —balbució al ñn Ojo Blanco Kao—. ¡A mi tuo fo!

—Así está bien —dijo Jake—. Invoca a Buda. Pero él no se mostrará compasivo esta noche. Al menos, contigo.

Tiró del chino hacia atrás, manteniéndole de pie. Era importante que estuviese lo más incómodo posible.

—Agua —dijo Ojo Blanco Kao. Volvió la cabeza en dirección a Bliss—. Por el amor de Buda, ¡un poco de agua!

—¡Oh! —dijo Jake—. ¿Quieres que sea ella y no yo quien cuide de ti? Está bien. Es un error que no volverás a cometer, te lo garantizo.

El ojo congestionado de Ojo Blanco Kao le miró sin comprender. Jake le sonrió y, en el mismo momento, alargó un brazo y le agarró la bolsa sagrada, apretando con tal fuerza que el ojo sano de Ojo Blanco Kao se desorbitó angustiado y el hombre empezó a temblar y estremecerse. Brotaron gotas de sudor sobre sus cejas. Torció los labios en un rictus de dolor.

Respiró con fuerza al soltarle Jake, gimió roncamente y agachó la cabeza.

—Jake... —dijo Bliss, acercándose a él.

Pero Jake la contuvo con un ademán, prescindiendo de la preocupación que se pintaba en su semblante.

—Ya ves lo imprudente que has sido —dijo Jake al oído de Ojo Blanco Kao. Esperó a que el chino asintiese con la cabeza antes de proseguir—: Ahora dime lo que has venido a hacer aquí.

—Una vi..., visita.

Jake usó de nuevo la mano. Esta vez, Ojo Blanco Kao arqueó el cuerpo y empezó a patalear.

—¡Ay, Buda! —susurró entre los dientes apretados.

—Buda no te ayudará ahora —dijo Jake—. Nadie va a ayudarte. Ahora dinos qué viniste a hacer aquí.

Le dio un ligero apretón y el chino lanzó un grito estridente y trató de apartarse de él.

—Sé quién eres —le dijo Jake en voz baja—. Sé que trabajas para Sir John Bluestone. Y sé quién es Bluesto-ne. ¿Qué dices ahora?

Ojo Blanco Kao, mirando aterrorizado la cara de Jake, dijo:

—Es comunista.

—Y, ¿qué tenía que ver un comunista con Gran Charco de Orines McKenna?

—Él... —El chino tragó su propia sangre—. Era un medio a través del cual podía difundir Bluestone la noticia del apuro en que se encuentra «Southasia».

—¿Y eras tú el mensajero de Bluestone?

—Sí.

—¿No sospechaba nada McKenna?

—Sospechar, ¿qué? Pensaba que yo era de una Tríada. Tal vez de Green Pang. ¡Quién sabe!

—Bluestone estaba detrás de la malversación de fondos de «Southasia» por Teck Yau.

—Sí. Desde luego.

—¿Quién más estaba comprometido?

—No lo sé.

Jake le hizo girar en redondo y le irguió de una fuerte sacudida.

—Escucha, pedazo de mierda picado de viruelas —dijo, en tono amenazador—, mi padre fue asesinado, dispararon contra esta dama y alguien ha estado tratando de matarme en todas las calles y callejones desde aquí hasta Kyoto.

—Ya es bastante, Jake —dijo razonablemente Bliss.

—No —dijo Jake, con una fiereza que la asustó. Después, a Ojo Blanco Kao—: Dime lo que sabes.

—Ya lo he dicho. ¡Ohhh!

Vomitó y eructó al recibir en el hígado un golpe de Jake.

—Jake —dijo Bliss, apoyando una mano en su hombro—. Tal vez te está diciendo la verdad.

—Escúchala —jadeó el chino, puesto de rodillas, apoyada la frente en la raída alfombra—. Por Buda, ¿qué quieres de mí?

—Tienes buena labia —dijo Jake, inclinándose sobre el chino—. Quiero saber quién te adiestró.

—Bluestone.

Jake levantó la cabeza y miró a Bliss.

—Tiene la misma respuesta para todas las preguntas.

Vio la expresión de su cara y que movía negativamente la cabeza. El chino estaba mintiendo.

—¡A mi tuo fo, son tus preguntas, no mis respuestas!

—Un maestro —dijo seriamente Jake—. Te dije que había sido enseñado por un maestro.

Dejó al chino acurrucado en el suelo, vigilado por Bliss, y buscó en la cocina. Volvió con un pequeño cuchillo y, agachándose, agarró los pelos empapados en sudor de Ojo Blanco Kao, haciendo que echase la cabeza atrás.

—Como tienes tan buen labio, tendremos que hacer algo para corregirlo.

—¿Qué..., qué quieres decir?

Jake le hizo un guiño.

—Tienes muchos dientes. —El guiño se convirtió en mueca implacable—. Te los voy a quitar uno a uno.

—Dew neh loh moh, ¿te has vuelto loco? —Ojo Blanco Kao miraba como hipnotizado la punta brillante del cuchillo. Entonces sonrió, astuto como un zorro—. Esto ha estado bien. Muy bien. Te diré una cosa. Casi hiciste que me cagase en los calzones. Pero sé que nunca...

—Jake, por el amor de Buda, ¡no!

Ojo Blanco Kao chilló al clavar Jake el cuchillo en la sonrosada encía junto a un molar inferior. Jake torció la hoja, rascando el esmalte, apalancando la muela.

—¿Qué te pasa, Jake?

La muela saltó y brotó mucha sangre. Ojo Blanco Kao hipó y sintió náuseas. Se golpeó la cabeza con los puños para calmar el dolor.

—¡Oh, oh, oh! —gimió—. Él no me dijo que sería así.

—¿Quién no te lo dijo?

Jake estaba muy cerca de él.

—Dijo que no sufriría ningún daño. Que no... ¡Ay, Buda, cómo duele!

—Imagínate cómo será cuando empiece con el otro lado de tu boca —dijo Jake, preparando el cuchillo.

—¡A mi tu fo, no! —Ojo Blanco Kao trató de alejarse a rastras, pero Jake le sujetó con fuerza. "Tenía lágrimas en los ojos y escupió más sangre—. ¡No vale la pena! ¡Nada vale la pena!

—No te adiestró Bluestone —dijo Jake—. Entonces, ¿quién? ¿Daniella Vorkuta?

—¿Una jodida mujer? —dijo Ojo Blanco Kao, con desden—. ¡Por Buda que no! —El orgullo contuvo el torrente de lágrimas—. Me enseñó Chen Ju.

Jake se echó a reír.

—Ese viejo bastardo tiene más leyendas acerca de él que cualquier otro hombre que conozco. Ahora será mejor que me digas la verdad.

—¡Es la verdad! Por Buda, ¿crees que quiero que sigas torturándome?

—Es fácil hablar de Chen Ju —dijo Jake—. El viejo murió hace tiempo.

—¿Murió? —Ahora fue Ojo Blanco quien se echó a reír—. ¿Quién dio al tai pan la idea de penetrar en el corazón de «Southasia»?

Jake agarró la chaqueta del chino, ya rígida y apestando a sangre seca. Sus nudillos estaban blancos por la tensión, porque Bliss, capaz de intuir la verdad, le había transmitido en silencio su conocimiento.

—¿Qué estás diciendo?

—Si Chen Ju está muerto —dijo Ojo Blanco Kao—, entonces he estado cara a cara con un fantasma.

Mandalay, la Ciudad de Oro, era el centro del mundo. Al menos el Palacio Real que había construido el rey bir-mano Mindon con madera maciza de teca en 1857 tenía un emplazamiento único: el místico monte Meru, tan apreciado en la cosmología brahmin-budista.

Para los birmanos, Mandalay, que tenía poco más de un siglo, era una ciudad moderna. Sin embargo, situada al norte del Irrawaddy superior, se había convertido rápidamente en el centro de todo el comercio, ya que se hallaba en medio de las regiones productoras de arroz. Pero su clima era a menudo tan seco que el cielo adquiría un color ocre por las nubes de polvo levantadas por los viejos vehículos.

A pesar de todo, Mandalay tenía una magia incompora-ble para el corazón de los birmanos. Se decía que Gautama Buda había viajado a Mandalay para anunciar que, en el vigésimo cuarto centenario de su muerte surgiría el centro de enseñanza budista más importante del mundo al pie del monte Mandalay.

Esta leyenda era desdeñada por los británicos como tantas otras farsas asiáticas. Cuando se apoderaron de la ciudad en 1885, llamaron Fort Dufferin al Palacio Real y convirtieron en cuarteles las cámaras sagradas. Ordenanzas bi gotudos lustraban cuidadosamente las botas de sus oficiales en los pasillos perfumados de limón donde voces sagradas habían resonado antaño. Los jefes militares desenvainaron sus espadas «Wilkerson», haciendo chocar sus puntas y gritando «¡Aleluya!». Se había establecido otro puesto avanzado del Imperio.

A principios de la primavera de 1945, los británicos bombardearon la fortaleza, a la sazón defendida por un puñado del soldados japoneses y birmanost Los artilleros hicieron un trabajo tan completo que, actualmente, sólo subsisten las murallas exteriores y el foso.

Esto estaba pensando Tony Simbal mientras contemplaba las ruinas del Palacio Real, un cuadrado perfecto cuyos muros miraban a los cuatro puntos cardinales. Estaba observando el lugar que sabía que era el Salón del León, el salón central del trono donde había entrado el general británico Prendergast a caballo cuando el rey Thibaw fue obligado a emigrar en el invierno de 1885. Los humeantes excrementos del nervioso animal ensuciaron una alfombra de muchos siglos de antigüedad traída a Mandalay desde la antigua capital de Amarapura. Al general no le pareció mal. Los arhats o santos Theraveda representados detalladamente por los tejedores le ponían nervioso e hizo quemar la alfombra sin el menor remordimiento.

Simbal pensó que, si uno contemplaba hoy el Palacio Real, todavía podía percibir el olor del material quemado.

Hacia el Este, el cielo ocre oscuro prometía lluvia. El suelo dolorosamente seco estaba agrietado bajo un sol ardiente, después de muchos meses de pedir en silencio un poco de humedad. Simbal, con su camisa blanca de algodón, pantalón corto y botas altas y resistentes de cuero, esperaba mientras Max Threnody subía trabajosamente la cuesta.

El calor era intenso y, cuando Threnody acabó de subir, su camisa caqui estaba empapada en sudor. Se enjugó la frente con un enorme pañuelo ya oscurecido por otras acciones semejantes.

—¡Jesús! —dijo—. ¡Éste es un lugar olvidado de Dios!

—Al contrario —dijo Simbal, sin dejar de mirar las ruinas del palacio—, está muy cerca del lugar donde mora Dios.

—Y, ¿dónde está ese sitio? —dijo sarcásticamente Threnody.

—Allí.

Simbal señaló hacia el Noroeste, donde las purpúreas montañas se elevaban sobre la vasta llanura del Irrawaddy.

—¿El Shan? —gruñó Threnody, balanceándose sobre los pies. Deseaba desesperadamente apartarse del sol—. Dios mío, lo único que vale algo allá arriba mata a la gente.

—¿De veras? —Simbal no estaba de humor para las ideas cerradas de su antiguo jefe—. Allá arriba hay poder. Verdadero poder. Un poder en el que sólo pueden soñar los de tu clase. La montaña conoce aquel secreto mejor que cualquiera de nosotros.

—Supongo —dijo Threnody— que la gente como tú no ambiciona este poder.

Simbal se volvió a mirarle. El calor hacía que sus ojos pareciesen todavía más saltones. De niño, Simbal había tenido una vez una pecera con peces tropicales. Su tío le había comprado una pareja de peces de colores, con unas bellas aletas que parecían de terciopelo y unos ojos muy saltones. A Simbal le habían encantado, pero una noche había salido dejando encendida por descuido la luz encima de la pecera. Cuando regresó, los peces de colores estaban muertos, grotescamente e hinchados, medio cocidos por el calor. Threnody le recordaba ahora aquellos peces.

—Me sorprende que hayas venido.

—Francamente, no me dejaste alternativa. —Threnody se metió las manos en los bolsillos del pantalón—. A propósito, el Cubano estaba furioso contra ti.

—Trataré de no llorar —dijo Simbal—. Ya se le pasará.

Threnody le miró a través de las gruesas gafas.

—¿Advierto un poco de hostilidad en tu voz, Tony?

Simbal hurgó en uno de los grandes bolsillos de su camisa y puso tres fotografías en la mano de Threnody. Eran en blanco y negro, con la clase de grano que produce la ampliación de una parte de un negativo. También tenían el aspecto absolutamente plano que dan a las fotos las lentes de largo alcance. Eran imágenes tomadas por Simbal de un hombre guapo, de unos treinta y cinco años, ojos claros e inteligentes, nariz americana y boca sensible. El fondo ligeramente desenfocado permitía ver que el sujeto había sido fotografiado delante del Palacio Real.

—Conque es aquí donde está —dijo Threnody.

—Como tú, Max —dijo brevemente Simbal—. No me digas: «¡Caramba, todavía está vivo!» Le brillaban los ojos.

—¿De qué diablos serviría? —dijo Threnody—. El hecho es que Peter Curran está vivo. —Miró las fotos que le había dado Simbal—. Será mejor que evitemos cualquier sopresa. Quiero acabar con él y tú vas a hacerlo.

—¿Así, sin más?

—No adoptes conmigo este tono justiciero —dijo vivamente Threnody—. ¿En qué clase de negocios crees que estás metido, Tony? ¿Crees que aquí somos todos caballeros, diciendo ceremoniosamente «por favor» y «gracias», sin cerrarnos el paso los unos a los otro?

—Tú te aprovechaste de mí —dijo Simbal, en tono acusador—. Empleaste a Monica y a Martín para seguirme la pista.

—Te felicito —dijo Threnody—, has descifrado el lenguaje de tu oficio. Más vale tarde que nunca, Tony. Sí, tenía que hacer un trabajo. Empleé todos los recursos, tú, Monica y el Cubano, que tenía a mi disposición. El Gobierno me paga para esto.

—Un trabajo muy sucio.

—Podría decir: «Pero alguien tiene que hacerlo.» Es verdad. —Guardó las fotos de Curran—. No tienes motivos legítimos de queja, ¿sabes? También es tu trabajo.

—Pero tú eres de la DEA, Max —dijo Simbal—. Por si lo has olvidado, Martín es un SNIT. Esto es de la CÍA. La Compañía y la DEA están a kilómetros de distancia en todo. Será mejor que me digas lo que no sé.

—Todo a su debido tiempo —dijo Threnody—. Ahora que estamos los dos aquí, te enterarás de todo el asunto Simbal observó una hilera de monjes con túnicas de color azafrán pasando lentamente por delante de una de las doce puertas del palacio. Sus cabezas afeitadas brillaban bajo la polvorienta luz del sol. Pensó en lo que habían hecho los británicos a la Ciudad de Oro: cagarse en la alfombra de Amarakura.

—Los birmanos —dijo al cabo de un rato— practican cierta forma de budismo. En Theraveda, no hay un dios todopoderoso. Ni siquiera se puede orar pidiendo la benevolencia de Buda. No puede haber intervención divina. La salvación está enteramente en manos del individuo.

»Los budista Theraveda creen que toda la vida es sufrimiento. La vida y la muerte son lados opuestos de samsara, el renacimiento. Sólo hay una manera de salir del ciclo perpetuo de aflicción y es la estricta observancia de la enseñanza sagrada de Buda, el Dharma. Hay que seguir con diligencia los caminos mostrados por los arhats, los santos, y los boddhisatvas, los futuros Budas. Solamente así se puede alcanzar el nirvana.

«Actualmente, incluso aquí en el centro del mundo, tal vez son los únicos monjes que practican una forma tan pura de budismo Theraveda.

—Y tú eres uno de ellos, ¿verdad. Tony? —Threnody se enjugó de nuevo la cara—. Estás por encima de las masas. Estás en el Shan, en la falda de la montaña, mirando desde arriba las patéticas y pequeñas hormigas que se arrastran lentamente en la rutina cotidiana a la que han de recurrir para vivir.

—¿Es esto lo que piensas de mí?

—Oh, vamos, Tony. Eres un maldito elitista. Hazte un favor y confiesa al menos esto.

Los monjes estaban doblando una esquina. Todos marcaban el paso. Eran muchos con una sola mente.

—¿Sabes a quién vino a ver Peter Curran aquí, al amanecer? —dijo Simbal. —Sorpréndeme. —A Edward Martin Bennett.

—Bien, bien —dijo Threnody—; es algo que el curioso departamento no logró averiguar.

—¿Qué tiene que ver el diqui con ellos? —¿Bromeas, Tony? Con lo que robaron del ordenador de la DEA, el diqui tendrá libre el camino de la droga durante meses, hasta que reconstruyamos todas nuestras redes asiáticas.

—No creo que esto tenga nada que ver con las drogas, Max.

—No me importa con qué tenga que ver —dijo Threnody—. Elimínalos y acabemos con esto. —Esperó a que Simbal volviese la cabeza para mirarle. Había que reconocer un mérito en aquel bastardo, pensó Simbal; calculaba bien el tiempo—. Es hora de que tengamos una pequeña charla, Tony. De corazón a corazón, por decirlo así.

—No creo que Chen Ju sea nuestro problema más inmediato.

Tres Votos cruzó pesadamente la cubierta de teca de su nuevo junco para servir—el té que Neón Chow había preparado.

—Esta mañana Bluestone ha aumentado hasta más de un cuarenta por ciento su participación en «ínterAsia».

—Me pregunto dónde encuentra todo ese capital —dijo Jake, sorbiendo reflexivamente el té humeante.

Tres Votos recitó la lista de inversores que le había dado Nariz Torcida Su.

—Allí hay dinero suficiente para comprar todo Hong Kong si es necesario.

Jake advirtió ansiedad en la voz del otro.

—Bobby Chan, Seis Dedos Ping, Sir Byron Nolin-Kelly, Dark Leong Lau. Imponente. Sin embargo —murmuró—, tiene que haber un límite en la cantidad de dinero efectivo que incluso un consorcio como el de Bluestone puede invertir en una sola operación.

—Solamente necesitan un nueve por ciento más para adquirir el control —dijo Tres Votos.

—Esto significaría, más o menos, trece millones de acciones. ¿Cuál es la cotización actual de «InterAsia» en el Hang Seng?

—Deja que lo compruebe.

Tres Votos bajó la escalerilla. Jake miró a su alrededor. Vio que Bliss estaba hablando con Neón Chow. Ambas estaban absortas en su conversación, pero observó que, de vez en cuando, Neón Chow miraba en su dirección. Por el rabillo del ojo, era imposible descifrar su expresión. Tomó nota mental de preguntarle qué progresos había hecho con Bluestone.

—Veintidós y un cuarto —dijo Tres Votos, al reunirse de nuevo con él—. Recibimos un palo terrible cuando nos vimos obligados a cerrar «Southasia».

—Todavía tienen que reunir, ¿cuánto? —dijo Jake—. Doscientos noventa millones de dólares. ¿Cuántos han aportado ya?

Tres Votos hizo un rápido cálculo.

—Yo diría que cerca de setencientos cincuenta millones. Para esto, habrán tenido que liquidar algunos bienes, desde luego. Pero ¿qué importa? En cuanto tengan el control de «ínter Asia», habrán monopolizado virtualmente toda la Colonia. Mil millones de dólares es un precio barato por todo Hong Kong.

—Barato, solamente si se puede pagar —dijo reflexivamente Jake.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer ahora, Zhuan? ¿Cómo vamos a impedir que el gwai loh tai pan nos lo quite todo?

De nuevo percibió Jake cierta ansiedad en la voz del otro. Sabía que quedaba al margen de las decisiones impor tantes y esto le dolía. Con Zilin había sido diferente. Pero Jake no era el Jian: era Zhuan, y también eran otros tiempos. No confíes en nadie, Jake, le había dicho su padre. En nadie. Hasta que hayas descubierto al agente de Bluestone en el yuhn-hyun.

—Quiero que digas a Sawyer que llame a nuestro agente de Bolsa y lance al mercado los valores Du Long.

—¿Qué? —gritó Tres Votos—. ¡Son una porquería! Una fuerte ganancia, el triple de los intereses que pueden obtenerse en el mercado, a cambio de un alto riesgo. Aumentarán terriblemente la deuda de «InterAsia». ¿Y para qué? Sí, harán subir el precio de las acciones, pero ¿por cuánto tiempo? Y por la mísera cantidad de dinero efectivo que añadirán a nuestro menguado capital, nos obligarán a pagar sumas que pueden partirnos por la mitad.

—Si todavía estamos aquí, las pagaremos de buen grado —dijo serenamente Jake.

Tres Votos adquirió una expresión pensativa.

—Un momento. ¿Haces esto pensando en Bluestone? ¿Crees que la deuda añadida hará que sea menos deseable apoderarse de «InterAsia»?

Pero no lo bastante, pensó Jake. Ni mucho menos.

—¿Cuánto crees que subirán las acciones?

Tres Votos hizo un cálculo.

—Siete puntos. Diez, si tenemos suerte.

Aun así, ¿será suficiente?, pensó Jake. Ahora, tan cerca del borde del abismo, podía sentir el filo de la espada que Bluestone, Daniella Vorkuta y Chen Ju habían colgado sobre su cabeza. Se preguntó si había hecho bien en confiar tan enteramente en su padre. A fin de cuentas, Zilin había sido meramente humano. Estaba expuesto a cometer errores. A veces, la confianza no podía resistir los rigores del tiempo.

Pero sabía que había sido él mismo, como Zhuan, quien había tomado la decisión final. Ésta había dependido de su propio criterio. No había que culpar a los muertos si ahora todo se venía abajo.

Tres Votos cerró los dedos sobre la pequeña taza.

—Zhuan, yo estuve en contra, desde el principio, a que las acciones de la nueva compañía se cotizaran en Bolsa.

—Lo sé, Anciano Tío.

—¡Por el Espíritu de Tigre Blanco! Si hubieses escuchado mi consejo, ¡nada de esto habría sido posible! No estaría viendo ahora qué el fruto de todo mi trabajo desde que vine de Shangai va a serme arrebatado por un maldito loh jaan.

—No olvides. Anciano Tío —dijo Jake—, cómo viniste a Hong Kong. Mi padre te envió aquí, al servicio del padre de Andrew Sawyer, Barton, para que empezases a trabajar para el yuhn-hyun. La decisión de que se cotizasen en la Bolsa las acciones de «InterAsia» la tomé con el beneplácito de mi padre.

Durante un momento, Tres Votos no dijo nada. Miró los ojos cobrizos de Jake.

—Me preguntó a dónde ha ido a parar mi sobrino —dijo suavemente—. ¿Dónde está, me pregunto, el joven que solía confiar en mí y con el cual compartía mis secretos?

—De eso hace mucho tiempo, Anciano Tío. La diferencia es como entre el día y la noche.

—Lo puedo ver tan bien como cualquiera —dijo Tres Votos—. Todavía no soy tan viejo.

—Por favor, haz lo que te he pedido —dijo amable pero firmemente Jake—. Quiero que estos valores estén en el mercado antes de que termine el día.

Se quedó plantado junto a la borda durante un largo rato. Prefirió no ver cómo el viejo bajaba penosamente la escalera. Más allá del amarradero del junco, las walla-walla no cesaban de llevar y traer turistas curiosos y cargados de cámaras hacia o desde el «Jumbo» el enorme restaurante flotante de muchos pisos que, junto con otros dos, estaba permanentemente anclado en Aberdeen Harbor. Los viajeros se aventuraban en el bullicioso puerto con una mezcla de fascinación y aprensión como presintiendo que iban a darse de manos a boca con un contrabandista real o con un asesino de una Tríada.

Se reunió con las mujeres y éstas interrumpieron su conversación.

—Ya hemos terminado —dijo Bliss.

Neón Chow sonrió.

—¿Has terminado tú con tu tío? —preguntó.

A Jake se le ocurrió pensar que la actitud de Neón Chow no se avenía con su profesión. Sólo una excelente actriz habría sonreído de una manera tan atractiva mostrando al mismo tiempo tal acritud en sus palabras. Prefirió no contestarle. En vez de esto, dijo:

—¿Qué tal te va con Sir John Bluestone?

—Es cortés e inteligente.

—También es un espía comunista —dijo secamente Jake.

—¿Esperabas que se explisace y me lo confesase todo de repente?

—Esperaba que hubieses hecho algún progreso.

—Las rameras —dijo Neón Chow— no hacen progresos. Simplemente se hunden más y más en el abismo. —De nuevo aquella sonrisa. Ahora pudo ver él lo afilada que era, como la hoja brillante de un estilete—. Y esto es lo que tú has hecho de mí, con tus instrucciones. Una auténtica ramera.

—Bueno, nunca se sabe —dijo Jake—. Yo no creía que Bluestone tuviese madera de conquistador.

Neón Chow le dio una bofetada y dijo:

—¡Bastardo! ¿Sabes lo duro que es esto para tu tío?

Jake no se movió. Sus ojos cobrizos echaron chispas.

—Adelante —dijo ella—. Puedes aterrorizar a todos los demás, Zhuan —y escupió esta palabra como si le quemase la boca—. Yo no te tengo miedo.

—Lo único que te pido es que hagas lo que te dicen —dijo razonablemente Jake—. Si es demasiado, dilo. Eres la amante de mi tío, no mía. Me imagino que tienes otras cosas en las que ocupar tu tiempo.

—Realmente, eres un bastardo, ¿no?

—Creo que deberías dejar de ver a Bluestone —dijo repentinamente él.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Por qué?

—Fue un error —dijo Jake—. Hagamos las paces.

—No quiero. ¿Estás diciendo que no soy capaz de hacerlo?

—Te he dicho que fue un error; esto es todo. Además, tú misma dijiste que es doloroso para Tres Votos. No quiero hacerle daño.

—Quieres los secretos de Bluestone, ¿no?

—Siempre hay otra manera.

No quería que ella supiese que no había otro camino para él. Si lo supiese, ¿qué le pediría a cambio?

—¿Como cuál? —insistió. Neón Chow—. Todavía creo que soy quien más posibilidades tiene. Más pronto o más tarde, se le escapará algo cuando estemos en la cama o escucharé alguna observación a altas horas de la noche.

Jake pareció reflexionar _durante un rato.

—Está bien —dijo al fin—. Voy a darte otra oportunidad. Pero —le advirtió—, si no puedes traerme resultados dentro de una semana, será asunto terminado.

Ella pareció insegura.

—Es muy poco tiempo.

—Es todo el que te concedo. —Miró su reloj—. Si yo estuviese en tu lugar, procuraría aprovecharlo.

Neón Chow asintió con la cabeza. Fue rápidamente abajo, recogió sus cosas y salió del junco.

Jake la observó mientras se alejaba. Era fácil distinguirla entre la muchedumbre. En una convención de modelos, habría interrumpido el tráfico.

Bliss siguió su mirada.

—Jake... —empezó a decir.

Pero él le impuso silencio con un ademán. Vio que Tres Votos subía a cubierta y se acercó a él.

—Ya es cosa hecha —dijo el viejo, que, en todo caso, parecía de peor humor—. Si te importa saberlo, la reacción de Sawyer fue igual que la mía. Pero ha hecho lo que tú has mandado. Los valores Du Long están en el mercado.

—Bien —dijo Jake, y empezó a volverse.

—Zhuan.

—Sí, Anciano Tío.

—Bliss me dijo lo que ocurrió en casa de Gran Charco de Orines y estoy preocupado.

—Todos lo estamos, Anciano Tío.

—No. Quiero decir, por ti.

Jake le observó en silencio.

—Ella me contó lo que le hiciste a Ojo Blanco Kao.

—No tengo que...

—Ella confesó su propia culpa. La tortura...

—Hicimos lo que era en realidad necesario —dijo brevemente Jake—. Nada más.

—Entiendo que hay grandes intereses en juego.

—Temo que más grandes de lo que sabemos.

Tres Votos se esforzó en descifrar las palabras de su sobrino. Sí, pensó, ha cambiado mucho. Su espíritu está muy lejos de todos nosotros. ¿Es esto lo que significa ser Zhuan? Si es así, no lo deseo para mi hijo Número Uno, ni para cualquiera de mis hijos, dicho sea de pasada.

—¿Es verdad que Chen Ju está vivo? —dijo al fin.

—Así parece, Anciano Tío.

—¿Y que Bliss y tú le buscaréis?

—Sí.

Tres Votos suspiró profundamente.

—El Shan es sumamente peligroso.

—Lo sé.

—Ahora es su terreno. El terreno de Chen Ju. Es la sede del poder de nuestro enemigo.

Jake miró profundamente a los ojos del viejo.

—Si no lo hacemos, Anciano Tío, nada quedará realmente para ninguno de nosotros.

—Entonces, debéis ir, Zhuan.

—Cuidaré bien de ella, Anciano Tío. Tu bou-sehk es lo más precioso para mí.

—Mi preciosa gema. —Brillaron lágrimas en los ojos del viejo—. Tenías razón. Los tiempos han cambiado. Más, mucho más de lo que yo me había dado cuenta. Shi Zilin se fue. Tú eres ahora Zhuan. Y mi bou-sehk ya no es una niña. Es difícil de entender.

¿A cuál de las tres cosas se refería? ¿A la primera, a la última, o a todas ellas?

La locura iba en aumento. Estar cerca de Qi-lin era lo mismo que estar próximo a un incendio fuera de control. No era de extrañar, pensó Huaishan Han, que el coronel Hu no estuviese ya entre los vivos.

Dentro de la choza real del general Kuo, Huaishan Han se hallaba sentado como un amorfo montón de grasa. El hecho de tener un hombro más alto que el otro nunca le había preocupado tanto como ahora. Le recordaba constantemente el pozo. O era ella, Qi-lin, quien se lo recordaba.

Sus ojos eran como carbones encendidos. Una vez, Huaishan Han había ido a la caza del tigre en el Norte, lejos de Beijing. Tigres siberianos, bestias enormes y salvajes salidas de una prehistoria que sólo podía imaginar.

La blancura de aquel animal era lo que más le había sorprendido. Presumió que era a causa de la nieve. Había mucha nieve en el lejano Norte. Todavía le parecía estar viendo su propio aliento, como una cosa viva que escapaba de sus pulmones en volutas de plata. Sus cabellos habían quedado cubiertos de escarcha, de manera que parecían prematuramente grises. El frío penetraba incluso a través de su anorak forrado de piel de cordero.

Huaishan Han y el cazador habían pasado tres días siguiendo el débil rastro de un enorme macho. Era como un espíritu: a veces podían oírle resoplar ex gruñir sobradamente. En una ocasión, estuvo seguro de haber incluso olido al animal. Pero nunca le veían.

La última noche en el campamento, habían decidido abandonar. El frío les calaba hasta los huesos y su persecución parecía inútil. Sentados alrededor de la chispeante fogata, sólo hablaron de volver a la civilización, donde podrían tener calor y buena comida.

Huaishan Han despertó en una oscuridad total. La luna llena se había puesto. El viento nocturno lanzaba jirones de escarcha y de nieve a través del campamento como restos de un ejército derrotado.

Oyó un sonido brusco y seco y, al volver la cabeza, se horrorizó al ver el macizo cuarto delantero de la bestia a menos de un metro de distancia. Contuvo el aliento. El miedo era como un ser vivo retorciéndose en sus entrañas. Tenía flojas las piernas y estuvo seguro de que había perdido el control de su vejiga.

Los músculos del cuello del tigre, a la sazón mucho más alto que él, estaban contraídos por la tensión y, al mirarle Huaishan Han con impotente fascinación, el animal sacudió la poderosa cabeza. Oyó un claro chasquido, como el de un árbol seco partido por un rayo, y la pálida cara de su compañero se volvió en su dirección.

Huaishan Han se estremeció a su pesar y el felino levantó la cabezota. Un fuerte resuello bestial, y Han miró directamente a la cara de aquella criatura. Hubo un momento de silencio absoluto. Después, el animal gruñó un poco, dilatando los labios negros para revelar unos largos colmillos manchados de sangre.

Los grandes ojos reflectantes, completamente redondos, amarillos y veteados como cornalinas pulimentadas, brillaban con luz propia entremecedora y luminiscente. Estaban como enquistados en el seno de la noche, resplandecientes de poder, hasta que Huaishan Han estuvo seguro de que sólo él y la bestia existían.

Supo que, dentro de sesenta segundos, estaría vivo o muerto. Supo también que no tenía ni voz ni voto en el asunto. Sabía que, si hacía el menor movimiento, el tigre saltaría sobre él sin previo aviso.

Todo dependía de la bestia. ¡Oh, Buda, que moras dentro de todos los seres vivos! Joss.

Han lanzó un suspiro de resignación y, mirando a la muerte a la cara, vio que le era completamente familiar.

No se sorprendió cuando la bestia le volvió la espalda y se alejó de él y cesó la iluminación, se desvaneció el mundo extraordinario que aquellos ojos le habían revelado, se evaporaron el poder brutal y la infatigable energía. Y aque lia espantosa máquina de destrucción volvió a formar parte de la noche.

Durante muchos años, Huaishan Han había yacido insomne en su cama tratando de descifrar el mensaje que le había enviado Buda a través de aquellos ojos. Por fin, había decidido que era éste: el tigre no mataba indiscriminadamente, pero lo hacía sin el menor remordimiento.

Ahora, tumbado en el polvoriento sillón de mimbre que le había proporcionado el general Kuo, Han miró fijamente los ojos negros de Qi-lin y comprendió que le visitaba de nuevo la terrible máquina de destrucción surgida de su pasado.

Sin poderlo evitar, alargó un brazo y cogió una mano de ella en la suya. Le dio la vuelta y la miró. Parecía muy frágil, pálida y hermosa con sus dedos extraordinariamente largos y finos. Sin embargo, sabía que tenía que ser aquella mano la que había matado al coronel Hu. Recordó la belleza hipnótica de la bestia que antaño había ejercido su atracción sobre él. Le había infundido el deseo de acariciar aquellos ojos aterciopelados. Había hecho que ansiase acercarse más a aquella cabeza poderosa. ¿No poseía esta hembra, nieta de su enemigo, la misma cualidad desconcertante?

Pensar así, creer en este poder, era una locura. Pero la locura había sido compañera constante de Huaishan Han, parte de la negrura total del pozo que permanecía dentro de él mucho después de que el general Kuo hubiese llegado al borde de su mundo y, alargando los brazos, le hubiese sacado de aquel abismo de terror.

Huaishan Han cerró los ojos y se estremeció violentamente. ¡Ay, el pozo! El mundo de los condenados. El general Kuo le había salvado de él, pero Huaishan Han sabía que nunca había logrado escapar del todo. Su corazón estaba encerrado en la angustia absoluta de aquel tiempo interminable. Y ahora, al mirar aquellos ojos felinos tan cerca de su cara, se dio cuenta sobresaltado, de que, aunque el general Kuo lo había sacado de las profundidades de la perdición, él había muerto allá abajo, en el vacío del pozo sin luz.

También se dio cuenta de que nunca había estado tan vivo como en el momento en que había mirado aquellos cálidos ojos de ágata en la noche. Ahora sabía lo mucho que había extraído de aquella máquina de destrucción y, con manos temblorosas y marchitas, atrajo la exquisita cabeza de Qi-lin hacia la suya. Sus mejillas eran cálidas como un sol misterioso ardiendo en la oscuridad, y su piel tenía la suavidad de terciopelo que en sus sueños había imaginado que era propia del tigre blanco siberiano.

Ella lanzó un débil gruñido gutural al hacer Huaishan Han que se pusiese de rodillas delante de él, y él tuvo la aguda impresión de un peligro que emanaba de ella, como si le hubiese aplicado un brillante cuchillo junto al cuello. Tragó saliva convulsivamente e inclinó la cabeza hasta que su frente se apoyó en la de ella.

Sintió la corriente de energía y supo que, si ella levantaba ahora los brazos y le rompía el cuello, no haría nada para impedírselo. Pero no lo haría. Estaba seguro de ello, como lo había estado de todo en su vida.

No, la nieta de su enemigo no le causaría daño, sino que mataría por él. Mataría a Jake Maroc Shi.

Con fervor casi religioso, Huaishan Han apretó los labios sobre la frente de ella y, por un breve instante, el horror del pozo se desvaneció en su conciencia.

La girándula se elevó en el negro cielo, irradiando luz.

—Alguien —dijo Threnody— es muy entendido en fuegos artificiales.

Podían oír los estampidos y el chisporroteo propios de aquel espectáculo. Pero, en lo alto del monte, estaban muy lejos del lugar de donde provenían.

—Cuando venga el muchacho —dijo Simbal— tendré que irme.

Threnody percibía la amenaza por el tono de la voz. Estaban en un café al aire libre. Hacía aún tanto calor que estaba sudando sin hacer nada. Encontraba aquel clima intolerable y se preguntaba cómo podía gustarle este lugar a Simbal.

—No he venido para hablarte de Peter Curran. Habría podido transmitir esta información por télex o enviar a Mo-nica.

Había una gran estatua de Buda cerca de allí, como solía haberla en casi todos los lugares de Birmania. La figura estaba sentada, con la palma de la mano izquierda vuelta hacia arriba sobre la falda y la derecha descansando con la palma hacia abajo sobre la rodilla derecha, y con las puntas de los dedos tocando el suelo.

—En realidad —siguió diciendo Threnody—, me alegro de que estés furioso conmigo. Esto demuestra que estás en forma. —Levantó su empañado vaso de cerveza y be bió—. No quisiera pensar que te he juzgado mal después de tan largo tiempo.

Threnody parecía muy seguro de sí mismo y esto interesaba a Simbal. No era su territorio y, según le parecía, Threnody no era un buen viajero. Tenía débil el estómago y era propenso a pillar todos los parásitos locales y cosas parecidas. Al menos esto era lo que decían todos en la DEA cuando Simbal había estado allí.

—Dime una cosa, Max —dijo—. ¿Sabías que Peter Curran estaba vivo?

—¿Cómo iba a saberlo? —dijo Threnody.

—¿Ves aquel Buda? —dijo Simbal—. Tiene muchos siglos de antigüedad. Las incrustraciones de la base son diamantes. En muchos templos, los birmanos trabajan jornadas enteras para restaurar el pan de oro desgastado a lo largo de los años por los devotos que tocan la imagen para pedirle suerte. —Vertió una botella de cerveza en su vaso—. Éste está en la mudra Bhumispara. Está llamando a Vasum-darhi, la diosa de la tierra.

—No sabía que Buda necesitase ayuda —dijo seco Threnody.

—Según la leyenda —prosiguió Simbal—, Mará, el dios de la destrucción, trató primero de destruir el poder de Buda lanzando un ejército de furiosos demonios contra él, y después, al fallar esto, envió a sus tres hijas, Deseo, Placer y Pasión, a tentarle.

Threnody había terminado su cerveza. Empujó el vaso hasta el centro de la mesa y lo dejó allí, como una barrera entre los dos.

—¿Es así cómo tú me ves ahora, Tony? ¿Como Mará, el dios de la destrucción, que ha venido a aplastarte?

Simbal guardó silencio. Recordaba demasiado la advertencia de Rodger Donovan sobre Max.

—Hoy soy un mensajero. Solamente un portador de malas noticias. ¿Quieres escuchar lo que tengo que decir?

—Muy bien.

Threnody se inclinó hacia delante. Los fuegos artificiales teñían su casa de rosa y oro, y los colores resbalaban por ella como un maquillaje que se desvaneciese.

—Quiero decir escuchar de veras, Tony. Hasta el amargo final. Aunque haya cosas que no quisieras oír. Yo fui tu oficial en algunas situaciones bastante peliagudas. Siempre te saqué de ellas con el pellejo entero. Siempre conseguí salvar el pellejo a mis agentes.

—Pero no sus mentes —dijo Simbal.

Pero sabia que Threnody tenía razón. Su gente era siempre lo primero para él. Sus superiores le exigían mucho, pero nunca permitía que sus agentes pagasen las consecuencias. Esto no era corriente. Había muchos oficiales que, para hacerse famosos, aceptaban toda clase de riesgos para sus agentes, con tal de que se cumpliese una misión.

—Olvidas —siguió diciendo Simbal— que ahora trabajo para Rodger Donovan.

—Donovan, sí. Tu propio contacto personal en la red del viejo.

Simbal le miró.

—¿Crees que ésta es la razón de que me ofreciese el trabajo?

—Dios mío, no. Pero es un factor, Tony. Tal vez un factor crucial. Creo que Donovan piensa que, llegado el momento decisivo, le permanecerás fiel, pase lo que pase.

—¿Porque nos criamos juntos y fuimos juntos a la escuela?

—No menosprecies la red, Tony. Cumplisteis juntos los ritos de la juventud. Éste es un lazo difícil de romper.

—Con todo esto, no me has dicho una palabra acerca de Curran y Bennett —dijo Simbal.

—Te estoy agradecido, Tony. Gracias a ti lo hemos encontrado. Yo te di el motivo, ¿lo ves? Eres un tipo muy caballeroso; sabía el efecto que te produciría la noticia de la muerte de Curran.

—¿Y no te preocupó el efecto que había de producir a Monica?

—Créeme, Tony, si te digo que Monica está mucho mejor pensando que ha muerto que sabiendo la verdad acerca de él.

—¿Crees que tienes que representar el papel de Dios?

Threnody hizo caso omiso de esto.

—Sabía que, cuando te hubiese dado un motivo suficiente, te lanzarías de cabeza en este follón. Encontraste a Bennett. Tú fuiste siempre mi mejor bulldog, Tony. Más de una vez me costó gran esfuerzo retenerte. " —Hice más que encontrarles, Max —dijo Simbal—. Curran y Bennett están metidos en algo mucho más importante que la DEA, incluso más importante que la Cantera. Tengo algunos hechos, pero no conducen a nada concreto. Antes de morir, Run-Run Yi consiguió decirme varias cosas. Que el diqui está transportando armas alrededor del mundo. No para su reventa, sino para ser almacenadas. Yi dijo que estas armas antipersonales tendrán el poder de destruir el mundo. También llamó a Bennett el jinn que abre la puerta. ¿Sabes lo que quiso decir con esto, Max?

—Lo único que sé es lo que te he dicho —dijo Threno-dy—. La cuestión es que me costó mucho obtener la conformidad para esta sesión. Había muchas...

—Entonces, no se trata de Curran y Bennett —le interrumpió Simbal—. Nunca se ha tratado de esto.

—¡Oh, sí! Bennett y Curran son una cuestión. Rodger Donovan es otra.

—¿Quién tuvo que aceptarme para esta sesión? —preguntó Simbal.

—El presidente.

—¿El presidente de qué?

Threnody suspiró.

—De los Estados Unidos. Esto viene directamente de la cumbre, Tony.

Simbal miró a su antiguo jefe.

—¿Qué tienes tú que ver con el presidente de los Estados Unidos salvo recoger medallas para tus agentes en ceremonias secretas, de vez en cuando?

—Ahora trabajo para él. Parte del tiempo. Por eso puedo dirigir a gente del SNIT como Martín. Estoy medio retirado de la DEA.

—¿Desde cuándo? —dijo escépticamente Simbal.

—Aproximadamente desde hace un mes después de la muerte de Henry Wunderman. ¿Crees que una cosa así se olvidaría tan fácilmente?

—¿Y la DEA?

—Para mi gente —dijo Threnody—, sigo trabajando todo el tiempo allí. Saben que estoy preparando a Boxer como mi sustituto eventual.