III. FORMACIÓN

VIVARTA

Jiao / Hong Kong / Miami / Kyoto / Moscú Beijing / Washington / Karuizawa

En medio de la tormenta, con el dolor que la embargaba, Qi-lin pensó: Soy un animal. He sido un animal durante meses interminables. Si he de sobrevivir ahora, debo convertirme en un ser civilizado.

Pero esto era más fácil de decir que de hacer. Qi-lin se llevó una mano a la moradura del cuello, que era como el beso ardiente de un vampiro, en el sitio donde había hundido el coronel Hu el pulgar y, en su furia, le había roto la clavícula. Le dolía todo el cuerpo, pero ella estaba acostumbrada al dolor.

El dolor era su amigo, su único compañero constante, mientras que el coronel había querido convencerla de que lo negro era blanco, el amor era odio, el dolor era sentimiento y la comodidad falta de sentimiento; de que la muerte era la vida.

Empleando prona, respiración profunda, recluyó el dolor en un compartimiento específico de su mente, mientras comprobaba el funcionamiento de su brazo. Podía moverlo bien, si no lo levantaba por encima del codo. A más de esta altura, podía sentir el roce de las puntas del hueso fracturado y el brazo se entumecía desde el hombro hasta las puntas de los dedos, lo cual significaba que había un nervio lesionado. Era lo bastante inteligente para comprender que tenía que acudir a un médico.

Esto, pensó, no sería problema. Lo difícil sería eludir sus preguntas.

Pero primero debía ocultarse en el bosque. Necesitaba descansar, pero se daba perfecta cuenta de que era una fugitiva. A pie y con este tiempo, no podría recorrer mucha distancia sin desmayarse.

Sus perseguidores lo sabían y sin duda habían calculado ya un círculo cuyo centro sería el campamento del que ella había huido. Dondequiera que fuese, acabarían por encontrarla. Por consiguiente, la cuestión era no caer en la trampa tratando de anticiparse a ellos. Era mucho mejor tratar de burlarles.

Miró hacia arriba y la lluvia cayó sobre sus temblorosos párpados. Comprendió lo que tenía que hacer. Tenía que usar ambas manos, levantando los brazos por encima de la cabeza. La alternativa era la muerte.

Apretó los dientes y, alzando los brazos, se agarró a una rama. Dejó de tocar el suelo del bosque y trepó entre el follaje del árbol. Se tendió sobre una gruesa rama, tal vez a ciento cincuenta metros del suelo, y sujetándose el brazo dolorido, se sumió en un descanso profundo y sin sueños.

Cuando se despertó, era casi el amanecer. Oliendo el aire, descendió del árbol, balanceándose y medio deslizándose. Oyó voces y se quedó inmóvil, aferrándose al tronco hasta que aquéllas se perdieron a lo lejos. Entonces acabó de bajar y salió de allí lo más rápidamente que le fue posible.

A poco más de dos kilómetros entró en una casa de campo y hurtó alguna ropa y un poco de comida. Sabía que esto equivalía a dejar un rastro que podía ser seguido por los perros, pero no tenía alternativa.

Uniéndose a un grupo de mujeres que trabajaban en unos vastos arrozales, Qi-lin trabajó todo el día arrancando los tiernos tallos de arroz y, al terminar la jornada, la llevaron en un ruidoso y herrumbroso camión. Hizo amistad con una mujer y, habiéndose enterado de su nombre, se trasladó a otra parte del campo después del almuerzo, presentándose como una cuarta prima de aquella mujer. Nadie pareció curioso y tuvo que contestar pocas preguntas.

Había anochecido cuando llegó a la ciudad, donde las viviendas tristes y sin adornos, parecidas a barracones, se alienaban en una formación que hubiérase dicho militar. Durante el trayecto, pasaron por delante de una serie de talleres y de grandes fábricas, de fundiciones de hierro y otras instalaciones similares. Encontró la casa del médico y llamó a la puerta. Dado lo avanzado de la hora, tuvo que esperar varios minutos. Al fin se abrió un ventanuco del segundo piso y asomó una cabeza. La luz de un farol se reflejó en unas gafas redondas y con montura de acero. Al cabo de un momento, una mano la llamó desde la esquina.

Qi-lin siguió las instrucciones y entró por una pequeña puerta oculta en las sombras de un callejón.

—¿Hermana Menor?

Era un hombre sencillo, patizambo y barrigudo. Llevaba una chaqueta anticuada y unos pantalones que parecían de pijama. Le temblaba su largo bigote cuando hablaba, tenía la boca pequeña, en concordancia con su suave voz. Sus gafas brillaban a la luz de la lámpara, y sus reflejos rebotaban en las paredes como mariposas asustadas.

Ella hizo una profunda reverencia, intuyendo que esto le impresionaría.

—Anciano Tío, te pido mil perdones por venir a esta hora. Esta mañana, temprano, resbalé sobre una raíz al entrar en los campos de arroz. —Se tocó con la punta de un dedo la magulladura debajo de su cuello—. Creo que me rompí un hueso.

El viejo cargado de espaldas chascó la lengua.

—Entonces, hubieses debido venir en seguida.

Qi-lin abrió mucho los ojos.

—Oh, no pude. Anciano Tío. No podía perder ni una hora de mi salario. Mira, mi hijo, que sólo tiene tres años, está muy enfermo. En el hospital. Yo debo viajar constantemente para verle. Siempre está llamando a su madre. Tendría que estar a su lado, ¿verdad? Pero tengo otros hijos a los que mantener, Anciano Tío, y ningún hombre que alimente a la familia.

—Pero seguramente el Estado...

—El Estado, ¡el Estado! —gritó, irguiéndose, ella—. Yo no quisiera ser una huérfana del Estado, ni toleraría este destino para mis hijos.

—Ah, Pequeña —dijo el médico—, ya sabes lo que dijo Confucio acerca del orgullo. —Pero estaba visiblemente conmovido. Se acercó arrastrando los pies—. Ahora déjame ver si tu lesión es importante.

Qi-lin observó cómo le desabrochaba la blusa y empezaba su trabajo.

—Dime, por favor, dónde estoy exactamente, Anciano Tío.

—Estás un poco más allá del shen dao, el camino del espíritu, la Vía Sagrada por la que bajaron los emperadores Ming al ser enterrados. Camino de la tumba. —Sus manos eran ligeras y hábiles. Sin embargo, la hizo gemir al palparla y chascó de nuevo la lengua—. Este pueblo es conocido por el nombre de Jian-zhuang-hu. Tal vez habrás oído hablar de él. Tiene un lugar importante en nuestra Historia moderna.

«Durante la guerra, nuestros campesinos construyeron una red de pasadizos subterráneos para ocultarse de los invasores japoneses y espiarles. Todavía se conservan hoy en día, como un monumento al ingenio y al valor de la mente china.

Hizo una breve pausa, se volvió y, después de limpiar la zona con alcohol, insertó dos largas agujas en la carne. El dolor desapareció inmediatamente. Qi-lin le miró y él le dijo:

—Ahora tengo que componer la fractura, Pequeña. Será mejor que mires a otra parte.

Qi-lin rió tan fuerte para sus adentros que casi empezó a llorar de nuevo. ¡Oh, viejo, pensó, si supieses la cantidad de sangre que he visto! Mucha más, en mis pocos años en la tierra, de la que puedes haber visto tú. Pero desvió la mirada, porque él lo deseaba.

—Bueno —dijo el viejo, al cabo de un rato—. Ya está. Empezó a aplicar una cataplasma de hierbas, sujetándola con cinta adhesiva; una verdadera mezcla de lo antiguo y lo moderno. Entonces se inclinó sobre un hornillo de gas y empezó a calentar agua.

Ella observó cómo destapaba botellas, jarritas, frascos, y vertía ora un líquido, ora unos polvos, en la olla de encima del hornillo. Sacó un objeto sólido de un recipiente, cortó un pedazo y lo molió en un almirez. Después lo arroió también en la olla. Tarareaba un poco, mientras trabajaba.

Después de obligarla a engullir el maloliente brebaje, cruzó la habitación y se sentó a la pequeña y sucia mesa. Tomó una pluma y sacó una hoia de papel que parecía oficial.

—Ahora, Hermanita, debes decirme tu nombre, dirección y número de la cartilla de trabajo.

Qi-lin sabía que las dos primeras cosas no planteaban ningún problema inmediato, pero la tercera era imposible. Él le pediría que le exhibiese sus documentos. Y esto, desde luego, no podía hacerlo. Además de la reducción de la fractura, era ésta la razón de su verida aquí. Ahora aue estaba de nuevo en el borde de la civilización, necesitaba los documentos adecuados para moverse en libertad. Y esto no era fácil para una fugitiva en la China comunista.

—Los túneles —dijo, bajando de la mesa de reconocimiento.

—¿Qué?

—Ese famoso laberinto subterráneo de que me hablaste. —Se le acercó cautelosamente—. ¡Es tan ingenioso! Me gustaría visitarlo. ¿Quieres llevarme?

—¿Cuándo? ¿Ahora?

—Claro que sí. —Procuró que su voz pareciese llena de entusiasmo—. Es la hora mejor. ¿No era cuando nuestros antepasados se metían en los túneles para espiar a los japoneses?

—Bueno, sí, pero...

—Sería estupendo verlos a la luz del día. —Sonrió—. Pero ahora necesito alguna distracción para no pensar en mi hombro.

Después de una breve vacilación, el hombre asintió con la cabeza.

—Está bien.

Ella había pulsado los botones adecuados. El coronel Hu se habría alegrado de saber que una parte importante de él seguía viviendo dentro de ella.

El médico le indicó el camino. Encendió una antorcha de magnesio cuando la escalera del sótano terminó delante de una pared desnuda. Apretó algo, una irregularidad de la formación rocosa, y pasaron por la abertura.

En la centelleante penumbra, ella dijo:

—Quiero que me muestres el camino de Beijing.

Él se detuvo. La miró con sus ojos lacrimosos.

—En la capital necesitarás papeles —dijo.

—Entonces, tú me los proporcionarás.

Él se encogió de hombros.

—No soy un falsificador, Hermanita.

Qi-lin sonrió.

—Vi la fotografía de ella sobre tu mesa. Vi sus zapatos de vestir en un rincón de la habitación. —Sus ojos eran ahora acerados—. Tu hija.

Él levantó la antorcha y las sombras bailaron como locas en las húmedas paredes.

—¿Quién eres?

—Soy china —dijo ella—. Y no soy china.

Él percibió un tono desafiante en su voz.

—Tú no eres de por aquí.

—No.

—No eres del continente.

Ella le miró fijamente.

—Taiwan.

Ella se echó a reír.

—No soy el enemigo. Ni el Kuomintang.

—Pero no vacilarías en matarme.

—Anciano Tío —dijo ella—, tú no quisieras haber vivido mi vida.

—«El cielo no puede dejar de ser alto, la tierra no puede dejar de ser ancha. El sol y la luna no pueden dejar de girar y todas las cosas de la creación no pueden dejar de vivir y crecer» —dijo, él citando a Lao-tsé.

—Entonces me darás los papeles de tu hija.

—Es inútil disputar. —El médico la miró frunciendo los párpados—. Veo que todavía tienes que aprender esta lección. —Asintió con la cabeza—. Eres más vieja que yo, Hermanita; sí, lo veo. Cedo a tu deseo.

La llevó de nuevo a su despacho y le dio todos los documentos de identidad que necesitaba para ir por el mundo. Volvieron al laberinto y la condujo hasta el borde occidental de aquella red de túneles.

—Aquí —dijo, señalando una desvencijada escalera de madera—. Cruzando el bosquecillo de abetos, encontrarás una carretera. Hay en ella mucho tráfico rodado. Sin duda te llevará a tu lugar de destino.

—Todavía podría matarte —dijo Qi-lin.

—Sí.

—Has visto mi cara. Conoces la dirección en que viajo.

—También he visto la cara del zorro detrás de mi ventana —dijo él—. Sé la dirección en que sopla el viento. Otros buscan activamente lo que yo ya sé, pero no lo encuentran.

—¿Por qué?

La mirada de él era penetrante, y Qi-lin comprendió, con un ligero estremecimiento, que había en aquel hombre mucho más de lo que había imaginado.

—No siguen el Tao —dijo—. Luchan, y, por tanto, otros luchan contra ellos.

—Como yo.

—Tú has matado antes de ahora, Hermanita. Veo la muerte en tus ojos.

—He matado para sobrevivir.

—Y al hacerlo así, te has matado a ti misma —dijo suavemente.

Ella resopló, a pesar del creciente dolor que le atenazaba el corazón.

—Quieres que crea que deseas ayudarme.

—No tengo tanto poder, Hermanita.

—Pero no me crees —insistió ella—. Maté por necesidad.

—¿Ah, sí?

El dolor era intenso dentro de ella; la negrura tratando de abrumarla. Era la negrura, mejor dicho, el miedo a ésta, lo que la había inducido a matar al coronel Hu.

—Él era mi creador. —Su voz era ahora un murmullo, ronco e irreal—. Y le destruí.

El viejo observaba con sus ojillos negros y brillantes. Su semblante no reflejaba la menor emoción. En cambio, la angustia de ella era evidente.

—Él me rehízo, tomó el barro esencial y... me transformó.

—Y ahora se ha ido.

—Ahora soy libre.

—Tú misma puedes ver lo desatinadas que son estas palabras.

Qi-lin no dijo nada. Sabía que podía matarle aquí mismo, y asunto terminado. Respetarle la vida era arriesgarse a dejar un rastro claro detrás de ella, a la luz de la luna.

—Tal vez fue esto le que hizo tu creador —dijo el viejo—. Convertirte en el soldado que veo ante mí. ¿Debo decirte que los soldados son instrumentos del mal? El Tao conoce el Camino. El que controla a otros posee recursos musculares. La fuerza perdurable es la que nace de dominar el propio carácter.

Ella se llevó una mano a la dolorida cabeza.

—Ni siquiera recuerdo para qué me estaba instruyendo. Algo viene y se va. Una sombra en la pared...

Algo paso por su semblante.

—Lo que te han hecho a ti, tal vez ni siquiera el Tao puede cambiarlo.

Sombras persiguiendo sombras. ¡Aquel dolor en su cabeza! Y después de las sombras, la negrura. Qi-lin lanzó un grito ahogado y se golpeó un lado de la cabeza con el puño.

—Eres peligroso —jadeó—. A través de ti, pueden capturarme.

—Entonces, debes procurar que esto no ocurra.

Lo dijo con tanta franqueza que Qi-lin se quedó estupefacta.

—¿Acaso la muerte no significa nada para ti?

—¡Oh, sí! —dijo él—. Significa algo para mí, pero es insignificante en comparación con los ríos que van a dar en la mar.

—¿Qué quieres decir?

¡Él estaba tan sereno!

—Los que son capaces de renunciar a la acción, tanto como de iniciarla, durarán mucho tiempo. Todos los otros están condenados a morir jóvenes.

Qi-lin le miró durante largo rato. Se daba cuenta de que le palpitaba el corazón, de que la sangre fluía por sus venas. El centelleo y los chasquidos de la antorcha de magnesio, próxima a apagarse. Sombras extendiéndose por todos lados, subiendo por las húmedas paredes curvas, encontrándose en la bóveda del techo. Todos los otros están condenados a morir jóvenes.

Le echó una última mirada, grabándole en su mente, mientras guardaba los papeles debajo del cinturón. Subió la desvencijada escalera, fuera de aquella luz inconstante. No le mataría. ¿Era una victoria o una derrota? Desde la oscuridad dijo:

—Adiós, Anciano Tío.

—Acuérdate de los ríos que van a dar en la mar —dijo él al espacio que ella había dejado vacío.

Cuando Bliss cerró los ojos, vio la gema. Su fuego brillaba en el seno del océano, rojo, oro, con un destello de bronce. Y pensó: ¿Por qué es tan importante este ópalo?

Se despertó a bordo del junco de su padre y, al oír voces, se envolvió en su ropa y salió del camarote. Caminó descalza por el pasillo. Le parecía haber oído aquellas voces en sueños, que ellas habían sido, en realidad, la causa de que se despertase. Pero eran tan bajas que casi no podía creer que hubiese sido así.

Sin embargo, ¿era más extraño que las imágenes que le acometían desde la muerte de Zilin? Ella, aplicando la suave almohada sobre la cara demacrada de aquél, apretando hacia abajo mientras otra voz, ¡la voz de él!, le ordenaba que hiciese lo que nunca había pensado que podría hacer.

Buda te perdonará, bouh-sehk, le había dicho él, como yo te perdono. Pero, ¿podría ella perdonarse alguna vez? Ésta seguía siendo una pregunta a la que no hallaba respuesta.

Voces en su cabeza como el paso del tiempo: una semana, un mes, un año. Los eones le hablaban mientras dormía su mente consciente. A veces tenía la impresión de que toda una hueste residía en los recovecos de su mente. No estaba sola. Y no tenía miedo.

Zilin, el Jian, estaba con ella. Había muerto, sí, y ella había sido su verdugo. Lo que había pasado entre ellos en el momento en el que el ser mortal de él había dejado de funcionar, no habría sabido decirlo. Tal vez, pensaba ahora, habían pasado ambos, de alguna manera, a través de la membrana resonante de da-hei, la gran oscuridad. Y, ¿quién sabía qué transformación se había producido en quel espacio mágico, arcano?

De una cosa estaba Bliss segura: esto (fuera esto lo que fuere) era parte del plan de Zilin. Él sabía que iba a morir y había querido que ella le acompañase en aquel momento. ¿No la había adiestrado para esto? ¿No la había traído otras veces a da-hei? Como prepración. Ahora estaba segura de ello. Como preparación.

¿Para qué?

—... es, como puedes ver, de una calidad excepcional. —Ahora oyó a su padre más cerca, hablando en tono bajo—. Un gran fuego rojo, un ejemplar soberbio.

—Australiano, ¿verdad? —dijo Danny, el tercer hijo.

Era muy tarde, casi las cuatro de la mañana.

—Quiero que descubras dónde fue comprado.

Bliss estaba en la puerta del camarote, apoyadas las puntas de los dedos en la madera, captando las vibraciones de la conversación. Todavía medio inmersa en da-hei, consciente de que su lugar estaba dentro del camarote y no en el pasillo.

—¿Padre?

Tres Votos levanta la cabeza y Danny vuelve la cara, redonda, muy parecida a la de su padre.

—Bou-sehk. ¿Estás bien?

Una pregunta que le hacía constantemente estos días, con una preocupación en el semblante que a ella le producía angustia. Pero, ¿cómo explicarle lo que ocurría en su interior, cuando ni ella misma lo sabía?

—Sí —dijo—. Estoy bien. Estaba soñando en una joya muy grande, un ópalo de fuego que resplandecía con una llama carmesí.

Baió la mirada y vio en el centro de la mesa el obieto de su sueño, el ópalo, inconfundible. Y antes de que cualquiera de los hombres pudiese decir o hacer algo, alargó la mano entre ellos y agarró la piedra.

—Bou-sehk...

—Te pido mil perdones por interrumpirte, padre, pero creo haber visto antes este ópalo. —Haciendo un esfuerzo, levantó la mirada de aquel fuego intenso—. Oí que pedías a Danny que descubriese dónde había sido comprado. ¿Es importante?

Durante un momento, Tres Votos pensó en mentirle para su propio bien. Estaba preocupado por ella, pero se sentía incapaz de decidir lo que tenía que hacer para ayudarla. Ahora, al ver en sus ojos aquella mirada que conocía tan bien, hizo lo único que podía hacer: contarle la verdad.

—Jake me lo dijo antes de partir para el Japón. La noche en que Zilin fue asesinado, le siguió una agente que impidió que llegase al junco a la hora que había proyectado.

—¿Estaba enterado Zilin de su llegada?

—Creo que sí.

Bliss contemplaba fijamente el ópalo y le daba vueltas con las delicadas puntas de los dedos. El fuego se dividía y se unía de nuevo. Bliss creía ver el semblante del Jian en su acuoso fulgor.

—Bou-shek...?

—Padre, quisiera ser yo quien...

—Ni hablar de ello —dijo enérgicamente él, temiendo por ella—. Es Danny quien debe hacerlo. Él...

—¿Quieres tenerme aquí como una prisionera?

—¡Qué tontería! —protestó Tres Votos—. Eres libre para ir donde quieras y cuando quieras.

—Con tal de que me acompañe mi hermana Ling —dijo Bliss. Y al no obtener respuesta, añadió—: Como una paciente.

—Yo no... —Se interrumpió y se volvió a su tercer hijo—. Danny, déjanos solos, por favor.

El joven asintió con la cabeza y, cuando hubo cerrado la puerta a su espalda, Tres Votos dijo:

—Buo-sehk, bou-sehk, ¿qué quieres que haga? ¿Exponerte a un peligro conocido, cuando todavía no estoy seguro de tu buen estado físico?

—El único peligro —dijo ella, con irritación— es que me moriré de inacción y de inquietud por Jake. Esto es lo que tú me has impuesto.

Tres Votos sacudió la cabeza.

—Creo que ni tú misma sabes lo que anda mal en ti.

—Nada anda mal en mí. —Fue como un rugido del incipiente poder de da-hei—. Pero tienes razón, no soy la misma de antes de... morir mi padrino. —Se sentó en la silla donde había estado Danny y se pasó una mano por los cabellos—. Shi Zilin era mi último eslabón con mi pasado. Su mentor, el primer Jian, era mi bisabuelo. Mi madre acudió a Shi Zilin los días en que estaba más necesitada. De no haber sido por él, tal vez no habría yo nacido. Y, ciertamente, nunca habría venido a Hong Kong, nunca te habría tenido a ti como padre.

»Sí, soy diferente y no lo niego. Hay un vacío donde había antes energía, una conexión. Acepto su muerte, padre. Fue voluntad de Buda. Joss. Pero tuvo que afectarme. No soy la misma, ni puedo pretender serlo.

—Nadie te pide que lo seas —dijo afectuosamente él.

—Entonces...

Tres Votos contempló a la joven a quien había criado y se extraño del inmenso amor que sentía por ella.

—No te sacrificaré al servicio del yuhn-hyun.

—Esto es ya cosa hecha —dijo ella—. Tomaste aquella decisión hace mucho tiempo, padre. Tú rne instruíste. Ahora, por favor, deja que haga aquello para lo que fui adiestrada.

—Lo lamento...

—Demasiado tarde para lamentaciones, padre.

Y Tres Votos comprendió la lógica de sus palabras. Por consiguiente, capituló y le dio toda la información que Jake le había transmitido con referencia al ópalo de fuego.

Cuando hubo terminado, Bliss sonrió, se inclinó y le besó en la mejilla. Al mismo tiempo, cerró los dedos sobre la piedra.

Jake oyó voces. Los muertos le estaban gritando al oído. Sus huesos crujían, dándole dentera; sus mandíbulas desnudas se cerraban con un chasquido, como la boca de un caimán; sus dedos escarpados señalaban, como antenas de insectos.

Su mensaje parecía importante; por esto, presumía él, seguían gritando: Jake no dijo nada, y el discurso continuó con la misma intensidad.

Se preguntó qué podía ser aquella cosa tan vital. La cacofonía empezaba a irritarle. Si estaba muerto, no había motivo para tanta urgencia. Si no lo estaba...

La negrura adquirió un tono de carbón de leña, y una ráfaga de polvo le dio en la cara. Empezó a atragantarse con el humo al girar el ambiente a gris, fundiendo la luz.

Sangre y piel, jirones de carne brillando bajo el torrente carmesí provocado por la entrada del «Bison» en la casa de Mikio. El impacto...

Abrió los ojos.

... arrojando el cuerpo de Mikio contra el suyo; tiras de piel formando chillones y sedosos dibujos con el quimono; el gran kamon trilobulado, el blasón de Komoto, haciéndose pedazos. El impacto.

Abrió los ojos y vio que yacía en una habitación de cedro pulimentado.

...despedazando el cuerpo de Mikio, pegado al suyo; el calor de una roja cortina de fuego, y, por fin, un instante antes de perder el conocimiento, la horrible visión de lo que quedaba de la cara de Mikio, solamente sangre y hueso ensangrentado, rosado y brillante, como una máscara de la muerte haciendo muecas.

Vio una hilera de shoji, abiertas en parte (¿era el verde de los árboles lo que había más allá?) y, al otro lado de la habitación, una fusuma cerrada, una puerta de madera con una aplicación de seda bordada en el centro. Mientras observaba, se abrió sin ruido, deslizándose sobre su riel. Oyó que un pájaro empezaba a gorjear..., ¿en los árboles de fuera? No podía estar seguro de nada; sus sentidos todavía llenos de las impresiones causadas por la explosión, por el peso de Mikio gravitando sobre él, un cuerpo humano deshaciéndose bajo la tensión de fuerzas demasiado poderosas para oponerles resistencia.

¡Mikio, amigo mío!

Un pasillo de sombras abriéndose ante él, y Jake frunció los párpados al entrar una figura en la estancia. Silenciosamente, calzados los pies con tabi, se acercó y se inclinó sobre él.

Jake levantó la mirada, deseando que se desvaneciesen los fantasmas de cordita y humo, que cesara el ruido blanco de la explosión en sus oídos, y vio aquella cara que conocía tan bien.

—¡Mikio-san!

Lo primero que pensó Andrew Sawyer cuando empezó aquello fue: Tengo que encontrar al Zhuan.

Después, sabiendo que aquello era imposible, ya que no tenía idea de dónde estaba el Zhuan, agarró el teléfono en su cubículo y marcó el número de Tres Votos. Abajo, la sala de Hang Seng, la Bolsa de valores de Hong Kong, era un torbellino de actividad. Como en un pozo lleno de agitadas serpientes, el movimiento era continuo y frenético.

Sawyer metió una mano debajo de su chaqueta y despegó la cara camisa de seda de la húmeda piel. Estaba manchada, empapada en sudor. Maldita sea, pensó ansiosamente mientras sonaba el timbre en el otro extremo de la línea, ¿dónde diablos estás?

Su mirada nerviosa oscilaba como un péndulo desde los números del alto tablero hasta la bulliciosa actividad alrededor de Peabody, Smithers y Tung Ping An, dos de las más importantes agencias de inversiones en Bolsa. Las señales eran inconfundibles en ambos sectores.

Al fin cesaron los zumbidos y Sawyer respiró.

—Weyyyy.

—Ya ha empezado —dijo—. Está ocurriendo lo peor.

—¿Dónde estás?

—En el Hang Seng.

—¿Tan mal es la cosa?

—Peor que mala. Si solamente fuese mala, me iría tan contento a casa.

—Iré en seguida —dijo Tres Votos.

—¡Dios mío! —dijo Sawyer, ya cortada la comunicación.

Colgó el aparato con manos ya entumecidas por la impresión y el miedo.

Junto a él, su ayudante le pasaba continuamente hojas de papel con los datos de los últimos quince minutos sobre transferencias y movimientos de valores.

Todos apuntaban en el mismo sentido, como habían hecho desde que se había abierto la Bolsa aquel día: paquetes de diez mil acciones de «ínterAsia» estaban siendo comprados a intervalos esporádicos por las dos agencias, Peabody, Smithers, y Tung Ping An. Lo más extraño era que los paquetes no eran desembolsados.

Como «InterAsia» era una empresa relativamente nueva, y dada la volubilidad del Hang Seng, las grandes fluctuaciones en los precios y en las ventas y las compras no eran extrañas durante la actividad bursátil del día. También era corriente que Sawyer, vigilante nominal de la Bolsa por cuenta de «InterAsia», registrase todas las compras de paquetes de más de mil acciones. Su organización comprobaba para quién compraban los agentes, aunque con frecuencia esto conducía solamente a corporaciones que eran otros tantos testaferros.

Los desembolsos, tanto como las órdenes de compra y venta, daban a Sawyer y a los otros miembros importantes del yuhn-hyun el pulso del mercado y hacía que la compleja corporación marchase sobre ruedas.

Pero hoy, aquellas agencias de Bolsa habían comprado entre las dos cerca de setenta y cinco mil acciones de «InterAsia» y, sin embargo, no constaba que hubiesen hecho el menor desembolso. Esta circunstancia, más que cualquier otra, había puesto de punta los nervios de Sawyer. «InterAsia» sufría un ataque corporativo.

Pero ¿de quién?

Oyó detrás de él un ruido lo bastante fuerte como para sacarle de sus nerviosas reflexiones. Se volvió en redondo y apretó dolorosamente los dientes. Tres Votos estaba subiendo a toda prisa. El viejo chino estaba muy pálido. Gotas de sudor brotaban de su ancha frente.

—Malas noticias —dijo jadeando, al entrar en el cubículo.

El ayudante de Sawyer tuvo que salir para darle cabida en el reducido espacio.

—¿Peores que ésta? —Sawyer extendió la mano, como abarcando la atestada sala de abajo—. Me parece que no adviertes la gravedad de...

—«Southasia» —le interrumpió Tres Votos—. La noticia del escándalo circula por toda la Colonia.

—¡Madre mía! —Sawyer se derrumbó en su silla. Al cabo de un momento, empezó a temblar—. ¿El Banco?

—Ha empezado la carrera —dijo Tres Votos—. A menos que podamos atajarla en seguida, no tendremos fondos suficientes para cubrir las demandas de los depositantes.

—¡Maldita sea! —Sawyer vio que toda su vida, todo el trabajo, todos sus sudores, toda la abnegación con que había convertido a «Sawyer & Sons» en una de las casas comerciales más importantes del Lejano Oriente, habían sido en vano. Todo aquello, ¿para quién?, se preguntó. ¿Para que acabase en un desastre? ¡Dios mío, no! Sus ojos febriles se fijaron en los del otro—. Podemos perder «Southasia» e «InterAsia» la misma semana.

—¡Que les den por el saco a todos nuestros enemigos! —gruñó Tres Votos—. Esto significa que perderíamos el control de «Pak Han Min» y de «Kam Sang». Precisamente lo que mi Hermano Mayor me dijo que no podíamos permitir.

—¿«Kam Sang»? —exclamó Sawyer—. En nombre de la Santísima Trinidad, ¿a quién puede importarle un bledo un proyecto que se está desarrollando a casi mil kilómetros de aquí y del que no sabemos nada? Son nuestras propias empresas comerciales las que están ahora en peligro. Si «ínterAsia» es cogida por sorpresa, habremos trabajado toda nuestra vida para nada. ¿Lo comprendes, honorable Tsun? ¡Para nada en absoluto!

—Nos diste un buen susto, yumi-tori.

El que lleva el arco. Era un título honorífico que se daba a un guerrero distinguido, a un maestro arquero. ¿Quién le llamaba yumi-tori? —¿Mikio-san?—. ¿Quién podía saber que él era un kyujutsu sensei, salvo...?

—¿Eres realmente tú?

Se incorporó para ver más claramente aquella cara bajo la luz que se filtraba en la habitación, y sintió una fuerte punzada de dolor.

—Tranquilízate, Jake-san. —La voz apacible de Mikio—. Sí, soy yo. Pero, por favor, ten calma. Lo has pasado muy mal.

—Pero ¿cómo...?

Sintió una presión sobre sus hombros que le impedía levantarse y, al volver la cabeza, vio una joven envuelta en un quimono de color rojo anaranjado. Debajo de éste, sólo asomaba el borde de una prenda interior color fuego.

Volvió de nuevo su atención a Mikio. Le daba vueltas la cabeza.

—¿Cómo es posible? —murmuró—. Te vi morir en tu estudio. Estaba allí cuando tus enemigos dispararon el «Bison». Sentí cómo la explosión destrozaba tu cuerpo.

—Aquel cuerpo te salvo la vida. —Mikio Komoto sonrió a Jake, pero aquella sonrisa disimulaba una tensión muy fuerte—. Traté de avisarte, Jake-san. Traté de mantenerte alejado. Tenía que hacerlo de una manera indirecta, ya que sospechaba que todas mis comunicaciones eran intervenidas por mis enemigos.

«Deliberadamente, no respondí a tus llamadas. Pensé que tal vez comprenderías y aceptarías las difíciles circunstancias. Cuando tuve noticia de tu llegada aquí, ordené a Kachi-kachi que te hiciese volver a Hong Kong. Tú tienes que estar en Hong Kong, ¿neh? No aquí, donde se desarrolla mi guerra.

«Pero me equivoqué, amigo mío. Olvidé lo terco que eres. Daré eternamente gracias al Amida de que no resultases gravemente herido.

—Dime qué ocurrió —dijo Jake.

—Fue un ardid —dijo Mikio. Se pasó la palma de la mano por los cortos y erizados cabellos grises—. Te dejaste engañar por él; bueno, también se engañaron mis enemigos. Como habrás presumido ya, no era yo la persona a quien seguiste desde Jisaku hasta mi casa.

—¡Kachikachi! —dijo Jake, recordando de pronto la traición del pequeño yakuza.

—Era parte del ardid, Jake-san. No temas. Mi Kachikachi sigue siéndome fiel. Es y será siempre mi amigo. Pero la comedia que representó hizo creer al clan Kisan que podía descargar un golpe definitivo contra mí y terminar esta encarnizada batalla de una vez para siempre. Sin un oyabun que merezca el respeto y la lealtad de todo el clan, difícilmente puede llevarse adelante una guerra.

—Entonces, ¿quién murió en tu estudio?

—Un hombre valiente —dijo Mikio—. Un héroe del clan. Se ofreció voluntario Fue una muerte de samurai y, aunque lamento su pérdida, tengo que celebrar su buena suerte. Su kami será exaltado... y ahora tengo yo ventaja sobre Kisan. A sus ojos, estoy muerto, la posición de mi clan es insostenible. Creen que es el fin para nosotros.

—Y yo estuve a punto de dar al traste con tu brillante plan —dijo Jake.

—Yo hubiese debido comprender mejor tu carácter. Tenía que haber previsto aquello.

—Tampoco pudiste prever el asesinato de mi padre.

—¿Shi Zilin, muerto? ¡Amida! Pero ¿sabes quién lo hizo?

—Sí —dijo Jake, y Mikio advirtió que su voz se había vuelto áspera—. Le asesinó un dantai, Mikio-san. Un dantai yakuza.

—¡Pero esto es absurdo! —dijo rápidamente Mikio, y un enorme desaliento se pintó en su semblante.

—Yo luché contra ellos —dijo Jake—. Mataron a mi padre e hirieron gravemente a Bliss, que está ahora en el hospital. No puede haber error. Vi sus tatuajes. Irezumi.

—Irezumi —murmuró Mikio. Se sentó en cuclillas. Pero ¿quién enviaría yakuza a Hong Kong? Ningún oyabun se atrevería a ordenar un golpe tan descarado en territorio enemigo.

—Sin embargo, los yakuza sólo aceptan órdenes de los oyabun —dijo Jake—. Ésta es la razón de que viniese aquí, Mikio-san, y la razón de que no usase el billete que me dio Kachikachi. Es necesario que descubra quién está detrás del asesinato de mi padre. Todo su anillo está siendo atacado, y no puedo defenderlo sin saber primero quiénes son mis enemigos.

Mikio asintió con la cabeza.

—Comprendo. Hiciste lo que debías, Jake-san. Lo único que podías hacer. —Su mirada era lejana, reflexiva—. Pero el Amida vela por nosotros. Te ha protegido y deberíamos estarle agradecidos. Ahora...

Pero, en aquel momento, la mujer del quimono le tocó un brazo, indicándole que mirase a Jake, que estaba cerrando ya los párpados.

—Veo que es mejor que te deje descansar —dijo amablemente Mikio—. Cuando despiertes, tendrás comida y algo de beber, si te apetece. Habrá tiempo sobrado para hablar.

No, dijo Jake; quiero hablar ahora. Pero sólo lo dijo mentalmente. Estaba ya dormido, sumergiéndose rápidamente entre las capas de un saludable descanso.

Tony Simbal llevaba poco más de tres horas en Miami Beach cuando descubrió a el Cubano. Fue en un abigarrado antro llamado «La Toucaba». Paredes pintadas de verdeazul pastel, espejos, un largo bar construido con bloques de vidrio traslúcido e iluminado por dentro con tubos de neón. Con sus sillas de mimbre y sus mesas con tablero de cristal, aquel lugar parecía tomado de un palacio sudamericano de película. A Simbal le dio ganas de vomitar.

Vistiendo un ligero traje blanco, debajo del cual llevaba una camisa azul sin mangas, se sentó en el bar y no pudo quitarse las gafas de sol debido a la fuerte luz de neón. Pidió un «Absolut» con hielo. Se había arremangado las mangas de la chaqueta para que pareciese que era del país.

El Cubano apareció un poco más tarde y su presencia sorprendió a Simbal. El Cubano se llamaba Martín Juanito Gato de Rosas. Con un nombre tan complicado, no era de extrañar que fuese simplemente conocido como el Cubano en el Campus.

El Campus era el cuartel general de SNIT; el Cubano era uno de los agentes más expertos de SNIT, por lo que Simbal no hubiese debido sorprenderse de encontrarle allí. Era el hecho de que Edward Martin Bennett estuviese también en Miami lo que alarmó a Simbal.

Había otros muchos lugares en el mundo donde podría haber estado el Cubano en este momento; en realidad, la CÍA estaba encomiando siempre su eficacia en el «Subcontinente», que era como llamaban desdeñosamente a América del Sur.

Era una coincidencia demasiado grande para que Simbal no se pusiese inmediatamente sobre aviso. Bennett y el Cubano. ¿Cuántas misiones habían desempeñado juntos? ¿Cuántas veces había dicho Bennett que el Cubano le había salvado la vida y viceversa? Muchísimas. Simbal se había aprendido de memoria la ficha de Bennett en SNIT, tomada del ordenador de la DEA con la ayuda de Monica.

Monica. Cuando pensaba ahora en ella, sentía una desagradable contracción en el bajo vientre. ¿Qué se proponían Monica y Max Trebody? ¿Qué quería Max de él? Simbal se preguntó por centésima vez desde que había tomado el avión en Dulles, si debía o no informar a Donovan de sus sospechas. Había optado por no hacerlo. De momento, le parecía suficiente que Donovan tuviese sus propias dudas sobre las maniobras inmediatas de Max. No quería que las cosas se pusieran fuera de control mientras él estaba ausente de Washington. Era mejor pensaba, seguir el juego de su antiguo jefe hasta que pudiese conocer más a fondo la situación. Siempre había tiempo de informar a Donovan y sacar la artillería pesada.

¿O era que, en su más profundo interior, no podía creer que Max pudiese estar trabajando contra él? Y si trabajaba contra Simbal, ¿por cuenta de quién lo hacía? Ésta era otra pregunta que Simbal prefería no contestar. Por último, en el avión, después de repasar la ficha de Bennett por tercera y última vez, había decidido que, si se retrasaba en tomar una decisión con respecto a Max, ¡al diablo con ello! Sólo él debería cargar con las consecuencias de su acción, o de su inacción, cuando llegase el momento.

Martín Juanito Gato de Rosa parecía muy atildado con su traje de color melocotón claro, que hacía resaltar su piel morena. Llevaba los ondulados cabellos peinados hacia atrás, dejando despejada la ancha frente. Y las pecas que salpicaban sus mejillas le daban un aspecto engañosamente infantil.

Simbal sabía que estaba muy lejos de serlo. En realidad, se había tropezado dos veces con el Cubano cuando trabajaba en la DEA. Una de ellas fue cuando cumplía una misión en Colombia, y había visto a este hombre esbelto y guapo, de ojos color topacio, cortándole el cuello a un contrabandista de cocaína con la facilidad y precisión de un experto cirujano.

Pero había sido la actitud del Cubano, mientras realizaba aquella acción, lo que había quedado grabado en la mente de Simbal. Si no disfrutaba exactamente con aquel trabajo, al menos no mostraba la menor repugnancia.

Simbal siempre recelaba de la gente, incluso la de su profesión, que no se mostraba reacia a matar. Matar no era natural y era peligroso. Por esto, cuando unos meses más tarde se encontraron en una fiesta en Campus, se asombró al ver lo cortés, ingenioso, sereno y absolutamente civilizado que podía mostrarse. No se parecía en nada a la sanguinaria máquina de matar que Simbal había visto en América del Sur.

Había una especie de vudú, algo realmente muy extraño en el Cubano. Estas ideas se habían avivado al encontrar su nombre en lugar destacado de la ficha de Bennett. Ahora, al verle aquí, cobraron todas mayor intensidad.

No era casual que Simbal hubiese venido a «La Toucana» en su primera noche en Miami. Según los archivos de la DEA y de SNIT, era uno de los nuevos semilleros de diqui y de tráfico de drogas en la zona. Antes había estado en los otros dos. Muchos tratos se hacían bajo su brillante techo, al más alto nivel. Fuertes sumas de dinero que, según se decían iban a parar a la oficina del alcalde, mantenían el lugar limpio de adversarios y de agentes de la Brigada de Narcóticos.

Todos los monstruos parecían hallarse cómodos aquí, consumiendo largos y copiosos banquetes, regados con los fuertes vinos de California, que eran la última moda. Y mientras comían y bebían, construían sus imperios individuales. De esta manera, los mayoristas disfrutaban de brillantes coches deportivos de importación, yates de lujo, villas con suelos de terrazo y mujeres escotadas, cuyo único interés verdadero consistía en contemplar sus propias caras pintadas en los espejos de las columnas.

El Cubano concordaba muy bien con este ambiente. Era ostentoso, de esa manera que solamente Miami comprende y aprecia. Una mezcla de lo más moderno, lo latino y lo chillón. Una mezcla interesante y posiblemente mortal.

Se sentó a una mesa en la que estaba ya bebiendo una pareja. Simbal rebuscó en su catálogo mental y encontró el nombre del varón: «Mako» Martínez, un buen elemento en el campo de la cocaína al por mayor. Pero lo más interesante de Mako, lo que le distinguía de sus colegas, era que también traficaba en armas.

Simbal pensó que era curioso que el Cubano se sentase a cenar precisamente con aquel monstruo. Ahora eran dos las preguntas que tenía que contestar. ¿Por qué estaba el Cubano en Miami? ¿Por qué se ponía en contacto con Mako Martínez?

Que él supiese, el contrabando de armas estaba fuera del campo de acción de Martín Juanito Gato de Rosa. Desde luego, esta noche no hablarían de armas. Pero parecía otra coincidencia, y a Simbal no le gustó.

Terminó su «Absolut» pidió otro e hizo una seña al mattre para que le indicase una mesa. Un momento después, fue conducido a ella, pasando al lado de aquellos tres. Simbal miró a la mujer y sonrió. La mirada de ella fue fría, indiferente. Simbal pensó que, en una lucha con Monica, habría podido dejar a ésta fuera de combate con su estuche de maquillaje.

El maltre le situó a dos mesas de distancia de la de ellos, y Simbal eligió una silla desde la que podía observar de medio lado. Le trajeron el segundo vodka con hielo y pidió cangrejos de caparazón blando, ensalada «Ceasar» y espárragos a la vinagreta, a pesar de que el maitre encomió las virtudes del bistec asado a la parrilla.

Una música brasileña sonaba estrepitosamente en los altavoces y a un lado del salón, había una pista de baile con suelo de Lucite. Debajo de éste, parecía fluir agua en riachuelos de colores.

La comida era mediocre. Miami nunca se había destacado por su nivel culinario. Pero esto importaba poco a Simbal, con tal de que pudiese observar la mesa de el Cubano. Los hombres conversaban con animación; la mujer contemplaba fijamente el reflejo de un personaje de pantalones ceñidos en el espejo de una columna. Los hombres hablaban como a sacudidas inconexas. Simbal pudo distinguir a duras penas su lenguaje: español.

Entonces ocurrió lo que deseaba Simbal. Mako despidió a la mujer, al empezar a hablar de negocios. El Cubano tuvo que cambiar de posición para facilitar la salida de la dama y entonces vio a Simbal.

Giraban focos sobre la pista de baile, donde ahora había varias parejas que se contoneaban al compás de la música latina. Había algo aquí que recordaba a Simbal la jungla o, tal vez más exactamente, algo que rechazaba la civilización. Más que una pequeña dosis del esplendor ritual de culturas más primitivas y por ende, en su opinión, más válidas que ésta.

Simbal pidió la cuenta. Sentía que el Cubano no le perdía de vista, pero se abstuvo de mirarle a su vez. Se entretuvo un poco al pagar y, después, salió del restaurante a paso lento. Así tendría el Cubano tiempo de seguirle.

El mozo le trajo su «Corvette» de alquiler y Simbal no tuvo más remedio que subir a él. Había otros coches en hilera, pues eran muchos los que acudían al restaurante. Pero el Cubano brillaba por su ausencia. Miró desde la entrada principal hasta la calle más próxima. La luz de neón hacía brillar el pavimento, y un enorme pájaro iluminado encima del rótulo de «La Toucana» movía la cabeza arriba y abajo, con estúpida reiteración. Ni rastro de el Cubano. El ruido de los cláxones se hizo más insistente detrás de Simbal. Puso el coche en marcha.

¿Era cosa de su imaginación o había visto que uno de los mozos entraba corriendo en el local al arrancar él?

—Hay aproximadamente veinticinco millones de acciones en venta de «InterAsia» —dijo Andrew Sawyer. Se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo de lino—. Peabody, Smithers tiene cuatro millones de acciones en su poder. Tung Ping An tiene un millón y medio, incluidas las que han comprado en la sesión de hoy.

—Dew neh loh moh las ventas públicas —rugió Tres Votos.

—Generalmente, es la mejor manera de conseguir grandes sumas de capital —dijo Sawyer.

—Por el espíritu del Tigre Blanco, ¡a veces pienso que habría hecho bien en continuar con el negocio del opio!

—No lo dirás en serio.

—¡Por los hijos sarnosos y comedores de estiércol de nuestros enemigos, que sí! —bramó Tres Votos—. Allí sabes al menos quiénes son tus enemigos. No hay corporaciones de paja ni malnacidos agentes de Bolsa que sirvan de pantalla.

Los dos tai pan estaban todavía en el cubículo de Sawyer. Aunque el Hang Seng había cerrado hacía horas, habían permanecido en su puesto de mando, esperando una confirmación.

Sawyer sabía que el chino desfogaba simplemente su furor ante la idea de que podían perder el control de «Inter-Asia». Virtualmente, todas sus fortunas personales estaban comprometidas en la corporación yuhn-hyun. Shi Zilin había insistido en que diesen poderes al Zhuan para administrar todo su activo, líquido o de la clase que fuese. Ahora quedaba muy poco para combatir aquella tentativa de apropiación. Si no hubiese tenido una deuda tan grande con Shi Zilin... Si, si, si... Sintió un nudo en la garganta al pensar que todos sus años de duro trabajo podían derrumbarse a su alrededor en el término de una semana.

—Hemos tenido que cerrar las puertas de «Southasia Bancorp» —dijo tristemente Sawyer—. No había manera de atender les peticiones de retirada de fondos. En cuanto trascendió lo del déficit económico, «Southasia» estuvo condenado. —Dio un puñetazo sobre la mesa llena de papeles—. ¡Maldita sea! ¡No sé cómo pudo filtrarse la noticia! ¡Con todo el cuidado que tuvimos!

Tres votos escupió.

—Yo tengo espías en «Tung Ping An» y en otras muchas empresas. ¿Por qué piensas que nosotros estamos libres de delatores? El h'yeung yau, el unto fragante, hace maravillas en la Colonia. Siempre las ha hecho. El dinero pasa de una mano a otra, a cambio de una información difícil de conseguir. La vida es así.

—¡No en mi compañía! —dijo Sawyer.

—Entonces, estás por encima de todos los demás.

—Descubriré al chivato.

—Será mejor que concentres tu atención en resolver el problema que nos ha creado.

Sawyer se volvió al otro.

—¿Y la próxima vez? Volveremos a caer en la trampa.

Tres Votos no replicó a esto.

—¿Dónde está él? —dijo Sawyer, mirando su reloj—. Tenía que estar aquí hace una hora.

—¿Tienes miedo de que no venga? —dijo Tres Votos—. Vendrá en cuanto pueda. Sería una estupidez levantar sospechas en «Tung Ping An», ¿heya? Da tiempo a Nariz Torcida. Es un buen hombre, un espía honrado. —Tres Votos lanzó una carcajada—. Si es que existe tal cosa.

—Yo no creía que existiese —dijo agriamente Sawyer.

—Nariz Torcida es cuñado mío —dijo Tres Votos—. Su lealtad no admite discusión. —Rió de nuevo—. Además, le pago más de lo suficiente para que viva feliz.

El silencio de la planta inferior era importante, en contraste con el barullo del «Hank Seng» cuando estaba abierto para los negocios. En aquel vasto espacio resonante, ahora anormalmente tranquilo, el ruido apagado de las pisadas llegaba claramente a sus oídos.

—Aquí está —dijo Sawyer.

Tres Votos se volvió al aparecer un hombre de edad madura. Era de aspecto poco atractivo y habría pasado totalmente inadvertido de no ser por una nariz que le habían roto varias veces en los años tempranos de su vida.

—¿Qué noticias hay? —preguntó Sawyer.

Tres Votos sirvió té a su cuñado. Estaba tibio, pero el hombre lo aceptó agradecido. Apuró la taza y dijo:

—Tengo la información. Me ha costado mucho y sólo la he obtenido hace unos momentos. La oficina está inundada de papeles referentes a todas las órdenes de compra de «InterAsia».

—¿Para quién ha estado comprando Tung Ping An los paquetes de acciones —preguntó Tres Votos.

—Para Sir John Bluestone —respondió Nariz Torcida.

—¡Bluestone! —dijo, impresionado, Sawyer.

—¡Pero esto es imposible! —dijo Tres Votos—. Tiene que haber algún error. Cuando pusimos el cebo a «Five Star Pacific» con «Pak Han Min», hace nueve meses, nos aseguramos de que su capital a corto plazo estaba agotado. Era el plan de Shi Zilin para implicar a sus enemigos de Beijing en la compra de valores de «Five Star». —Sacudió la cabeza—. No, no, Sir John tiene demasiadas deudas para estar detrás de todas estas compras.

—Pero es él —les aseguró Nariz Torcida. Sacó un puñado de xerografías—. Echad un vistazo a esto.

Los dos tai pan leyeron las fotocopias. Confirmaban lo que Nariz Torcida había dicho.

—¿De dónde saca el dinero para invertirlo en «InterAsia»? —dijo Sawyer.

—También yo me pregunté eso —dijo Nariz Torcida Su—. Por consiguiente, llamé a un amigo mío de Peabody, Smithers. Se ha formado un consorcio, Cuñado. He comprobado nuestros propios datos más recientes. Tung Ping An ha estado vendiendo muchos bienes no líquidos, inmuebles, negocios y otras cosas parecidas, por cuenta de esta gente. Aquí están sus nombres.

Tres Votos los leyó y los pasó a Sawyer.

—Los conocemos a todos —dijo—. Compañeros de Blues tone, asociados de negocios, hombres que le deben favores. Ha apelado a todos ellos.

—Los productos de las ventas se están empleando para financiar las compras de «InterAsia» —dijo Nariz Torcida.

—Jake y Shi Zilin nunca habrían podido prever una cosa así —dijo pasmado, Tres Votos.

Sawyer arrugó el papel cerrando el puño.

—Esto lo explica todo. —El tono de su voz revelaba claramente su desesperación—. Bluestone quiere tener el control de «InterAsia» y, tal como Jake y Shi Zilin montaron la empresa, no creo que podamos hacer maldita la cosa para impedirlo. —Golpeó con el puño la barnizada mesa—. ¡Malditos sean sus ojos!

Bliss llevó el ópalo al Hombre Mono. Éste se llamaba Chan; ella no sabía de nadie que pudiese decirle su primer nombre. En todo caso, todos le llamaban el Hombre Mono.

Tenía una tienda en Yat Fu Lañe, en Kennedy Town. Era un establecimiento destartalado y lleno de polvo en el que vendían casi todo lo que cabía imaginar. A un lado había una farmacia donde se despachaba raíz de mandragora, ginseng y dientes de tigre en polvo a una ávida parroquia china. Al otro lado, había una gran fábrica de alfombras.

Al pasar Bliss pudo ver las jóvenes (en realidad, poco más que niñas) que colgaban las muestras para que los hombres, sobre un andamio de bambú y provistos de tijeras eléctricas, realizasen lo que era eufemísticamente llamado «corte a mano» por los mercaderes ansiosos de esquilar a los turistas gwai loh.

Chan era llamado el Hombre Mono por una buena razón. Tenía cara de orangután. Ésta era parte de una cabeza demasiado grande para un cuerpo pequeño y encorvado. Tal vez esta circunstancia hacía que pareciese que sus brazos eran más largos que los de los seres humanos.

Las rarezas física del Hombre Mono nunca preocuparon a Bliss como habían inquietado a sus amigos cuando era una niña. Ahora era viejo, venerable, con una veneración que superaba a la que solía prestarse a la mayoría de los chinos ancianos.

Se mostró encantado de verla. La piel alrededor de sus ojillos se frunció todavía más al dibujarse una amplia sonrisa en su extraño semblante. La llamaba tihn gaijai, ranita, porque cuando era pequeña solía llevarla a un están que de los Nuevos Territorios a escuchar las ranas arbóreas cantando su canción de verano.

Cuando hubo terminado con su parroquiano, cerró la puerta de la entrada y condujo a Bliss a la trastienda. Era aquí donde vivía y era notable el contraste del lugar con la tienda llena de artículos diversos. Aquí todo tenía su sitio, estaba limpio de polvo y brillaba como cristal tallado.

El hombre fue de un lado a otro, preparando el té y sacando pasteles dulces. Bliss le dejó hacer; a él siempre le había gustado atarearse por ella. Le observó mientras trabajaba, realmente emocionada.

Al cabo de un rato, pasaron al motivo de la visita. El Hombre Mono sabía, desde el momento en que ella había entrado en la tienda, que su presencia allí obedecía a un propósito específico, pero habría sido de mala educación preguntarle en seguida de qué se trataba.

Bliss sacó el ópalo y el viejo lo sopesó en la correosa palma de la mano. Tomó una lupa de joyero, acercó una lámpara de mesa y la encendió. Miró la piedra.

—Excelente —dijo a media voz—. Un fuego excepcional. Además, es gruesa y ha sido tallada por un maestro. —Miró a Bliss, apartando la lupa de su cara—. ¿Cuánto has pagado por esto?

—Nada —dijo Bliss, y le contó cómo había llegado a su poder y qué era lo que buscaba.

—¡Hum! No será fácil —dijo pensativamente el Hombre Mono.

—Pero tú has dicho que ha sido tallada por un maestro. ¿No puede darte esto una pista?

Él se encogió de hombros.

—Supongo que sí. Pero tal vez no fue vendida por el mismo que la talló. Si no me equivoco, fue tallada en Australia, que es donde fue extraída de la tierra.

Bliss sintió que se le encogía el corazón.

—Tiene que haber una manera.

El Hombre Mono sopesó de nuevo el ópalo en la palma de la mano y asintió con la cabeza.

—Tal vez —dijo.

Se levantó y se dirigió al teléfono. Marcó un número local y habló durante varios minutos en una voz tan baja que Bliss no pudo oír lo que estaba diciendo.

Reflexivamente, colgó el teléfono y volvió a la mesa a la que estaba sentada ella.

—Hay una manera —dijo.

—Bien.

—Tal vez. —Sacudió la cabeza—. Yo no soy experto en ópalos. No suelo venderlos. Si uno llega a mis manos, bueno... —Se encogió nuevamente de hombros. Frotó la lisa cara del ópalo con las puntas de los dedos—. He llamado a un amigo. —Bliss sabía que no debía preguntarle quién era. El Hombre Mono estaba relacionado con tipos extraños y muy diversos en toda la Colonia. Por esto le había elegido ella para empezar su búsqueda—. Me ha dado un nombre, pero... dudo en decírtelo.

—¿Por qué?

—¿Has oído hablar alguna vez de Fung el Esqueleto? —¿El contrabandista?

El Hombre Mono asintió con la cabeza.

—La mayor parte del opio que pasa por aquí es manejado de alguna manera por Fung. —Miró a Bliss—. En realidad, también se interesa en piedras preciosas. Una especie de hobby personal. Según me han dicho, tiene una colección que haría palidecer de envidia a cualquier tesoro nacional.

—Entonces, Fung es mi hombre.

Bliss iba a coger el ópalo, pero el viejo cerró los dedos sobre él.

—Es un hombre peligroso.

Bliss se echó a reír.

—Mírame. Ya no soy una niña pequeña.

—Tihn gai-jai, este asunto no es para ser tomado a broma. El hombre que trafica con lágrimas de adormidera no tiene escrúpulos, ni moral..., ni alma. Es tan capaz de matarte como de mirarte.

—¿Es el hombre a quien debo ver?

El Hombre Mono no respondió y Bliss interpretó su silencio como una afirmación.

—Entonces dime dónde puedo encontrarle. —Hizo una pausa—. Tengo otras maneras de averiguarlo. Nada conseguirás con no decírmelo.

Al fin, el viejo abrió la mano y Bliss tomó el ópalo de su palma. Estaba caliente.

—¿Sabes dónde está la «Container Terminal»? —dijo.

—¿En Hoi Bun Road? En Kai Tak.

Kwun Tong, un importante distrito industrial cerca del aeropuerto de Knowloon.

El Hombre Mono asintió con la cabeza.

—Me han dicho que la hora mejor es antes del amane; cer. —Parecía tan compungido que Bliss alargó la mano y le acarició la fea mejilla—. Si te ocurre algo, tu padre me matará.

Bliss rió de nuevo.

—Siempre te preocupas demasiado. Soy hija de mi padre, ¿Qué puede atreverse a hacerme Fung el Esqueleto?

El Hombre Mono no dijo nada, pero Bliss advirtió antes de salir que había trocado el té por «Johnnie Walker» etiqueta roja.

Mikhail Carelin yacía en su cama mirando al techo. Una vista nada agradable, pues el techo tenía manchas de humedad, era desigual y su pintura era tan vieja que había cogido un tono amarillento. El yeso se desprendía en dibujos abstractos. Pero cuando él lo contemplaba, veía un paisaje: los dibujos abstractos del yeso se convertían en continentes que surgían de un mar de grietas entrelazadas como una telaraña.

Aunque la cama era cómoda, aunque podía ver a través de la puerta entreabierta un cuarto de baño bien instalado a menos de cinco metros de distancia, no estaba en su apartamento. Se hallaba dentro del recinto almenado del Kremlin, en unas habitaciones contiguas a su despacho, húmedas y ruidosas en invierno. En verano, el calor era sofocante. Estaban próximas al despacho de la esquina donde Fyodor Leninin Genachev realizaba casi todo su trabajo.

A Genachev le gustaba la noche. En la oscuridad, decía, está la paz. Las horas apacibles, Mikhail, son para él trabajo. Incluso en medio de la más atroz cacofonía, uno tiene tiempo para soñar.

Carelin también prefería la noche. Pero por otras razones. En la penumbra de los laberínticos pasillos del Kremlin, se podían oír las máquinas de cifrado, los equipos nocturnos que manejaban las redes del poder a escala mundial. Genachev, a quien no solían gustar los tópicos, usaba empero uno: Siempre hay alguna parte del mundo en que es de día, decía. Por consiguiente, siempre hay algo que hacer.

Carelin sabía que la noche era el tiempo de las asignaciones clandestinas, de sobornar al apparatchiki, de aceptar sobornos. La venalidad florecía en la oscuridad, donde se alimentaba como una rata con basura y excrementos.

Setene.

Siempre volvía a Selene.

Su clave de activación. No había requerido nada más de su fuente. Su misión había sido prefijada; las contingencias, previstas; el objeto, absolutamente claro. Y, sin embargo...

¡Cuántas cosas habían cambiado desde que le habían dado los parámetros de la misión! ¡Cuántos años en la oscuridad! Le gustaban las horas nocturnas, mirar por las ventanas, tantas ventanas diferentes, pero sobre todo por la de su casa de piedra color de rosa de la calle Gorki. Allí, en otra habitación, su esposa soñaba mientras el mundo de él empezaba a despertar. Traición, engaño, la cara tranquila del hurón husmeando en agujeros llenos en sus extremos de secretos delicados.

Las luces de Moscú de noche, brillando y centelleando, lejanas como estrellas. A semejanza de lo que hacía con el techo de su oficina del Kremlin, creaba su propio paisaje con aquellas luces.

Ningún hombre, según había descubierto, estaba satisfecho sin un país. ¿1 había estado privado de uno casi toda su vida; por consiguiente, jugaba a un juego consigo mismo, un juego muy serio. Había construido su propia tierra, tomándola de la oscuridad y de las hileras de luces sobre el Moscova o a lo largo de Kuznetsov Prospekt. Los moscovitas estaban abrigados en sus lechos, exhalando vapores de vodka y de coles, creando mujeres gordas y alegres en sus sueños. Mientras Carelin volvía al país de su propia creación. Levantándose cada noche como Drácula para vivir de nuevo su extraña vida.

Así le ocurría a Mikhail Carelin.

Hasta que su fuente le había dado la palabra clave. Selene, y todo había cambiado.

Había sido adiestrado para esperar en la oscuridad, para coger en la noche lo que no le pertenecía y transmitirlo allende los mares. También había sido adiestrado para matar.

Lanzando un gruñido, se levantó de la cama. Caminó descalzo sobre el frío suelo. En el cuarto de baño, abrió el grifo del agua fría y puso la cabeza debajo del chorro.

Bufó mientras se secaba, se cubrió los hombros desnudos con la toalla. Miró su reloj. Las tres y treinta y cinco de la mañana. Genachev estaba todavía hablando por teléfono con Washington. Carelin lo sabía porque Genachev le llamaría en cuanto acabase de comunicar.

Desde la ventana, contempló las cúpulas de San Basilio, pálidas y doradas bajo la iluminación de los focos. No era bastante, pensó, decir que todo había cambiado cuando recibió la clave Selene. También con posterioridad había habido drásticas alteraciones. Cuando había descubierto que habían matado a su fuente.

Carelin había estado bajo el mando de un solo hombre. Desaparecido éste, se encontró en el limbo. ¿Con quién podía establecer contacto? Había en la organización un topo al que informaba; un topo con tal posición en Central que no podía arriesgarse a conectar con nadie más allí.

Pensó fugazmente en abandonar. Dejar que Selene se deshiciese en polvo junto con su creador. Pero él no sentía gran amor por Rusia, aunque había nacido allí. Era solamente su trabajo lo que hacía soportable la vida. Entonces había comprendido que no tenía alternativa, que debía continuar como un hurón o se secaría o estallaría como una bolsa de papel.

Pero un hurón sin Control no era nada.

Entonces, ¿con quién ponerse en contacto?

Jake Maroc había sido la alternativa lógica. La única alternativa que tenía Carelin. Como ex agente, Jake conocía la Cantera por dentro y por fuera. Establecido en Hong Kong, ya sin conexión con Central, estaba a salvo de Quimera, el único hombre en el mundo en quien podía confiar Carelin.

Y había otra cosa. Maroc había sido el mejor amigo de Henry Wunderman; más aún, Wunderman había sido su mentor. Maroc merecía saber la verdad. Por consiguiente, Carelin había establecido contacto y así había quedado la cosa.

Naturalmente, hasta que se dio cuenta de que se había enamorado de Daniella.

Ahora, él era Dios. Para destruir o para crear, ésta era la cuestión. Y hasta este momento no había comprendido lo angustiosas que podían ser las decisiones que Dios tenía que tomar.

A través de la puerta abierta de su despacho, oyó el sonido estridente del zumbador. La conferencia de Genachev con Washington había terminado. Genachev le llamaba.

Echó una última mirada a las luces nocturnas de Moscú. Si la respuesta no estaba allí, ¿dónde podría encontrarla?

El zumbador sonó de nuevo, y Carelin salió de su habitación. Pero su mente no le dejaba en paz.

Jin Kanzhe estaba en los portales del cielo cuando recordó algo. Estaba con la Acróbata. Esta tenía un nombre, desde luego, pero él encontraba más excitante pensar en ella como la Acróbata.

La había encontrado entre bastidores después de una actuación particularmente llamativa de la «Dazhalen Acrobatic Troupe» a la que le había arrastrado Huaishan Han. El viejo se había quedado dormido en su butaca casi antes de que se amortiguasen las luces, algo que solía ocurrir y que Jin Kanzhe podía predecir exactamente.

En cambio, él se había divertido mucho. La troupe era espectacular. Titulaban ingeniosamente, pensó él, cada uno de ellos, llamado «Casas de Paja», advirtió la agilidad de un cuerpo, la cara felina que hablaba de climas norteños. Una mujer entre las muchas que evolucionaban en el escenario. Sin embargo, algo en ella le llamó particularmente la atención. Tenía una manera de moverse en el escenario llena de gracia. Se movía desde las caderas para arriba, y esto le excitó enormemente. En realidad, al terminar «Casas de Paja» sintió que tenía una erección bastante dolorosa.

En el entreacto, hizo que el coche llevase a casa al soñoliento Huaishan Han. Y al terminar la función, se valió de su documento de identidad oficial para entrar entre bastidores. Esto le dio una celebridad momentánea que le gustó.

No vio en seguida a la Acróbata. Luces y sudor, rondas de té y de champaña..., que alguien trató de que él no viese, cosa que le hizo reír interiormente. Un mar de caras, medio ocultas en sombras al girar los extraños focos teatrales en los rincones de arriba. Realmente, nada muy interesante.

Acababa de pensar que ella se había retirado apresuradamente, cuando la encontró. Le dio un vuelco el corazón y se quedó sin aliento. La noticia de su presencia había circulado ya entre bastidores. Parecía como si ella le estuviese esperando, con aquella sonrisa que había visto desde el otro lado de las candilejas, y estuvo perdido.

Ahora, al entrar por los suaves y húmedos portales del cielo, la oyó gemir debajo de él. Le gustaba expresarse con la voz y Jin Kanzhe, que no estaba acostumbrado a esto, y menos en una mujer, no pudo dejar de excitarse más.

La Acróbata estaba en una posición extraordinaria debajo de él. Su carne untada, tan firme y suave, vibraba como el mar. Él vio que separaba los tobillos al moverse de nuevo y que las piernas se alzaban en el aire cerca de sus hombros. Esto hizo que su puerta de jade se elevase, se le presentase como una ofrenda sagrada, aumentando diez veces su placer. Los lados de las pantorrillas le rozaron el cuello, y sus ingles empezaron a fundirse.

La había penetrado enteramente. Su calor era increíble; tenía la impresión de haber entrado en un horno. Estaba como sumergido en un estanque de fuego líquido. Su profundidad era también prodigiosa; le absorbía más y más. Se sentía enteramente dentro de ella.

Ahora movía vertiginosamente las caderas; era como una cinta de caucho humana. Él no podía creer lo que sus ojos le decían que era real. Jadeó, y ella gimió de nuevo.

Se movió violentamente dentro de ella, y esto aumentó sus expresiones verbales. Ella se alzaba como el océano y los sonidos del éxtasis eran como un viento silbando en los oídos de él. El olor almizcleño de sus emanaciones mezcladas era embriagador.

Llevaban largo rato haciendo el amor. Para Jin Kanzhe, era como caminar por los tejados; algo delicado, peligroso, terriblemente excitante; en el aire, por encima de la rápida corriente de la vida cotidiana; aparte de ella, más allá de ella.

Se vertió en su interior. Y pensó en Huaishan Han.

Bueno, no exactamente en el viejo. Era algo tan extraño que se estremeció. Bruscamente, sintió en los brazos la tensión de su posición retorcida. Sus bíceps empezaron a temblar y a saltar. Brotó sudor de su frente y goteó por la punta de la nariz sobre la brillante carne entre los senos firmes y menudos.

La Acróbata, también en medio de las nubes y la lluvia, no se daba cuenta de nada más. Tenía contraído el rostro; se apretó contra él, cerrando su puerta de jade sobre la base de su miembro todavía rígido. Chascó los labios, una, dos, tres veces. Y lanzó un breve grito.

Ahora, Jin Khanze no se conmovió. La imagen que había surgido en su mente dilatada por el placer reclamaba toda su atención. Podía ver el estudio de la villa de Huaishan Han. Era de noche, aunque no recordaba exactamente qué noche. Se habían emborrachado juntos, hablando de los viejos tiempos; el viejo, sin parar, acerca de Shi Zilin; Jin Kanzhe, del infierno que había sido Camboya.

Debió de haberse dormido. En sus sueños, oyó el fuerte tictac del reloj del viejo. Entreabrió los párpados, pesados e irritados por el alcohol. Lo suficiente para ver que el viejo le estaba mirando fijamente. La luz de la lámpara con pantalla hizo que aquellos ojos duros produjesen en Jin Kanzhe la sensación de un impacto físico.

El viejo alargó una mano y pellizcó a Jin Kanzhe.

—¿Estás despierto? —murmuró.

Y al ver que Jin no se movía, asintió con la cabeza y se alejó en la penumbra de su estudio. Jin Kanzhe estaba muy cansado. El exceso de alcohol seguía fluyendo por sus venas, produciéndole latidos como si fuese veneno. Cerró los ojos y se durmió.

Al menos era esto lo que se había imaginado hasta este momento. Ahora había surgido la imagen, hecha consciente por su orgasmo. La eyaculación, para ser más exactos.

La imagen de Huaishan Han orinando en el baño contiguo al estudio. En cuclillas, pues era tan viejo que necesitaba apoyarse. La puerta estaba entreabierta y el viejo hurgó en el hueco de la pared donde estaba el papel higiénico. ¿Papel higiénico para orinar? Tal vez sufría de una ligera incontinencia, cosa no extraña en los viejos.

Pero, ¿por qué lo leía en vez de usarlo?

Jin Kanzhe se soltó de los miembros de la Acróbata. Al mismo tiempo, salió de la puerta de jade y ella lanzó un breve grito de contrariedad. Quería retenerle hasta el último momento. Él saltó de la cama y empezó a vestirse.

Era muy tarde. Ella le dijo:

—¿No vas a quedarte toda la noche?

—Volveré —dijo él, tendiendo una mano para que le diese la llave.

Ella encogió el sorprendente cuerpo en una bola y levantó la cara hacia él. Había un brillo de metal entre sus labios. La llave de su apartamento.

—Bésame —dijo, pronunciando la palabra sin dificultad a pesar de tener la boca llena.

Jin Kanzhe se inclinó y cerró los labios sobre los de ella. Ella empujó la llave con la lengua entre los dientes de él. Y él se encontró con la llave en la boca.

La Acróbata sonrió al erguirse él.

—Así es cómo lo hacía Houdini —dijo. Estaba orgullosa de su conocimiento de cosas misteriosas—. Su ayudante le daba la llave de sus cadenas cuando le besaba un momento antes de ser sumergido en el agua dentro de su ataúd cerrado.

Habría sido inútil preguntarle dónde obtenía estas raras informaciones. Tenía una mente que Jin Kanzhe no podía penetrar.

El coche aparcado delante del apartamento le llevó fuera de Beijing, a la zona suburbana del norte donde vivía Huai-shan Han. Había poco tráfico, aparte de los ruidosos convoyes de camiones. Transportaban comestibles en vez de soldados, pero el ruido era el mismo.

Jin Kanzhe agachó la cabeza. Echaba de menos al coronel Hu. La guerra en Camboya les había unido tal vez más que a dos hermanos. ¡Lo que habían soportado juntos! Cuando dos hombres están en peligro todos los días, cuando tienen que matar al enemigo con sus manos ensangrentadas en territorio extraño, se establece entre ellos un lazo irrompible.

—Jin íong zhi.

Se sobresaltó. Tuvo la impresión de que no era la primera vez que el conductor pronunciaba su nombre.

—¿Qué?

Su voz era espesa, como si acabase de despertar de un sueño. Todavía le envolvía el olor de la Acróbata. Sentía la piel pegajosa, empapada en su lujuria.

—Hemos llegado, Jin tong zhi.

Pudo ver que el chófer le miraba por el espejo retrovisor.

—Ve a hacer tus necesidades —dijo Jin.

—Estoy bien, camarada.

—Haz lo que te digo y echa una meada —ladró Jin.

Se quedó un rato sentado solo en el coche. Oyó los chasquidos del motor al enfriarse. Movió la lengua en la boca, gustando el raro sabor metálico de la llave de la Acróbata. Pensó en Houdini con cierta admiración.

Se apeó del automóvil y no cerró del todo la portezuela. La noche excepcionalmente templada, anunciadora de días mejores, del breve respiro entre el crudo invierno y el sofocante verano. Un pájaro nocturno gorjeó un momento sobre su cabeza.

Jin Kanzhe fue de un árbol a otro. El viejo dejaba siempre una luz encendida en su estudio. Estaba en una edad donde los hábitos del sueño eran erráticos. Podía estar durmiendo todo el día y pasar levantado la mayor parte de la noche.

Cautelosamente, subió al porche de madera y, deslizando su rígido carnet de identidad en el estrecho espacio entre la puerta del estudio y su viejo marco, hizo un truco del que Houdini se habría sentido orgulloso. Y también la Acróbata.

Asomó la cabeza y vio que no había nadie en el estudio. Se quitó los zapatos, dejándolos junto a la puerta. Avanzó sin ruido sobre la alfombra Déco: espirales de plata, gris pizarra, amatista sobre un campo de zafiro. Tropezó con algo y cayó sobre una rodilla, maldiciendo en voz baja.

Una zapatilla. La apartó y permaneció largo rato inmóvil. Escuchó el reloj que desgranaba los segundos. Se enjugó el sudor de la frente.

Cruzó el estudio y abrió la puerta del cuarto de baño. Allí se arrodilló y examinó el papel. Era un rollo normal. Estaba a oscuras y no se atrevió a encender la luz. Metió una mano en el hueco de la pared, hurgó un poco y su pulso se aceleró al descubrir que había un doble fondo. Sacó lo que había oculto detrás de él.

De nuevo en el estudio, se agachó junto a la única lámpara con un fajo de papeles. Parecían contratos, pero estaban todos escritos a mano. Debía de ser lo que Huaishan Han había estado leyendo cuando pensaba que Jin Kanzhe dormía.

Jin Kanzhe empezó a leer. Pronto empezaron a erizarse los cabellos de su nuca. Sintió un nudo en la boca del estómago. Cuanto más leía, más grande era su terror; cuanto más de prisa leía, más febrilmente quería llegar al final.

Era increíble e incomprensible. Había sospechado que Huaishan Han estaba medio loco; ahora tenía la prueba. Ahora sabía qué había detrás del poder aparentemente ilimitado del viejo. Recordó lo que Huaishan Han había dicho: El dinero no es problema. Pasa por mis manos como un río sin fin. Ahora sabía Jin Kanzhe por qué. Su riqueza debía ser extraordinaria, casi ilimitada. Pero ¡a qué precio para China!

—¿Has terminado tu lectura?

Jin Kanzhe se sobresaltó y levantó la mirada, como un venado sorprendido por los faros de un automóvil. Huaishan Han estaba en la puerta que daba al pasillo. A su lado, el perrazo guardián, y el chófer de Jin Kanzhe. El joven tenía una pistola en la mano. Jin Kanzhe se incorporó.

—¿Qué nos has hecho? —Su voz estaba empañada por la ira y la incredulidad. Agitó los comprometedores documentos—. Nos destruirán a todos.

—No lo creo —dijo Huaishan Han—. Pero quiero vengarme de Shi Zilin y de toda su familia. Ésta era la única manera.

—¡La única manera! —dijo Jin Kanzhe—. Tu obsesión ha puesto en peligro a todo el país. ¿Te das cuenta de lo que estás haciendo?

Huaishan Han se echó a reír.

—¡Oh, sí! —dijo—. Voy a matarte.

Como en sueños, Jin Kanzhe vio que la vieja pinza de cangrejo de Han pellizcaba el cuello berrendo del perro. El animal lanzó un profundo gruñido y se lanzó sin vacilar contra la cara de Jin Kanzhe.

El gustillo metálico volvió a la boca de Jin Kanzhe. Sintió la extraña presencia de la llave entre sus dientes, y la cálida lengua de la Acróbata detrás de aquélla.

Al sentir que los colmillos se clavaban en su cuello, pensó, aturrullado, cómo habría salido Houdini de esto.

Huaishan Han pestañeó. Tendió la mano, reclamando el arma, y el chófer se la dio.

—Asegúrate de que está muerto —dijo el viejo, y silbó al perro para que volviese a su lado.

Cuando el chófer hubo cumplido su encargo, Huaishan Han le metió una bala en el corazón con la precisión que, una vez aprendida, nunca falla.

A la hora convenida, Tres Votos se sentó ante la vieja radio de onda corta y, comprobando la serie de claves que Jake le había dado para ponerse en contacto con Apolo, empezó la larga y complicada operación de llamada y reconocimiento. A decir verdad, estaba tremendamente excitado. Este transmisor guardaba muchos recuerdos conmovedores para él. Con este aparato, salvado de su junco anterior, había mantenido comunicación con Shi Zilin en Beijing durante muchos de los largos años de su difícil pero necesaria separación. Entonces durante decenios, aquella bien cuidada maquinita fue todo lo que mantuvo en contacto a dos hermanos que se querían.

Ahora, todos estos recuerdos acudieron a Tres Votos con la fuerza de una marea. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Añoraba terriblemente a su hermano mayor. Shi Zilin había estado presente en toda su vida. Durante setenta años habían estado juntando sus cabezas, tanto en sentido figurado como literalmente. Trazando planes para el futuro. Preparando el gran ren, la cosecha que China estaba ahora a punto de recolectar.

La pérdida había sido enorme para Tres Votos. Su corado zón se estremecía de dolor ante el vacío que la muerte de Shi Zilin había dejado en su interior. No estaba acostumbrado a una introspección de una nostalgia tan profunda. Tal vez fue ésta la causa de que no oyese a Neón Chow subir detrás de él.

Y de que cuando ella le rodeó con sus brazos, juntó su cara a la de él y le besó, no pensara mucho en su presencia. Estrictamente hablando, ella no hubiese debido estar debajo de la cubierta cuando él manejaba el aparato de onda corta. Era una regla rigurosa en el junco y se extendía a toda la familia de Tres Votos.

—Veo tristeza en tu semblante —dijo ella, empleando su tono más suave—. Veo congoja en tu actitud. —Le abrazó cariñosamente—. Esto es lo poco que puedo hacer para ayudarte. Sé que no es nada en comparación con tu pesar.

—No, no —dijo Tres Votos—. Está muy lejos de ser insignificante.

Agradecía su calor. Mitigaba el vacío que le roía por dentro. No se preguntó por qué estaba allí, a pesar de la prohibición.

Pegada a él, Neón Chow abrió los ojos. En la estrecha mesa plegable sujeta al mamparo por dos cadenas de bronce, vio una hoja de papel desdoblada. Reconoció en ella la escritura del Zuhan.

—¿Quién más puede ahora consolarte, abrazarte, amarte durante toda la noche? —murmuró, mientras leía lo que había en el papel.

Sintió los latidos del corazón en su garganta y el comienzo de un fuerte dolor de cabeza. Se esforzó en dominarse, al tomar sentido para ella las palabras que Jake Maroc había escrito para su tío. ¡Dios santo!, pensó, al enterarse de la identidad de Apolo, el topo de la Cantera dentro del Kremlin. Debo pedir una entrevista urgente a Bluestone. Desde luego, no sabía que Apolo era un topo de la Cantera, pues esto había sido comunicado verbalmente a Tres Votos. Pero sabía que era el hombre con quien se comunicaba Tres Votos en nombre de Jake. ¿Acaso no se había jactado ayer del gran honor que el Zhuan le había otorgado? ¿No había querido que ella supiese que se había equivocado en lo tocante a los motivos del Zhuan? ¿No había tenido que mostrarle que todavía poseía tanto poder dentro del yuhn-hyun como cuando Shi Zilin estaba vivo? Sí. Sí. Sí. Un contacto en Rusia, le había dicho. Dentro del mismo Kremlin. Ahora sabía lo bastante para montar todas las piezas.

—Tú —dijo ahora él—. Solamente tú.

Neón Chov tardó un momento en darse cuenta de que él respondía a sus palabras, tan entusiasmada estaba por la importancia de aquella fantástica información.

—Esta noche —murmuró, lamiéndole una oreja—, acuéstate temprano. Siento que necesitas que te consuele largamente.

Introdujo una mano entre las piernas de él, apretando hacia dentro. Sintió que él se estremecía ligeramente y se echó a reír; después le dejó y le olvidó inmediatamente, pues sólo pensaba en las felicitaciones que recibiría de Bluestone al darle la fantástica noticia.

La joven, gacha la cabeza y mirando fijamente sus menudos pies calzados con los tradicionales tabi y jeta, avanzó en silencio hacia ellos. Vestía un quimono blanquísimo, bordado con peonías de pálido color melocotón. Traía un paquetito apretado contra el pecho. Mientras ellos la observaban, se arrodilló delante de una hornacina donde se hallaba la imagen de Kannon, un objeto tan sagrado que sólo se mostraba a los penitentes una vez cada treinta y tres años.

La joven de cara triste se inclinó sumisa ante la diosa misericordiosa. A su alrededor, bandejas con comida y flores ponían notas de color y perfumaban el ambiente. Movió los labios en silenciosa oración y ellos no supieron por qué kami rezaba hasta que desenvolvió despacio el pequeño paquete y colocó respetuosamente una muñequita representando una niña entre las camelias blancas y amarillas dispuestas en una fuente de arcilla cocida al horno.

Entonces su tristeza se hizo tan clara para ellos como la luz del sol que se extendía sobre el valle. Aquella joven había perdido recientemente a su hija, y la muñeca que había traído a la diosa de la misericordia era el bien más preciado de la niña.

Jake y Mikio Komoto estaban sentados juntos, observando las delicadas facciones y los ojos negros y rebosantes de dolor de aquella mujer. Y entonces, al levantarse ésta y echar una última mirada a la cara perfecta de la muñeca, una lágrima solitaria resbaló por su mejilla.

—Aquí es donde vienen todas las mujeres de Kioto —dijo Mikio—. A Kiyomizu-dera. —Los dos estaban solos, sin escolta yakuza, para no llamar la atención. Además, se presumía que Mikio estaba muerto—. Oh, en realidad vienen de todas partes, para pedir a Kannon un buen parto o, como en el caso de esta mujer, que proteja al kami de su hija muerta.

Jake no dijo nada, sino que saboreó la vista aparentemente ilimitada de toda Kioto desde el templo budista de la montaña. Las boscosas vertientes rebosantes de verdor y, más allá, los perfectamente ordenados y geométricos campos de labranza, a través de los cuales caminaban figuras diminutas, negras a causa de la distancia.

—Mi esposa solía venir aquí a menudo.

Jake escuchó atentamente. No había conocido a la esposa de Mikio y, en todo caso, el hecho de que un japonés abordase un tema tan personal merecía respeto y una atención especial. Cerró la mente a sus dolores y congojas. Concéntrate, se dijo.

—Ella —siguió diciendo Mikio— venía a suplicar a la Compasiva que le concediese tener un hijo. Era... difícil para ella. Los médicos decían que tenía el útero inclinado de una manera que hacía improbable la concepción. —Mikio juntó las manos casi como si estuviese rezando—. Recomendaron la inseminación artificial, pero eso nos parecía... desagradable. Por consiguiente, venía aquí y rezaba a Kannon. Estaba convencida de que la diosa residía en este exquisito promontorio donde se erigió este templo en el setecientos noventa y ocho. Creía que, aquí, la diosa la escucharía.

Estaban en la vasta galería voladiza del templo, proyectada y construida para presenciar danzas sagradas. Cerca de allí se hallaba la melodiosa Otawa, una de las más renombradas cascadas de todo Japón.

Mikio se levantó bruscamente y se dirigió al borde de la galería más próxima a la Otawa. Jake le siguió y ambos observaron desde arriba a los peregrinos vestidos de blanco que, desde detrás de la barrera protectora del salto de agua, levantaban las enguantadas manos para suplicar a Fudo-Myo-o que le guardase de sus enemigos.

—Nosotros deberíamos estar allá abajo —dijo Jake—. Ambos necesitamos mucha protección en estos días. —Al cabo de un rato, dijo sin mirar a su amigo—: ¿Escuchó Kannon las plegarias de tu esposa?

—Me ves como siempre he sido, Jake-san; por desgracia no he tenido hijos.

Como no habría bastado decir lo que sentía, Jake optó por no decir nada.

—Tal vez —dijo al cabo de un rato, señalando a los suplicantes rociados por la cascada— ellos saben algo que nosotros ignoramos.

—Si es así —dijo Mikio—, nunca lo sabremos.

Jake vio, por el rabillo del ojo, una sola lágrima que se deslizaba por la mejilla de su amigo, y pensó en la joven que había ofrendado la muñeca querida de su hija. Ahora sabía por qué le había traído Mikio aquí. Todavía se sentía responsable de que Jake hubiese estado a punto de morir en Tokio. No le importaba que la única responsable hubiese sido la terquedad de Jake. Éste sabía que Mikio había hecho todo lo posible para apartarle de la zona de peligro. Y Jake no había prestado la menor atención a las reiteradas advertencias.

Pero, a los ojos de Mikio cuando Jake estaba en el Japón, el oyabun, el jefe yakuza, era responsable de él. Punto. Así de sencillo. Y así de complicado. Ahora, Mikio tenía una deuda con Jake que nunca podría realmente pagar. Giri, tanto como la amistad, giri entretejido con la amistad, era lo que les unía tan íntimamente. Giri era lo que había obligado a Mikio a revelar una parte personalísima e indudablemente dolorosa de su pasado a Jake. Había sido un momento extraordinario, y no había pasado inadvertido a Jake.

—Pero el amor perdura, Mikio-san —dijo—. Como las montañas y los mares, el amor nunca muere. —Observó a los peregrinos, que se purificaban con el agua de la Otawa, envolviéndose en la gloria de Dios—. Tal vez es esto lo único que nos sostiene a veces, ¿neh?

Mikio, sin apartar la mirada de la catarata, asintió con la cabeza y no dijo nada. Había comprendido.

El silencio, el silencio del sonido natural, les envolvió completamente, como si estuviesen al pie de la Otawa, inmersos en el agua. Entonces, Jake vio un chorlito gris que saltaba de rama en rama. Sin pensarlo, siguió con la mirada el gracioso vuelo del pájaro al elevarse sobre las oscuras copas verdes de los árboles del bosque y pasar después sobre sus cabezas, para desaparecer detrás de la pulida fachada del pabellón de la campana.

El movimiento del chorlito pareció transmitirse a dos hombres vestidos de oscuro que bajaron la ancha escalinata del lado este del pabellón. Ambos tenían angulosa cara y llevaban los cabellos cortados muy cortos. Usaban gafas de sol con cristales reflectantes. No disimulaban los objetos de su interés.

—Mikio-san —dijo Jake en voz baja pero apremiante—, temo que va a empezar la guerra.

Rodando velozmente por la autopista costera de Miami en su «Corvette» negro de alquiler, Tony Simbal no oyó el ruido hasta que casi fue demasiado tarde.

A una velocidad de ciento cuarenta kilómetros, con los cristales de las ventanillas bajados, y con el zumbido del viento casi ahogando el rock de los «Stones» en la radio puesta a volumen ensordecedor, aquella inadvertencia era tal vez natural. Natural pero inexcusable.

Porque era el Cubano, Martín Juanito Gato de Rosa quien lo llamaba a voz en grito desde un «Ferrari» rojo que se puso al lado del «Vette».

Tenía una mano sobre el volante y sostenía con la otra, sacándola por la ventanilla abierta, una «Magnum 357» capaz de volar la cabeza de un hombre como un melón maduro. La pistola apuntaba a la oreja izquierda de Simbal.

—¡Detente, maldito hijo de perra! ¡He dicho que detengas ese trasto! —gritó el Cubano, amartillando la «Magnum».

El mozo de «La Toucana» había hecho su trabajo, informando a él Cubano de la marca, el modelo y el número de matrícula del «Corvette» alquilado por Tony.

Elevaciones de color pastel, rosado, azul, espuma de mar resplandeciendo a su paso, marinas donde brillantes yates blancos y azules y barcas de pesca trazaban perezosos arcos, produciendo estelas de burbujas y lanzando nubéculas de vapores. Muchachas en bikini, con viseras contra el sol sobre sus cabellos peinados hacia atrás, untados de crema «Nivea» los tostados hombros, riendo con millonarios de cabellos de plata y camisas hawaianas abiertas hasta el ombligo para mostrar cadenas de oro de 24 quilates, pantalones blancos y zapatos blancos relucientes de los que cualquiera se habría burlado en Nueva York o en Washington. No tenían la menor preocupación en el mundo. En cambio, Tony Simbal se vio obligado a salir de la carretera por un «Ferrari» brutal y por el negro cañón de un arma corta.

La tranquilidad del paisaje se filtró por las ventanillas abiertas del «Vette», el motor se detuvo y, a la izquierda, siguió zumbando el tráfico con rapidez del colibrí.

El «Ferrari» rojo, con el sol reflejándose en su largo capó, se detuvo exactamente detrás de aquél como si lo condujera un guardia de tráfico.

Tony oyó que se cerraba una portezuela y el crujido de unos zapatos sobre el pavimento del arcén. Entonces quedó bloqueada la luz del sol por la figura de Martín Juanito Gato de Rosa al inclinarse hacia el interior del «Corvette». Simbal sintió el frío cañón de la «Magnum» apretado contra su sien.

—Pequeño excremento de gusano — dijo el Cubano, en su seco y ligeramente defectuoso inglés—, debería saltarte la tapa de los sesos, pero sentiría estropear el interior de este automóvil.

—Calma, muchacho — dijo Simbal, cuidando de no volver la cabeza hacia el Cubano—. Charlemos y...

—No charlaría contigo por nada del mundo, mierda de gusano.

—. .. tranquilicémonos.

—Tienes mucha cara dura, ¿eh?, al venir aquí para meter las narices en mis negocios.

—Ni siquiera sé cuáles son tus negocios.

La «Magnum» apretó dolorosamente su sien. Pudo percibir el olor a colonia perfumada de el Cubano y también, un poco de sudor. ¿Tenía miedo de algo? ¿De Simbal?

—¿Crees que vas a hacer que me cague en los calzones, hijo de puta?4.

—Tienes que saber que mi madre era toda una dama, Martín — dijo Simbal—. La única puta a quien he conocido era tu hermana.

El Cubano abrió la portezuela del «Corvette». Gruñó: —¡Sal de ahí! Simbal obedeció.

—¿Qué vas a hacer? — dijo—. ¿Matarme cuando pasan veinte testigos cada treinta segundos? Mira, si quieres, po demos estar intercambiando insultos durante todo el día.

Pero yo tengo otras cosas más importantes que hacer.

—Como cazar furtivamente en mi terreno.

—Mako es solamente cosa tuya, amigo. — Simbal levantó las manos—. ¡Caray! Habría podido acercarme a vosotros en «La Toucana». Pero sabía que, si lo hacía, lo estropearía todo.

—Estropearías, ¿qué?

—Vamos, Martín. Ese follón que te traes con Mako y Eddie.

El Cubano frunció los ojos castaños.

—¿Qué diablos sabes? Y, en todo caso, ¿qué diablos estás haciendo aquí?

—Me envió la Cantera —dijo Simbal. No convenía implicar a la DEA en esa fase—. El mes pasado hubo un golpe diqui en Chinatown. De los gordos. Su hombre principal, Alan Thune, fue asesinado por un grupo o grupos desconocidos. Después, un sabueso de la DEA, llamado Peter Curran, fue descuartizado en Paraguay, sin que la subcultura nazi tuviese la culpa. De nuevo diqui. Ahora estoy interesado en este asunto. También lo está mi jefe, el Gran Kahuna. Por esto estoy aquí.

—¿Por qué aquí?

—Vayamos a algún lugar bonito y tranquilo y hablemos de esto de hombre a hombre. Tomando unas copas de algo fuerte.

El Cubano levantó la «357» de manera que el cañón apuntó directamente a la cara de Simbal.

—¿Por qué aquí?

Simbal suspiró.

—Porque es aquí donde está Edward Martin Bennett. ¿Te parece bastante?

El Cubano le guió hasta un pequeño establecimiento de Key Biscayne con una vista espectacular sobre el centro de Miami, si uno era aficionado a observar la decadencia que sigue al imperio de la codicia. Grandes torres de granito, mármol y cristal ahumado se elevaban con la misma profusión con que dientes de mujer sembrados en el suelo produjeron un ejército invencible. Hoteles construidos casi de la noche a la mañana, en los años febriles cuando se pensó que el juego sería legalizado en Miami. Miles de millones invertidos en monstruos marinos que ahora estaban casi vacíos, imperando el silencio en sus cavernosos interiores, expectantes, funcionando como hombres achacosos prematuramente envejecidos.

Pero desde la sombra de la descolorida sombrilla a rayas, la bahía aparecía esplendorosa y brillante, las canoas a motor surcaban su superficie como arañas acuáticas, produciendo una grave música de fondo.

El Cubano sorbió su ron con «Coke» y dijo:

—¿Sabes una cosa? Creo que estuvieron locos al cambiar esto, hombre, este gran invento americano.

—¿Qué invento?

—La «Coca Cola», tonto. —El Cubano miró a Simbal como si fuese un idiota—. Una tradición americana, ¿en? ¿Por qué han tenido que enredar con todo esto? Ninguna de estas porquerías sabe bien, la llamen como la llamen. Quiero decir, ¿para qué sirve la tradición?

Simbal bebió pausadamente su vodka con agua tónica.

—El asesinato suele irritarme un poco, Martín —dijo.

Ambos llevaban gafas oscuras para protegerse del reflejo del sol en la bahía. Esto era malo para una negociación, pero Simbal pensó que era mucho mejor que tener una «Magnum 357» apoyada contra un lado de la cabeza. No dejaba de ser una ventaja y se alegró de ello.

—El asesinato es el pan de cada día en nuestro campo de trabajo; por consiguiente, no me vengas con gansadas.

—No siempre hay que atribuirlo a SNIT —dijo Simbal—. Me fastidia que un miembro de una agencia liquide a uno de otra. —Simbal se inclinó hacia delante—. Mira, Martín, la eliminación de Curran me ha irritado bastante.

—Entonces ve y que te jodan.

—Preferiría hacerlo con tu hermana.

El Cubano se puso colorado.

—Maldito gusano de mierda, debía acabar contigo en la carretera cuando tuve oportunidad de hacerlo.

—Tal vez sí —dijo Simbal—. Ahora estoy sentado aquí contigo y tenemos que hablar de algunas cosas.

»De todos modos, matarme te serviría de poco. Ya no estoy con la DEA. La Cantera le ha hincado el diente al diqui. Ahora yo soy el sabueso que se ha largado, pero hay muchos más en el lugar dol que vengo. Mi Kahuna sólo da cuentas a un hombre, y éste es el presidente de los Estados Unidos. La Cantera tiene un poder en el que SNIT sólo puede soñar. Creo que nada sacarás peleándote conmigo. No cuando yo podría ser tu amigo.

El Cubano guardó silencio durante un rato. El maitre acompañó a una familia de tres pasando de su mesa, y los dos hombres no dijeron más hasta que se hubieron alejado.

—Entonces será mejor que te expliques más claramente, hombre. No te imagines que voy a creer que has venido aquí a causa de un asesinato. Para esto está el Fat Boys Institute5.

—El FBI no podría resolver esto aunque les dieses un mapa y dijeses que el profesor Peacock estaba en el salón con el cuchillo.

Pero el Cubano estaba ya sacudiendo la cabeza.

—Tú eres un tipo que pega fuerte, amigo. Te envían cuando las cosas andan mal. —Simbal advirtió que había dejado de beber; se limitaba a juguetear con el vaso sobre la mesa—. Entonces, ¿qué ocurre aquí?

—Tú y Mako —dijo Simbal. El Cubano se encogió de hombros—. Él y Bennett se traían algo entre manos. Lo había oído decir y necesitaba confirmarlo de primera mano.

—¿Y?

—¿Qué te dijo Mako?

El Cubano volvió su atención a Simbal.

—Él y yo estábamos entrando y sacando cargamentos de mierda de las calas próximas a Miami. ¿Qué más quieres saber?

—Quiero saber lo que están haciendo él y Bennett.

El Cubano gruñó.

—¿Por qué no se lo preguntas directamente a él? Estoy seguro de que te complacería —dijo, y sacudió la cabeza.

Simbal dio un paso atrás en la conversación.

—¿Qué me sugieres?

El Cubano fingió asombro.

—¿Me lo preguntas a mí? —Abrió unos ojos como platos—. ¡Madre de Dios!6. ¿Qué podríamos decirte a ti, el Gran Cazador Blanco, los pobres diablos que estamos en las trincheras con las narices metidas en el barro que esos tipos ametrallan —Basta de comedia, Martín.

—¡Jesús! Realmente, tienes un par de cajones7, amigo.

Simbal hizo caso omiso de la observación.

—¿Qué se proponen Bennett y Mako?

El Cubano se encogió de hombros.

—No lo sé. Dímelo tú.

—Será mejor que seas franco conmigo —dijo Simbal.

Al cabo de un rato, el Cubano dijo:

—¡Mierda! —Echó un trago y prosiguió—: Hoy va a celebrar una fiesta, después de medianoche. Algo muy exclusivo. Yo tengo que encontrarme con los dos allí. Tratar con Mako ha sido siempre delicado.

—Bennet —dijo reflexivamente Simbal.

—Supongo que, si vas a meterte en esto, será mejor que te instruyas —dijo el Cubano con cierta acritud.

—Ya he leído la ficha de Eddie —dijo Simbal.

—Eso quiere decir que ignoras muchas cosas acerca de Eddie Bennett.

—¿Sí?

—Si no conoces personalmente a ese hombre8 , no sabes nada de él.

—¿Qué quieres decir?

—Edward Martin Bennett es un ruin hijo de perra.

—Dime algo que yo no sepa.

—Estoy tratando de hacerlo, amigo. —El Cubano tomó su vaso y echó otro largo trago antes de proseguir—: Lo cierto es que Eddie y Peter Curran estuvieron conchabados.

—¿Quieres decir que desempeñaban juntos una misión de DEA-SNIT?

—No, hombre. Nada de eso.

Simbal trató de deducir de la expresión de el Cubano lo que éste había querido decir. Fuese lo que fuese, estaba claro que no era buena cosa.

—No me digas que hacían negocios juntos.

—Nada de negocios —dijo el Cubano, apurando su ron con «Coke»—. Placer.

—¡Jesús! —Simbal pensó durante un minuto—. No me dirás que toda esta..., porquería..., tuvo por causa una riña entre amantes.

El Cubano jugueteó con la botella vacía. Parecía querer otra.

—Creo que empezó de esta manera, sí. Mira, no podían vivir juntos ni ser vistos juntos en público, nada de eso, hombre. Era muy malo para ellos. En cuanto una de esas cosas aparece en tu historial, nada más puedes hacer en nuestra clase de trabajo. El campo queda cerrado para ti, y olvídate de manejar material secreto. Te envían a la Colonia de los Leprosos. Así es como solía llamarlo Eddie. Allí aprendes a ser un buen escribiente, a revolver papeles, a tramitar cosas realmente importantes, como promociones, ascensos, solicitudes y mierdas por el estilo.

—Dijiste que nadie sabía lo de ellos —dijo Simbal—. Pero tú sí lo sabes.

—Claro que lo sé. Eddie y yo trabajamos juntos más de un par de veces. Esto ya lo sabes por su ficha. Pero como dije antes, esa ficha, al menos en el caso de Eddie, no vale una meada.

—Conocer a Eddie Bennett es amarle —dijo Simbal—. ¿No es así?

El Cubano torció el gesto.

—Te crees muy listo, ¿eh? Trabajas para la Cantera, obtuviste poder en el yin-yang, miras de arriba abajo a la gente vulgar como nosotros, ¿no?

—Era mi única manera de entrar, Martín —dijo Simbal—. Era un coto cerrado, pronto me di cuenta de ello. No tenía tiempo de inventar alguna artimaña para verte. No frunzas la nariz; no es nada personal.

—Aquí es donde te equivocas, hombre. Todo esto es personal.

—Entonces, será mejor que me lo digas todo.

El Cubano asintió con la cabeza.

—Para Eddie, no había nadie en el mundo salvo Peter Curran. Estudiaron juntos.

—Sí, ya lo sé. En Yale. La misma hermandad, el mismo club.

—El Club del Infierno —dijo el Cubano—. Había mucha mierda por allí. Una noche que estaba borracho, Eddie me habló de Curran, me contó la iniciación en el Club del Infierno. Él y Curran prestaron juramento juntos. —El Cubano se encogió de hombros—. Supongo que los hombres también pueden enamorarse. —Hizo una seña a la camarera para que le sirviese otra ronda—. Pueden enamorarse entre ellos.

—¿Fue eso lo que les ocurrió?

—Fue como un matrimonio que se deshace —dijo el Cubano—. Esto es lo más gracioso. Uno de ellos cambió; el otro, no.

—El primero debió de ser Curran —dijo Simbal—. Curran había andado por ahí con una agente de la DEA.

—Sí, esto pareció indignar a Eddie —reconoció el Cubano—, pero la ruptura se produjo a causa de Eddie. Fue enviado a aguas profundas.

Así era como llamaban en SNIT al trabajo secreto de larga duración.

—Deja que lo adivine —dijo Simbal—. ¿Diqui?

—Exacto. —El Cubano cogió su bebida de la bandeja de la camarera. Parecía extrañamente sediento, y Simbal recordó la impresión de miedo que había traslucido su semblante—. Lleva fuera mucho tiempo. Muchísimo tiempo.

Simbal captó el significado oculto.

—¿Qué quieres decir?

El Cubano hizo una mueca.

—Mira, ésta es la razón de que yo esté aquí. Ésta es la razón de que me trastornase tanto cuando te vi. Eddie no va a volver. Se ha pasado al otro bando.

Y en el impresionante silencio, Simbal pensó: ¡Dios mío!, ¡tenemos que habérnoslas con un espectro vudú!

Sun Tzu dijo que la manera más eficaz de desplegar sus tropas un general era asegurarse de que no tuviesen una forma identificable para el enemigo. De esta manera, ninguna defensa contra ellas era posible, ni siquiera por parte del táctico militar más brillante.

Esto fue escrito en el año 500 a. de C., pero la estrategia de Sun Tzu era tan sagaz que seguía siendo aplicable en la actualidad.

Esto era lo que pensaba Jake al doblar con Mikio la esquina del salón de las escrituras. Habían empezado a correr por la vasta galería del templo. Los dos yakuza con gafas de sol llevaban pistolas; habría sido inútil correr hacia ellos o mantenerse siquiera a su alcance. Jake y Mikio iban desarmados; cualquier clase de arma estaba severamente prohibida dentro del recinto del templo. Además, Mikio había «muerto» el día anterior en Tokio. No habían tenido motivo para esperar ninguna clase de persecución en este lugar.

Pero tenían unos cuerpos soberbiamente adiestrados, y Sun Tzu había aconsejado buscar el campo de batalla adecuado. Por consiguiente, Jake y Mikio corrieron a lo largo del borde de la galería. Bajaron a toda prisa un tramo de escalera de piedra, pasando junto a una larga hilera de mujeres suplicantes.

Al pasar por delante de la puerta abierta del salón de las escrituras, pudieron oír el rítmico sonido de los huecos peces de madera que eran golpeados para marcar el compás del canto de los sacerdotes.

Se detuvieron.

—¡Oh, Buda! —dijo Jake en voz baja.

Pensó solamente en la estrategia de Sun Tzu cuando vio a otros cuatro yakuza que avanzaban en su dirección.

Entonces lo vio claro. Los dos primeros, armados, de pistolas, habían sido una trampa. Se maldijo furiosamente. Hubiese debido sospechar algo de esto cuando habla visto que la pareja sacaba sus armas. En un lugar como éste, elevado a la categoría de Tesoro Nacional por el Gobierno de Japón, nadie habría disparado. Había que emplear otros métodos más silenciosos y discretos.

—Vayamos al jardín —susurró Mikio.

Y, casi doblados por la mitad, se adentraron en la extensa zona arbolada entre el salón de las escrituras y la pagoda de la campana. Salieron del camino de tablas a una roca grande y plana. Una serie de piedras planas permitían transitar entre guijarros, musgo y bambúes. Pasaron, a su derecha, por delante de una roca gigantesca pulida durante siglos por la corriente de agua. Era la piedra de la Benevolencia, una de las cinco enormes rocas que había en el jardín. Cada una de ellas representaba una de las cinco Virtudes de Confucio.

Aspidistras y heléchos oscilaban en la brisa a su paso. Jake sentía ya que le faltaba el aliento y que la sangre latía detrás de sus ojos.

Reinaba un gran silencio. Podía oír un murmullo de agua en alguna parte, cerca de allí, oculta por setos meticulosamente recortados, y, de vez en cuando, el canturreo y el redoble que marcaba el ritmo en el salón de las escrituras.

Ambos vieron al mismo tiempo a los hombres. Mikio tocó el borde de la manga de Jake y los dos se apartaron a un lado. Se adentraron más en el jardín, a lo largo de un sendero estrecho y serpenteante de piedras pasaderas revestidas de musgo y hábilmente dispuestas para sugerir al paseante la ilusión de un riachuelo.

Se agacharon debajo de una criptomeria que murmuraba antiguos secretos de un lugar donde se había detenido el tiempo. A su izquierda, se entrelazaban las hojas doradas y rojizas de un arce enano. Directamente delante de ellos se alzaba la piedra de la Justicia, con su enorme cuerpo formado por una serie de piezas toscamente concéntricas, montadas unas sobre otras como los anillos de una secoya partida. Al mirarla, uno recordaba inexorablemente el paso de los eones, lapsos de tiempo que hacían insignificante la duración de cualquier vida humana.

Éste era el pasmoso efecto de aquella piedra que, según se decía, el diseñador del jardín había tardado diez años en encontrar: colocar en la debida perspectiva al observador, para recordarle la eternidad de este lugar; la inmutabilidad de la Virtud de la Justicia según Confucio, ella misma prolongación de la Naturaleza.

—No lo comprendo —dijo Mikio, en voz baja—. Para el clan Kisan, estoy muerto. Sin embargo, han descubierto rápidamente mi pista.

—¿Un traidor?

Mikio encogió los musculosos hombros.

—Todo es posible, amigo mío. Pero prefiero buscar otra explicación.

Un silbido hizo que Jake volviese la cabeza, justo a tiempo de ver el principio de shohatsu. Dio deliberadamente una patada, desviando el extremo cargado de la cadena del yakuza. El manrikigusari (que significa literalmente «cadena con la fuerza de diez mil») chasqueó al recogerlo de nuevo el hombre de las gafas de sol.

Jake extendió la mano en una finta. Esto produjo la esperada respuesta, el uchiotoshi, un ataque hacia abajo que falló al echar él la muñeca atrás en el último instante.

Agarró la cadena y la retorció. Ambos perdieron pie y cayeron sobre los minuciosamente cuidados heléchos.

Aquel hombre no era corpulento, pero sí extraordinariamente vigoroso. Cuando saltó hacia atrás sobre las puntas de los pies, Jake vio que parecía tener toda su energía concentrada en los brazos y en el torso, cosa rara en los japoneses, que tanto apreciaban la gran hará, la centralización de las energías intrínsecas en el bajo vientre. Por esto eran tan pesados los luchadores de sumo.

Empleó un tenkan, haciendo girar los dos cuerpos hacia su izquierda, hacia abajo, porque las manos del yakuza se extendían hacia su muñeca para liberar el manrikigusari, y pensó: Esto es lo que ocurre cuando confías en las armas: éstas se hacen más importantes que tu propio cuerpo.

Al agarrar la muñeca de Jake, el yakuza había sacrificado su posición con el fin de recobrar el control de su cadena. Esto permitió a Jake aprovechar el impulso del yakuza, que levantó y extendió ambos brazos mientras la mano libre de aquél trataba de agarrarle del cuello.

Instantáneamente, el yakuza se echó atrás y cayó sobre las piedras cubiertas de musgo. Lanzó el manrikigusari, que se enroscó en el adelantado tobillo izquierdo de Jake. Tiró con fuerza y Jake perdió el equilibrio.

Se quedó sin aliento al caer de costado. Se volvió a tiempo de ver que Mikio lanzaba una patada al hígado de su enemigo con cruel exactitud. El yakuzo. mostró los dientes en una mueca de angustia. Soltó la cadena y cruzó los brazos al repetir Mikio el golpe. Jake descargó el canto de la mano contra la cara del yakuza y las gafas de éste saltaron hechas añicos. El hombre se desmayó.

Jake respiró hondo y Mikio extendió una mano y lanzó un fuerte gruñido. Puso los ojos en blanco y abrió la boca en silencio. Cayó sobre una rodilla y Jake corrió para sostenerle y arrancar el shuriken, la afilada azagaya de acero.

Manó la sangre y Mikio aplicó la palma de una mano sobre la herida. Jake oyó un zumbido y, simultáneamente, sintió que Mikio se arrojaba sobre él. Un segundo shuriken se clavó en el tronco de la criptomeria.

Jake se arrastró sobre los codos y las rodillas a través de un soto de bojes y se levantó detrás de una masa oscilante de azaleas. Miró hacia atrás y vio que Mikio se rasgaba la camisa con los dientes y se aplicaba un torniquete al brazo, resoplando a causa del esfuerzo. Al cabo de un momento, el blanco algodón estaba rojo y empapado en sangre.

Jake volvió su atención al lanzador de shuriken. Trató de no fijarse en las abejas que revoloteaban afanosas entre las flores, junto a su cabeza. Permaneció absolutamente quieto. Cuando decidió moverse, lo hizo con extremada precaución y lentitud.

El jardín tenía cierto ritmo, al soplar una ligera brisa y mover las hojas y algunas ramas delgadas. Sabía que cualquier alteración de aquel ritmo llamaría en seguida la atención. La cuestión era sumirse en el ambiente, chahm bai, tal como le había enseñado Fo Saan. Sin embargo, todo su adiestramiento giraba alrededor de ba-mahk. Si Jake no podía ya alargar los brazos y establecer contacto con el pulso cósmico y eterno de las cosas, todos los caminos estaban cerrados para él.

En todo caso, hizo cuanto pudo para fundirse con su entorno. No fue suficiente. El chirrido de la cadena hizo que volviese la cabeza, pero el manrikigusari estaba ya alrededor de su cuello en makiotoshi, el definitivo ataque.

Lo primero que tenía que hacer era mantener bajas las manos, lejos del cuello. La primera respuesta instintiva del organismo era levantar las manos para liberar el cuello. Esto era un error, pues no había manera de romper una cadena de acero con las manos. Y se perdían momentos preciosos, mientras el atacante aumentaba su presión. La muerte no tardaba en producirse.

Respiró hondo. Empleó el atemi en las costillas, un golpe seco con el canto de la mano, que requería dar un cuarto de vuelta hacia la izquierda. Esto limitó gravemente el funcionamiento de la tráquea. Pero ya había aspirado aire y empleó toda su fuerza, ayudado por el conocimiento de que la muerte estaba cerca. Se valió de su miedo animal para levantar bruscamente la cabeza, tal como le habían enseñado, para bombear una enorme cantidad de adrenalina en el sistema.

Ahora giró hacia la derecha, descargando un nuevo atemi en aquel lado y sintiendo que cedían tres costillas mientras el calor de su cara se hacía casi insoportable al impedir la cadena la afluencia de sangre a su cerebro. Y Jake comprendió que el fin estaba próximo, que le quedaba muy poco tiempo antes de que empezasen a brillar estrellas delante de sus ojos y que la falta de oxígeno nublase totalmente su cabeza o, peor aún, trastornase su coordinación.

El yakuza cayó de rodillas, arrastrando a Jake con él. Pero su adiestramiento era extraordinario, e incluso con tres costillas fracturadas, se negaba a soltar su presa, colocado todavía directamente detrás de Jake, donde era muy difícil que éste pudiese hacer algo contra él.

El tiempo era ahora crítico. Ardiéndole los pulmones, experimentaba como una fuga de su conciencia. Advertía la luz del sol, irreal, que se filtraba a través de una hoja; el suspiro de la brisa, que era como un rumor de espíritus animados jugando al escondite entre los árboles; una nube gris-azul, en forma de samurai lanzado al ataque, y...

¡Me estoy quedando sin aire!

¡Deja de soñar y sigue luchando!, se dijo. Intentó tres clases diferentes de atemi de pierna, pero el yakuza se escabulló cada vez, aplicando tercamente toda su fuerza en mantener tirante el manrikigusari. Jake presumió que aquel hombre se estaba ahogando en su propia sangre. Pero esto le serviría de poco consuelo, si era capaz de aguantar el tiempo suficiente para que no pudiese entrar más aire en los pulmones a punto de estallar de Jake.

Ahora era cuestión de segundos, y Jake hizo lo único que podía hacer: arquear el cuerpo hacia atrás y cargar atrozmente todo su peso en el cuello, para el instante en que éste se convirtiese en punto de apoyo para el salto mortal hacia atrás.

Empleó un atemi de codo, juntando los dos puños, y, aunque su conciencia vacilaba, descargó un golpe hacia abajo que destrozó el esternón del yakuza.

El hombre se encorvó hacia arriba; sus dedos, blancos como el hueso, resbalaron a lo largo de los mojados eslabones de la cadena, y Jake, apoyando el codo izquierdo en un lado del cuello del yakuza, descargó con terrible fuerza la mano derecha en la mejilla de su adversario. Oyó el chasquido de las vértebras cervicales al ceder a la enorme presión.

Una negrura nacarada, y luego vio una hormiga caminando trabajosamente entre unos tallos.

Entonces se dio cuenta de que los tallos eran los pelos del dorso de su mano. Tenía la cabeza gacha, con el man-rikigusari colgando alrededor de sus hombros como el peso que sostenía Atlas.

—¡Jake-san!

Mikio estaba a su lado.

—¿Estás bien?

A Jake le dolía demasiado la cabeza como para que pudiese asentir con ella, y tenía la lengua tan seca que parecía llenar toda su boca.

A una seña apremiante de Mikio, echaron a andar y pasaron al lado más alejado de la piedra de la Justicia, entre bojes y plateados enebros.

—Hay otros cuatro —dijo Mikio. Miraba continuamente su reloj, como si llegase tarde a una cita—. Debemos mantenerlos a distancia.

Jake advirtió que había tomado el manrikigusari.

—¿Eres bueno manejando esto?

Mikio lanzó una carcajada siniestra.

—Eso dependerá de con quién tenga que habérmelas. —Miró a Jake—. No te preocupes, kyujutsu ka; dentro de una hora estaremos bebiendo «Kirins» en mi bar predilecto del barrio viejo de Tokio.

Jake no dijo nada, pero se preguntó si realmente sería así. Necesitaba un poco de descanso, y no sabía hasta qué punto era grave la herida de Mikio. Observó el entorno inmediato. Escuchó.

Oyó un seco chasquido y se sobresaltó ligeramente. Mikio apoyó una mano en su rodilla.

—Sólo ha sido el shishi odoshi.

Jake miró a su alrededor y vio el bambú y la piedra «espantaciervos» a menos de veinte metros de ellos. Inventado en principio por los agricultores para impedir que los animales se comiesen los productos de sus campos, el shishi odoshi era ahora un elemento común de los modernos jardines japoneses. Consistía en una gruesa caña de bambú llenada en parte de agua y que, al doblarse bajo el peso del líquido, golpeaba una piedra con la punta, produciendo un fuerte ruido. Vaciada del agua, se enderezaba de nuevo para ser rellenada y golpear la piedra una vez más.

En la armonía inmutable del eterno jardín, el sonido regular del shishi odoshi podía ser la única manifestación externa del paso del tiempo.

Para Jake, cada chasquido que resonaba entre el follaje les acercaba al fin de la inmensa paz del jardín. Aquí, bajo las flexibles ramas de los árboles de hoja perenne, entre aspidistras, lirios, heléchos que parecían encajes y bambúes okame, se dio más que nunca cuenta de la belleza del mundo. Y enjugándose el sudor del rostro, resolvió que no morirían aquí, ni hoy ni en mucho tiempo.

Clac, clac, hacía el shishi odoshi, vertiendo el agua sobre la piedra. La inmutable cara occidental de la piedra de la Justicia formaba un bulto en dirección a ellos y describía luego un arco amplio hacia los arces japoneses y las criptomerias.

Jake percibió algo negro y con rayas finas, ¿la manga de una chaqueta?, y dijo:

—Prepárate, Mikio-san, pues ahí vienen.

Mikio usó el manrikigusari contra el primer hombre, haciéndole caer, de modo que el shuriken que estaba a punto de lanzar rebotó sobre el camino empedrado.

Al mismo tiempo, Jake se levantó y corrió hacia la parte ancha de la piedra de la Justicia. Era absolutamente necesario dividir el grupo de cuatro hombres. Sabía que los dos juntos difícilmente podrían resistir un ataque en masa.

Tres fueron tras él; por lo visto, se imaginaban que, estando Mikio herido, era Jake el más peligroso. Se le acercaron al mismo tiempo, pero desde tres direcciones diferentes. Esperaban que echase a correr, pero él se mantuvo en su sitio. Deliberadamente, pareció confuso; tuvo buen cuidado en no moverse, para sorprender a sus atacantes cuando lo hiciese, ganando así un poco de tiempo.

Cuando el que venía por su izquierda se hubo acercado lo bastante, inició su ataque, un atemi con la mano plana que Jake observó que iba dirigida contra su cara. En el último instante, se dejó caer sobre una rodilla, inclinando al mismo tiempo el cuerpo hacia la izquierda. Levantó la mano derecha, agarró el puño de la manga derecha del hombre y, aprovechando el impulso hacia delante de éste, tiró de él hacia abajo, arrojándole contra el compañero que venía por la derecha.

Ahora, al ponerse Jake en pie, el hombre del centro le agarró desde atrás por encima de los hombros. Jake siguió moviendo el cuerpo hacia la derecha y, levantando la mano izquierda debajo de la axila del yakuza, se desprendió de él.

El primer hombre se lanzó de nuevo sobre Jake, y éste, viendo el shuriken que llevaba en la mano, le permitió que iniciase el golpe. Entonces, su mano izquierda pasó junto a la hoja con la velocidad del rayo, agarró la muñeca del yakuza y, combinando el impulso de éste con su propia fuerza, tiró de él hacia delante.

Al inclinarse el yakuza, Jake levantó la mano derecha y golpeó con ella el cogote descubierto del hombre. Éste se derrumbó.

Jake lanzó una patada al tercer hombre, obligándole a retroceder, mientras observaba el espadín que el segundo había desenvainado. Se lanzó contra Jake, apuntándole con el acero. Inició un grito kiai, pero Jake le golpeó el mentón con el canto de la mano. Con la otra mano, desvió la hoja a un lado y hacia abajo.

Pero el yakuza había dado una patada y Jake sintió un dolor agudo en la cadera. Se le paralizó la pierna izquierda y cayó contra la cara curva de la piedra de la Justicia.

El yakuza lanzó una estocada y Jake rodó hacia un lado. Oyó el chasquido de la hoja contra la roca y vio saltar brillantes chispas azules.

Entonces alargó un brazo y agarró por delante la chaqueta de su adversario. Hallándose los dos tan juntos, el espadín no servía para nada y el hombre tampoco podía practicar un atemi de pie posiblemente letal.

Sorprendiendo a Jake, el yakuza soltó inmediatamente su arma y descargó un doble golpe sobre el corazón de aquél. Jake se dobló y tuvo la serenidad suficiente para ponerse fuera del alcance del atemi que sabía que descargaría el otro sobre su nuca.

El yakuza le siguió de cerca, presintiendo la victoria. Extendió una mano de canto y Jake comprendió que era buen conocedor del karate. Atacó y Jake empleó un ten-kan, golpeando el codo del yakuza con la parte inferior de la palma de la mano. Al mismo tiempo, torció el torso para apalancarse mejor y, haciendo girar al otro hombre, le derribó al suelo.

El yakuza, aunque medio aturdido, empuñó la espada corta y lanzó un tajo hacia arriba. La hoja pasó a menos de un milímetro del cuello de Jake.

Éste empleó un pie para derribar al yakuza, pero su posición era mala y el hombre empuñaba el acero con terrible fuerza. Por consiguiente, hizo lo único que podía hacer. Usando un irimi, atrajo al hombre hacia él y hacia abajo, en el ángulo preciso para que diese de cabeza contra la cara inmutable de la piedra de la Justicia.

Estaba contemplando el cuerpo exánime cuando recibió un golpe en el lado de la cara. Se tambaleó, resbalando hacia abajo por el lado de la piedra. Pestañeó varias veces, tratando de aclarar su visión, pero no podía enfocar nada del todo. Había perdido la percepción de las distancias. Sus brazos parecían de plomo y la pierna le ardía por el dolor causado por el atemi de pie.

El último yakuza se erguía delante de él y tenía en la mano la espada de su compatriota caído. Levantó la hoja resplandeciente y Jake comprendió que nada podía hacer para detenerle. Vio su propia muerte reflejada en la hoja brillante y perfecta del wakizashi, sintió el frío presagio del golpe que le cortaría la cabeza.

La hoja empezó a difuminarse al adquirir impulso. En el momento en que cortase su piel, su carne y sus huesos, habría alcanzado la máxima velocidad.

Ahora estaba tan cerca que Jake pudo ver, o se imaginó que veía, la juntura de los dos planos de la hoja, una raya finísima y tan intensamente blanca que era cegadora. Era como mirar a Dios a la cara.

Entonces, algo extraño le ocurrió al cuerpo del yakuza. Se hinchó en su centro, tal vez a seis centímetros por encima del corazón, y algo caliente, pesado y mojado cubrió a Jake. Le envolvió un hedor como de matadero y empezó a arquear.

Entonces cayó encima de él todo el peso del yakuza, sobre la piedra de la Justicia, manchando su cara de sangre, entrañas y esquirlas de hueso. El nauseabundo olor de heces fecales era irresistible, y Jake, instintivamente, inició la difícil maniobra de apartarse de aquello. Se sentía como enterrado en inmundicias. Le costaba respirar y empezó a jadear.

Sintió que alguien tiraba de él y se volvió boca arriba. Un trapo enjugó la sangre y las partículas de carne de su cara. Jake miró al yakuza muerto y vio el extremo posterior de una negra saeta de acero anodizado que atravesaba su cuerpo.

Después levantó la mirada y vio a la hermosa mujer del exquisito quimono rojo anaranjado que le había atendido en la casa de Mikio, arrodillada a su lado, con un paño ensangrentado en una mano.

Sólo después de un momento de pasmo y de silencio se dio cuenta de que llevaba en la otra mano una ballesta «Mitsui Jujika-1000» de gas comprimido.

Bliss sabía lo que era estar en los brazos de Buda. Al acercarse a la «Container Terminal» de Kwun Tong, vio que Fung el Esqueleto no estaba presente. No lo vio con los ojos, sino con la mente.

Su qi, parte del cual estaba ahora siempre en da-hei, la gran oscuridad, le manifestó este hecho. Extendido sobre el mar de la noche vivificante, su espíritu captó las vibraciones del Universo.

¿Quién estaba gritando en la calle? Siempre se daba cuenta de los gemidos de los muertos, agrupados, como un ejército que abarcaba un continente. ¿Quiénes eran? Sus paisanos, los muertos de China, que gritaban para ser liberados.

¿Cómo sabía ella esto? ¿Qué era estar en contacto con un espíritu? Bliss, en la proa de la walla-walla que había alquilado, cerró los ojos, escuchó la voz de Shi Zilin. Estaba en el murmullo del viento que agitaba sus cabellos ensortijados, en el susurro de las olas contra los lados de la pequeña embarcación, en el gorgoteo de su estela. Estaba en los gritos de las gaviotas, que volaban ansiosas sobre una barca de arrastre.

La tierra se movió y Shi Zilin habló. Eran uno y lo mismo, intercambiables. El qi del planeta subía y bajaba, como inhalado y exhalado. Bliss sintió esto como si oyese hablar a Shi Zilin. No eran palabras, sino más bien impulsos parecidos a los del cerebro cuando envía automá ticamente mensajes a las extremidades para que se muevan. Nunca se advierte el proceso, pero sí el resultado final. Era algo misterioso, mágico, incluso impresionante. Por consiguiente, no se podía compartir con otro ser humano. Bliss se preguntaba a menudo qué haría cuando volviese Jake a Hong Kong. ¿Qué le diría? ¿Cómo percibiría él los cambios producidos en ella? ¿Cómo le afectarían?

Se estremeció ligeramente en la oscuridad que precedía a la aurora. En el Este, una franja de un rosa muy pálida había empezado a colorear el gris ostra del cielo al palidecer la noche.

—Dígame a dónde, señorita —dijo el barquero—. Exactamente.

Bliss señaló y, al no obtener respuesta, se volvió en redondo. Vio que el hombre la estaba mirando con expresión temerosa. ¿Qué estará viendo?, se preguntó. Tal vez estoy marcada con una cicatriz en mi mejilla. E inconscientemente, se llevó las puntas de los dedos a la cara y los pasó por la lisa superficie. Se rió de sí misma, pero fue una risa inquieta que la hizo estremecerse de nuevo.

Ojalá estuviese Jake allí, a su lado. No para decirle lo que tenía que hacer, ni siquiera para tranquilizarla. Por primera vez desde que se habían reunido, las dudas pendían sobre ellos como nubes en el horizonte.

La historia de él la inquietaba. Sabía lo del suicidio de su primera esposa, lo de la muerte de Lan en el río Sum-chun; sabía también lo de la segunda esposa de Jake, Mariana. Su asesinato en los Alpes japoneses había hecho que Jake, afortunadamente, volviese a Bliss. Pero ninguno de sus dos matrimonios había sido particularmente feliz.

Jake estaba casado con su trabajo, ya fuese para la Cantera, en el pasado, o para el yuhn-hyun, en el presente. Tenía una personalidad totalmente obsesiva, y esta misma obsesión había causado, según sus más íntimos amigos, su distanciamiento de aquellos a quienes más amaba en el mundo.

Bliss sabía que esto era solamente parte de la historia. Consideraba a Jake como algo especial. Había sido instruida por el mismo maestro en artes marciales y en filosofía. Fo Saan, que había educado a Jake. Por consiguiente, conocía perfectamente las facultades extraordinarias que poseía éste. Y era su qi exaltado, su capacidad de entrar en un estado casi místico llamado ba-mahk, lo que creía ella que le distinguía de la mayoría de la gente. Era ésta, creía, la causa principal de su distanciamiento de la familia.

Ahora se preguntaba cómo resultaría afectada su relación. Su propio qi se había dilatado dentro de da-hei. Era aquí donde Zilin le hablaba. Se preguntaba si ella era la guardiana del espíritu del Jian o si el qi de éste se había convertido en el suyo. Se preguntaba si él la estaba guiando de alguna manera y, si era así, para qué fin.

—Aquí, señorita —dijo el barquero al llegar al muelle.

Pero no quiso coger el dinero que había convenido antes de emprender el viaje. Ni siquiera quiso mirarla a los ojos ni contestar sus preguntas. Estaba claro que lo único que quería era que saliese de su barca.

Bliss lo hizo así, subiendo desde el desembarcadero al muelle por una herrumbrosa escalera de metal adosada al malecón. Pudo oler los vapores diesel del aeropuerto. A su izquierda estaba la «Container Terminal» y, más allá, una hilera al parecer interminable de godown, almacenes llenos de toda clase de artículos legales e ilegales que esperaban ser transportados a virtualmente todos los países del Globo. La barca de Fung el Esqueleto estaba anclada tal vez a trescientos metros muelle abajo. Era una embarcación ligera y de elegante aspecto, con una potencia suficiente para dejar atrás a las más modernas lanchas de la Policía. Estaba pintada de un azul muy oscuro y era casi invisible.

Interrogando a un miembro de la tripulación, se enteró de que su capitán era solamente conocido como el Malayo. Llevaba allí menos de veinte minutos cuando éste compareció. Era un hombre de piel morena y de constitución atlética tirando a gruesa. Llevaba bigote grande, retorcido y engomado.

Era joven; no tendría más de unos treinta y cinco años, pensó Bliss. Vestía pantalón vaquero «Guess» y una camiseta de manga corta que parecía ridicula en un hombre de su corpulencia.

El mismo individuo a quien había preguntado Bliss detuvo a el Malayo y habló un momento con él. El Malayo asintió con la cabeza y le despidió. Cruzó el muelle hasta el lugar donde Bliss le estaba esperando.

Miró de reojo hacia el lugar por donde salía el sol y dijo:

—¿Está buscando al capitán de esta embarcación?

—Estoy buscando a Fung el Esqueleto.

El Malayo sacó un cigarrillo liado a mano de un bolsillo de los jeans. Estaba medio aplastado. Pasó algún tiempo tratando de enderezarlo y, después, de encenderlo. Aspiró un poco de humo y luego dijo:

—No tenemos nada de que hablar.

Exhaló el humo.

—Tengo algo que vender —dijo ella.

—¿Usted? —Rió y sacudió la cabeza—. Usted no tiene nada que me interese comprar. A menos que...

Recorrió su cuerpo con los ojos.

—Ópalos —dijo Bliss.

—Me está haciendo perder el tiempo —dijo él, y empezó a volverse.

—Ópalos de fuego de Australia —dijo ella—. ¿Los conoce usted?

Él dio otra chupada al cigarrillo.

—Claro; conozco muy bien todo lo que tiene un precio.

Ella observó su actitud. Le gustaba sentirse superior.

—¿Lo bastante para saber lo que vale esto?

Le tendió el ópalo. El Malayo gruñó y le echó una mirada. Lo volvió en la palma de su mano. Lo sostuvo contra la luz. Después torció la cabeza y escupió. Devolvió la piedra a Bliss.

—¿Esto es todo? —dijo—. Siga su camino, largúese de aquí.

—No es solamente esta piedra —dijo tranquilamente ella—. Hay otras cien iguales.

—¿De la misma calidad?

Bliss advirtió que ya no parecía tan deseoso de marcharse. Asintió con la cabeza.

—¿Ha pensado en algún precio?

Bliss le miró y leyó en su rostro lo que necesitaba saber. Si veía algún punto flaco en ella, se le echaría encima.

—He puesto un precio —dijo, con voz cortante.

—Oigámoslo. Si es...

Pero ella estaba ya sacudiendo la cabeza.

—No a usted —dijo—. Se lo diré a Fung el Esqueleto.

—¿Quién ha dicho?

—¿Le interesan los ópalos?

—Sólo si el precio es justo.

—¿Y qué va a decirle a Fung si yo vendo éstos a sus competidores?

El Malayo no dijo nada.

—Los ópalos son la especialidad de Fung.

El Malayo contempló la colilla que se estaba apagando.

—Yo no la conozco —dijo, mirándola fríamente.

Bliss sostuvo el ópalo delante de él.

—Llévele éste a Fung —dijo—. Estará más tranquilo.

El Malayo arrojó la colilla al agua. Pareció haber tomado una resolución.

—Suba a bordo —dijo, sin coger la joya—. Zarparemos dentro de tres minutos.

Cuando estuvieron en camino, la asió del brazo.

—Es usted muy lista o muy estúpida —dijo—. Me pregunto cuál de las dos cosas será.

Daniella no había estado nunca en Zvenigorod, pero no le sorprendió que estuviese situada en las riberas del Moscova, tan amado por Maluta. Había grandes bosques de abetos en las empinadas vertientes de los ondulados montes sobre los que se asentaba la población.

Pero había oído hablar de Sobor na Gorodke, la Catedral de la Asunción, construida con piedra gris hacía casi quinientos años. Lo que le pareció extraño, al pasar el recalentado «Chaika» ante su verja, fue las ventanas estrechas, como rendijas, y la única y austera cúpula central, todo ello más propio de una fortaleza medieval. Su aspecto era más bélico que divino. Aunque, a veces, pensó, todo era lo mismo, al menos en manos de mortales imperfectos y a menudo venales.

Daniella había pensado que se libraría de Maluta este fin de semana. A fin de cuentas, él estaba en su dacha de Zvenigorod, y ella en Moscú. Era muy temprano, y había abierto las ventanas de su despacho para poder oír el gorjeo de los primeros pájaros de la primavera que saltaban de rama en rama en los abetos. El tráfico era mínimo en el Cinturón y era el bosque lo que dominaba.

Había estado repasando la última información de Mitre, animada con la noticia de que estaban tan próximos a descubrirlo todo: «InterAsia», el yuhn-hyun. ¡Kam Sang! Daniella quería, sobretodo, penetrar en el corazón oculto de aquel proyecto de la China comunista. No creía que su verdadero secreto le hubiese sido revelado a través de Zhang Hua, el ayudante de Shi Zilin en Beijing. Tal vez Kam Sang giraba en parte alrededor de la nueva planta nuclear de desalación para aliviar la perpetua escasez de agua de Hong Kong. Pero solamente en parte.

El Ejército chino estaba muy comprometido en ello, y le dedicaban sus esfuerzos los sabios más eminentes. ¿Por qué? Ahora, al acumular Mitre datos para ella, sospechó que, o bien había estado Zhang Hua deficientemente informado del proyecto, o bien, y esta posibilidad le daba escalofríos había sido un doble agente, ostensiblemente su topo dentro de la organización de Shi Zilin, pero en realidad un agente que sólo le comunicaba lo que Shi Zilin quería que supiese.

Bueno, ahora ya no lo sabría nunca, ya que tanto Zhang Hua como Shi Zilin estaban muertos. Pero Jake Maroc Shi, el hijo de Shi Zilin, había sobrevivido, y le inquietaba que Mitre no tuviese la menor idea de su paradero. Maroc hubiese debido estar en Hong Kong, en el centro de operaciones del yuhn-hyun. Sin embargo, no se encontraba en parte alguna de la Colonia.

Daniella envió un mensaje cifrado a Mitre, ordenándole que iniciase una investigación a gran escala sobre el paradero de Jake Maroc. Y en éstas estaba cuando sonó el teléfono. Presumiendo que era Carelin que la llamaba para confirmar su cita para almorzar, contestó inmediatamente.

—Antes te llamé a tu casa, camarada general.

Era Maluta.

—Una mujer nunca termina su trabajo —dijo ella, y él se echó a reír.

—Por eso te he llamado. —Hizo una pausa—. Quiero que me pongas al corriente de tus progresos.

—El lunes por la mañana...

—No el lunes —la interrumpió él—. Ahora.

—Pero tengo que almorzar con Carelin.

—Cancela la cita. Te necesito. Y, ya que estamos en esto, puedes preparar tu informe sobre tus relaciones con él.

—Lo dices como si fuese una inmundicia —dijo ella, súbitamente irritada por su tono imperioso, por verse manejada como una muñeca mecánica, apartada de Carelin.

—Y tal vez lo sea —dijo secamente él—. Pero no me incumbe a mí juzgarlo.

—Eres un grosero, ¿lo sabías?

—Lanzas los insultos occidentales como si los hubieses aprendido de pequeña. Esto me parece un poco sospechoso, Daniella Alexandrova.

Tenía la habilidad de devolver un insulto como un boomerang; y ella se irritó todavía más.

—¿Por qué hablas súbitamente de lealtad?

—¿Es esto lo que te has imaginado, camarada general? Lealtad, ¡eh! —Su voz era burlona—. ¡Qué interesante! Me pregunto qué deduciría de este comentario un psicólogo del sluzhba. ¡Hum! Tal vez deberíamos de concertar una sesión para ti en el Instituto Serbsky.

—¡Qué idiotez!

Pero sabía que él tenía poder para llevar a la práctica una idea tan absurda.

—¿Acaso ha empezado tu menstruación? —preguntó él—. Tu actitud es muy antagónica.

Daniella calló. Sabía por qué lo hacía y esto sólo sirvió para aumentar su angustia. En Zvenigorod, en la dacha, no tendría manera de librarse de él. El ojo negro de Oleg Maluta la estaría mirando a la cara, y esto la aterrorizaba. Por consiguiente, parte de ella la impulsaba a huir.

Oyó la voz de Carelin que le decía: Encontrarás una manera. Lo sé. Una manera de vencer a Oleg Maluta. ¿No era el propio Maluta quien había dicho: La eliminación no es la única manera de remover los obstáculos que se interponen en el camino? Sí. Sí. Pensó en su tablero de wei qi, una red de estrategias, un trampolín para saltar..., ¿a dónde?

Ojalá pudiese borrar este pánico debilitador que le producía el poder de Maluta.

Abrió la boca y dijo:

—¿A qué hora quieres que esté en la dacha?

—Mi «Chaika» irá a recogerte dentro de media hora para llevarte a casa. —¿Detectó ella cierta contrariedad en su voz, porque no había picado el anzuelo?—. No te entretengas demasiado haciendo tu equipaje. Quiero que estés aquí a la hora del almuerzo.

Y ahora, varias horas más tarde, estaba aquí. La dacha de Oleg Maluta se hallaba al pie de una de las colinas más lejanas. Se alzaba sobre la mayor parte de la población, de manera que, casi desde todos los lados, tenía vista sobre el Moscova.

La casa tenía el aspecto de un pabellón de caza. Daniella pensó que no podía ser igual que la que había sido devorada por las llamas; ninguna mujer se habría sentido mucho tiempo cómoda en este ambiente totalmente masculino. En el interior, todo parecía ser de madera: el suelo, las paredes, el techo. Reinaba allí una pesadez opresi va. A los muebles, al menos, no les había venido mal un poco de tapicería con flores estampadas, pensó.

Maluta, con pantalones de color gris humo, mocasines cosidos a mano y pullóver de casimir, la recibió en la puerta. El chófer pasó junto a ellos, transportando las maletas. Maluta miró la cartera que traía Daniella e hizo una señal de aprobación con la cabeza. Sólo entonces se apartó a un lado para dejarla entrar.

Un vestíbulo casi cuadrado, anticuado, daba por un lado a una biblioteca y por el otro al cuarto de estar. Los dormitorios y su estudio, dijo Maluta, estaban arriba, al final de la ancha escalera con barandas de caoba que llevaba a la segunda planta, que dominaba la mitad de atrás de la villa. Las cocinas y el comedor estaban en el fondo de la primera planta.

Todas las habitaciones le parecieron muy grandes, a pesar de estar atestadas de muebles de gruesas patas, la mayoría de los cuales conservaban recuerdos de media vida. Demasiado para un hombre solo o incluso para una pareja. Daniella recorrió el cuarto de estar y vio cuadros, marcos, medallas, diplomas, incluso espantosos recuerdos de la guerra que debieron de haber pertenecido al padre de Maluta. Lo había traído todo de su apartamento de Moscú después del incendio de la primera dacha, Maluta sirvió bebidas para los dos y, sin preguntarle qué quería tomar, le ofreció un vaso de vino blanco del Rin. Era demasiado dulce para su gusto, pero Daniella sonrió y lo alabó después de tomar un sorbo.

—¿Qué me has traído?

La falta total de cortesía era característica en él. Pero Daniella empezaba a ver su estrategia. Era como si sintiese que debía formar a su antojo su entorno inmediato. Le gustaba desconcertar a los que estaban en su presencia, creyendo, tal vez con razón, que esto le daba cierta ventaja táctica.

Sobresaltándose interiormente, Daniella percibió el buen resultado que le daba en su caso. Por eso pensaba en él como en una estrella oscura. Maluta se esforzaba en implantar sus propias leyes en su universo personal, y las llevaba consigo dondequiera que fuese. En consecuencia, Daniella no era nunca ella misma cuando estaba con él, y esto la ponía en grave aprieto. Nunca podía mirarle en un plano de igualdad: nunca estaba segura del terreno que pisaba.

Con un ademán deliberado, solamente significativo para ella, abrió la cartera. Era de piel de avestruz curtida a mano, uno de los muchos regalos extravagantes que le había traído Yuri Lantin de la Beryozka. Sacó varias hojas finas de papel color de rosa, prueba de que eran documentos originales del Kremlin.

—Esto es lo que ha conseguido mi agente en Hong Kong...

Enrojecido el semblante, Maluta avanzó hacia ella sobre la alfombra oriental. Daniella, aunque sintió el furor de él como una fuerza física, no retrocedió.

—¿Qué porquería es ésa? —Dio un manotazo a los papeles, que se desparramaron por el suelo—. Jake Maroc continúa vivo y Kam Sang es todavía tan misterioso para mí como lo era al principio.

—Mi agente está muy cerca de obtener el control total sobre Kam Sang, camarada —dijo serenamente Daniella—. Éste es el camino.

Una larga vena azul latió en la sien de Maluta. Sus dedos nudosos se torcieron y arañaron el aire, como garras peludas.

—¿De veras? —jadeó, con una voz tan ahogada que Daniella comprendió que le costaba mucho dominar sus emociones—. Tal vez lo que deberíamos hacer sería sobrevolar las instalaciones de Kam Sang..., ¡y dejar caer «accidentalmente» una bomba!

Daniella le observó como si fuese una criatura venenosa.

—Eso es una tontería, y tú lo sabes —dijo.

Maluta la miró en silencio durante largo rato. Después giró sobre sus talones y se dirigió al mueble-bar. Echó hielo en un vaso ancho de cristal tallado y lo llenó casi hasta el borde de vodka. Bebió más de la mitad de un solo trago.

—Tú sabes lo que esto significa —dijo, vuelto de espaldas a ella.

Y como Daniella no le respondiese, gritó:

—iDímelo!

—No sé qué quieres que te diga, camarada.

fil se volvió en redondo, su mirada era siniestra.

—¡Zorra estúpida! —chilló—. ¿Tendré que deletrearlo, puta cretina? ¡Eres una maldita idiota! Sólo tengo malditos idiotas a mi alrededor.

Apuró el vodka, arrojó el vaso sobre el bar y pareció alegrarse de que se hiciese añicos. Después se acercó a ella y dijo:

—Significa una de dos cosas, camarada general. O eres una incompetente o me has estado mintiendo. —La miró echando chispas por los ojos—. Ahora dime cuál es la verdad.

—Tú no conoces a Maroc —dijo ella, reprimiendo sus ganas de pegarle—. Es mi pesadilla. No es fácil destruirle. No basta con chascar los dedos para que desaparezca.

Su tono tranquilo tal vez produjo algún efecto sobre él, Daniella se daba cuenta de que disfrutaba hostigándola para que se mostrase visiblemente trastornada. De esta manera podía seguir echándole en cara la flaqueza inherente a la hembra de la especie.

—Está bien, está bien —dijo Maluta, en un tono más normal—. Reconozco que Jake Maroc no es un objetivo normal. Pero, por otra parte, no es invencible, general. Nadie lo es. Debe de tener un punto vulnerable, y tú debes encontrarlo, explotarlo, y terminar con él lo antes posible. ¿Está claro?

—Perfectamente claro —dijo Daniella, despreciándole más de lo que había despreciado a nadie durante toda su vida.

McKenna sacó su «Magnum 357» y pegó un tiro a cada uno en el centro de la frente. Ellos cayeron hacia delante, sobre el novillo que habían matado recientemente.

Así era cómo recordaba ahora él el incidente, incluso como lo soñaba a veces. Pero no había ocurrido de este modo.

Bundooma. Los Territorios del Norte de Australia. McKenna y Deak Jones siguiendo la pista de los tres aborígenes que habían robado seis cabezas de ganado. La pista les había llevado al desierto de Simpson.

El Simpson en enero. En el mejor de los tiempos, era un lugar desolado y dejado de la mano de Dios. Pero, en pleno verano, era muchísimo peor.

Era verdad que Deak se había mostrado reacio a perseguirles. No allí, amigo. Deja que se vayan esos desgraciados. De todos modos, allí se asarán. Entornando los párpados contra el sol implacable que se reflejaba en fuertes ondas contra el suelo del desierto. Se estaban muriendo de hambre. Robaron para vivir.

Pero McKenna era superior en rango y en tiempo de servicio. Si él decía: «Adelante», irían adelante.

£5 nuestro trabajo, Deak, muchacho. Si lo perdemos, no tendremos nada.

Y después, Deak Jones había pedido el traslado. No podía mirar a McKenna a la cara. ¿Porque McKenna había matado a tres aborígenes ladrones? Probablemente, no.

A veces, cuando McKenna soñaba con aquel incidente, soñaba la verdad:

Tardaron dos días en descubrir y alcanzar a los aborígenes. Cerca del anochecer, llegaron a lo alto de una cuesta y vieron el trío y lo que quedaba del ganado. Pero llevaban casi cincuenta horas en el Simpson y esto se dejaba sentir. Caminar kilómetro tras kilómetro entre matojos y espinos, con lagartos secos y montones de piedras marcando como hitos los lugares donde habían descansado los desgraciados que habían hecho este camino antes que ellos.

Detengámosles, dijo Deak, con los labios resecas. McKenna empezó a bajar la cuesta sin hacer ruido, como un perro.

Los aborígenes levantaron la cabeza al acercarse el policía. Como había predicho McKenna, habían matado un novillo. La sangre estaba encharcada en su panza abierta.

No dijeron nada. Los indígenas no hicieron el menor movimiento; no había animosidad en sus semblantes, y tampoco remordimiento. Esto enfureció a McKenna. Si habían pecado, y él estaba convencido de que era así, había que hacer que lamentasen su crimen. Su absoluta placidez le llenaba de indescriptible cólera.

Otras veces, en otros sueños, el trío estaba compuesto de tres hombres. Esto se debía al superego de McKenna, que se imponía a su ego. Lo cierto era que el trío era una unidad familiar: un padre, una madre y su hijo de once años.

Era el muchacho quien empuñaba el cuchillo. La sangre del novillo goteaba desde la afilada hoja al sediento suelo. McKenna presumió que el padre había enseñado a su hijo cómo sobrevivir en tiempos de sequía.

Está bien, dijo Deak. Había sacado su pistola y estaba apuntando a la familia de aborígenes. Éstos no dijeron nada. Ninguno de ellos miraba directamente al arma. Era como si ésta no existiese para ellos. Deak se agachó, en la actitud universal del tirador; empuñando la culata de la «Magnum» con ambas manos. Pero no se movió. Era como si esperase que los aborígenes se moviesen primero o como si tuviese miedo de acercarse más a ellos.

En cuanto a McKenna, veía solamente al muchacho. Se acercó más, con la mano apoyada en la «Magnum» enfundada. Pestañeó para apartar el sudor de sus ojos. Escrutó el rostro del chico, seguro ahora de que era el mismo a quien había visto varias veces en Bundooma. Pero desde la primera mirada, aquella cara le había perseguido hasta que, en definitiva, no fue más que un recuerdo en el sueño de McKenna.

Era esto lo que le había llevado al Simpson en enero. El delito no era más que un motivo secundario. ¿Qué importa un delito más entre los muchos que se cometían?

Sólo cuando McKenna tocó al muchacho se reflejó alguna emoción en el rostro del padre. El hombre se levantó de un salto y dobló el brazo para golpear a McKenna. Era lo que éste estaba esperando. Sacó su «Magnum» y metió una bala en el centro de la frente del padre.

La boca del aborigen se cerró con un extraño chasquido. Un movimiento reflejo hizo que se cortase la punta de la lengua con los dientes, aunque estaba ya más allá del dolor, más allá del conocimiento.

Su cuerpo saltó, bailó una jiga en el aire y cayó al suelo, dando de cabeza contra el cuerpo del novillo.

Su mujer chilló, desorbitados los ojos por el horror y el miedo, pero McKenna le mostró el cañón de la «Magnum» y la mujer se calló. Le temblaban las manos sobre la falda.

Pareció como si Deak le estuviese gritando directamente al oído. ¡Jesús! Teníamos que detenerles y llevarlos vivos, compañeros. ¡Vivos!

Cállate, dijo McKenna sin volverse. No digas nada. Si no puedes soportarlo, no hubieses debido venir al Simpson.

Yo no quería venir. Recuérdalo.

Pero ya que estás aquí, tómalo lo mejor que puedas. ¡Quién sabe! Tal vez te darán una medalla por esto. McKenna se había reído al decirlo. No había apartado los ojos del muchacho y, mientras tanto, había empezado a sentir una erección. No dejes de apuntar a la mujer con tu pistola, dijo con voz poco clara.

¿Por qué?, dijo Deak. ¿Te imaginas que va a lanzarse contra dos policías armados?

¡Limítate a hacer lo que te digo, amigo!, dijo McKenna, girando en redondo y apuntando a Deak con su pistola. Después, se volvió y enfundó el arma. Agarró al muchacho con más fuerza. Medio andando y medio arrastrándole, le apartó del vacilante círculo de luz de la fogata. ¿A dónde le llevas?

McKenna no respondió a Deak. Podía oír, en la penumbra, los zumbidos de los insectos del desierto. No había nada más en el mundo. La bóveda del cielo era enorme, conteniéndolo todo y nada en absoluto. McKenna se sentía liberado, libre del fuego que ardía en su interior. Se echó a reír.

Entonces se desabrochó el cinturón y descorrió la cremallera de sus pantalones. Éstos cayeron al suelo, alrededor de sus tobillos. Con una fuerte sacudida, hizo que el muchacho se volviese de espaldas a él.

Bájate los pantalones, dijo McKenna en inglés. Cuando lo repitió en dialecto, el muchacho obedeció.

Palpitándole el corazón, McKenna contempló las nalgas desnudas. Parecían blancas, virginales, llenas de promesas. ¿Qué...

Su cuerpo se adelantó, como automáticamente. ... diablos estás haciendo?

Cerró los ojos. La brisa del desierto acariciaba sus mejillas. Empezó a jadear.

Algo le golpeó. Se tambaleó un momento, apoyada la manaza en el hombro del chico. Se volvió, levantó la «Magnum» y pegó un tiro en el centro de la frente a la madre del muchacho, que vociferaba y trataba de arañarle.

Cuando hubo terminado todavía estremecido todo el cuerpo, empujó rudamente al chico. Ahora sólo sentía repugnancia por aquel niño de once años. Era una cosa sucia, corrompida.

El muchacho permaneció sentado en el lugar donde había caído. Miró a McKenna y ni siquiera ahora, ¡ni siquiera ahora!, se pintó expresión alguna en su semblante. Tenía la misma placidez que cuando McKenna se le había echado encima.

¡Reacciona!, gritó McKenna, y pegó un tiro al muchacho en el centro de la frente.

¿Te has vueltos completamente loco?, chilló Deak. McKenna no dijo nada; se subió los pantalones y se abrochó el cinturón.

¡Contéstame, cerdo sanguinario!, gritó Deak.

Tenemos lo que vinimos a buscar, dijo McKenna, pasando por su lado y dirigiéndose al sitio donde los restantes novillos esperaban con bovina paciencia...

¿Era de extrañar que Deak Jones hubiese pedido el traslado en cuanto volvieron a la civilización? ¿Y que no quisiera volver a mirar a McKenna a la cara?

Pero esto no era lo peor. Aunque aquel incidente era por sí solo obsesionante, había más. Había la imagen de la mosca grande y de cabeza verde, hinchada de sangre, deslizándose sobre el ojo abierto del muchacho. Había las noches en Bundooma, cuando podía ver las hogueras como ojos gigantescos en la cara del Simpson, lanzando surtidores de chispas al cielo negro y sin estrellas.

Y el canto de las tribus. Podía oír aquella melopea incluso cuando estaba en la cama, con las cortinas corridas y tapándose la cabeza con la colcha. Aquel canto tenía un poder con el que no se podía jugar.

Porque McKenna sabía que el canto iba dirigido contra él. Por lo que había hecho en el desolado Simpson. Los aborígenes tenían una especie de magia primitiva. McKenna les había visto practicarla, aunque nunca había creído en ella. No como tal. Más bien la había considerado una astuta ilusión, un truco de prestidigitador.

Hasta que había llegado aquel canto, llenando sus noches; sobresaltándole, haciéndole jadear y sentarse en la cama cubierto de sudor. Pensando en aquella mosca de verde y metálica cabeza, arrastrándose sobre el blanco lechoso del ojo.

¿Qué derecho tenían a hacerle esto unas criaturas que eran poco más que animales? La rabia y el terror se disputaban la supremacía dentro de él. Le habría gustado tomar el mando de un jeep y adentrarse en el Simpson, llenando de plomo todos los cuerpos. Había visto hacerlo en las películas de «Mad Max».

Pero no podía hacerlo.

En definitiva, había renunciado a su mando; abandonado Bundooma, el borde del terrorífico Simpson, los Territorios del Norte, la propia Australia. Había venido a Hong Kong para emprender una nueva vida. Pero aquí se hallaba de nuevo en medio de cerdos sanguinarios.

Y el canto le había seguido siempre. Tenía que ponerle fin. Tenía que hacer algo o se volvería completamente loco.

McKenna se levantó, pálido como un cadáver, y hurgó en el viejo baúl. Se puso la ropa que había llevado en Australia, y guardaba aquí, limpiamente plegada, tal vez por si se presentaba esta situación.

Cogió su «Magnum 357» y comprobó el funcionamiento. Poco a poco, metódicamente, cargó las cámaras. Después salió de su apartamento.

Iba en busca de matar o de que le matasen. No sabía cuál de las dos cosas.

¡Imagínate! Habrían ido hasta el fin del mundo por ti. Vendieron sus almas por ti.

Daniella estaba delante del espejo, que era parte de un pesado armario de roble que dominaba el dormitorio que le había destinado Maluta en su dacha. Tenía los bordes bellamente biselados, pero aquí y allá oscuras manchas que parecían de aceite sobre agua límpida revelaban el desgaste que había sufrido.

El negro traje largo de «Dior» que le había comprado Yuri Lantin cayó sobre la alfombra. Daniella se irguió, observándose inmóvil en el espejo. Fue casi como si, en este interminable instante, estuviese observando una fotografía en sepia, tal vez de su hija o de su nieta en un álbum de familia, y hubiese, al hojearlo, tropezado con la imagen de Daniella Alexandrova Vorkuta.

Fue también en este instante cuando, de la misma manera que ilumina un relámpago un paisaje nocturno, vio la deformada y desagradable que se había vuelto su vida. Porque, pensó, no había nada normal en ella.

Tal vez era la idea de una hija, una hija que nunca llevaría en su seno, o de una nieta que nunca existiría. En realidad, no tenía una vida personal. Pertenecía en cuerpo y alma al sluzhba. Incluso los breves ratos de placer, cuando estaba con Carelin, eran ilícitos, siempre envueltos en sombras clandestinas, turbados por el amargo sabor del miedo: miedo de que Maluta les denunciase o de que cualquier otra persona del sluzhba o del Politburó lo descubriese y emplease la información para hacerles chantaje o destruirles.

Había estado demasiado ocupada durante años, construyendo una carrera de acuerdo con su gran ambición, para pensar en lo que estaba sacrificando en este terrible altar.

Madre de Dios, pensó, si alguien me hubiese hablado de hijos hace tres años, me habría reído en su cara. ¿Hijos? ¿Para una mujer cuya ambición no conocía límites?

llevó consigo. Por lo visto, alguien había pasado mucho tiempo en la cocina, pero fue el propio Maluta quien sirvió la cena. Si había alguien más en la dacha, Daniella no pudo verlo.

El ágape empezó con kulebiarka, salmón cocido al horno y envuelto en varias capas de hojaldre. Después, rassolnik, rica sopa humeante hecha con diversas clases de verduras en adobo, muchas de ellas difíciles de conseguir en los comienzos de la primavera. El plato fuerte era un excelente pollo Kiev que soltó un surtidor de mantequilla fundida por el dorado flanco cuando Daniella lo pinchó con su cuchillo.

Para postre, tomaron vareniky, budín dulce relleno de deliciosas cerezas en conserva.

Mientras bebían chai, Daniella dijo:

—¿Comes siempre tan bien, camarada?

Maluta, que estaba echando azúcar a su té, no dijo nada. Puso tres terrones en su vaso, empleando el extremo curvo de la cucharilla para golpearlos hasta que se partieron. Revolvió un poco el té y, después, añadió otros tres terrones y repitió la operación.

Por fin, dijo:

—Mi esposa era una cocinera excepcional. —Pero el tono de su voz dijo a Daniella que estaba hablando sobre todo consigo mismo—. En casa, me acostumbré a comer de cierta manera. Algunas cosas no deberían cambiar nunca.

Se levantó bruscamente y salió del comedor. Daniella estuvo unos momentos revolviendo su té, hasta que vio que se disolvía el azúcar. Entonces, se levantó y le siguió.

Él estaba de pie junto a uno de los grandes ventanales del cuarto de estar que daban al Moscova. Sorbía distraídamente su té, con la mano libre detrás de la espalda. Esta noche parecía extrañamente melancólico, una faceta de su carácter que Daniella no había visto antes de ahora. Le había visto tranquilo y casi histéricamente furioso, pero nunca retraído y abstraído.

—El Moscova sobrevive —dijo, y de nuevo tuvo Daniella la extraña sensación de que no hablaba con ella, tal vez ni siquiera consigo mismo, sino con alguna presencia invisible—. Las montañas permanecen. Pero la vida debe decaer y extinguirse.

Se volvió en redondo para mirarla.

—¿No es así, Daniella Alexandrova?

Ella asintió con la cabeza.

—Es una ley de la Naturaleza, ¿no?

Los ojos negros de él la observaron desde las sombras proyectadas por las gruesas cortinas de brocado.

—Tal vez sí. Y deberíamos saberlo, ¿eh?, nosotros, que nos preocupamos en todo momento de la ley. ¿Es el hombre quien hace las leyes en este mundo, Daniella Alexandrova ¿O es, como tú has dicho, la Naturaleza? —Levantó su vaso de chai y sorbió sin apartar los ojos de los de ella—. Me pregunto si la Naturaleza es otro nombre de Dios.

Los cortos cabellos de la nuca de Daniella empezaron a erizarse. ¿Oleg Maluta hablando de Dios? Parecía imposible en un creyente tan rígidamente pragmático del Partido. No comprendía a qué terreno quería llevarla y, por esto, no dijo nada.

—¿Quién hizo el mundo, Daniella Alexandrova? ¿Fue creado en una explosión de materia cósmica incendiaria? ¿Un remolino de detritos cósmicos durante mil millones de años? ¿O puedes observar una mano divina moldeando la arcilla virgen?

—¿Estás preguntando mi opinión? —dijo Daniella—. ¿O expresando simplemente alternativas?

Él se apartó de las sombras de las cortinas de brocado.

—Tengo curiosidad por saber lo que tú crees. —Estaban a menos de un metro de distancia—. Tengo curiosidad por saber si ves, ¿cómo lo llamaríamos?, una inteligencia superior en acción..., al principio de todas las cosas.

—Sí —dijo ella, sin vacilar—. Y Dios era comunista.

Él no se echó a reír como ella esperaba, sino que frunció el entrecejo.

—Hablo en serio, Daniella Alexandrova. —Ella se preguntó qué se proponía, qué nueva trampa le estaba tendiendo—. Quiero saber si eres creyente. Ya sabes lo que quiero decir. Quiero saber, si es que lo eres, si tus creencias te dan algún consuelo.

—Antes he mentido —dijo ella—. Dios no comprende el comunismo.

Él se acercó más.

—Entonces eres creyente.

—Soy comunista —dijo ella—. Dios tampoco me comprende a mí.

Ahora sí que él se echó a reír.

—Si Él existe, cosa que dudo mucho, no puedo imagi narme que comprenda a ninguno de nosotros. —Desvió la mirada de la de ella y contempló fijamente la rojiza superficie de su té. De nuevo le envolvía la melancolía—. Daniella Alexandrova, debo preguntarte una cosa. ¿Ha sucedido algo en tu vida que no pudieses explicar..., que no acabases de comprender del todo?

—No estoy segura de seguirte, camarada.

Maluta levantó la cabeza y fijó de nuevo la mirada en los ojos de ella.

—Ahora estoy hablando de tragedia.

De repente, Daniella comprendió que se refería a la . muerte espantosa de su mujer. Y como sabía que quería alguna respuesta de su parte, mintió:

—Sí.

—¿Y?

—Y, ¿qué?

—¿Observaste tú...? —Se interrumpió, tal vez confuso—. ¿Observaste tú la mano de Dios en esa..., tragedia?

—Cuando se cree, camarada, la mano de Dios lo alcanza todo..., y a todos.

—Entonces, ¿cómo se explica lo inexplicable..., la tragedia de toda una vida?

—No se explica nunca —dijo Daniella, pensando ahora en algo que le había dicho el tío Vadim cuando había muerto su madre—. Es una imposibilidad. Más bien se resuelve.

—¿Se resuelve?

Lo dijo como si nunca hubiese oído esta palabra.

—Sí —dijo Daniella—. En la propia mente. En una especie de paz interior. El final del dolor.

Maluta cerró un momento los ojos. Pareció mover los labios como si murmurase una oración.

—Ya veo —dijo al fin—. Una paz interior. —Dijo esto último en el tono peculiar que se reserva para conceptos tales como «Cien mil millones de rublos», personalmente inalcanzables y difíciles de comprender—. Entonces, duermes por la noche.

—¿Qué?

—¿Duermes tú por la noche?

—Sí.

—¿Y sueñas?

—A veces.

—Solamente algunas veces —dijo tristemente él—. Yo sueño siempre.

Se volvió y puso música. Tchaikovski. El lago de los cisnes.

Las nubes se habían dispersado y brillaba la luna sobre el Moscova. Daniella casi podía imaginarse la transformación alquímica de un animal en ser humano que había hechizado al cazador de Tchaikovski. Te vendieron sus almas.

Daniella se dirigió al aparador. Sobre el tocadiscos, un anticuado aparato muy diferente del que había comprado Lantin para escuchar los discos extranjeros comprados en el mercado negro, había un montón de fotografías enmarcadas de Maluta en su juventud; de cuando era niño, con su padre y su madre, o sólo con su madre, levantado sobre el ancho hombro de ésta, que se reía al ver su cara sorprendida. Detrás de ellas, dos hileras de libros extranjeros, bellamente encuadernados.

En un marco de plata de ley, una joven que habría podido ser su hermana a no ser por la evidente antigüedad de la fotografía, miraba a la cámara, con los ojos muy abiertos, sin temor, incluso con un poco de agresividad, según le pareció a Daniella. Al lado de este estudiado retrato, había una instantánea, también en un marco de plata parecido a aquél. Era de una belleza georgiana de negros cabellos, de cara típicamente ancha y con pómulos salientes y enérgico mentón. Sus ojos negros como el carbón eran el elemento dominante en un rostro por lo demás firme, casi imponente. Daniella no había visto ningún retrato de la esposa de Oleg Maluta, pero estuvo segura que éste lo era.

—Oreanda —dijo, espontáneamente.

Maluta le arrancó la fotografía de la mano y la volvió, como si temiese que, con sólo mirarla, pudiese manchar su prístina naturaleza.