Capítulo 5
Dhaka, 22 de febrero de 2015
Leah y Khaleda
Los ejemplos de irracionalidad en el reparto trabajo-salario son numerosos y, sin embargo, continúan realizándose. La industria textil de Bangladesh sigue igual casi dos años después del derrumbe de uno de sus edificios en las afueras de Dhaka con más de 1.100 muertos. Circunstancia que llamó la atención de la opinión pública internacional y que contribuyó en parte a que se introdujeran algunas reglas humanitarias de trabajo y dignidad. Pero es imposible controlarlo todo aquí, con un gran sector de miles de trabajadores.
Los esfuerzos de reformas ampliamente publicitados y prometidos por las cadenas de ropa no han llegado, yo por mí misma lo veo. Khaleda es mi mejor amiga y ella sufre a veces depresiones nerviosas y un fuerte dolor lumbar en la cadera. En esos momentos tiene que dejar de trabajar pero no la llevan a su casa, le dan una pastilla hasta que se le pase el dolor y, de nuevo, se incorpora sentada en una silla especial, que es lo único que han tenido de atención con ella. Ella misma me dice que prefiere continuar con todas nosotras.
Normalmente nadie habla el inglés entre la población autóctona pero ella es una mujer culta, que habla inglés. La única razón de por qué está aquí trabajando, según ella, es porque su padre la aborreció de la familia por mantener relaciones con un hombre casado. Ella en ese momento era muy joven y no tenía experiencia. Ni siquiera conocía que el hombre estaba casado, pero nadie le concedió crédito a su juicio. Pero con toda su voluntad y sus estudios ha continuado hacia delante. Nunca se casó. Para sobrevivir ha tenido siempre que trabajar, pero ella es feliz. Cuando habla conmigo siempre sonríe con una sonrisa muy humana y bonita.
Cuando descansamos del trabajo nos arrastramos fuera de un patio bajo el dosel de las hojas de un grosellero y nos contamos historias. Las otras se alejan por el sendero de luz. Siempre va con las sandalias muy limpias dejando claras huellas en la grava.
Ahí nos llegan cálidas oleadas de olor a hojas en descomposición, mantillo en podredumbre. Estamos en tierras pantanosas ahora. O estamos en una jungla de malaria, de la que fui vacunada antes de venir a este país, por recomendación de mi gobierno.
Los brillantes ojos de los pájaros cojitrancos se perciben claramente. Nos toman por árboles caídos. Picotean un gusano ―esto es una pequeña serpiente encapuchada―, y lo dejan con una parda cicatriz emponzoñada, para que sea atacado por los gatos y los perros. Así es la vida aquí.
Los ojos de Khaleda son muy negros y los míos son muy claros como miel, su pelo es corto y muy oscuro y mi pelo es largo y castaño claro, por debajo del hombro, pero siempre lo llevamos atado con un pañuelo o recogido, al menos ella, con un velo islámico.
Este es nuestro mundo, iluminado por lunas crecientes y estrellas de sol. Grandes pétalos casi transparentes cierran las salidas hacia el río Buriganga como purpúreas ventanas donde nos gusta pasear los domingos. Todo es extraño luego. Las cosas son inmensas y muy pequeñas. No sé cuánto tiempo estaré más aquí. Mi condición es la de una observadora de una ONG, pero nadie lo sabe oficialmente. Todos piensan que soy la hija de un occidental islamizado que ha quedado sin fortuna y sin padre. O no sé lo que les han contado. Ellos no han puesto impedimento a que trabaje con ellos, porque dicen que yo sirvo para unir a la comunidad y que todos están más atentos al trabajo.