UNA VACILANTE CLARIDAD
por Kurt Folch Maass
behind every beautiful thing,
there is some kind of pain
Bob Dylan
Hay una desproporción casi inexplicable —o al menos irónica— entre el escaso eco crítico que en 1963 recibió la publicación de La pieza oscura, y el efecto profundo y decisivo que este libro, el tercero de la producción poética de Enrique Lihn, ha venido causando desde entonces en el desarrollo de la poesía chilena. La obra —que incluye la mayoría de los poemas más antologados del autor— fue saludada con admiración por algunos lectores atentos (Pedro Lastra, Filebo, Alfonso Calderón, Ricardo Latcham y Hernán Loyola), pero, más allá de las menciones laudatorias de rigor y de un buen ensayo de Cedomil Goic, la crítica del momento no acusó recibo de la real magnitud de la propuesta de Lihn.
Era una época que agonizaba y un poeta debía irse con cuidado (irse «con pie de plomo», diría el propio Lihn). Gabriela Mistral había fallecido hacía poco, Pablo Neruda, Pablo de Rokha y Nicanor Parra dominaban el panorama nacional, y fuera de nuestras fronteras, Ezra Pound, T. S. Eliot, W. H. Auden. André Breton y un amplio etcétera de poetas, narradores, artistas y teóricos seguían en plena vigencia. Tal vez la confusión crítica que marcó la primera recepción de La pieza oscura se debió a ese telón de voces y discusiones que demoraron la justa valoración del lenguaje y de los conceptos que Lihn ponía sobre el tapete. Para una crítica que aún no comenzaba o terminaba de apañárselas con Parra o de Rokha, entre otros, resultó más fácil, entonces, adscribir estos poemas a la antipoesía. No supieron qué hacer con una poesía de por sí reacia a las clasificaciones y menos comprometida que cualquiera otra con catecismos morales o heroísmos políticos: la voz incómoda de un individuo incómodo.
Con La pieza oscura irrumpe en Chile un nuevo trato, conceptual y práctico, con las posibilidades del arte en general. Lihn, el mul-tifacético, no dialoga sólo con la poesía, sino que con la literatura y el arte en prácticamente todas sus expresiones. Ésta es la obra de un treintañero que luce la cristalización de sus capacidades en un trabajo de envergadura mayor, donde se hace definitivamente reconocible «el estilo Lihn»: lírico, romántico —de dientes apretados, eso sí— y autoconciente. Las imágenes se extienden de forma reflexiva en una especie de espiral sin retorno de asociaciones. Por momentos pareciera que el lenguaje se impone por sí mismo, pero el discurso siempre mantiene un raro y crucial apego a los hechos.
«La mixtura del aire en la pieza oscura»: ésta, la primera imagen del primer poema (alrededor del cual gira el resto de la obra, a excepción de los dos monólogos y las elegías), señala el tono, la forma y el sentido de todo lo que vendrá. El poeta habla desde el misterio de algo que siente (que presiente) y que lo mantiene en constante tensión, atento a lo que puede ocurrir, y de hecho ocurre: una revelación tardía, tan decisiva como irrecuperable, sólo visible a través del lenguaje. El poeta realiza, entonces, algo así como un escrutinio: llena la página de palabras, es decir, de tiempo que transcurre y de conciencia.
Lihn lucha, a partir de este libro y en adelante, por constituir una línea de resistencia a favor de la lucidez. La opción por una poesía inteligente proviene del hartazgo ante el yo inflado de ciertos versificadores en boga: poetas —o «guaripoetas», como los llama Lihn en una entrevista— pretendidamente románticos y malditos. En el prólogo de 1963, Jorge Elliott es certero: «Lihn no está del todo bien como no lo está nadie. No obstante sale a peregrinar, y por eso, lo que nos dice fluye de la experiencia efectivamente tangible a la surrealista del delirio». Elliott vio en Lihn a un autor que no estaba para acomodar su escritura en ningún nicho afín a sus ideas. La pieza oscura es la manifestación de un desacomodo existencial frente al paso inexorable del tiempo. El presente es el momento de vacío e incertidumbre que late a través de «un imperceptible sonido musgoso» o «una vaga llovizna sangrienta»,«vidriándonos la noche de un bosque inexpugnable».
En su desajuste Lihn trata de imponer cierto orden. El libro insiste en la necesidad de un esfuerzo de concentración que conduzca a distinguir algo en la oscuridad de esa pieza (el vientre donde habita Jonás), para definir cabalmente lo que allí ocurrió: la irrupción del mundo, la realidad, el tiempo. Para lograrlo el poeta toma conocimiento radical de su materia prima, opera como un cirujano (su precisión es científica) del lenguaje, con comprensiva frialdad; ensaya y logra una escritura donde la crispación sensitiva produce cadenas, secuencias lingüísticas de imágenes que se pliegan, se relacionan, se llaman unas a otras.
Ahora bien, esto no es casual y tiene sus antecedentes: es evidente que la antipoesía está presente en esta obra (particularmente en poemas como Monólogo del padre con su hijo de meses y Monólogo del viejo con la muerte). Lihn fue uno de los que hicieron suyo el llamado de Parra a bajar del Olimpo, pero no en calidad de acólito sino que para ensayar una nueva estrategia en el uso de la lengua. Una buena síntesis del asunto la da José Donoso en uno de los artículos de la época dedicados a La pieza oscura: «El parecido [de Lihn con Parra] es más temperamental que otra cosa: la poesía de ambos es antirretórica, inteligente, rebelde, buscadora de caminos nuevos. Esta actitud, pura en Parra, que es el más intelectual de los dos, es más apasionada, menos burlona en Lihn». Efectivamente, el tono parriano es aquí trastocado, no deja de ser amargo, pero es menos satírico, más melancólico y, si cabe, más santiaguino.
Los poemas de La pieza oscura constituyen, en bloque, una reflexión lírica donde se plantea el conflicto de lo personal ante la ago-biadora totalidad: «¿Qué es tu pequeña historia comparada con la historia?». Predominan temas como la crueldad del amor, la infancia y el momento de iluminación-iniciación: «Y yo mordí, largamente en el cuello a mi prima Isabel». La memoria y la conciencia, tal como aparecen en poemas como La pieza oscura, Zoológico o Invernadero, se nutren de la constatación de reiteraciones esenciales del ciclo de sobrevivencia de la especie y frente a eso, el significado misterioso del ahora. El instante de conciencia se traduce en angustia, en una incógnita soledad irreparable que se cierra desde todas direcciones.
El poeta lucha, quizá en vano, por impedir que la memoria se llene de olvido: «una inocente canción sin asunto que uno terminaría por aprender a oír» (una canción que tiende a hacer la vida engañosamente tolerable). Es aquí donde entran la amargura y la melancolía que vinculan a Lihn con el mejor Eliot: la incrustación de diálogos casi superfluos, el entorno familiar como foco constante de tensión emocional, que nunca es desahogada por nadie, la fragmentación del hablante en diversas voces, como ocurre en el poema Raquel. La amargura termina en el instante mismo en que se expresa, gracias a la vibración, a la fuerza del rechinar de dientes:«ensaya» le dice el padre a su hijo de meses, a pesar de que el hombre es sólo, antes que nada y después de todo,«… la fiera/ vieja de nacimiento, vencida por las moscas,/ babeante y resoplante».
Un lector, un buen lector, debe poner atención a Lihn: le conviene. La poesía de Lihn construye un retrato íntimo, de implacable realismo, de unas criaturas —nosotros— absurdas, torpes y crueles que destilan una tristeza perpetua y una alegría parcial. La alegría que proporciona el breve recuerdo de un momento en que no estuvimos solos, o lo estábamos pero éramos niños: el minuto irreductible, irre-nunciable, cuando un relámpago iluminó las paredes de la caverna, el vientre de la ballena: «Soy en parte ese niño que cae de rodillas/ dulcemente abrumado de imposibles presagios/ y no he cumplido aún toda mi edad/ ni llegaré a cumplirla como él/ de una sola vez y para siempre». Luego, después, mucho después de aquel instante de felicidad, vienen cosas como ésta: la poesía, el libro, la convicción de que la luz es más bien escasa y por lo tanto valiosa, preciada. El trabajo del poeta debería tender, entonces, a una cierta vacilante claridad, a pesar de la fragmentación caótica de un mundo regido por el garrote y el dinero.
Marzo 2005