LOS AMIGOS DE LA CASA
No hemos nacido para el canto sino para el acopio
de las palabras en el rechinar de los dientes.
La música fue toda bondad. No hemos nacido
sino para la sedicente murmuración, silenciosos
del ruido en que envolvemos nuestras voces
al caer de la tarde como a un poso sin fondo
—toda ciega bondad— en el patio
constelado de viejos enfermos apacibles.
Nuestra es la fiebre que declina y no amaina, impenetrable
al sol de la locura, el calentarse de los huesos
en la ceguera del patio lluvioso.
Se encerró a los dementes sobre nuestras cabezas que recalienta y pudre
la imagen latente del sol y por sí solas se nos abrieron las verjas transfundidos el hierro y la herrumbre, llegado que fue el tiempo
en que ni aun la tierra permanece. Sólo el vaho
y la siembra del musgo en los jardines eriáceos.
No hemos nacido para el amor, hemos nacido para el coito que embadurna la sangre
de la maceración de su semilla, para el débil soplar sobre el rescoldo
como si el aliento fuera ceniza y la carne el erial en que se recalienta,
al calor de las piedras, un guiso sangriento.
La última cena de la tribu cuando todo es arena
—la noche misma— en la extensión de la noche
y el viento seca un paraíso disperso:
el alforfón y la escanda silvestre.
Imposible distinguir entre el sudor y las lágrimas
que se disputan dos bocas resecas.
Y viejos vecinos de pieza de la muerte seguiremos plegándonos
a los caprichos de la dueña de casa, persistentes y dóciles
al igual que la impronta de la humedad en los muros, como la pasiva infiltración de las larvas
en los zócalos pringados de lavazas.
La confianza sabrá dispensarnos
a los amigos de la casa de los dolores del pánico.