11
Algún lugar recóndito de Guadalajara, estado de Jalisco
El padre Salas daba vueltas en círculo, aguardando, enfundado en la casulla blanca y con la estola morada ya dispuesta sobre sus hombros. Murmuraba nervioso alguna letanía que espantase sus miedos.
—Ya han llegado todos —musitó el padre Rincón, asomando discretamente por una puerta.
—Entonces no perdamos más tiempo.
La Archidiócesis de Guadalajara había cedido un pequeño almacén, que en ocasiones servía para el acopio de alimentos no perecederos, para que el padre Salas pudiera acometer el rito de exorcismo con intimidad, y sin el temor de que la prensa los acosara, por si se filtraban los domicilios de las pequeñas. Siempre cabía la posibilidad de que uno de los padres se fuera de la lengua, por desesperación o por codicia, pero aun así toda la situación sería mucho más manejable en aquel lugar escondido y discreto.
La nave era una amplia estancia, con altas y estrechas ventanas rectangulares por las que apenas pasaba la luz. No había columnas, y el suelo era de cemento sin enlucir. Habían retirado todas las estanterías, mesas, sillas y otros enseres, con el fin de que el espacio quedase completamente diáfano. Las cuatro paredes habían sido igualmente desprovistas de cualquier adorno, y sólo tres de ellas tenían puerta: una la de entrada y salida, otra para acceder a los aseos y una última que comunicaba con un diminuto despacho.
El padre Salas se encontró con 22 personas que le aguardaban en tenso silencio: las nueve niñas, sus nueve madres, tres padres y el reportero del periódico Las Noticias, con el que había llegado a un pacto. Ya los conocía a todos, de modo que podía ir directo al grano y ahorrarse inútiles circunloquios.
—Vamos a iniciar un proceso de exorcismo de sus hijas. He recibido la autorización tanto del Arzobispo de Guadalajara como del Arzobispo Primado de México. Es un tratamiento duro, al que pueden por supuesto asistir, pero durante el cual no pueden intervenir. Si en algún momento alguno de ustedes no se siente con fuerzas para resistir la tensión que seguro se producirá, el padre Rincón les acompañará a este despacho o, si lo prefieren, al exterior del almacén.
El padre Salas hizo una pausa. Contempló los rostros alicaídos y atemorizados de aquellas madres y padres. Salvo una de las pequeñas, que apenas se sostenía ayudada por su madre, el resto parecían estar dormidas, en brazos de sus progenitores.
—Una persona va a registrar todo el rito. Lo hacemos tanto por su seguridad como para guardar testimonio del mismo, de modo que pueda ser de ayuda a futuras víctimas de posesión. Los rostros de sus hijas serán pixelados, ocultados, y sus nombres y apellidos se mantendrán a resguardo, de modo que sus identidades queden convenientemente protegidas. ¿Alguna pregunta?
El cura volvió a mirar a aquellas pobres gentes: eran personas humildes, había estado en sus viviendas y había conocido su precario entorno. Dudaba que estuvieran comprendiendo el alcance del proceso que estaba a punto de iniciar, pero sabía que confiaban en él. Quizá eso era lo más importante, lo único importante.
—¿Pueden llegar a morir mi hija? —preguntó, casi en un susurro, el padre de Daniela, de El Salto.
—Pueden suceder muchas cosas, pero debemos tener fe, creer en el poder de Dios y en la fuerza de sus hijas para expulsar a los demonios que las han poseído.
—Disculpe, padre, pero no ha respondido a mi pregunta…
El sacerdote notó que le temblaban los labios. A su mente regresaron imágenes del pasado que en su refugio de Coyoacán había logrado dejar atrás. Ahora se veía de nuevo envuelto en un duelo con un demonio, y sus peores pesadillas le hostigaban con fiereza.
—Sí, pueden agonizar, pueden perecer y hasta pueden llegar a arder de forma espontánea delante de nuestros ojos. Deben estar preparados. Pero no afrontar la situación sería asumir que las pequeñas terminen, más pronto que tarde, transformándose completamente en unas bestias atroces, pérfidas y malévolas. Morir, ante tal perspectiva, me atrevería a decir que es un mal menor.
El padre Salas regresó al despacho y volvió con un frasco de agua bendita. Comenzó a rezar en latín, mientras iba salpicando con el agua el suelo, las paredes, el techo y a todos los asistentes. Sancho grababa, atónito, todo lo que el cura iba haciendo. Se sentía acongojado y exultante a la vez. De repente los muros de la nave crujieron estrepitosamente, y las niñas comenzaron a aullar, a gritar, a bramar violentamente como alimañas salvajes. Todos los asistentes se estremecieron, espantados, salvo el padre Salas, que siguió orando sin apenas inmutarse.