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Afueras de la ciudad de Guadalajara, estado de Jalisco, México
La niña había pasado toda la noche gimiendo. Era casi como una especie de ronquido gutural, salido de las entrañas de un animal, en lugar del cuerpo enjuto, casi famélico, de una criatura de apenas diez años.
Estaba acurrucada en una yacija conformada por sacos de paja desigualmente repartida. Sus padres, más por desesperación que por resentimiento o temor, la habían confinado en un cobertizo que usaban para resguardar de la lluvia los aperos de labranza y algunas pertenencias de escaso valor que con los años habían ido heredando de diversos familiares.
El médico se aproximó con aprehensión a la chiquilla, que parecía dormitar, aunque respiraba con sacudidas constantes, impropias de un ser humano.
—¿Cuántos días lleva postrada en este estado?
—Una… una semana… —se atrevió a responder la madre, segura de recibir de inmediato una reprimenda por parte del médico.
El doctor lanzó un suspiro de resignación y tomando la mano de la criatura trató de medirle el pulso. Sintió un escalofrío intenso al percatarse de que el corazón de la niña apenas latía… ¡poco más de 20 pulsaciones por minuto! Era completamente imposible.
Los padres permanecían en una esquina del oscuro chamizo, apretados el uno contra el otro, preocupados y un tanto avergonzados. Mantenían los ojos clavados en el facultativo, esperanzados en que al fin, aunque fuera a costa de una significativa parte de sus escasos ahorros, aquel hombre que parecía bueno y sabio, sacara a su Magdalena de aquel ensimismamiento en el que se había sumido repentinamente.
El médico tomó la temperatura a la pequeña, y nuevamente un estremecimiento se apoderó de sus entrañas: 31° centígrados, otra vez un indicador absolutamente incompatible con la vida. Pero la niña… ¡estaba respirando!
—No acierto a comprender… —musitó el facultativo, casi para sus adentros.
De súbito la niña se giró, como recobrando las fuerzas. El doctor se aproximó un poco a la pequeña, esperanzado. La chiquilla abrió los párpados y el hombre pudo contemplar horrorizado unas pupilas completamente negras y en forma de cruz invertida, que contrastaban tenebrosamente con el resto de sus ojos, de un color púrpura intenso, como si toda la sangre de su demacrado cuerpo se hubiera apelmazado y podrido en ellos.
—¡Qué diablos! —exclamó el médico, aterrado, mientras se apartaba de aquella criatura.
La pequeña entonces se incorporó de súbito, como impulsada por un resorte, y abrió de una manera desproporcionada su boca para emitir un bramido rudo e ininteligible. Después se desplomó, como si hubiera perdido su último hálito de vida.