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Catedral Metropolitana, México D. F.

El padre Rincón aguardaba en una de las muchas capillas que rodean el coro de la Catedral Metropolitana, sede de la Arquidiócesis Primada de México. No la había escogido al azar: desde niño se había encomendado a Nuestra Señora de Guadalupe, que se le aparecía en sueños y le guiaba hacia su verdadera y única vocación: servir a Dios. Por eso en las contadas ocasiones que visitaba la espléndida Catedral solía rezar en esa capilla en concreto, que tenía un altar reservado a la santísima. Mientras terminaba de orar, sintió que un hombre corpulento se arrodillaba a su lado.

—Debemos partir, padre Rincón. Deseo entrar en contacto con esas niñas lo antes posible. Satán no espera ni por usted, ni por mí, ni por nadie…

El padre Rincón se giró y contempló a su acompañante. Jamás lo había visto antes, pero sabía que se trataba del padre Salas, el exorcista más importante de toda América del Norte. No pudo reprimir un gesto contenido de profundo respeto y emoción. Que hubieran confiado en él para ayudar al padre Salas suponía una enorme responsabilidad, pero estaba dispuesto a asumirla con diligencia y entrega.

—Sabe que me tiene a su entera disposición, padre Salas. Tenemos casi seis horas de carretera por delante, ¿quién prefiere que conduzca?

—Usted. Yo cada vez me siento más viejo y más torpe.

Los dos hombres abandonaron la Catedral. En calle Monte de Piedad les aguardaba un hombre junto a un automóvil.

—Que Dios les guíe y les ayude en su misión —dijo, entregándoles las llaves del coche.

—¿Está en el maletero todo lo que solicité?

—Así es, padre Salas.

Apenas media hora más tarde dejaban atrás las concurridas y atestadas calles del D. F. en dirección a alguno de los pueblos más diminutos del estado de Jalisco.

—Es un honor poder acompañarle, padre Salas —manifestó, algo turbado, el padre Rincón.

—¿Sabe usted por qué le han encomendado esta misión?

—Lo desconozco.

—Porque es joven, está sano y fuerte. Además, estoy convencido de que hasta la fecha no ha sufrido jamás en su vida una crisis de fe. Si de verdad vamos a enfrentarnos a Satán todas esas virtudes le van a hacer falta.

—También soy devoto, padre.

El padre Salas miró con misericordia a su acompañante. Tenía la misma aureola limpia que él, hacía ya de eso muchos años.

—¿Por qué quiere ser exorcista?

—Porque deseo liberar del Maligno a las personas que sufren por su culpa. Creo que es una labor maravillosa, y por ingrata que resulte alguien debe acometerla.

—Ya le habrán enseñado que lo primero que debe hacer un buen exorcista es aprender a dudar, incluso a desconfiar.

—Estaré preparado.

—Son muchos los que confunden la enfermedad mental con la posesión, ¿me entiende?

—Sí, eso es bien cierto. Aunque ya leí los informes: ya hay un doctor que afirma con rotundidad que lo de esas niñas no tiene explicación médica.

—Veremos… Ojalá todos estén equivocados.

—Usted es sicólogo y psiquiatra. Usted sabe diferenciar mejor que nadie la enfermedad mental de la verdadera acción de un demonio.

El padre Salas pegó su rostro contra la ventanilla de la puerta derecha del automóvil. El paisaje se desdibujó, y a su mente acudieron imágenes horribles del pasado.

—Créame, padre Rincón, cuando una persona que tienes delante está de verdad poseída el sentido común es suficiente para tener la certeza de que no se trata de enajenación o de una farsa. Satán no se anda con chiquilladas…