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SÍ mantenía el escritorio bien ordenado, el presidente, eso sí: unos pocos papeles perfectamente apilados bajo una pequeña esfera de nieve que hacía las veces de pisapapeles. Agitabas la esfera, y la nieve caía sobre un niño que descendía en trineo por una ladera. Yo había empezado a sentir lástima por mi viejo compañero de habitación. El pobre vivía con su ineptitud. Desde la ventana de mi sótano yo veía llegar por el camino de acceso una procesión de limusinas más o menos ininterrumpida: generales y almirantes, diplomáticos, miembros del Gabinete, dignatarios extranjeros de visita, y él tenía que verlos a todos porque era el líder del mundo libre. Se lo notaba más relajado en las galas de entregas de premios a las artes en las que cantaban artistas y se entregaban medallas a directores de cine, dramaturgos y actores. Me invitaron a una de esas veladas y me senté al fondo, donde nadie se fijó en mí.

Había empezado a saborear mi papel en la Casa Blanca, una vez aceptado el puesto de lugarteniente en la pequeña guerra entre el presidente y sus asesores más cercanos. Era como si allí mismo, en el Despacho Oval, hubiera que honrar la imperante conflictividad del mundo exterior. Era como si las guerras que dirigían tuvieran que simbolizar sus propias relaciones. Pensé en cómo el conflicto nos hacía humanos. En cómo todas sus formas se practican religiosamente, desde el debate caballeroso hasta la violación y el saqueo, desde los ataques políticos sucios hasta los asesinatos. Nuestras peleas callejeras nocturnas delante de los bares, nuestras discusiones a bofetadas en lujosos dormitorios, nuestras virulentas declaraciones entre dientes en los juicios por divorcio. Teníamos padres que pegaban a sus hijos, matones de patio de colegio, homicidas con traje y corbata que medraban en la vida, conductores que se cortaban el paso, gente que se empujaba en las puertas del metro, naciones en guerra, bombardeos, hacinamiento en las playas, golpes militares diarios, innumerables desapariciones, la muerte de los desposeídos en sus campamentos, las cruzadas de limpieza étnica, las guerras de la droga, los asesinatos terroristas y la violencia en todas sus formas tolerada en algún lugar por una religión u otra... y para su entretenimiento la humanidad politicida, genocida, suicida, asiste a sus apreciados combates de kick-boxing y sus peleas de gallos o pierde la paga en el tapete del blackjack y luego vuelve al trabajo socavando a la competencia, estafando, recurriendo al esquema ponzi, envenenando... y los amantes apasionados de sus tiempos enfrentándose en su propio pequeño universo de sexo, uno deseándolo turgentemente, el otro rechazándolo con un mohín.

¿No se deja nada?

Así que me habían llevado allí, pensé, para dar a mi antiguo compañero de habitación cierto grado de satisfacción en su peculiar pugna con Chaingang y Rumbum. Pero había un país que gobernar y ellos eran los dos asesores más cercanos al presidente, y al fin y al cabo él los necesitaba tal como ellos lo necesitaban a él. Así las cosas, después de unos cuantos informes más de Androide sobre los avances neurológicos en el mundo, detecté un cambio en la dinámica: yo llevaba allí un par de semanas. Un día, en un momento dado, todos tenían la misma expresión en el rostro, un esfuerzo por no reírse, y comprendí que se había forjado una nueva alianza en la gran tradición diplomática. Estaba solo frente al triunvirato y la broma era a mi costa, los tres conchabados para ponerme un gorro de cascabeles —y todo eso mientras el mundo esperaba la siguiente guerra civil, el siguiente desplome de la Bolsa, el siguiente atentado suicida, el siguiente tsunami, el siguiente terremoto, la siguiente fuga radioactiva en la siguiente central nuclear defectuosa—, en ese juego de ver hasta cuándo les seguiría la corriente Androide antes de darse cuenta de que él era su cruel deporte, de que estaban tomándose un descanso, los tres, allí mismo en la Casa Blanca, y yo, el bufón, aportaba un poco de humor a su jornada al frente del mundo, cargada de poder, oscura, conflictiva.

Llegó, pues, el momento de la toma de conciencia, y ya era hora de darles a conocer con quién trataban. Les ofrecí la última lección de Androide sobre los avances neurológicos en el mundo. Les dije que el gran problema al que se enfrentaba la neurociencia era cómo se convertía el cerebro en la mente. Cómo esa madeja de mil trescientos gramos lo llevaba a uno a sentirse como un ser humano. Dije que estábamos trabajando en ello, y si valoraban sus vidas, o la vida tal como la conocían, harían bien en desviar todos los fondos estatales destinados a la neurociencia y asignarlos al presupuesto de defensa. Más misiles, minas terrestres, cazas, todas esas cosas que a ustedes tanto les gustan, dije. Porque si descubrimos cómo el cerebro nos proporciona la conciencia, sabremos cómo replicar la conciencia. ¿Eso lo entiende, no, doctor?

Sí.

¿Y qué? ¿Se refiere a ordenadores que dialogan?, preguntó Chaingang. Eso lo he visto en el cine. Ordenadores, por supuesto, dije, y animales desarrollados genéticamente para tener algo más que la conciencia primaria de los animales. Para tener sentimientos, estados de ánimo, memoria, anhelos. Como en Disney, quiere decir, comentó Rumbum, y se rieron. Yo me reí también. Sí, dije, y con todo eso llegará el fin del mundo mítico que hemos tenido desde la Edad del Bronce. El fin de nuestro dominio. El fin de la Biblia y todas las historias que nos hemos contado hasta ahora.

Andrew, ¿de verdad piensa eso?

Qué aislados estaban esos hombres. Eran imperiales en su egocentrismo, esos defensores de la cultura corporativa al frente de un gobierno. Vivían despreocupados, infalibles. Comprendían el conflicto y no esperaban otra cosa. Les dije que me deprimía estar en la misma habitación que ellos. El presidente me miró... ¿me refería también a él? Ustedes viven sin cuestionarse nada dentro de la realidad social —la guerra, Dios, el dinero— que otras personas inventaron hace mucho, dije, y consideran que esas cosas son la existencia en bruto. Fue todo un discurso el que les di.

Eso parece.

Les traía sin cuidado la vida, dije, eran magníficos ejemplos de la insuficiencia humana, dije, y añadí que hablaba como autoridad en la materia. A continuación respiré hondo e hice la vertical.

Hizo ¿qué?

Me salió espontáneamente, casi antes de darme cuenta estaba ya erguido sobre las manos. Quizá fue la imagen de Briony en la barra fija —la primera vez que la vi— lo que me impulsó, siendo decisión de mi cerebro que era eso lo que había que hacer, un acto mimético para que la imagen de ella adquiriera resolución allí en la Casa Blanca. Al menos así lo interpreto ahora. En aquel momento posiblemente fue solo un acto de locura inspirada. Quizá fue solo que mi cerebro decidió que si era un bufón lo que querían, un bufón tendrían. O quizá yo solo quería marcharme de allí.

¿De verdad hizo eso, pues?

Lo que quiero decir es que nunca había hecho una vertical como es debido. En el Despacho Oval era otro hombre.

Puedo decirle que mientras Andrew se tambaleaba allí, con los brazos doloridos, moviéndose sus pies de un lado a otro como las lanzaderas de un telar, sin darse cuenta empezó a llorar, ya fuera por el esfuerzo, o por la imagen concebida en su mente, Briony risueña, evaluándolo con sus ojos de color azul claro en toda su inquebrantable inocencia. ¿Qué decía ella? Oí su voz, su voz insonora: Me voy a correr, Andrew. A Willa le gusta la compota de manzana para el tentempié de media mañana.

Y la puerta se cierra, y luego el arco de su salto de ballet hacia el fuego.

Creo que gemí, con la sangre palpitándome en la cabeza, pero consideré que era una cuestión de honor quedarme haciendo el pino el mayor tiempo posible. Ellos, el presidente y Chaingang y Rumbum, se habían levantado de sus sillas, y Chaingang, detrás de la mesa del presidente, hablaba a gritos por teléfono. En ese momento me desplomé, aterrizando no como debía, sino dolorosamente, con un ruido sordo, y creo que casi simultáneamente un par de infantes de marina uniformados me ponían en pie a tirones y me retorcían los brazos detrás de la espalda. Así que, por un lado o por otro, aquel fue un día muy físico para mí.

Eso parece.

¿Cómo ha dicho?

Coincidía con usted.

Pero fue más que eso. Dudo que alguien hubiera hecho antes la vertical en el Despacho Oval. En realidad fue un triunfo. Por un momento me había despojado de mi humildad característica, mi ciudadanía de a pie, y por medio de aquel gesto, allí patas arriba, alcancé la igualdad con esos gobernantes de mi país. Yo conocía el futuro y ellos no. Por todo lo que he contado de mi vida, es posible que no sepa usted que yo no carecía de una marcada conciencia política. Mientras estaba allí de pie, incapacitado funcionalmente por los dos infantes de marina, Chaingang y Rumbum decidían cuál sería mi destino. Ordenaron mi detención. Diciendo Rumbum que había amenazado la vida del presidente. Saquen a este bufón de aquí, dijo.

Que sea un Bufón Inocente, dije.

¿Eso sintió usted que era?

¿Qué otra cosa podía yo ser si mi antiguo compañero de habitación era el Simulador? Porque eso era él inequívocamente. Y yo ya nunca volvería a ser otro hombre según la situación. Sentía que mi cerebro se convertía en yo: nos resolvíamos en una sola cosa. Mientras me llevaban hacia la puerta, me volví y dije lo que diría un Bufón Inocente: ustedes son solo lo peor hasta el momento, aún vendrán otros mucho peores. Quizá no mañana. Quizá no el año que viene, pero ustedes nos han indicado el camino hacia el Bosque Oscuro. En ese momento, supongo, interpreté a Dante. A mi compañero de habitación no le gustó oírlo. Vamos, Androide, dijo, levantando la voz, no te lo tomes tan en serio. ¿Me pedía que me retractara? ¿Esperaba mi bendición? Pero ¿cómo podía yo hacer eso? Un bufón es inocente precisamente porque llora por su país.

Permanecí firme, dirigí un gesto de asentimiento a mis guardias y se me llevaron de allí.