IV

SÉ que cuando las mujeres tienen hijos, el marido pasa a segundo plano; cabe esperar que el lazo madre-hijo se imponga y el marido vea su puesto usurpado.

Sí, eso ocurre a veces.

Pues bien, eso ocurrió ciertamente con Briony y nuestro bebé, esa fijación maternal de la atención, de una manera sutil, pero bastó para preocuparme. ¿Y si era algo más que eso? Observé que siempre que dejaba mis cosas tiradas por ahí —periódicos, libros—, ella las recogía y las ponía dondequiera que decidiese que era su sitio. Tenía ese alarmante sentido del orden. Sin duda con el paso del tiempo nuestras distintas formas de ser irían a más. Empecé a pensar en el futuro, en que la disparidad de edades se volvería más acusada conforme pasaran los años. Decidí apuntarme a un gimnasio y hacer ejercicio.

No me diga.

Pues sí, entré en el mundo de los abs, los pecs y los cuads. Para esa gente solo existía la abreviatura. Detestaba ese lugar, a todos esos héroes con cinturones de halterofilia, levantando barras cargadas de discos metálicos del tamaño de tapas de alcantarilla y gruñendo, y vociferando, hinchando los músculos y luego pavoneándose para exhibir su magnificencia. No soportaba estar allí más de unos minutos —ejercitándome con tal o cual máquina durante quince reps—, no repeticiones, reps, y por qué quince era el número sagrado jamás lo descubrí. Pero Briony lo aprobaba, le parecía buena idea que yo realizara ejercicios, que dejara la mesa y me pusiera en forma con aquellas máquinas. Eso anima el cerebro, es que no lo sabes, dijo, con un tono cercano a la frivolidad, tan cercano como nunca lo había oído en ella. Como si no le hubiese enseñado yo el nexo entre cerebro y cuerpo.

¿No le parece, Andrew, que a veces se excede en sus reacciones?

En el siglo XIX el trabajo era físico. Herreros, carpinteros, peones de albañil, labradores, constructores de presas, cavadores de zanjas, colocadores de raíles de ferrocarril, matarifes. La gente no necesitaba otras formas de hacer ejercicio. ¿Sabe qué es el Maratón de Nueva York?

Claro.

Si alguna vez me decidiera a llevar a cabo investigaciones serias en neurociencia... bueno, tendría que ver con el cerebro colectivo. Como en las hormigas, como en las abejas.

¿Por qué?

El cerebro de un hormiguero es el hormiguero. El cerebro de una colmena es la colmena. Y tenemos nuestras extraordinarias ilusiones y la locura de las multitudes. El hombre que escribió eso sabía más de lo que sabía.

¿Se refiere a la tulipomanía?

¿Por qué los bancos de peces cambian de dirección en un instante, como uno solo? ¿Por qué las bandadas de aves, sin un guía, vuelan en formación cambiante con mayor precisión que una compañía de ballet? Piense en las guerras. Por qué acaban siendo inevitables y una vez empiezan se hacen cada vez mayores. O en las extrañas prácticas indígenas de cualquier grupo religioso, sea cual sea el dios en el que deposita su fe. Y en la gente que va al parque el domingo. ¿Por qué el día para el parque ha de ser el domingo?

Las familias pasan juntas el día de descanso y tal. Tenemos ciudades y ponemos parques en ellas por razones sensatas y evidentes.

No, doctor, solo es un verdadero parque el domingo, necesita una gran cantidad de gente para ceñirse a su definición de parque, porque un parque es solo un parque cuando organiza una colonia humana, y el hecho de que sea temporal no debería impedirnos ver el hecho de que es repetitivo.

Andrew...

El cerebro colectivo es algo muy poderoso. Pero no podemos compararlo con las hormigas, las abejas. Sus cerebros son nubes de feromonas, instrucciones químicas para todo: el sexo, la guerra, el forrajeo. Dentro de millones o billones de años, cuando el planeta lleve ya tiempo asado y la especie humana se haya extinguido, reinarán las hormigas, o quizá las moscas de la fruta, o quizá las dos, y tendrán inclinaciones arqueológicas, rondarán por las ruinas de nuestras ciudades, reordenarán nuestros huesos, exhibirán nuestros restos en museos de historia natural, entrarán volando por las ventanas abiertas de las estructuras desnudas de nuestros bloques de apartamentos, ascenderán por los huecos de nuestros ascensores, explorarán nuestros largos túneles subterráneos, en su esfuerzo para comprender quiénes fuimos y qué nos proponíamos con nuestras cuevas apiladas de acero y piedra, y, en las calles y pistas de aterrizaje, nuestros artefactos ortopédicos herrumbrosos para trasladarnos de un sitio a otro.

¿Sostiene que nos sobrevivirán?

El cerebro colectivo del hormiguero está fuera del cuerpo de cualquier hormiga individual. Es la identidad química gaseosa del hormiguero la que rige el comportamiento de cada hormiga. Así que al mirarlas cabría pensar que saben lo que hacen. O por qué lo hacen. O es posible que el cerebro de la colonia dote a cada hormiga de una inteligencia que de otro modo no tendría. Eso me interesa. Y las posibilidades de supervivencia se incrementan de manera exponencial.

Creo recordar que ha citado a Mark Twain en su alusión a la estupidez de las hormigas.

Eso se refería a una hormiga en particular, una que se había apartado por su cuenta. Así y todo, esta, la hormiga, era capaz de cargar con un peso tres o cuatro veces mayor que el suyo. No veo que eso sea equiparable al esfuerzo de esos machacas que levantaban tapas de alcantarilla en mi gimnasio.

¿Por qué estamos hablando de esto?

Llevamos a cabo pobres emulaciones del cerebro grupal como si lo envidiáramos. Nos entregamos temporalmente a una mente social más amplia y actuamos con arreglo a sus dictados del mismo modo que los ordenadores individuales ceden sus capacidades a las redes. Quizá anhelamos algo como la situación de que disfrutan otras criaturas —las hormigas, las abejas—, en la que el pensamiento se externaliza. El pensamiento en nube, un ubermensch químico. Lo cual nos lleva a la política.

No sé bien si habla en serio.

¿Conoce a Emerson? Es lo que Emerson, pensando en criaturas como él, llama erróneamente el alma superior. Presenta una versión romántica, hace de ella una parte integrante del pensamiento ético en el que se insinúa a Dios. Cuando solo aspira a una especie de genio feromónico universal.

Oiga, Andrew, ¿de verdad planea investigar eso?

Y por otro lado está, naturalmente, la moda. Incluso Briony llevaba vaqueros. Incluso yo mismo. Y también nuestro argot, la forma en que una expresión prende y se propaga entre todos nosotros, volviéndose de inmediato indispensable, ubicua, hasta que muere tan deprisa como nació. [pensando] ¿Qué?

Sus planes para el futuro.

No me haga reír, doctor. Le estoy hablando del final de mi vida.

Nos preparábamos para salir. Un domingo por la mañana, una hermosa mañana de mayo, e íbamos a tomar un brunch en un pequeño restaurante francés de Sullivan Street. Briony estaba ya de ocho meses largos y se movía un poco despacio, y yo, mientras la esperaba, encendí nuestro televisor nuevo que había comprado a modo de certificado de familia. Y casualmente ponían un documental sobre el Maratón de la Ciudad de Nueva York. Y allí estaban los maratonistas, a todo color, cruzando el puente Verrazano a millares. Por un momento tuve la fantasía de que Briony corría entre ellos. Pero apareció a mi lado, surgida repentinamente como de la pantalla.

Tan absorta estaba que toda idea de salir a tomar el brunch quedó de lado.

Es, al fin y al cabo, un espectáculo notable, esa legión de corredores avanzando como un maremoto por encima del puente plateado, esos miles de personas haciendo todos lo mismo en el mismo momento, una gran cinta de humanidad sometiéndose a la prueba de correr cerca de cuarenta y dos kilómetros sin caer muertos. Debo admitir que tiene algo de limpio y ascético, con sus alusiones a la antigüedad. Esa exaltación de la gente por hacer algo sin más recompensa que haberlo hecho. Hay premios, claro, obtenidos por los corredores de fondo de talla mundial que vienen de otros países para llegar en las primeras posiciones a la línea de meta, un hombre, una mujer, de género indistinguible con sus pantalones cortos y sus camisetas de canalé numeradas y sus zapatillas y sus cuerpos fibrosos, cruzando la línea de meta horas antes que la masa. [pensando] Ella no había oído hablar de eso, mi mujer. Fue, pues, como si todos esos corredores estuvieran a punto de barrernos, de arrastrarnos consigo, de engullirnos en la marea que formaban.

¿Tan prodigioso era eso, gente corriendo?

Lo supe antes de oírselo decir: Briony juró en ese mismo momento que correría en el siguiente maratón. Con un resuelto gesto de asentimiento para sí. Con los puños apretados. A fin de cuentas, era la chica que, cuando la vi por primera vez, rotaba en torno a la barra fija. Tuve que sonreír —hela ahí, madura como un melón, y planeando ya empezar a entrenar nada más dar a luz—, pero no lo dijo en broma, y se enfadó conmigo por no tomármelo en serio. Quiero hacerlo, Andrew, y lo haré. Me da igual lo que digas. Y no hay más que hablar.

No era la primera vez que Briony actuaba como la típica niña terca que se obstina en algo y no atiende a razones. Eso me llevó a pensar que Bill y Betty debieron de verse desbordados en más de una ocasión.

Briony no podía apartar los ojos de la pantalla. Y cuando la cámara dejó a los corredores de cabeza para enfocar al pelotón, la gente en las aceras tendiendo vasos de agua y vitoreando, un corredor cojeando aquí, un corredor sin aliento allá, el extremo esfuerzo reflejado en algunos rostros, la concentración en la que se adivinaba que solo veían y oían el asfalto que se extendía ante ellos, el martilleo robótico de sus propios pies... en fin, cuando miré a Briony, vi con mortificación que las lágrimas le resbalaban por sus mejillas. Se sentó en el sofá, inclinada al frente, como si presenciara un fenómeno religioso. Y por tanto ni se me pasó por la cabeza discutir. Cuando el documental terminó, la abracé y no dije una sola palabra de lo poco realista que era pensar, en junio, con el bebé a punto de llegar en cualquier momento, que podía recuperarse a tiempo en los escasos meses hasta noviembre —que era cuando se celebraba el maratón— y convertirse en una corredora de fondo capaz de atravesar los cinco distritos y recorrer los cuarenta y dos kilómetros por puentes y cuestas y avenidas. Solo le dije que el bebé y yo la estaríamos esperando en la línea de meta en Central Park.

Willa tuvo la consideración de nacer solo unos días después. ¿Cuánto tiempo pasó hasta que Briony empezó a salir a correr aquellas mañanas de verano con el cochecito volando ante ella? A veces las llevaba en taxi a Central Park y me quedaba sentado con el cochecito mientras Briony corría en torno al estanque. Me dedicaba a leer, cogiendo en brazos a la niña cuando estaba inquieta, dándole el biberón: yo no tenía miedo a nada. Y al cabo de un rato allí estaba Briony, radiante de salud, riendo, los brazos relucientes, la camiseta manchada de sudor, y mientras bebía de la botella de agua, con la cabeza hacia atrás, yo examinaba la belleza de su cuello, la peristalsis de su garganta. Y luego allí mismo en el banco, al sol, se desabrochaba el sujetador de lactancia y daba el pecho a la niña, y allí estaban madre e hija, un sacramento de la naturaleza en el parque verde entre las familias que pasaban, los perros que ladraban, los niños en monopatín, los vendedores ambulantes de globos.

Está usted describiendo una situación idílica.

¿Cómo es que las madres primerizas adquieren al instante el conocimiento de la maternidad? Se activa algo que siempre ha estado en el cerebro. Y qué organización. A saber cómo, encontraba tiempo para todo: la niña, las clases, cuidar de la vecina anciana. Ya en julio y agosto, en los días más tórridos, se marchaba de casa al amanecer para correr en serio y hacer sus kilómetros, diez, quince, a la hora en que la gente se iba a trabajar. Se encaminaba hacia el centro, donde estaban los bloques de oficinas, y buscaba uno donde poder subir corriendo por la escalera, veinte, treinta tramos de escalera, para el entrenamiento de fuerza.

Supongo que usted aprobaba todo eso.

Por supuesto. ¿Acaso no hacía yo ejercicio en el gimnasio? Éramos un equipo, incluida Willa, dispuesta a ver a su madre correr en el maratón. Briony salía disparada por nuestra puerta y sus pies apenas tocaban el suelo. Parecía que se le alargaban las piernas, era como esa levitación que uno ve en el ballet clásico. [pensando]

¿Sí?

Yo había comprado, además, un teléfono con contestador automático. «Hola, ¿Briony? Bri, ¿estás ahí? ¡Soy Dirk! Tus padres me han dado tu número de teléfono.»

¿Su antiguo novio? ¿El futbolista?

Briony no estaba. Había ido a dar clases.

¿Y usted se lo dijo?

Claro que se lo dije. Ella le devolvió la llamada y quedó con él para comer. Me explicó que él había conseguido un trabajo en una agencia de bolsa del centro.

¿No más fútbol?

Según dijo, nunca llegaría a profesional. Había estudiado empresariales y su padre conocía a gente en Nueva York.

¿Y usted cómo se sintió?

Yo sentí que en la cama, por la noche, ella se arrimaba a mí como siempre. Sentí que nuestro bebé, el que habíamos hecho los dos, estaba en su cuna al lado de la cama. Sentí que el corazón de Briony palpitaba en mi pecho como el mío propio. ¿Por qué me pregunta esas cosas? ¿Qué piensa, que el amor de mi vida no era digno de confianza? ¿O que acaso era eso lo que yo pensaba? Se veía todo en su rostro joven, hermoso, adorable y sincero, sin malicia, sin secretos, se veía que ella había tomado una determinación, y ahora tenía a su familia. Pero eran viejos amigos, ¿y por qué no? Ni siquiera hablamos de ello.

Así que no fue un problema.

El problema fue el día. Fue el día. El problema fue la mañana del día que tenían previsto comer juntos. [pensando] Podría decirse así. Se levantó más tarde que de costumbre porque Willa había pasado una noche inquieta, así que eran casi las ocho cuando salió a correr. Sería un día de mucho ajetreo. Cuando hubiera hecho sus kilómetros, se ducharía, se pondría algo adecuado para una comida en un restaurante, se acercaría a casa de la vecina anciana para ver si estaba bien, y por la tarde, después del almuerzo con Dirk, tenía dos horas de clase. Así que sería un día de mucho ajetreo. [pensando] Me dio un beso en la mejilla: a Willa le gusta la compota de manzana para el tentempié de media mañana, dijo, y emprendió la ruta que había elaborado: por la orilla del Hudson hasta el Esplanade, cruzando Liberty Street, con una parada en las Torres Gemelas, quizá, para subir unos cuantos tramos de escalera, y luego doblar al norte por Broadway.

«Briony, no podrá ser. Tengo que anular la cita.» En ese momento una risa se convirtió en sollozo. «No me importaría mucho si pudiera verte una última vez. Pero entonces tendrías que estar aquí arriba, y eso yo no lo querría. Eso yo no lo querría. O solo hablar contigo... ¿Estás ahí, Bri? ¿Hola? Dios mío. Es el contestador.»

Andrew, ¿qué está diciendo?

Repito el mensaje de Dirk en el contestador: «Vale, profesor, dejaré un mensaje. Porque esa es su voz, ¿no? Ahora estoy en el marco de la ventana. Más allá ya no puedo ir. Una gran altura. El calor es tremendo... Estoy de pie en el acero desnudo... Verdad que tiene gracia que su contestador grabe esto porque seguramente va a ser este mi final. Estoy acabado, pues, pero todo lo demás seguirá, incluido usted, sobre todo usted, profesor... No oímos tan bien como los murciélagos, ni vemos tan bien como los halcones. ¿Recuerda haber dicho eso? Nuestro conocimiento es limitado. ¿Lo recuerda? Y entonces yo deseé preguntarle, ¿cómo puede estar tan seguro de que no hay Dios, joder? Para oír con qué gilipollez salía.»

¿Tan locuaz estaba? ¿Como para pensar en eso?

Estoy reproduciendo sus palabras. Había pausas cuando se imponía el sonido de la catástrofe inimaginable. Después su voz regresaba como de lejos. «Por lo que sé de los saltos desde grandes alturas, estaré muerto antes de llegar al suelo. Desde luego eso espero. Desde luego eso espero, se lo aseguro. ¿No será como volar? Estaré volando. En vuelo libre. Será refrescante, porque aquí hace un calor de muerte. Creo que ya es el momento, el acero —¡ay!— me funde los zapatos. Solo un paso, por qué no, por qué no. Me meteré el teléfono en el bolsillo, y me oirá volar, y guárdelo para la posteridad, póngalo en clase: cómo murió el amante de Bri. Profesor, viejo cabrón, usted me la robó con su labia. Pero óigame: dele una buena vida, viva para ella, o volveré del más allá y lo perseguiré. Habitaré en su maldito cerebro.»

Dios santo...

Y entonces oí la llama detrás de él como el rugido de un aliento monstruoso, y ahora pienso, después de escucharlo tanto que ya no tengo que escucharlo para oírlo, que oigo también las voces de los demás, los que estaban allí con él en la nonagesimoquinta planta, mientras morían quemados, sus gritos las últimas huellas orgánicas de sus huesos envueltos en llamas, un extraño y horrendo coro en último extremo indiscernible del bramido del fuego del combustible y la contracción y los crujidos y los chirridos del acero atormentado y del humo untuoso de las llamas que se reavivaron entre el humo y volvieron a estallar en forma de llamas. Y luego oigo aire, la resistencia del aire contra un cuerpo en caída, como el sonido de un motor a reacción cada vez más y más fuerte, más y más agudo, y se prolonga solo unos segundos, hasta dejar de ser sonido, hasta oírse solo la ausencia de sonido, seguida del pitido del contestador automático al terminar la llamada.

Conque fue esa mañana.

Sí.

¿Y entonces qué hizo?

Nada.

No lo entiendo.

¡Nada! Para cuando volví a casa y vi parpadear el piloto del contestador, ya había pasado todo. Por Dios, doctor, ¿en qué país estaba usted ese día? En toda la ciudad quién no se enteró al instante de lo que había ocurrido. ¡Dónde estaba Briony, dónde estaba mi mujer! Yo estaba en la calle, con el bebé en brazos, buscándola. Llamándola a gritos. Esperando que doblara la esquina y apareciera. En medio de semejante confusión, los coches de bomberos, la gente a trompicones por las calles, el vocerío, las sirenas, era como si todo aquello la hubiera engullido. ¿Dónde estaba Briony? Ella pensaría ante todo en Willa. Volvería en un segundo para asegurarse de que la niña estaba bien. ¿O no? ¿Dónde estaba, pues?

Uf, Andrew...

¡O estaba atrapada allí! Regresé al apartamento y encontré a una vecina dispuesta a quedarse con la niña. Y después corrí al centro. Lógicamente, no pude acercarme. Una de las torres se había desplomado. La gente pasaba tambaleante junto a mí para alejarse, gente cubierta de ceniza, como si hubiese sido incinerada pero su forma no se hubiese desintegrado aún. Me pareció verla. ¡Briony! La paré: aquellos ojos me miraron desde una máscara gris, unos ojos encendidos y aterrados, como la única parte viva de ella, de esa mujer. Incluso intenté retirarle la ceniza de la cara. ¿Qué hace?, preguntó ella. ¡Déjeme! Fue inútil: estaban ya dispuestos los postes y las cintas del acordonamiento... la policía, el fuego, las ambulancias, las luces estroboscópicas, los chirridos de las radios. Aguardé en una esquina, esperando verla entre los rostros que huían. Y entonces comprendí que no serviría de nada y decidí que si volvía corriendo a casa, ella estaría allí... Pero solo estaba el destello del piloto del contestador.

¿Había corrido ella instintivamente hacia el desastre, adentrándose en la tormenta de fuego, siendo por naturaleza de aquellos que primero responden a una emergencia? No lo sabía. Solo después, rondando de comisaría en comisaría, trastornado como estaba, llegué a pensar que, al subir por la escalera hasta el piso noventa y cinco, era a Dirk a quien quería rescatar, a quien se proponía poner a salvo, catastrófica, demencial, apasionadamente. En mis peores momentos pensé que era eso. Pero es posible que ella ni siquiera supiese dónde trabajaba Dirk. Habían quedado a comer en ese mismo barrio. En cualquier caso, ¿qué más daba? Él retransmitió su propia muerte, pero el silencio de ella fue lo que estableció el vínculo entre los dos en mi mente. Era como si sus muertes simultáneas, ajeno el uno al final del otro, pudieran interpretarse como una peculiar fusión de sus destinos: su transformación en amantes malhadados. Pero eso es solo si yo me incluyo en la película.

Yo que usted no lo haría.

No se encontró nada que pudiera identificarse como Briony. [pensando] Con qué calma lo digo.

Los vecinos lo supieron porque la conocían. Llenaron la casa. Cogieron a la niña en brazos.

En la calle había carteles pegados por todas partes, en todas las paredes, en todas las vallas, en los buzones, en las cabinas de teléfono y en las estaciones de metro, con fotografías de rostros intensamente vivos, rostros que era imposible que estuvieran muertos. Nombre, edad, visto por última vez. Números de teléfono en rotulador negro. ¿Han visto a esta persona? Llamen a este número. Por favor, llamen. Fui de aquí para allá colgando el retrato de Briony. Nombre, edad, vista por última vez. Quería que la gente viese su cara. Sabía que era inútil, pero me parecía necesario. Había tomado la foto en el parque, ella me sonreía. Tenía una carpeta con sus caras, cien copias, impresas en una tienda Kinko’s, y fui de aquí para allá colocándolas. Ella pertenecía a la comunidad de los vistos por última vez, sus nombres y direcciones, personas muy queridas. Por favor, llamen. Ella pertenecía a esa comunidad de lo que quedaba de ellos.

Y junto a los cuarteles de bomberos, o contra las alambradas de los patios de los colegios, o en tablones de anuncios bajo farolas, estaban los santuarios improvisados de sus retratos, o los dibujos de sus hijos, insertados en manojos de ramitas de abeto y encuadrados entre velas y con ramilletes de flores, y pétalos en recipientes con agua. Pasaron dos días más hasta que encontré flores ante nuestra puerta.

Lo sobrellevé hasta donde pude. No podía dormir. Me quedaba en la cama esperando oír la llave girar en la cerradura. Las mujeres del vecindario me ayudaron durante un par de semanas. Después de eso me quedé solo. Willa me miraba con los ojos azules de su madre. Juzgándome en silencio, me daba la impresión, aunque sabía que eso no podía ser. Inquieta a veces, mirando por encima de mí, buscando a Briony. Yo mecía el cochecito. Y en noviembre celebraron su maratón a modo de voto nacional para sobreponerse. Bajaron las temperaturas. Empezó a nevar. Y allí estaba yo abrigando a Willa, metiéndole los piececitos en los leotardos, los brazos en el jersey, y luego el gorro y el buzo y la manta, y todo el bulto formado por ella en la sillita del coche. Es un proceso arduo, preparar a un niño para salir en invierno. Y una vez abrochado el cinturón y puesto el motor en marcha, me di cuenta de lo que me proponía: llevársela a Martha.