IX
AHÍ tiene, pues, algunos de mis recuerdos, por si dudaba de mí.
No dudaba de usted.
Me sorprendió encontrármelo convertido ya en un hombre de mediana edad. A menos que uno vea a alguien a diario, en cuyo caso los cambios son imperceptibles, la imagen recordada tarda un momento en disolverse.
¿No había visto usted fotografías, entrevistas por televisión, discursos?
No es lo mismo que tropezarse con una vida de cerca. Más tarde, cuando yo estaba sentado en el Despacho Oval, reconocí la misma contracción en los labios antes del desenlace de un chiste tonto. Eso no había cambiado. Y el engreimiento también seguía presente. Pero los ojos, un poco asustados, los ojos... Como si fuera consciente de aquello en lo que se había convertido. El cabello gris plomo apagado, un poco ralo en la coronilla.
En cuanto a los otros, Chaingang y Rumbum, eran hombres pequeños, quiero decir físicamente pequeños, el uno rubicundo, con una mueca de desdén en la boca, el otro con un corte de pelo y un traje impecables, el instinto de un pavo real, pero los dos más pequeños en escala que sus retratos, lo cual resultaba interesante.
¿Quiénes ha dicho?
Era un juego de él —sutil, en realidad—, una señal de su afecto, un título honorífico, o tal vez una marca como la que se pone a un novillo, porque también era una manera de darte a entender que él era tu propietario, que sabía lo que eras en esencia. Igual que con Melocotones. Así que los dos hombres clave en su administración, los que dirigían el cotarro, eran Chaingang y Rumbum.
¿Y usted qué era?
Él también me puso su sello, con su sonrisa reventona. Yo era Androide.
Ya veo.
Es curioso, como si una de las dendritas que serpenteaban por su cerebro fuera más ocurrente que los otros miles de millones. Porque yo era Androide, sin duda. Deme un golpecito con el nudillo: oirá un ruido metálico.
Así que ahí estaba usted.
Él nunca preguntaba a Androide nada sobre sí mismo, cosas personales, cómo le había ido la vida, si estaba casado, esas preguntas que uno hace si siente una mínima curiosidad. Era como si siguiéramos en Yale.
Bueno, seguramente habían investigado sus antecedentes.
¿Por qué se habría molestado él en leer el informe?
Da igual, el caso es que ahí estaba usted.
Sí, para perplejidad de la gente. Porque ante todo yo tenía que ser un juego. En mi primer día, nada más llegar, me llamó al Despacho Oval.
Tú siéntate aquí, Androide, y no digas ni una sola palabra. No levantes la vista, no prestes atención. Toma, lee esta revista. Imagina que estás en el dentista. Así que me quedé allí sentado, a un lado, mientras él atendía los asuntos de la mañana, recibiendo a sus ayudantes, manteniendo reuniones, sin explicar mi presencia. Como si él mismo no supiera que yo estaba allí, como si yo fuera una ilusión óptica de los demás. Quizá yo era del Servicio Secreto, aunque no tenía la pinta. Pero si él aparentemente no me veía, nadie podía decir nada. Qué bien se lo pasaba, allí tan serio.
¿Y a usted le hacía gracia la broma?
¿Se la habría hecho a usted en mi lugar? La broma estaba en mi anonimato. Yo era como una sombra que él había proyectado. Como si fuera aún su compañero de habitación. Después de un par de días, aquello, como todo en Washington, se convirtió en noticia. Que el presidente tenía a un desconocido rondando por el despacho apareció en el Spectator, un semanario de cuatro páginas por suscripción: ¡UN HOMBRE MISTERIOSO EN LA CASA BLANCA! Ya somos dos, dijo el presidente.
Chaingang redactó la respuesta de la Casa Blanca para el portavoz de la administración. Naturalmente no se permitió que se me acercara ningún periodista. Se dijo que era un buen amigo de la universidad que estaba de visita unos días. Eso tenía un componente de verdad pero no coló entre los blogueros. Yo era para el presidente lo que Clyde Tolson fue para J. Edgar Hoover. O el presidente estaba gravemente enfermo y requería la atención continua de un médico a su lado. Eso era algo que no podía permitirse: el jefe de gabinete dijo que tenía que irme. Mi presencia era perjudicial para la imagen del presidente como líder del mundo libre. Y estaba en juego la seguridad nacional. Tampoco es que yo oyera nada interesante: todos hablaban como en los periódicos. Pero fui enviado otra vez a mi despacho en el armario de la limpieza del sótano. Si al presidente le apetecía charlar de los viejos tiempos, bajaba allí furtivamente cuando nadie lo veía.
¿Y qué pasó con su Departamento de Investigación Neurológica de la Casa Blanca? ¿Por qué no se mencionó eso?
¿Del que el asesor científico del presidente no sabía nada? Y menos aún la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional. Habrían empezado a volar comunicados. Dimisiones. Posiblemente yo habría tenido que hacer el trabajo que teóricamente hacía. No, ese era un secreto que no podía filtrarse. Recuerde que la cuestión era asegurarse de que yo mantenía la boca cerrada.
Idea de Melocotones.
Sí. Tampoco a él, como a los demás, le gustaba verme arriba. Una mañana lo oí levantar la voz. Justo cuando entraba en el Despacho Oval, salió él hecho un basilisco, ocupando casi toda la puerta. Pero mi viejo compinche quería tomar un café conmigo solo para hablar un rato de cualquier cosa menos de ser presidente. Su guerra no iba bien. Había invadido el país equivocado. No puede usted imaginarse la angustia que eso produce.
Increíble.
¿Qué es increíble? ¿Cree que me lo estoy inventando?
No, es solo que...
Fui noticia durante uno o dos días antes de que todo desapareciera de pronto misteriosamente. ¿Dónde estaba usted entonces? Usted precisamente. Y si no consta en el expediente, tendría que constar.
¿Qué expediente?
Vamos, doctor, al menos muestre un poco de respeto. ¿Sabe qué es la Lectura del Pensamiento en la jerga de la ciencia cognitiva? No tiene nada que ver con un mago en el escenario embaucando a su público.
¿No?
No. La lectura del pensamiento es lo que, en la unión temporoparietal derecha del cerebro, nos permite en nuestra vida social saber por deducción, por intuición, qué piensa otra gente. De qué humor está: contenta, aburrida, lo que sea. La lectura del pensamiento es nuestra manera de caracterizar la sensibilidad humana, para saber, por ejemplo, cuándo alguien finge no saber algo.
Lamento que tenga esa impresión.
El Post y el Times incluso habían accedido a mi vida pasada: dos matrimonios, una muerte, un divorcio, una hija cedida al cuidado de otros, otra muerta en la tierna infancia. Llegué a valorar el periodismo de investigación. Es como la redacción de necrológicas: lo consiguen todo menos el sentimiento. Tenían la media de notas de mi carrera: 3,25, para mí una especie de exoneración. Y una vieja fotografía del periódico universitario, los dos compañeros de habitación con amplias sonrisas en el rostro y echándose el brazo al hombro en la primera plana del Post. Me di cuenta por primera vez de que, salvo por mi pelo rizado, nos dábamos un aire. Casi existía un parecido familiar, al menos por aquel entonces. A mí después los años no me trataron tan bien como a él. Seguramente usted sabe algo de todo eso. Si no, ¿por qué estoy aquí?
Buenos días, alumnos. Buenos días, el del rostro rubicundo y la mueca de desdén en la boca. Buenos días, el de la camisa almidonada y el pelo ondulado. Esta mañana hablaremos de la conciencia. ¿De dónde viene? ¿Qué hace consigo misma? ¿Actúa en connivencia? ¿Pretende sacar provecho? ¿Cómo aprende a comportarse, cómo, constituyéndose de miles de millones de neuronas autoconcebidas en circuitos neurales, revisa, ajusta, reorganiza, multiplica en respuesta conductual a la experiencia de la criatura en el mundo exterior, todo ello en un proceso de selección natural o darwinismo neural, según Edelman? ¿Te incluye eso a ti, niño bonito fabricante de guerras? ¿Eres la culminación de esa labor cerebral evolutiva? Crick, en cambio, opta por la función del claustrum o tal vez el tálamo. Abjurad de la claustrumfobia. ¡Recordad el tálamo! En cualquier caso, no tenéis alma. Pero tampoco la tienen Edelman ni Crick. Ni el desdeñoso aquí presente, aunque sería capaz de matar por demostrar que sí la tiene. Pero eso lo simula el cerebro. Debemos recelar de nuestros cerebros. Toman nuestras decisiones antes de que las tomemos nosotros. Nos llevan a aguas estancadas. Renuncian al libre albedrío. Y la cosa se pone aún más rara: si se secciona un cerebro por la mitad, el hemisferio izquierdo y el hemisferio derecho actúan de forma autosuficiente y no saben qué hace la otra mitad. Pero no penséis en esas cosas, porque en cualquier caso no seréis vosotros quienes estéis pensando. Limitaos a seguir vuestra estrella. Vivid en las presunciones de la vida construida socialmente. Aborreced la ciencia. Creed más o menos en Dios. Dejad atrás vuestras carencias. Presentad vuestras autojustificaciones al espejo del baño.
Esos hombres le despertaban verdadera antipatía, ¿no es así?
Chaingang y Rumbum se erigieron en estrategas mundiales. Tenían detrás legiones de ideólogos y de guerreros de laboratorio de ideas. El presidente no era más que eso, presidente. Las relaciones entre ellos tres eran complejas, y en algunos momentos él tenía que sentirse en inferioridad numérica y en inferioridad de condiciones. Cada vez que se sometía a la voluntad de los otros dos, por convincentes que fueran y por más que el asunto estuviera en consonancia con sus propios instintos, por fuerza tenía que quedar cierto resquemor, ¿no le parece? Comprendí que me utilizaba como aguijón para incordiarlos, para que yo los pusiera a prueba, sabiendo que era una afrenta obligarlos a oírme sentar cátedra sobre los avances neurológicos en el mundo. Eso decía él una y otra vez: Androide (con una sonrisa ladina), háblanos de los avances neurológicos en el mundo.
Verá, señor presidente, en Suiza están construyendo un megaordenador para emular el cerebro humano. Lentos pero seguros, construyen circuitos a imagen de sus facultades neuronales y sinápticas. Por complejos que sean nuestros cerebros, la cantidad de elementos a los que deben su funcionamiento es finita. Eso significa que es solo cuestión de tiempo que exista un cerebro operativo fuera del cuerpo.
¿Eso es verdad?
Eso mismo preguntó Chaingang con una sonrisa irónica. ¿Eso que nos está contando no es una película de ciencia ficción antigua? Al presidente lo tenían desbordado aquellos dos, Chaingang y Rumbum, hombres a quienes había nombrado él mismo y que poco más o menos asumían el control a la hora de tomar decisiones importantes. Así que su siguiente broma fue anunciar que yo era un investigador del cerebro y llevaba a cabo un estudio sobre el cerebro ejecutivo, como el de ellos. Eran hombres ocupados, tenían cosas que hacer, una guerra que supervisar, y allí estaba él, divirtiéndose a su costa.
Vuestros cerebros pintan bien, les dijo. Como un campo prometedor para la prospección petrolífera.
No se privaron a la hora de mostrar su irritación. A ojos de ellos, el presidente era una especie de delfín a quien consideraban falto de solemnidad, y no hablemos ya de una mínima capacidad de concentración. Su convencimiento en su propia superioridad intelectual entraba en contradicción con el hecho de que él formaba parte de los históricamente electos, y ellos no. Podía adoptar un pavoneo presidencial cuando se dirigía a su helicóptero, pero no era la personalidad regia que ellos imaginaban al verse a sí mismos en ese papel. [pensando] En otros países, eran hombres como esos los que organizaban golpes de Estado.
¿Usted vio todo eso?
Cuando uno está en un despacho con el presidente de Estados Unidos se vuelve muy observador. Mi presencia encolerizaba a esos dos hombres. Tanto que pensé en seguir el juego al presidente y llevar a cabo un experimento mental. Ellos creían que los tenía bajo el microscopio, así que, ¿por qué no? ¿Cuándo en la historia de Estados Unidos había tenido un ciudadano particular una ocasión como esa? Pero debía hacerse deprisa. Solo sería viable hasta que el presidente perdiera el interés. Eso no me daba mucho tiempo.
Chaingang y Rumbum habían forjado su carrera en la labor gubernamental. Sus mentes estaban integradas a circuitos neuronales bien establecidos que encontraban su expresión en los vocabularios de la guerra, la detención, la tortura física, el poder político, el cotilleo social, el sexo y el dinero. Así que me aclaré la garganta y le di a cada uno un bloc y un lápiz, y les expliqué el juego del dilema de los reos utilizado en la ciencia cognitiva. Naturalmente no los obligué a salir del despacho, como hacía con mis alumnos de instituto; me limité a decirles, a cada uno en privado, sin que el otro lo oyera, que el presidente estaba enterado de su conspiración para derrocar al Gobierno porque su cómplice en la conspiración lo había delatado. Podían callar o podían a su vez delatar a su colega. Sus decisiones tendrían consecuencias punitivas mayores o menores a manos del fiscal general. Debían escribir la decisión de delatar o no delatar a su cómplice en la conspiración.
¿Accedieron a pasar por eso?
Como niños a quienes se asigna una tarea. Se sentaron en extremos opuestos de uno de los sofás del Despacho Oval, dándose la espalda, inclinados sobre sus blocs —con expresión ceñuda, ahora cerrando los ojos, ahora frotándose la frente—, en una interpretación de lo que sería una reflexión profunda. Les había advertido de que no debían mirarse, pero estuvo de más. Al fin y al cabo, aquello era teoría de juegos. Delata a tu cómplice en la conspiración y te has metido en un aprieto, porque has admitido tu culpabilidad, pero si no lo delatas y él te delata a ti, él queda en libertad y tú vas a chirona años y años. Solo si ninguno de los dos delata al otro se retiran los cargos contra ti.
¿Y qué pasó?
Esos hombres habían cumplido diversas funciones a lo largo de varias administraciones. Ahora estaban en lo más alto. ¿Cómo habían llegado hasta ahí? ¿Quién sabía mejor que ellos cómo funcionaba la política? Así que, naturalmente, no tuvieron más opción que delatarse, deduciendo cada uno cuál era el mejor resultado posible para sí mismo.
Cómo se rio el presidente cuando le entregué los blocs en los que habían escrito sus decisiones. Estaba cantado, dijo.
Ahí sí que se hizo usted notar, ¿eh?
Pero no me hacía ilusiones. Él necesitaba un adlátere, un familiar, pero ¿durante cuánto tiempo? Me regaló una de esas pequeñas insignias con la bandera que les gustaba llevar en la solapa para que todo el mundo supiera que eran patriotas.
¿Sí?
Me la prendió como si fuera una medalla. Ahora yo era uno de los buenos. Aunque, como se vio, mi empleo al frente del fantasmal Departamento de Investigación Neurológica de la Casa Blanca no duró ni tres semanas.
Pero fue toda una vida, por así decirlo.
Sí. Una tarde, antes de dar por concluida la jornada, el presidente me enseñó el dormitorio de Lincoln en la primera planta. Lincoln nunca durmió allí, claro está. Aquello ni siquiera era un dormitorio cuando él vivía allí. ¿Qué era, un gabinete? Pero de todos modos, con aquellos macizos muebles victorianos y largos cortinajes, daba la impresión de que Lincoln bien podía haber dormido allí. Saludé a los ocupantes...
¿Los ocupantes?
Bueno, ya sabe, allí es donde el presidente alojaba a los donantes de altos vuelos para una noche de emoción. Una pareja bastante tranquila era aquella, nada impresionada por estar en compañía del presidente, el hombre varias décadas más canoso que la mujer. Estaban deshaciendo la maleta. Cuando uno mira el dinero, parece muy humano. Nos apiñamos todos en torno al escritorio donde había una copia del Discurso de Gettysburg bajo un cristal.
Estaba usted, pues, familiarizándose con la Casa Blanca.
Me fijé en que la joven esposa era alta y tenía buen tipo, pero su rostro parecía de cerámica, por así decirlo, y me miraba como si no se diera cuenta de que yo estaba allí. Una melena dorada tan reluciente y rígida como si la llevara barnizada. Si Briony hubiese estado conmigo, se hubiese sentido amedrentada, la pobre inocente, pero solo por un momento. Ese era todo un aspecto de la vida estadounidense del que ella no sabía nada. Por otro lado, viendo la belleza sencilla del rostro lavado de Briony y el ser puro que resplandecía en sus ojos azules, esa mujer se habría sumido en el mayor desconsuelo por haberse pasado toda la vida afectando una sofisticación que no sentía.
¿Supo usted todo eso solo con mirarla?
Pensar en Briony me proporcionaba toda clase de ventajas perceptivas. Era como si algo de su mente viviera aún en mí.
¿Eso es ciencia cognitiva?
En realidad no. Es más bien sufrimiento.